6.1.08

Amor a Jesús Sacramentado

Visitas. Presencia de Cristo. Frutos de estas visitas.

1. Poco tiempo después de ser ordenado sacerdote, el Beato Manuel González, que más tarde sería Obispo de Málaga y de Palencia, donde murió y en cuya catedral está enterrado, fue a predicar una misión popular a un pueblecito de Sevilla. Nada más llegar, se dirigió directamente al Sagrario de la Iglesia parroquial para pedir por el fruto de la misión.

Él mismo ha dejado por escrito su primera impresión, que fue muy dolorosa: “¡Qué esfuerzos tuvieron que hacer allí mi fe y mi valor –escribe– para no volver a tomar el burro, que aún estaba amarrado a las puertas de la iglesia, y salir corriendo para mi casa!”.

Allí, en el altar, encontró todo muy descuidado: “harapos y suciedades”, escribe el Beato. Pero no huyó: “Allí me quedé un rato largo, y allí encontré mi plan de misión y aliento para llevarlo a cabo... Allí, de rodillas ante aquel montón de harapos y suciedades, mi fe veía, a través de aquella puertecilla apolillada, a un Jesús tan callado, tan bueno, tan paciente, tan desairado, que me miraba...

Aquella tarde, en aquel rato de Sagrario, yo entreví para mi sacerdocio una ocupación en la que antes no había soñado: ser cura de un pueblo que no quisiera a Jesucristo, para quererlo yo por todo el pueblo; emplear mi sacerdocio en cuidar a Jesucristo en las necesidades que su vida de Sagrario le ha creado, alimentarlo con mi amor, calentarlo con mi presencia, entretenerlo con mi conversación: defenderlo contra el abandono y la ingratitud...”.

Cuenta el Padre: “Jamás entraba en ninguna iglesia sin ir primero a saludar a Jesús Sacramentado: se recogía en oración unos instantes y renovaba su ardiente deseo de hacerle compañía en todos los Tabernáculos del mundo. Me conmovió lo sucedido cuando le acompañé a la Catedral en obras de una ciudad importante. Preguntó al sacristán dónde habían dejado reservado al Señor, y contestó que lo ignoraba, pues cada día lo cambiaban de sitio, y al final nadie sabía dónde estaba. Fue buscando al Señor por la Catedral, y lo descubrió al divisar una lamparilla medio oculta: se arrodilló en tierra y rezó. Después nos dijo que había hecho esta oración: Señor, yo no soy mejor que los demás, pero necesito decirte que te quiero con todas mis fuerzas; y te pido que me escuches: te quiero por los que vienen aquí, y no te lo dicen; por todos los que vendrán y no te lo dirán. Y añadió: ¿no haríais vosotros algo semejante, si vuestros padres -con tantos méritos como tienen- se hubiesen prodigado por los demás, y los demás no les fuesen agradecidos? A Dios le debemos muchísimo más. Él, que es toda la felicidad, toda la hermosura y la verdadera Vida, se ha puesto a disposición de cada uno, para que tengamos parte en esa Vida. ¡Es justo que seamos agradecidos!” (Memoria del Beato Josemaría, cap. III, 7).

2. En el Sagrario encontramos también nosotros a un Jesús tan bueno, tan paciente. Agradecerá, en esta vida y en la otra, que hayamos ido a verlo, que le hayamos acompañado. ¡Qué solo se encuentra en tantos lugares! ¡Qué pocos cristianos son consecuentes con su fe, y pasan de largo ante las puertas de una iglesia, sin dirigirle un saludo, unas palabras de amor y de agradecimiento! Allí está: tan bueno, tan paciente, que mira... que nos mira. Pues, en la Última Cena, Jesús no se limitó a consagrar el pan y el vino, sino que dio a sus discípulos la potestad de repetir este portento hasta la consumación de los siglos: "haced esto en memoria mía" (Lc 22,19) (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1343-1344).

La Eucaristía no es un símbolo sino el mismo Cristo, que está bajo las especies del pan y del vino: su presencia es real, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad (cfr. Es Cristo que pasa, 83, 5). Es Cristo entero, el mismo que nació en Belén, que trabajó en Nazaret, que hizo milagros, que lloró por sus amigos, que murió en la Cruz, que resucitó.

