15.2.06

La vejez

Cuando los individuos y las sociedades pierden la fidelidad al justo medio, igualmente alejado de extremos viciosos, el progreso es imposible. Así ocurre con el fenómeno social de la vejez.
Leímos, en algún medio de comunicación social, que un viejo cuesta cuatro veces más caro a la Seguridad Social. Como casi siempre un recordatorio, espeluznante, a la economía: habida cuenta de la escasa natalidad, ¿quién pagará mañana, las pensiones y las demás prestaciones? ¿No veremos surgir un racismo antiviejos tan virulento como los que enfrentan las razas, los partidos políticos, las clases sociales, etcétera?Hace pocos años, un personaje conocido proponía el nombre erudito de gerontofobia para este nuevo racismo. Y, de hecho, al margen de la cuestión económica, en la actualidad, finalizando el año 2006, una buena parte de la población no es especialmente sensible para con la vejez, aunque intente aparentar lo contrario.
Desgraciadamente, hay muchos ejemplos en las ciudades de nuestra querida España. Este tipo de personas suele retratar a los ancianos con los motes peyorativos de ruina, carcamal o vejestorio para designar a hombres y mujeres que tienen el mal gusto de demorarse demasiado tiempo en nuestro planeta. Sin embargo, y en paralelo con este descrédito, vemos cómo cada día florece e incrementa la publicidad que exalta la postmadurez, como el supremo desarrollo de la existencia: la edad de oro, la vida ascendente.
La verdad se sitúa entre los dos extremos. No todos los viejos están acabados por los achaques. Incluso algunos justifican por su vida interior y por su conducta los versos célebres de Víctor Hugo: «Se ve la llama en los ojos de los jóvenes, pero en el ojo del viejo se ve la luz». No podemos ni debemos olvidar que, por regla general, los ancianos ganan en sabiduría lo que perdieron en vigor.