31.1.08

Las bienaventuranzas

Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su boca les enseñaba diciendo: Bienaventurados los pobres de espíritu… (Mt 5,1 ss).

Como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, las bienaventuranzas del Sermón de la Montaña están en el centro de la predicación de Jesús, y en ellas Dios nos llama a su propia bienaventuranza.La predicación de san Josemaría Escrivá de Balaguer, que bebe directamente en las páginas del Evangelio, se detiene con frecuencia en las bienaventuranzas, proponiéndolas como un ideal asequible para todos. Son un ideal realizable —recuerda—, no una utopía; constituyen un apasionante programa de vida que todos podemos llevar a cabo en nuestra existencia, luchando cada día con propósitos concretos de conversión y mejora.

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

«Si tú deseas alcanzar ese espíritu, te aconsejo que contigo seas parco, y muy generoso con los demás; evita los gastos superfluos por lujo, por veleidad, por vanidad, por comodidad...; no te crees necesidades. En una palabra, aprende con San Pablo a vivir en pobreza y a vivir en abundancia, a tener hartura y a sufrir hambre, a poseer de sobra y a padecer por necesidad: todo lo puedo en Aquel que me conforta (Flp 4,12-13).

Y como el Apóstol, también así saldremos vencedores de la pelea espiritual, si mantenemos el corazón desasido, libre de ataduras». Amigos de Dios, n. 123.

Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. «Gozas de una alegría interior y de una paz, que no cambias por nada. Dios está aquí: no hay cosa mejor que contarle a Él las penas, para que dejen de ser penas». Forja, n. 54

Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. «Me hizo pensar la frase dura, pero cierta, de aquel varón de Dios, al contemplar la altanería de aquella criatura: "se viste con la misma piel del diablo, la soberbia".

Y vino a mi alma, por contraste, el deseo sincero de revestirme con la virtud que predicó Jesucristo, "quia mitis sum et humilis corde", —soy manso y humilde de corazón—; y que ha atraído la mirada de la Trinidad Beatísima sobre su Madre y Madre nuestra: la humildad, el sabernos y sentirnos nada». Surco, n. 726

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. «Grabémoslo bien en nuestra alma, para que se note en la conducta: primero, justicia con Dios. Esa es la piedra de toque de la verdadera hambre y sed de justicia (Mt 5,6), que la distingue del griterío de los envidiosos, de los resentidos, de los egoístas y codiciosos... Porque negar a Nuestro Creador y Redentor el reconocimiento de los abundantes e inefables bienes que nos concede, encierra la más tremenda e ingrata de las injusticias. Vosotros, si de veras os esforzáis en ser justos, consideraréis frecuentemente vuestra dependencia de Dios —porque ¿qué cosa tienes tú que no hayas recibido? (1 Co 4,7)—, para llenaros de agradecimiento y de deseos de corresponder a un Padre que nos ama hasta la locura». Amigos de Dios, n. 167.

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.«Jesucristo resume y compendia toda esta historia de la misericordia divina: bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia (Mt 5,7). Y en otra ocasión: sed misericordiosos, como vuestro Padre celestial es misericordioso (Lc 6,36). Nos han quedado muy grabadas también, entre otras muchas escenas del Evangelio, la clemencia con la mujer adúltera, la parábola del hijo pródigo, la de la oveja perdida, la del deudor perdonado, la resurrección del hijo de la viuda de Naím (...). ¡Qué seguridad debe producirnos la conmiseración del Señor!». Es Cristo que pasa, n. 7.

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. «Por vocación divina, unos habrán de vivir esa pureza en el matrimonio; otros, renunciando a los amores humanos, para corresponder única y apasionadamente al amor de Dios. Ni unos ni otros esclavos de la sensualidad, sino señores del propio cuerpo y del propio corazón, para poder darlos sacrificadamente a otros. (...)La santa pureza no es ni la única ni la principal virtud cristiana: es, sin embargo, indispensable para perseverar en el esfuerzo diario de nuestra santificación y, si no se guarda, no cabe la dedicación al apostolado. La pureza es consecuencia del amor con el que hemos entregado al Señor el alma y el cuerpo, las potencias y los sentidos. No es negación, es afirmación gozosa». Es Cristo que pasa, n. 5.

Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios. «Tarea del cristiano: ahogar el mal en abundancia de bien. No se trata de campañas negativas, ni de ser antinada. Al contrario: vivir de afirmación, llenos de optimismo, con juventud, alegría y paz; ver con comprensión a todos: a los que siguen a Cristo y a los que le abandonan o no le conocen.—Pero comprensión no significa abstencionismo, ni indiferencia, sino actividad».Surco, n. 864.

Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

«El desprecio y la persecución son benditas pruebas de la predilección divina, pero no hay prueba y señal de predilección más hermosa que ésta: pasar ocultos».Camino, n. 959.

Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo.

«Ante las acusaciones que consideramos injustas, examinemos nuestra conducta, delante de Dios, "cum gaudio et pace" —con alegre serenidad, y rectifiquemos, aunque se trate de cosas inocentes, si la caridad nos lo aconseja.—Luchemos por ser santos, cada día más: y, luego, "que digan", siempre que a esos dichos se les pueda aplicar aquella bienaventuranza: "beati estis cum... dixerint omne malum adversus vos mentientes propter me" —bienaventurados seréis cuando os calumnien por mi causa». Forja, n. 795.

Fuente: www.sanjosemaria.org

30.1.08

Mensaje del Papa para la Cuaresma 2008

Mensaje que ha enviado Benedicto XVI con motivo de la Cuaresma 2008 con el tema: «Nuestro Señor Jesucristo, siendo rico, por vosotros se hizo pobre» (2 Corintios 8,9).

¡Queridos hermanos y hermanas!

