6.1.08

La senda estrecha. Mortificacion

El camino que conduce al Cielo es estrecho. Templanza y mortificación. Necesidad de la mortificación. Lucha contra la comodidad y el aburguesamiento. Algunos ejemplos de templanza y de mortificación.

1. Mientras iban de camino hacia Jerusalén, uno le preguntó: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?” (Lc 13, 23). Jesús no le contestó directamente, sino que le dijo: “Esforzaos por entrar por la puerta estrecha, porque muchos, os digo, intentarán entrar y no podrán” (Lc 13, 24). San Mateo nos ha dejado esta exclamación del Señor: “¡Qué angosta es la puerta, y qué estrecha la senda que conduce a la vida, y qué pocos son los que atinan con ella!” (Mt 7, 14).

La vida es como un camino hacia Dios, un camino corto. Importa sobre todo que, al llegar, se nos abra la puerta y podamos entrar. Dos sendas, dos actitudes en la vida. Buscar lo más cómodo y placentero, regalar el cuerpo y huir del sacrificio; o bien, tener los sentidos guardados y el cuerpo sujeto. Vivir como peregrinos que llevan lo justo y se entretienen poco en las cosas porque van de paso, o quedar anclados en la comodidad, la pereza, el placer... Un camino conduce al Cielo; el otro, a la perdición.

“Si un universitario quiere ser médico no se matricula en Filología Románica... En realidad, si un estudiante se matricula en Filología Románica está demostrando que lo que de verdad quiere es ser filólogo, no médico, a pesar de lo que diga (…). Y ello es así porque cuando se quiere algo hay que elegir los medios adecuados (…). Si uno quiere ir a su propio hogar y deliberadamente elige el camino que conduce a la casa de su enemigo, lo que sin duda está queriendo es ir a donde, según dice, no desea” (cfr. Federico Suárez, La puerta angosta, pp. 37-38). Y si diera la razón de que ha elegido ese determinado camino porque es más cómodo, entonces lo que de verdad le importa es el camino, no el fin al que este le conduce.

2. El hombre tiende a ir por la senda ancha, aunque posea pocos bienes, y por el camino cómodo de la vida. Prefiere también una puerta ancha, que no conduce al Cielo. La senda que nos señala el Señor es alegre, pero es, a la vez, de cruz y de sacrificio, de templanza y de mortificación. “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere lleva mucho fruto” (Jn 12, 24).

Nos es necesaria la templanza en esta vida para poder entrar en la otra. Se nos pide estar desprendidos de los bienes que tenemos y usamos, evitar la solicitud desmedida, prescindir de lo superfluo y, en lo necesario, poner mortificación, que garantiza la rectitud de intención. No podemos ser como esos hombres que ponen los medios materiales como fin de sus vidas; piensan que su felicidad está en ellos y se llenan de ansiedad por adquirirlos, olvidando fácilmente que su vida es un camino hacia Dios. Solo eso: un camino hacia Dios. “Estad vigilantes, nos previene el Señor, no sea que se emboten vuestros corazones por la crápula, la embriaguez y las preocupaciones de la vida” (Lc 21, 34). “Tened ceñidos vuestros lomos y encendidas las lámparas y sed como hombres que esperan a su amo de vuelta de las bodas” (Lc 12, 35).

En la senda ancha de la comodidad, el confort y la falta de mortificación, las gracias que Dios nos da quedan agostadas y sin fruto. Ocurre como con la semilla caída entre espinas: “se ahoga a causa de las preocupaciones, riquezas y placeres y no llega a dar fruto” (Lc 8, 14). La sobriedad, por el contrario, facilita el trato con Dios. Nos dirigimos a Dios deprisa, y lo único verdaderamente importante es no equivocar el camino.

En medio de un ambiente con frecuencia materialista, la templanza es de gran eficacia apostólica. Es uno de los ejemplos más atrayentes de la vida cristiana. Donde quiera que nos encontremos debemos de esforzarnos para dar siempre ese ejemplo, que se manifestará con sencillez en nuestro comportamiento. Para muchos, la ejemplaridad de un cristiano ha sido el comienzo de un encuentro definitivo con el Señor.

3. Una vida sobria es una vida mortificada y alegre. La mortificación la encontramos en cosas pequeñas que mantienen el cuerpo sujeto a la razón y disponen al alma para entender las cosas de Dios. Así, la mortificación interior, por una parte, lleva al control de la imaginación y de la memoria, alejando pensamientos y recuerdos inútiles o inconvenientes; y se manifiesta también en la mortificación de la lengua: evitando, por ejemplo, conversaciones inútiles y frívolas, murmuraciones, etc.

Para caminar por la senda estrecha de la templanza hemos de practicar también la mortificación de los sentidos externos: la vista, el oído, el gusto... Un poco menos de lo justo en comodidad, en caprichos, etc. Mortificaciones, en fin, en nuestra vida de cada día: en el trabajo intenso, constante y ordenado; sabiendo que el mejor espíritu de sacrificio es la perseverancia por acabar con perfección la labor comenzada; en la puntualidad, llenando de minutos heroicos el día; en el cuidado de las cosas, que tenemos y usamos; en el afán de servicio, que nos hace cumplir con exactitud los deberes más pequeños; y en los detalles de caridad, para hacer amable a todos el camino de santidad en el mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra de nuestro espíritu de penitencia... (San Josemaría, Carta, 24-III-1930).

La senda estrecha pasa por todas las actividades del cristiano: desde las comodidades del hogar, hasta el uso de los instrumentos de trabajo y el modo de divertirse. En el descanso, por ejemplo, no es preciso realizar grandes gastos, ni dedicar excesivas horas al deporte en perjuicio de otros quehaceres. También da ejemplo de austeridad y de templanza quien sabe hacer uso moderado de la televisión y, en general, de los instrumentos de bienestar que ofrece la técnica.

El camino estrecho es seguro y es amable. Y en medio de esa vida, que tiene un cierto tono austero y sacrificado, encontramos la alegría. Hay almas que parecen empeñadas en inventarse sufrimientos, torturándose con la imaginación. Después, cuando llegan penas y contradicciones objetivas, no saben estar como la Santísima Virgen, al pie de la Cruz, con la mirada pendiente de su Hijo (Surco, 248).