Jesucristo está presente en la Eucaristía de modo único e incomparable. Está presente en efecto, de modo verdadero, real y sustancial: con su Cuerpo y con su Sangre, con su Alma y su Divinidad. Cristo, todo entero, Dios y hombre, está presente en ella de manera sacramental, es decir, bajo las especies eucarísticas del pan y del vino (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 282).

Desear las visitas al Santísimo: es una costumbre con la que devolvemos a Jesús la visita que ha hecho a nuestra alma; exige un poco de sacrificio para acudir a una iglesia u oratorio; si no podemos ir físicamente, lo hacemos con la mente y acompañamos al Señor en el Sagrario. Contarle nuestras cosas, alegrías, penas…

“Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cfr. Jn 13, 25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el «arte de la oración», ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!

[…] La Eucaristía es un tesoro inestimable; no sólo su celebración, sino también estar ante ella fuera de la Misa, nos da la posibilidad de llegar al manantial mismo de la gracia. Una comunidad cristiana que quiera ser más capaz de contemplar el rostro de Cristo, en el espíritu que he sugerido en las Cartas apostólicas Novo millennio ineunte y Rosarium Virginis Mariae, ha de desarrollar también este aspecto del culto eucarístico, en el que se prolongan y multiplican los frutos de la comunión del cuerpo y sangre del Señor (Juan Pablo II, Encíclica Ecclesia de Eucharistia, 25).

3. Se cuenta una pequeña historia, que expresa bien la sencillez con que hemos de tratar a Jesús presente en la Eucaristía. En Boston, cerca de la estación de ferrocarriles, había una Iglesia católica.

Allí, a la misma hora, durante la Misa, pasaba un sujeto no muy bien vestido, que conseguía distraer a todos mientras se dirigía a la capilla del Santísimo. Pasaba allí unos instantes, pocos, y reemprendía el camino de vuelta.

Un día, el párroco le esperó a la salida del templo. Lo abordó y le preguntó a qué se debía esa estancia fugaz en la iglesia a la misma hora, que distraía a los fieles que asistían a Misa. El sujeto en cuestión le contestó que era el maquinista de un tren que se detenía algunos minutos en aquella estación. Apenas le daba tiempo de acercarse a la capilla del Santísimo y dirigirle al Señor unas pocas palabras:

Hola, Jesús, soy Jim. Y con eso, decía al párroco, ya me voy contento. Esa visita es muy importante para mí.

Un tiempo después tuvo lugar un terrible accidente en aquella estación. El tren de pasajeros chocó con uno de mercancías detenido en la misma estación. Hubo muchos heridos. El párroco fue enseguida y atendió a los accidentados. Encontró también a Jim, moribundo, y le administró los últimos sacramentos. Cuando Jim expiró, al sacerdote le pareció oír una voz cálida venida de lejos que decía:

—Hola, Jim, soy Jesús.

Si somos fieles, si tratamos con amor a Jesús Sacramentado, oiremos esas palabras dichosísimas: Ven, bendito de mi Padre... Mira lo que te he preparado. Gracias por tus visitas, por tus actos de desagravio, por tu compañía. ¡Cuánto se alegraba mi corazón cuando te veía entrar y acercarte a donde Yo estaba! Muchas veces no sabías qué decir, pero, de todas formas, me era gratísima tu visita.

Jesús, cuando nos presentemos delante de Él, recordará la más pequeña consideración que hayamos tenido con Él: una genuflexión bien hecha, una jaculatoria, una mirada... No nos quedemos cortos cuando vayamos a verlo.

Y, ¿cómo olvidará las veces que le hemos dicho que puede disponer de nosotros como Él quiera? ¡Es buen pagador!

¡Cómo sería la mirada alegre de Jesús!: la misma que brillaría en los ojos de su Madre, que no puede contener su alegría –«Magnificat anima mea Dominum!» –y su alma glorifica al Señor, desde que lo lleva dentro de sí y a su lado. ¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con El y de tenerlo (Surco, 95).