1. Cada año, la Cuaresma nos ofrece una ocasión providencial para profundizar en el sentido y el valor de ser cristianos, y nos estimula a descubrir de nuevo la misericordia de Dios para que también nosotros lleguemos a ser más misericordiosos con nuestros hermanos. En el tiempo cuaresmal la Iglesia se preocupa de proponer algunos compromisos específicos que acompañen concretamente a los fieles en este proceso de renovación interior: son la oración, el ayuno y la limosna. Este año, en mi acostumbrado Mensaje cuaresmal, deseo detenerme a reflexionar sobre la práctica de la limosna, que representa una manera concreta de ayudar a los necesitados y, al mismo tiempo, un ejercicio ascético para liberarse del apego a los bienes terrenales. Cuán fuerte es la seducción de las riquezas materiales y cuán tajante tiene que ser nuestra decisión de no idolatrarlas, lo afirma Jesús de manera perentoria: «No podéis servir a Dios y al dinero» (Lc 16,13).

La limosna nos ayuda a vencer esta constante tentación, educándonos a socorrer al prójimo en sus necesidades y a compartir con los demás lo que poseemos por bondad divina. Las colectas especiales en favor de los pobres, que en Cuaresma se realizan en muchas partes del mundo, tienen esta finalidad. De este modo, a la purificación interior se añade un gesto de comunión eclesial, al igual que sucedía en la Iglesia primitiva. San Pablo habla de ello en sus cartas acerca de la colecta en favor de la comunidad de Jerusalén (cf. 2Cor 8,9; Rm 15,25-27 ).

2. Según las enseñanzas evangélicas, no somos propietarios de los bienes que poseemos, sino administradores: por tanto, no debemos considerarlos una propiedad exclusiva, sino medios a través de los cuales el Señor nos llama, a cada uno de nosotros, a ser un medio de su providencia hacia el prójimo. Como recuerda el
Catecismo de la Iglesia Católica, los bienes materiales tienen un valor social, según el principio de su destino universal (cf. nº 2404).

En el Evangelio es clara la amonestación de Jesús hacia los que poseen las riquezas terrenas y las utilizan solo para sí mismos. Frente a la muchedumbre que, carente de todo, sufre el hambre, adquieren el tono de un fuerte reproche las palabras de San Juan: «Si alguno que posee bienes del mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?» (1Jn 3,17). La llamada a compartir los bienes resuena con mayor elocuencia en los países en los que la mayoría de la población es cristiana, puesto que su responsabilidad frente a la multitud que sufre en la indigencia y en el abandono es aún más grave. Socorrer a los necesitados es un deber de justicia aun antes que un acto de caridad.

3. El Evangelio indica una característica típica de la limosna cristiana: tiene que ser en secreto. «Que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha», dice Jesús, «así tu limosna quedará en secreto» (Mt 6,3-4). Y poco antes había afirmado que no hay que alardear de las propias buenas acciones, para no correr el riesgo de quedarse sin la recompensa de los cielos (cf. Mt 6,1-2). La preocupación del discípulo es que todo vaya a mayor gloria de Dios. Jesús nos enseña: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestra buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). Por tanto, hay que hacerlo todo para la gloria de Dios y no para la nuestra. Queridos hermanos y hermanas, que esta conciencia acompañe cada gesto de ayuda al prójimo, evitando que se transforme en una manera de llamar la atención. Si al cumplir una buena acción no tenemos como finalidad la gloria de Dios y el verdadero bien de nuestros hermanos, sino que más bien aspiramos a satisfacer un interés personal o simplemente a obtener la aprobación de los demás, nos situamos fuera de la óptica evangélica. En la sociedad moderna de la imagen hay que estar muy atentos, ya que esta tentación se plantea continuamente. La limosna evangélica no es simple filantropía: es más bien una expresión concreta de la caridad, la virtud teologal que exige la conversión interior al amor de Dios y de los hermanos, a imitación de Jesucristo, que muriendo en la cruz se entregó a sí mismo por nosotros. ¿Cómo no dar gracias a Dios por tantas personas que en el silencio, lejos de los reflectores de la sociedad mediática, llevan a cabo con este espíritu acciones generosas de sostén al prójimo necesitado? Sirve de bien poco dar los propios bienes a los demás si el corazón se hincha de vanagloria por ello. Por este motivo, quien sabe que «Dios ve en el secreto» y en el secreto recompensará no busca un reconocimiento humano por las obras de misericordia que realiza.

4. Invitándonos a considerar la limosna con una mirada más profunda, que trascienda la dimensión puramente material, la Escritura nos enseña que hay mayor felicidad en dar que en recibir (Hch 20,35). Cuando actuamos con amor expresamos la verdad de nuestro ser: en efecto, no hemos sido creados para nosotros mismos, sino para Dios y para los hermanos (cf. 2Cor 5,15). Cada vez que por amor de Dios compartimos nuestros bienes con el prójimo necesitado experimentamos que la plenitud de vida viene del amor y lo recuperamos todo como bendición en forma de paz, de satisfacción interior y de alegría. El Padre celestial recompensa nuestras limosnas con su alegría. Y hay más: San Pedro cita entre los frutos espirituales de la limosna el perdón de los pecados. «La caridad -escribe- cubre multitud de pecados» (1P 4,8). Como a menudo repite la liturgia cuaresmal, Dios nos ofrece, a los pecadores, la posibilidad de ser perdonados. El hecho de compartir con los pobres lo que poseemos nos dispone a recibir ese don. En este momento pienso en los que sienten el peso del mal que han hecho y, precisamente por eso, se sienten lejos de Dios, temerosos y casi incapaces de recurrir a él. La limosna, acercándonos a los demás, nos acerca a Dios y puede convertirse en un instrumento de auténtica conversión y reconciliación con él y con los hermanos.

5. La limosna educa a la generosidad del amor. San José Benito Cottolengo solía recomendar: «Nunca contéis las monedas que dais, porque yo digo siempre: si cuando damos limosna la mano izquierda no tiene que saber lo que hace la derecha, tampoco la derecha tiene que saberlo» (Detti e pensieri, Edilibri, n. 201). Al respecto es significativo el episodio evangélico de la viuda que, en su miseria, echa en el tesoro del templo «todo lo que tenía para vivir» (Mc 12,44). Su pequeña e insignificante moneda se convierte en un símbolo elocuente: esta viuda no da a Dios lo que le sobra, no da lo que posee sino lo que es. Toda su persona.

