6.1.08

La senda del orgullo

Lc 18, 9-14

Parábola del fariseo y el publicano.

El fariseo es un ejemplo de persona que no se conoce.

Es imprescindible reconocer nuestros defectos para combatirlos. Si los escondemos, nunca podremos mejorar.

Todos llevamos dentro –en mayor o menor medida- un fariseo como el de la parábola. Y el orgullo es la ruina de la vida interior y del trato con Dios.

Hay una antigua fábula que refleja muy bien lo que ocurre con una persona orgullosa:

“Una rana se preguntaba cómo podría alejarse un poco del clima frío del invierno de su tierra. Unos gansos le sugirieron que emigrara con ellos hacia el sur. El principal problema era que la rana no sabía volar. «Dejadme que piense un momento —dijo la rana—, tengo un cerebro privilegiado». Pronto tuvo una idea. Pidió a dos gansos que le ayudaran a buscar una caña lo suficientemente ligera y fuerte. Les explicó que cada uno tenía que sostener la caña por un extremo, y que ella iría en medio, fuertemente agarrada a la caña por la boca. Cuando llegó el momento, los gansos y la rana comenzaron su travesía. Todo iba según lo previsto cuando, al poco rato, pasaron por encima de una pequeña población. Los habitantes de aquel lugar salieron para ver el inusitado espectáculo. Alguien preguntó: «¿A quién se le ocurrió tan brillante idea?». Esto hizo que la rana se sintiera muy orgullosa, y fue tal su sensación de importancia, que no pudo evitar que se le escapara la inmediata respuesta: «¡A mí!». Su orgullo fue su ruina, porque en el momento en que abrió la boca, se soltó de la caña y cayó al vacío desde una considerable altura”.

El orgullo y la vanidad suelen comportar notables perjuicios. Algunas actitudes típicas de las personas orgullosas son:

- No descansan hasta poner su firma en todo lo que hacen, y a veces también en lo que no hacen.

- No paran de provocar ocasiones en las que tener la oportunidad de presumir, de asumir protagonismo, de aparecer.

- Se preocupan de dejar claro varias veces en sus conversaciones que han sido ellas quienes han hecho posibles tales o cuales logros.

- Insisten con frecuencia en que no quieren ponerse medallas, y suelen decirlo en el mismo momento en que se las ponen.

Cuando la vanidad es más primaria, su principal inconveniente es que hacemos un poco el ridículo y demostramos abiertamente que nuestro talento es bastante menor de lo que pensamos. Las personas de talento conocen mejor sus propios límites, y saben valorar el talento de los demás, y eso les ayuda a ser menos vanidosas.

- La vanidad convierte a las personas en rehenes de la imagen que quieren dar a los demás.

- La vanidad hace estar pendientes de lo accesorio y olvidar lo principal. La vanidad hace perder la compostura a gente supuestamente inteligente, pero que precisamente con eso manifiestan que su discernimiento y su agudeza son escasas, y que su inteligencia se reduce a unos ámbitos muy limitados.

- La vanidad suele fundirse con la envidia, porque los jactanciosos, en su carrera por la vanagloria, enseguida se entristecen si ven brillar a otros. Les parece que, de alguna forma, los logros de otros restan protagonismo a su vanidad ansiosa.

- Tienden a pensar mal de los demás y a hablar mal de ellos. Intentan enemistar a otros con sus siempre numerosos enemigos.

- Quieren abrirnos los ojos a lo que solo para su ceguera victimista puede ser evidente.

- Reducen la grandeza del hombre a su propio tamaño, y les gustaría decapitar a la humanidad de todo lo que sobrepase su corta estatura moral.

Si pensáramos en todo esto con un poco de profundidad, seguramente comprenderíamos enseguida que es un error vivir pensando tanto en la imagen y en las apariencias, en vez de vivir pendiente de lo que realmente se es y se debe ser[1].

La soberbia también nos hace pensar que ya hacemos bastante por Dios, que no necesitamos rezar tanto, que no es necesario exigirse más… Los que piensan así es muy difícil que se arrepientan de sus pecados, que pidan perdón, que hagan propósitos de mejora, y probablemente, cuando rezan, suelen dedicarse a pedirle favores a Dios.

También es propio del orgullo pensar que hacemos favores a Dios.

Vamos a pedirle a Dios que nos libere de esa actitud farisaica que convive tantas veces con nosotros, y que tiene su origen –muchas veces- en el desconocimiento propio, en la falta de auténtica oración, en la falta de interés por amar a Dios, en el egoísmo y en el amor propio.

Podemos ser soberbios incluso intentando ser buenos cristianos, porque podemos buscar la tranquilidad de la conciencia, el sentirnos justificados o satisfechos con nosotros mismos… en definitiva, el amor propio.

Quizás nos sucede lo que dice San Josemaría en Camino de la persona que quiere ser buen cristiano sin amar verdaderamente a Jesús:

Ya sé que evitas los pecados mortales. ¡Quieres salvarte! Pero no te preocupa ese caer deliberadamente en pecados veniales, aunque sientes la llamada de Dios, para vencerte en cada caso.

Tu tibieza hace que tengas esa mala voluntad”.

El fariseo de la parábola era un cumplidor: estaba demasiado preocupado por cumplir. Tenía una idea de Dios muy negativa, como de un monstruo que castiga y condena, y que tenía que cumplir la ley “por la cuenta que le traía”.

¿Me empeño de verdad por amar cada día más a Dios? ¿Es ese mi único interés, concretado en mil detalles diarios? ó ¿mi interés por Dios y por las cosas de Dios es un vulgar interés –en el fondo- por mi propio yo, por mi “mejora personal”?

La soberbia y el orgullo arruinan el verdadero trato con Dios.

Un buen cristiano tiene que cultivar la virtud de la humildad, que conduce a la verdadera alegría. En la parábola, el publicano “se fue a su casa justificado”, lleno de la gracia de Dios, y por tanto feliz y contento.

Decía San Agustín: “si me preguntáis qué es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo, os responderé: lo primero es la humildad, lo segundo, la humildad, y lo tercero, la humildad”[2].

Mientras que la soberbia produce inquietud e insatisfacción (porque nos lleva a centrarnos en nosotros mismos: si las cosas nos gustan o nos disgustan, si suponen una ventaja o una desventaja, si hay que esforzarse más o menos, si hay que hacer tal esfuerzo o tal otro…) la humildad lleva a un profundo gozo interior: “se fue a su casa justificado”.

Quienes luchan por ser humildes adquieren una personalidad que atrae a los demás. Con su comportamiento habitual consiguen crear a su alrededor un remanso de paz y de alegría, porque reconocen el valor de las personas que tienen a su lado. En la conversación de una persona humilde, en la vida con su familia, en el trato con sus amigos, saben comprender y disculpar; les mueve el interés de ayudar a todos y convivir con todos, son capaces de reconocer lo que deben a quienes les rodean, sin pretender reclamar continuamente derechos. A su lado se toca el amor de Dios: uno se encuentra en confianza, no se siente juzgado, sino querido.

Vamos a pedirle a la Virgen María que nos ayude a ser mansos y humildes de corazón como Jesús.



[1] Fuente: A. Aguiló, interrogantes.net

[2] San Agustín, Epístola 118, 22.