6.1.08

Amor a la Iglesia

...para mostrar ante sí mismo a la Iglesia resplandeciente, sin mancha, arruga o cosa parecida, sino para que sea santa e inmaculada (Ef 5, 27).

1. Si alguien mira las vidrieras de una antigua catedral desde la calle, no verá más que trozos de vidrio oscuros unidos por tiras de plomo negro; pero si atraviesa el umbral y las mira desde dentro, a contraluz, entonces contemplará un espectáculo de colores y de figuras que le dejan a uno sin respiración. Lo mismo ocurre con la Iglesia. El que la mira desde fuera, con los ojos del mundo, ve aspectos humanos que brillan, con lados oscuros y miserias; pero el que la mira desde dentro, con los ojos de la fe y sintiéndose parte de ella, verá lo que veía san Pablo: un maravilloso edificio, un cuerpo bien ensamblado, una esposa sin mancha, ¡un «gran misterio»!

Esta maravilla tiene una razón fundamental: la Iglesia es santa, con una santidad plena e incomparable. Es la joya preciosa de Cristo, su esposa inmaculada.

Quizá podríamos pensar: ¿y las incoherencias de la Iglesia?, ¿y los escándalos que a veces aparecen en la prensa? Esta Iglesia, ¿es realmente digna de crédito?, ¿se la puede amar…?

La Iglesia es santa porque Cristo, su Fundador, es el Santísimo, y el Espíritu Santo actúa en ella y lleva a los hombres a Dios Padre. En ella se encuentran los Sacramentos, fuentes de santidad, y tiene como centro la santa Misa..., el manantial de todas las gracias. Cuando la vemos desde dentro, nos encontramos con una maravilla, perfecta, sin arrugas ni defectos, inmaculada, que resplandece de belleza y nos lleva a amarla. En ella, vemos reflejado a Cristo. ¡Qué alegría, poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia santa! (Camino, 518).

Esta santidad, que los teólogos llaman ontológica –es decir, que pertenece a su propio ser–, debería reflejarse en la santidad de sus miembros: en la vida y en el comportamiento de todos los cristianos, en sus familias, lugares de trabajo y de descanso... Pero, como podemos comprobar, no siempre es así.

2. San Josemaría iba a veces a la plaza de San Pedro y, de cara a la basílica, rezaba el Credo. Al llegar al “Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica...”, intercalaba, repitiendo tres veces: “Creo en mi Madre, la Iglesia Romana”. Y proseguía: “una, santa, católica, apostólica”; para cerrar a veces esa letanía con un “a pesar de los pesares” (“malgrado tutto”).

Un día, en 1948, charlando San Josemaría con un prelado italiano, le habló de esa devoción suya:

“–¿Qué quiere decir con ese “malgrado tutto”?, le preguntó intrigado el prelado, al traducirle al italiano el “a pesar de los pesares”.

–“Sus errores personales y los míos”, le contestó (Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, p. 251). Nuestros errores no impiden la santidad y la belleza de la Iglesia, aunque pueden oscurecerla de cara a los demás.

3. Los cristianos debemos dar testimonio del amor de Dios allí donde nos encontremos; deberíamos actuar como Jesucristo, con generosidad y abnegación, y reflejar la alegría de la salvación que nosotros mismos hemos experimentado. Pero no siempre reflejamos la santidad de la Iglesia en nuestras vidas. Así, la Iglesia no presenta la santidad moral que debería mostrar por la unidad de vida de los cristianos; aunque posea la santidad de su mismo ser, la llamada santidad ontológica, que no aumenta ni disminuye, siempre es plena.

La Iglesia es santa porque, en Ella, Cristo mismo se hace presente en el mundo en cada generación. Es santa y, a la vez, necesitada de purificación constante, porque recibe en su propio seno a los pecadores, como aquella red barredera de la que nos habla el Evangelio; nunca se ha presentado como una sociedad formada exclusivamente por hombres puros e inocentes.

Los cristianos no pueden disminuir la santidad de su Madre con sus defectos y pecados, pero sí pueden oscurecer su rostro ante los demás y frenar su paso en la tierra, hacer difícil la conversión de quienes nos rodean; pueden, en definitiva, impedir que se muestre al mundo tan bella y espléndida como realmente es. Si no somos fieles, si causáramos escándalo, podemos cubrir con una máscara de suciedad y de fealdad el rostro bellísimo de nuestra Madre.

4. “¡Santa, Santa, Santa!, nos atrevemos a cantar a la Iglesia, evocando el himno en honor de la Trinidad Beatísima. Tú eres Santa, Iglesia, Madre mía, porque te fundó el Hijo de Dios, Santo; eres Santa, porque así lo dispuso el Padre, fuente de toda santidad; eres Santa, porque te asiste el Espíritu Santo, que mora en el alma de los fieles, para ir reuniendo a los hijos del Padre, que habitarán en la Iglesia del Cielo, la Jerusalén eterna” (San Josemaría, Hom. Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972).

No busquemos en la Iglesia los lados vulnerables para la crítica, como algunos que no demuestran su fe ni su amor [...].

Nuestra Madre es Santa, porque ha nacido pura y continuará sin mácula por la eternidad. Si en ocasiones no sabemos descubrir su rostro hermoso, limpiémonos nosotros los ojos; si notamos que su voz no nos agrada, quitemos de nuestros oídos la dureza que nos impide oír, en su tono, los silbidos del Pastor amoroso. Nuestra Madre es Santa, con la santidad de Cristo, a la que está unida en el cuerpo –que somos todos nosotros– y en el espíritu, que es el Espíritu Santo, asentado también en el corazón de cada uno de nosotros, si nos conservamos en gracia de Dios” (San Josemaría, Hom. Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972). (Cfr. Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 165).

Los santos hacen creíble la fe cristiana y sirven como puntos de luz, como estrellas de referencia. Ellos, con su conducta, atraen vivamente a otros a la fe.

Quien no ama a la Iglesia (al menos una vez que la ha conocido de verdad) no ama a Cristo. “No puede tener por Padre a Dios quien no tiene por Madre a la Iglesia” (San Cipriano, La unidad de la Iglesia). Y tener por madre a la Iglesia no significa solo haber sido bautizados, sino también respetarla, amarla como madre, en tiempos de bonanza y cuando se presentan las dificultades. Donde hay un cristiano, allí está presente Ella, y debe resplandecer como la Esposa de Cristo.

5. Un niño chino acude al catecismo de la misión, ignorante de que el sacerdote ha sido detenido. Unos agentes comunistas le salen al paso y le preguntan:

—¿Adónde vas?

—A la catequesis.

—Ya no hay catequesis.

—Entonces voy a ver al sacerdote.

—Ya no hay sacerdote.

—Entonces voy a la Iglesia.

—Ya no hay Iglesia.

Y el niño chino contesta:

—Yo estoy bautizado... Yo soy la Iglesia.

Aquel chico había aprovechado bien las clases de la catequesis. También nosotros podemos decir muchas veces: ¡Yo soy la Iglesia!... y los demás han de ver a Cristo en mí.

Acudamos a Santa María, Madre de la Iglesia, al terminar nuestro rato de oración y pongamos bajo su protección nuestros deseos de ser buenos hijos de la Iglesia.