Este episodio conmovedor se encuentra dentro de la descripción de los días inmediatamente precedentes a la pasión y muerte de Jesús, el cual, como señala San Pablo, se ha hecho pobre a fin de enriquecernos con su pobreza (cf. 2Cor 8,9); se ha entregado a sí mismo por nosotros. La Cuaresma nos empuja a seguir su ejemplo, también a través de la práctica de la limosna. Siguiendo sus enseñanzas podemos aprender a hacer de nuestra vida un don total; imitándole conseguimos estar dispuestos a dar, no tanto algo de lo que poseemos, sino a darnos a nosotros mismos. ¿Acaso no se resume todo el Evangelio en el único mandamiento de la caridad? Por tanto, la práctica cuaresmal de la limosna se convierte en un medio para profundizar nuestra vocación cristiana. El cristiano, cuando gratuitamente se ofrece a sí mismo, da testimonio de que no es la riqueza material la que dicta las leyes de la existencia, sino el amor. Por tanto, lo que da valor a la limosna es el amor, que inspira formas distintas de don, según las posibilidades y las condiciones de cada uno.

6. Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma nos invita a «entrenarnos» espiritualmente, también mediante la práctica de la limosna, para crecer en la caridad y reconocer en los pobres a Cristo mismo. Los Hechos de los Apóstoles cuentan que el Apóstol San Pedro dijo al hombre tullido que le pidió una limosna en la entrada del templo: «No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, echa a andar» (Hch 3,6). Con la limosna regalamos algo material, signo del don más grande que podemos ofrecer a los demás con el anuncio y el testimonio de Cristo, en cuyo nombre está la vida verdadera. Por tanto, que este tiempo esté caracterizado por un esfuerzo personal y comunitario de adhesión a Cristo para ser testigos de su amor. María, Madre y Sierva fiel del Señor, ayude a los creyentes a llevar adelante la «batalla espiritual» de la Cuaresma armados con la oración, el ayuno y la práctica de la limosna, para llegar a las celebraciones de las fiestas de Pascua renovados en el espíritu. Con este deseo, os imparto a todos una especial Bendición Apostólica.

Vaticano, 30 de octubre de 2007

29.1.08

Las tentaciones

Jesús fue tentado por Satanás (Cfr. Mt 4, 11). Él lo permitió para enseñarnos a vencer las tentaciones.

El diablo siempre se mueve con astucia. Nos conoce. Lleva siglos haciendo lo mismo. Ofrece exactamente lo que nos apetece en cada momento. El diablo es capaz de cualquier cosa, y, a veces, incluso se viste de Prada.

Satanás, nos tienta aprovechando nuestras necesidades. Pero también se aprovecha de nuestra vanidad y de nuestras ambiciones.

Los que practican el yudo, dicen que hay que saber aprovechar los movimientos del otro para derribarlo. Pues Satanás sabe como aprovechar hasta nuestras cosas buenas –nuestras fuerzas– para derribarnos.

Podemos repetirle ahora al Señor: no nos dejes caer en la tentación.

El diablo es un buen negociante. Conoce las técnicas del marketing. Por eso, las tentaciones dan gato por liebre. Trata de vendernos cosas estropeadas. Lo suyo es la publicidad engañosa.

Hacer lo que nos pide es llevarnos al huerto aunque parezca que no, aunque pensemos que nos va a mejorar la vida. Va quemando etapas hasta que consigue tenernos para él. Hay un cuento antiguo que nos muestra su manera de actuar.

Un hombre rico se arruinó por completo y se quedó sin nada para comer. Eso le llevo a estar triste y preocupado.

Un día que iba solo por el monte se encontró con el demonio. El tentador sabía por qué estaba triste. Le propuso que si le obedecía en todo le sacaría de la pobreza y le haría el hombre más rico del mundo. Entonces hicieron un pacto.

Satanás le dijo que fuera a robar donde quisiera y que él lo protegería. Cuando estuviera en peligro solo tenía que llamarle y decir: «Socorredme, don Martín».

El hombre fue de noche a casa de un mercader, y, al llegar, la puerta se la abrió el propio diablo, que hizo lo mismo con la caja fuerte, y se llevó mucho dinero.

Al día siguiente hizo un robo muy grande, y después otro, hasta que fue tan rico que ya no se acordaba de la miseria que había pasado.

No satisfecho con haber salido de la pobreza, siguió robando hasta que lo cogieron. Pero, cuando le pusieron la mano encima, llamó a don Martín que llegó de prisa y le libró en seguida.

Al ver el hombre que don Martín cumplía su palabra, volvió a robar. En uno de estos robos fue otra vez preso, le llamó pero don Martín no acudió tan de prisa como él hubiera querido.

Los jueces habían empezado ya a hacer sus investigaciones. Cuando llegó el diablo, el hombre le dijo: –¡Ah, don Martín, cuánto miedo he pasado! ¿Por qué no habéis venido antes?

Le contestó que estaba ocupado con un asunto muy urgente y que por eso se había retrasado, pero le sacó de la cárcel.

De nuevo robó y de nuevo le pillaron. Esta vez le condenaron a muerte. Don Martín recurrió al indulto real y de este modo volvió a libertarle.

Siguió robando y otra vez lo cogieron. Llamó a don Martín, pero cuando vino el hombre estaba ya al pie de la horca.

Al verle le dijo: –¡Ay, don Martín, que esto no era broma! No sabéis el miedo que he pasado.

El diablo le dijo que no se preocupara, que traía una bolsa llena de dinero para sobornar al juez y así librarlo de la muerte.

El juez había dado ya la orden de ejecución y estaban buscando una cuerda para ahorcarlo. Mientras la buscaban, se acercó el hombre al juez y le tendió la bolsa que le había dado don Martín.

