La presencia de Jesús en nuestra vida puede significar, alguna vez, perder algo temporal. Jesús vale más. Todas las cosas deben ser medios que nos acerquen a Cristo. Desprendimiento. Algunos detalles.
1. Nos dice San Marcos (Mc 5, 1-20) que llegó Jesús a la región de los gadarenos, una tierra de gentiles, al otro lado del lago de Genesaret. Allí, nada más dejar la barca, le salió al encuentro un endemoniado que, postrado ante Él, gritaba: “¿Qué tienes que ver conmigo, Jesús, hijo de Dios Altísimo? Te pido por Dios que no me atormentes. Porque Jesús le estaba diciendo: “espíritu inmundo, sal de este hombre”. Jesús le preguntó por su nombre, y él respondió: “Me llamo Legión, porque somos muchos. Y le rogaba con insistencia que no los expulsara de aquella región”. Cerca del lugar donde ellos se encontraban pacía una gran piara de cerdos.
Los demonios hablan por boca de este hombre y se quejan de que Jesús haya venido a destruir su reino en
San Marcos nos indica expresamente que eran alrededor de dos mil los cerdos que se ahogaron. Debió de significar una notable pérdida para aquellos gentiles. Quizá sea el rescate pedido a este pueblo por librar a uno de los suyos del poder del demonio: han perdido unos cerdos, pero han recuperado a un hombre. El alto costo pagado por la libertad de aquel hombre, la hecatombe de la piara de los dos mil cerdos, tal vez sea el índice del elevado precio que tiene el rescate del hombre pagano contemporáneo. Un costo valorable también en riquezas que se pierden; un rescate cuyo precio es la pobreza del que generosamente intenta redimirlo. La pobreza real de los cristianos quizá sea el valor que Dios haya fijado por el rescate del hombre de hoy. Vale la pena pagarlo; un solo hombre vale mucho más que dos mil cerdos.
Sin embargo, sobre estas gentes pesa más el daño temporal que la liberación del endemoniado. En el cambio de un hombre por unos cerdos, se inclinan por éstos, por los cerdos. Ellos, al ver lo que había pasado, rogaron a Jesús “que se marchara de su país”. Cosa que el Señor hizo enseguida.
La presencia de Jesús en nuestras vidas puede significar, alguna vez, perder la ocasión de un buen negocio, porque no era del todo limpio, o por no poder competir con los mismos medios ilícitos de nuestros colegas o, sencillamente, porque quiere que ganemos su corazón con nuestra pobreza. Y siempre nos pedirá el Señor, para permanecer junto a Él, un desprendimiento efectivo de los bienes, una pobreza cristiana real, que señale con claridad la primacía de lo espiritual sobre lo material, y del fin último –la salvación, la nuestra y la del prójimo– sobre los fines temporales del bienestar humano.
Cuenta D. Álvaro, referido a nuestro Padre: “Desde que lo conocí, advertí que se refería muchas veces a la virtud de la pobreza con una expresión muy significativa: La pobreza, gran señora mía. La llamó así desde que tenía treinta y uno o treinta y dos años, hasta el final de su vida. No era simple privación, sino verdadero tesoro que conduce a la efectiva unión personal con Cristo, en la desnudez de Belén y del Calvario, y es condición de eficacia de todo apostolado. A ninguno de nosotros nos sorprendía la insistencia con que nuestro Fundador, al recomendar la práctica de la pobreza, ejemplificaba de modo bastante exigente, sus aplicaciones más concretas: No tener nada como propio; no tener nada superfluo; no lamentarse cuando falta lo necesario; cuando se puede escoger, elegir la cosa más pobre, menos simpática; no maltratar los objetos que usamos; hacer buen uso del tiempo” (Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, cap. 11).
2. Le pidieron a Jesús “que se alejara de su región”. No incurramos nosotros jamás en la aberración de decir a Jesús que se aleje de nuestra vida, porque por manifestarnos como cristianos perdamos en alguna circunstancia un cargo público, un puesto de trabajo, o debamos sufrir un perjuicio material de cualquier clase. Al contrario, hemos de decirle muchas veces al Señor, con las palabras que el sacerdote pronuncia en secreto antes de la Comunión en
Todas las cosas de la tierra son medios para acercarnos a Dios. Si no sirven para eso, no sirven ya para nada. Más vale Jesús que cualquier negocio, más que la vida misma. “Si destierras de ti a Jesús y lo pierdes, ¿a dónde irás?, ¿a quién buscarás por amigo? Sin amigo no puedes vivir mucho; y si no fuere Jesús tu especialísimo amigo, estarás triste y desconsolado” (Imitación de Cristo, II, 8, 3). Perderás mucho en esta vida, y todo en la otra.
Los primeros cristianos, y muchos hombres y mujeres a lo largo de los siglos, han preferido el martirio antes que perder a Cristo. Durante las persecuciones de los primeros siglos, las penas habituales eran la muerte, la deportación y el exilio.
¿Seremos nosotros capaces de perder, si fuera necesario, la honra o la fortuna, una amistad…, a cambio de permanecer con Dios? Seguir a Jesús no es compatible con todo. Hay que elegir, y renunciar a todo lo que sea un impedimento para estar con Él. ¿Para qué querríamos el mundo entero si perdiéramos a Jesús?
3. El Señor pasa cerca de nuestra vida todos los días. Si tenemos el corazón apegado a las cosas materiales, no le reconoceremos; y hay muchas formas, algunas muy sutiles, de decirle que se vaya de nuestros dominios, de nuestra vida, ya que “nadie puede servir a dos señores” (Mt 6, 24).
Conocemos el peligro que corremos de servir a los bienes terrenos, en sus múltiples manifestaciones de deseo desordenado de mayores bienes, aburguesamiento, comodidad, lujo, caprichos, gastos innecesarios, etc.; y vemos también lo que ocurre a nuestro alrededor: “Muchos hombres parecen guiarse por la economía, de tal manera que casi toda su vida personal y social está como teñida de cierto espíritu materialista” (Conc. Vat. II, loc. cit., 63). Piensan que su felicidad está en los bienes materiales y se llenan de ansiedad por conseguirlos.
Nosotros debemos estar desprendidos de todo cuanto tenemos. De este modo, sabremos utilizar todos los bienes de la tierra según lo dispuesto por Dios, y tendremos el corazón en Él y en los bienes que nunca se agotan. El desasimiento hace de la vida un sabroso camino de austeridad y eficacia. El cristiano ha de examinar con frecuencia si se mantiene vigilante para no caer en la comodidad, o en un aburguesamiento que no se compagina de ninguna forma con ser discípulo de Cristo; si procura no crearse necesidades superfluas; si las cosas de la tierra le acercan o le separan de Dios. Siempre podemos y debemos ser parcos en las necesidades personales, frenando los gastos superfluos, no cediendo a los caprichos, venciendo la tendencia a crearse falsas necesidades, siendo generosos en la limosna…
4. También podemos considerar hoy en nuestra oración si estamos dispuestos a tirar lejos de nosotros lo que nos estorbe para acercarnos a Cristo, como hizo Bartimeo, aquel ciego que pedía limosna en las afueras de Jericó (Mc 10, 50). “Aquel hombre, arrojando su capa, al instante se puso en pie y vino a él”. ¡Tirando su capa! No sé si tú habrás estado en