Pensando el juez que tendría mucho dinero, intentó librarle de la horca. Empezó a decir que Dios no quería que se ahorcase a ese hombre porque no encontraban la cuerda para hacerlo.

Se apartó un poco para ver el contenido de la bolsa y, en lugar de dinero lo que encontró fue una soga para la horca.

Cuando estaba con la cuerda al cuello, volvió a llamar a don Martín para que le salvase como otras veces. Pero don Martín replicó que él siempre ayudaba a sus amigos hasta el momento en el que se los podía llevar.

Termina el cuento con una enseñanza: El que en Dios no pone su confianza, en lo principal sufrirá malandanzas.

En el fondo quiere engañarnos en más importante, que desconfiemos de Dios, porque él odia a Dios.

Señor, Tú eres mi refugio y fortaleza, que nunca desconfíe de Ti.

Satanás va poco a poco. Volvamos a las tentaciones de Jesús. En la primera tentación, el Señor se sentiría débil después de haber estado muchos días sin comer. Justo en ese momento se acerca el tentador y le dice: di que estas piedras se conviertan en pan.

Conoce nuestros puntos débiles y sabe cuando actuar. El diablo nos tienta en el mejor momento: cuando nos tumbamos en el sofá y encendemos la tele, cuando vamos a divertirnos a un sitio donde hay poca luz, mucha música y poco espacio, cuando hemos pillado el puntillo, cuando estamos enfadados porque nos han regañado por algo o nos ha salido mal un examen.

Jesús rechaza con energía lo que le pide el diablo, aunque también se lo pidiese el cuerpo. Y reacciona así, porque Jesús había venido a hacer la voluntad de su Padre y no a darse gusto.

Señor ayúdanos a cortar con la tentación. Date prisa en socorrernos.

En la segunda tentación, el diablo le dice que se tire desde lo alto del templo, a la vista de todos, porque Dios no permitirá que caiga al suelo.

Si hacía lo que Satanás le pedía, todo el mundo quedaría admirado y muchos le seguirían con facilidad: ¡qué cosa más inteligente! podríamos pensar.

Eso mismo quiere el diablo: que busquemos quedar bien en todo lo que hacemos. Pero no descaradamente: que busquemos quedar bien nosotros, pensando que también lo hacemos por los demás.

En la última tentación, el demonio ofrece a Jesús la gloria y todos los reinos de la tierra, si se arrodilla y le adora.

Esta tentación es la peor de todas: que no sirvamos a Dios, que le sirvamos a él. Es muy raro encontrarnos con gente que adore al diablo directamente, eso es lo que él querría.

Pero indirectamente le adoramos cuando consigue que hagamos su voluntad, y no lo que Dios nos dice. El Señor es nuestro Padre, y quiere nuestro bien.

Satanás, lo sabe, y como lo odia, quiere que nosotros desconfiemos de Dios, y así seamos felices.

Indudablemente contra Dios nada puede, pero contra nosotros, que somos sus hijos si. Y como ve que el Señor nos quiere tanto, intenta lograr nuestra perdición.

Todo lo que Satanás sabe es engañar. Nunca dice la verdad completa. Envuelve con papel de regalo la soga con la que quiere asfixiarnos.

En definitiva, el demonio siempre promete y da algo de placer, para que piquemos el anzuelo. Pero la felicidad está muy lejos de sus manos. Toda tentación es siempre un miserable engaño. Se ve después. Además crea adicción, porque es una droga que nos hace esclavos.

María nunca actuó con engaño, siempre vivió cara a la Verdad. Y sus vestidos son de luminosos.

Ella nos ayudará a descubrir las mentiras del diablo, que aunque se vista de Prada nos es tan mono, tiene cuernos para herir a los demás.

Fuente: A. Balsera

Santidad del matrimonio y la familia

El hombre y la mujer, que por el pacto conyugal ya no son dos, sino una sola carne, con la íntima unión de personas y de obras se ofrecen mutuamente ayuda y servicio, experimentando así y logrando, más plenamente cada día, el sentido de su propia unidad.

Esta íntima unión, por ser una donación mutua de dos personas, y el mismo bien de los hijos exigen la plena fidelidad de los esposos y urgen su indisoluble unidad.

Cristo, el Señor, bendijo abundantemente este amor multiforme que brota del divino manantial del amor de Dios y que se constituye según el modelo de su unión con la Iglesia.

Pues, así como Dios en otro tiempo buscó a su pueblo con un pacto de amor y de fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por el sacramento del matrimonio. Permanece, además, con ellos para que, así como él amó a su Iglesia y se entregó por ella, del mismo modo, los esposos, por la mutua entrega, se amen mutuamente con perpetua fidelidad.

El auténtico amor conyugal es asumido por el amor divino y se rige y enriquece por la obra redentora de Cristo y por la acción salvífica de la Iglesia, para que los esposos sean eficazmente conducidos hacia Dios y se vean ayudados y confortados en su sublime papel de padre y madre.

Por eso, los esposos cristianos son robustecidos y como consagrados para los deberes y dignidad de su estado, gracias a este sacramento particular; en virtud del cual cumpliendo su deber conyugal y familiar, imbuidos por el espíritu de Cristo, con el que toda su vida queda impregnada de fe, esperanza y caridad, se van acercando cada vez más hacia su propia perfección y mutua santificación, y así contribuyen conjuntamente a la glorificación de Dios.

De ahí que, cuando los padres preceden con su ejemplo y oración familiar, los hijos, e incluso cuantos conviven en la misma familia, encuentran más fácilmente el camino de la bondad, de la salvación y de la santidad. Los esposos, adornados de la dignidad y del deber de la paternidad y maternidad, habrán de cumplir entonces con diligencia su deber de educadores, sobre todo en el campo religioso, deber que les incumbe a ellos principalmente.

Los hijos, como miembros vivos de la familia, contribuyen a su manera a la santificación de sus padres, pues, con el sentimiento de su gratitud, con su amor filial y con su confianza, corresponderán a los beneficios recibidos de sus padres y, como buenos hijos, los asistir n en las adversidades y en la soledad de la vejez.


(De la Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, del Concilio Vaticano segundo, núm. 48).


28.1.08

Unidad de vida

La unidad de vida implica:

a) la no fractura interior (regirse por el sentido sobrenatural; sinceridad de vida);

b) la no fractura exterior (aplicar el sentido común en nuestro actuar cristiano; bonus odor Christi; no disimular; señorío).

La no-fractura interior

"La vida conforme a la voluntad de Dios constituye una parte imprescindible de la adoración verdadera (...) En ultima instancia la verdadera adoración a Dios es la vida misma del hombre, el hombre que vive rectamente, pero la vida es vida verdadera cuando nos dejamos configurar por Dios apoyando la mirada en El" (Ratzinguer, El espíritu de la liturgia p. 38).

El sentido sobrenatural hará que las decisiones de todo tipo se tomen de acuerdo con el orden querido por Dios y, en consecuencia, aparecerá la unidad de vida, que es característica primordial de madurez: saber integrar todo en función de lo que ocupa un lugar central en la vida y tiene valor permanente”.

Un rasgo distintivo de nuestro espíritu es la perfecta unión y compenetración entre 3 aspectos de la vida:

a) Ascético: buscar la comunión con Dios. Cumplimiento de la misión.

b) Apostólico: buscar la santidad de los demás.

c) Secular: somos uno más entre nuestros iguales.

La recomposición de la unidad interior, si hubiera una fractura se hace a través del sacramento de la Confesión.

Del mundo, sin ser mundanos

"El hombre honrado y cabal es el hazmerreír. Lo propio de la sabiduría de este mundo es ocultar con artificios lo que siente el corazón, velar con las palabras lo que uno piensa, presentar lo falso como verdadero, y lo verdadero como falso. La sabiduría de los hombres honrados, por el contrario, consiste en evitar la ostentación y el fingimiento, en manifestar con las palabras su interior, en amar lo verdadero tal cual es, en evitar lo falso, en hacer el bien gratuitamente, en tolerar el mal de buena gana, antes que hacerlo; en no quererse vengar de las injurias, en tener como ganancia los ultrajes sufridos por causa de la justicia. Pero esta honradez es el hazmerreír, porque los sabios de este mundo consideran una tontería la virtud de la integridad. Ellos tienen por una necedad el obrar con rectitud, y la sabiduría según la carne juzga una insensatez toda obra conforme a la verdad" (de los tratados morales de san Gregorio Magno, papa, sobre el libro de Job, Libro 10, 47-48: PL 75, 946-947).

Sentido común

"Hay que comportarse como amadores de Dios. In omnibus exhibeamus nosmetipsos sicut Dei ministros (2 Cor VI, 4), comportémonos en todas las cosas como servidores del Señor. Si te das como El quiere, la acción de la gracia se manifestará en tu conducta profesional, en el trabajo, en el empeño para hacer a lo divino las cosas humanas, grandes o pequeñas, porque por el Amor todas adquieren una nueva dimensión" (ECQP).

Entre los síntomas de falta de unidad de vida, hay uno que aqueja al hombre de hoy de modo especial: la tendencia al disimulo. Si no se está atento, esta actitud se cuela sin que apenas nos demos cuenta. Se traduce en un querer encubrir con astucia lo que se es y se siente, afectando ignorancia por miedo a que los demás descubran lo que somos. Se tiende por este motivo a ocultar o disfrazar las miserias y defectos personales, aunque también en ocasiones hasta alguna virtud por miedo a que puedan tildarnos de “personas buenecitas”. Es un disimulo que a fuerza de repetirlo, se convierte en un hábito, en un arte perverso (Cfr. A. Fuentes, Aprender a madurar, p. 75).

La persona que finge lo hace con intención de engañar, de dar a entender lo que no es. El que disimula, en lugar de crear, destruye.

Es difícil confiar en una persona que disimula.

Un acto deja de ser bueno cuando está viciado por la mentira. El disimulo provoca desconfianza. Nadie puede fiarse de una persona que piensa de una manera y actúa de otra.

Devoción a los primeros cristianos

Los cristianos eran denominados al principio con el apelativo de fieles. Hombres y mujeres corrientes, pero de vida íntegra, a los que todos podían distinguir por su fidelidad a Dios y su servicio a los más indigentes.


Procura conocer e imitar la vida de los discípulos de Jesús, que trataron a Pedro y a Pablo, y a Juan, y casi fueron testigos de la Muerte y Resurrección del Maestro (Camino, n. 925).


Somos como el vino añejo (...), porque nuestro espíritu es la doctrina del Evangelio, y nuestro modo de obrar es el modo de obrar de los primeros cristianos (Instrucción, 8-XII-1941, n. 80).


Estos fieles se comprometían de verdad, no se dejaban llevar de teorías. Tenían un amor práctico que plasmaba en compromisos estables. Cuantos les trataban quedaban admirados por las virtudes que vivían, sobre todo por la lealtad y la fidelidad que no pocas veces les llevó al martirio. Era un testimonio que atraía a aquellos paganos. Quizá no entendieran la doctrina que practicaban, pero observaban su honradez y congruencia. Era sin más el reflejo de una fe hecha vida. Cada uno de sus actos era manifestación del firme compromiso que habían adquirido. Por esto, a pesar de las persecuciones, permanecían en su lugar de residencia, sin renunciar a su condición de ciudadanos.


No nos salimos del lugar en el que Dios nos ha llamado. Los primeros cristianos se quedaban en medio de la calle, entre sus iguales. Este es nuestro caso, puesto que no nos hemos de diferenciar en nada de nuestros conciudadanos (Instrucción, 8-XII-1941, n. 81).


Se distinguían de los demás sólo por las práctica de las virtudes, por su optimismo y profunda alegría. Esto, antes que sus discursos, despertaba la confianza de cuantos les trataban.


En una de las homilías que San Juan Crisóstomo dirige a aquellos fieles, puede apreciarse el trasfondo de este espíritu.


"Emprendamos una nueva vida; hagamos de la tierra cielo, y mostremos así a los gentiles de qué bienes tan grandes se privan. Porque cuando vean nuestra conducta ejemplar, contemplarán el espectáculo mismo del reino de los cielos... No os recomiendo algo pesado. No os digo: no os caseis. No os intimo: abanonad la ciudad y apartaos de los negocios mundanos. No. Permaneced donde estáis, pero practicad la virtud. A fuer de sincero, ¡más quisiera que brillaran por su santidad los que viven en medio de las ciudades, que no los que se han apartado a vivir a los montes! ¿Por qué? Porque de ello se seguirá un bien inmenso, puesto que "nadie enciende una luz y la pone debajo del celemín" (Mt 5, 15). De ahí que yo quiera que todas las luces estén sobre los candeleros, para que la claridad sea mayor. Encendamos, pues, el fuego; hagamos que los que están sentados en tinieblas se vean libres del error, y no me vengas diciendo: "Tengo hijos, tengo mujer, tengo que atender la casa, y no puedo cumplir lo que me dice". Si no tuvieses todo eso y fueras tibio, de nada te serviría; en cambio, aun cuando eso te rodee, si eres fervoroso, practicarás la virtud" (San Juan Crisóstomo, Homilia en Mt 43, 5).


Somos cristianos corrientes que con un apostolado individual, silencioso y casi invisible, llevan a todos los sectores sociales, públicos y privados, el testimonio de una vida semejante a la de los primeros cristianos (Instrucción, mayo-1935, 14-IX-1950, n. 94).


Aquellos primeros, en efecto, tenían una conciencia clara de lo que significaba ser fieles a sus compromisos, aun en medio de las dificultades. A pesar de ellos fueron leales, incluso a las normas emanadas de un autoridad pagana, del todo hostil para ellos. Pero obedecían. También a sus amos, a quienes respetaban a la vez que daban ejemplo de solidaridad entre sus compañeros. Con esa lealtad y transparencia actuaban en sus negocios, respetando las normas de veracidad y justicia. Los casados, por amor, cumplían con fidelidad sus compromisos matrimoniales; lo mismo que los solteros, de acuerdo con su estado. A unos y otros los exhorta San Agustín, que les recuerda: "El marido debe ser fiel a la mujer, y la mujer al marido, y ambos a Dios. Los que habéis prometido continencia, cumplid lo prometido, puesto que no se os exigiría si no lo hubiéseis prometido (...) Guardaos de hacer trampas en vuestros negocios. Guardaos de la mentira y del perjurio" (San Agustín, Sermón 260).


Lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo (Ep. Ad Diognetum, VI, 1). Vivificar el mundo desde dentro. Pasar ocultos y que brillen nuestras obras. Donde ellos están hay paz, hay unción, hay alegría; y los que viven con ellos apenas se dan cuenta (Mientras nos hablaba en el camino: Lecciones de vida ordinaria, p. 91).


La historia de la Iglesia está llena de ejemplos de lealtad. No hay que ir muy lejos en el tiempo para recordar el testimonio de Tomás Moro, honrado padre de familia y prestigioso profesional del derecho. Casi al final de su vida fue nombrado Canciller de Inglaterra por Enrique VIII. Por una veleidad del Rey se encuentra en la disyuntiva de ser leal a su rey o infiel a Dios. No lo duda. Por fidelidad a Dios y a su conciencia, no podía dar su consentimiento al divorcio que pretendía el rey, declarando nulo el matrimonio contraído con Catalina de Aragón, hija de los reyes católicos, para casarse de nuevo con Ana Bolena. A toda costa quería conseguir el soberano que Tomás se sometiera a su capricho. Pero no cedió. Al contrario, le hace ver al rey con educación y exquisito respeto que su intención de divorcio contravenía abiertamente la ley de Dios. Otro, en su lugar, tal vez lo hubiera aprobado. Él no. Y por este motivo es condenado a muerte. Encarcelado en la torre de Londres, pocos días después rodaba su cabeza de un limpio y certero tajo. La Iglesia venera a Tomás Moro como mártir y como santo. Fue en extremo valiente al mantener su fidelidad a Dios, a la vez que como caballero demostraba lealtad a su rey. Tal vez parezca paradójico. Pero la verdad es que fue por lealtad a Enrique VIII por lo que Tomás le echa en cara su equivocación, a sabiendas de que podía costarle la vida.


¡Cuánto tenemos que aprender hoy del ejemplo de Tomás Moro! Hay quienes por no complicarse la vida transigen con modos de actuar que se oponen abiertamente al querer de Dios. Se transige la mayor parte de las veces por falta de ideales, de convicciones. No se comprende que la ley ética natural obliga en conciencia: no es arbitraria, ni responde a un capricho personal. Si existe, no es para fastidiarnos, sino para que podamos obrar con seguridad y rectitud. Aun cuando en algún momento no se entienda, se ha de aceptar. Son normas de vida, no de muerte. Cumplirlas es abrir las puertas a la felicidad, rechazarlas es precipitarse en la tristeza y el pesimismo.


Una vez más se impone la sensatez. Si queremos madurar aprisa, sobre bases seguras, es preciso decidirse a ser fieles a los propios compromisos. Para lo cual hay que superar el miedo al sacrificio, plantar cara con energía a las comodidades y caprichos. Tal vez cueste en un principio, quizás nos topemos con las pasiones que tiran para abajo e impiden una lucha constante y alegre por la realización del bien y la verdad. No importa. Son obstáculos que, cuando se ama, se convierten en acicate para superarse y fomentar la esperanza. No olvidemos en esos momentos la promesa del Señor: "Sé fiel hasta la muerte, y te daré la corona de la vida" (Ap 2, 10).


Cfr. Mientras nos hablaba en el camino: Lecciones de vida ordinaria, pp. 89-93; Meditaciones, V, n. 489; CEC, nn. 2636. Aprender a madurar, pp. 71-75.

Entrevista con Weigel

Nacido en Baltimore (Maryland, EEUU) en 1951, el teólogo y escritor George Weigel recibió el Doctorado Honoris Causa en la Universidad Abat Oliva CEU de Barcelona (14/11/2007). Conocido por su biografía de Juan Pablo II (Testigo de esperanza) y por numerosos ensayos, hablamos sobre el asunto del congreso que inaugurará en el CEU madrileño: los católicos y la vida pública.

¿Cómo explicar a una sociedad secularizada que la Iglesia es garante de los derechos humanos?

No pienso que sea cuestión de explicar, sino de hacer. Tratándose de asuntos como el aborto o la eutanasia, la Iglesia católica no trata de convencer de que hay tres Personas y un solo Dios, dos naturalezas y una persona en Cristo, del primado del Papa o de la estructura jerárquica de la Iglesia, sino que expone el argumento moral de que el derecho a la vida es inviolable, desde la concepción a la muerte natural. Sabemos lo que pasa cuando el Estado pretende arrogarse el derecho de dejar fuera de la protección legal de la sociedad a ciertos grupos: que terminan por matarlos. Es lo que pasó en Europa a mediados del siglo XX, es lo que pasa hoy en Holanda con las leyes de eutanasia. Y nadie necesita tener fe religiosa para entenderlo. Podemos demostrar, sin recurrir a argumentos teológicos, esta verdad moral.

Pero la Iglesia no siempre ha sido adalid de la democracia...

Es cierto que en parte de Europa, el proyecto democrático surgió como un proyecto contra la Iglesia, contra el Antiguo Régimen, etc. Pero eso es el pasado. El presente es la realidad de que la Iglesia es una fuerza liberadora en la sociedad: las de Polonia, Checoslovaquia, Ucrania, etc., fueron revoluciones en nombre del cristianismo. Hay que dejar de pensar en 1789 (Revolución Francesa) y pensar en 1989 (caída del Muro).

Los políticos que se dicen católicos, en España, no defienden la vida o la familia...

En toda Europa la gente tiende a ignorar el hecho más obvio sobre este continente: que se está muriendo. No se puede vivir generación tras generación por debajo del índice de relevo generacional. El tedio espiritual es una de las razones por las que la fertilidad se ha hundido en Europa. Cuando la gente está espiritualmente agotada, cuando no tiene confianza en el futuro, deja de crear el futuro, en el sentido más elemental. En 10 ó 20 años no se podrá mantener el sistema de bienestar europeo, porque no habrá gente suficiente para pagarlo. El intento de fundar una sociedad basada en el aburrimiento espiritual, se encontrará con dificultades insalvables. Y los políticos que no quieren hablar de ello son ciegos.

¿Qué opina de que el Gobierno trate de imponer su forma de entender la “ciudadanía”?

Un Estado democrático no puede crear por sí mismo las condiciones morales que hacen posible la democracia: conciencia de la dignidad humana, independencia de los poderes, libertad religiosa. Proceden de otra parte: de las familias, las asociaciones. Históricamente, han procedido del cristianismo. Es profundamente antidemocrático tratar de cambiar los fundamentos de la sociedad civil marginando a la Iglesia. Da la impresión, desde lejos, de que en España se está volviendo a poner una cinta de vídeo grabada en los años 30 del siglo pasado: el intento secularizante de remodelar a los seres humanos. Y eso no funcionó en España, no funcionó en otros regímenes autoritarios, y tampoco en la Unión Soviética. ¿Por qué hay gente que no lo entiende?

Argumentan que los católicos son malos ciudadanos porque no reconocen “derechos humanos” como el “matrimonio homosexual”...

Es un profundo error pensar que la tolerancia consiste en ignorar las diferencias, incluyendo las diferencias de juicios morales. El matrimonio ha sido lo que es durante cinco mil años, y no se puede tratar de cambiar su significado para satisfacer a una ideología. Sencillamente, el Estado no puede definir qué es el matrimonio, sólo puede reconocerlo como un hecho social que existe antes que el Estado. Y si el Estado trata de definir la realidad de esa forma, está siendo intolerante en nombre de la tolerancia.

¿La ideología de género será una anécdota en la historia?

Me parece que está habiendo una amplia reacción, también por parte de las mujeres, frente a los excesos de la ideología feminista. Negar los instintos naturales de los hombres y mujeres, y su complementariedad, no puede ser terriblemente atractivo. El problema principal aquí es la fertilidad. Si los europeos no tienen hijos, no se va a crear un vacío demográfico: Europa será ocupada por otra población. (SANTIAGO MATA)

Fuente: http://www.gaceta.es/ 15/11/2007

Necesidad del silencio


Se ha escrito que “la capacidad de silencio en el hombre es el termómetro de su calidad y su nobleza”. Por desgracia, hoy va aumentando el ruido y va disminuyendo el silencio. Y el silencio es lo que más necesitamos.



La sociedad actual está llena de ruidos, de mil objetos que distraen nuestra atención en una multitud de pequeños detalles intrascendentes. Hoy nada nos invita a la hreflexión. Si queremos hreflexionar, que es una actividad muy importante y muy necesaria, hemos de crear silencio en nuestro entorno y entrar en él sin miedo. El silencio concentra nuestra vida y nos ayuda a profundizar en ella y a vivirla en plenitud.



El silencio es necesario para encontrarnos con nosotros mismos y para autodescubrirnos auténticamente; nos ayuda a mirar hacia el pasado con ecuanimidad, a mirar el presente con realismo y el futuro con esperanza. El silencio nos permite contemplar a Dios, a los hermanos y a la naturaleza con una mirada nueva, y nos ayuda a proyectarnos hacia los demás con una mayor generosidad.



El silencio habla. Parece una contradicción, pero no lo es. No obstante, hay que saber escuchar el silencio, porque éste nos ofrece siempre un mensaje de sabiduría. En el silencio nos autodescubrimos, vemos con mayor claridad nuestra propia vida, lo que hacemos y los que dejamos de hacer, la calidad de nuestra existencia y aquello que Dios y el prójimo esperan de nosotros. En el silencio escuchamos nuestra conciencia.



Dios habla en el silencio. Dios, que nos ha creado y nos ha salvado por amor, quiere mantener un diálogo con toda persona humana. Sin hacer silencio en nuestra vida es difícil escuchar la voz amorosa de Dios. Y, ante la soledad que fomenta nuestra civilización, nos es muy necesario y muy provechoso este diálogo interpersonal con Dios. El silencio crea un clima propicio para la plegaria.



Benedicto XVI ha afirmado que “la profundización en las verdades cristianas, así como el estudio de la teología, suponen una educación en el silencio y la contemplación, porque es necesario desarrollar la capacidad de escuchar con el corazón a Dios que habla”. Nuestras palabras sólo pueden tener valor pleno y plena utilidad si provienen del silencio de la contemplación. El pensamiento siempre necesita purificación para poder entrar en la dimensión en la que Dios pronuncia su Palabra creadora y redentora, su Verbo “salido del silencio”, según una bella expresión de san Ignacio de Antioquía.



El silencio no es para soportarlo sino para escucharlo. Cuando sabemos escuchar el silencio, éste siempre es portador de un anuncio de paz interior y de crecimiento en nuestra vida. El silencio no es sinónimo de vacío o de aburrimiento. Todo lo contrario, a medida que nos educamos para captar todos sus mensajes, nos llenamos de riqueza interior y aumenta la creatividad que da mayor sentido a nuestra vida.


Se ha escrito que “el silencio es el gran arte de la conversación”. Esta sentencia es muy verdadera, porque en la conversación es muy importante saber escuchar verdaderamente al otro cuando habla, y esto pide una escucha silenciosa. Del silencio surgirán las palabras precisas que harán viable un diálogo fecundo.


+ Lluís Martínez Sistach
Arzobispo metropolitano de Barcelona

27.1.08

Ideas sobre la llamada de Dios

Mt 4, 12-23

El itinerario de una respuesta generosa a Dios tiene como tres fases o etapas:

1. Ver la luz. Descubrir un querer de Dios concreto y actual para mí. (Luz para ver). Es muy importante la oración personal, el trato habitual y constante con Dios, que nos llevará a tener una actitud de atenta escucha.

Cfr. Ratzinguer, La sal de la tierra, p. 59.

Pregunta: “¿Y cómo conoció su vocación? ¿Cómo supo que estaba destinado para esto? En una ocasión dijo: "Yo estaba convencido, aunque no sabría decir por qué, de que Dios quería de mí algo que sólo podría llevarlo a cabo ordenándome sacerdote”.

Respuesta: “No lo vi gracias a un rayo de luz que, de pronto, que me iluminara y me hiciera entender que debía ordenarme sacerdote, no. Fue más bien un lento proceso que iba tomando forma paulatinamente; tenía una vaga idea, siempre la misma, hasta que, por fin, tomó forma concreta. No sabría decir la fecha exacta de mí decisión. Lo que si puedo asegurar es que, esa idea de que Dios quiere algo de cada uno de nosotros -de mí también-, empecé a sentirla desde muy joven. Sabía que tenía a Dios conmigo y que quería algo de mí; ese sentimiento empezó muy pronto. Luego, con el tiempo, comprendí que se relacionaba con mi ordenación de sacerdote.

Pregunta: “Y después, pasado el tiempo, ¿recibió alguna nueva luz se sintió de alguna manera iluminado por Dios?”

Respuesta: “Iluminado en el sentido clásico de la palabra que nosotros conocemos por los místicos, eso no, nunca; soy un cristiano normal y corriente. Pero en un sentido un poco más amplio, la fe aporta una nueva luz, qué duda cabe. Con la fe unida a la razón -como decía Heidegger- se puede entrever un espacio de claridad entre distintos caminos equivocados.

La oración es muy importante. Como obispo, e incluso antes de serlo, como simple hermano, me he ocupado de averiguar por qué se desmorona poco a poco una vocación llena al principio de entusiasmo y de esperanzas. En todos los casos se me puso de manifiesto que en algún momento se había dejado de practicar la oración sosegada, tal vez de puro celo por todo lo que había que hacer”.

2. Convertirse. Aceptar y asumir como propio ese proyecto divino. (Fuerza para querer). Se ponen en acto las virtudes humanas: fortaleza, generosidad.

3. Responder -seguir a Jesús- con inmediatez, sin titubeos, decididamente, sin medias entregas.

Esa inmediatez exige también “renuncias”.

Cfr. Ratzinguer, La sal de la tierra, p.124.

Pregunta: “Normalmente, todos los cargos suelen exigir el pago de un precio. Mucho más si es tan relevante como el de estar al servicio de la verdad”.

Respuesta: “Estar al servicio de la verdad es algo realmente grandioso y el más "relevante" deseo de mi vocación. Pero y aunque el precio sea muy alto, se paga en moneda pequeña- Se manifiesta en cosas muy pequeñas, en cosas muy simples y de un segundo plano. En el fondo permanece siempre el deseo de la verdad, pero después hay que corresponder a esos deseos con los hechos. Y esto suele manifestarse en tener que leer actas, dirigir conversaciones, etcétera, cosas muy normales.

El precio que yo tuve que pagar fue, sencillamente, renunciar a lo que a mí realmente me hubiera gustado hacer: mantener conversaciones elevadas a nivel intelectual, reflexionar sobre temas espirituales y discutirlos, producir una obra propia en estos tiempos nuestros. Pero tuve que dedicarme a otros asuntos muy distintos, conocer conflictos y aconteceres a niveles fácticos de los cuales muchos llegaron realmente a interesarme, pero también tuve que dejarlos pasar para poder estar al servicio de otras cosas más propias de mi cargo y que requerían mi atención. Poco a poco me fui dando cuenta de que tenía que dejar de pensar "tengo que escribir tal o cual cosa", "tengo que leer esto y lo otro", porque había que reconocer que mi principal tarea era exactamente ésta, la de estar donde estoy.

Pregunta: “¿Se lleva bien con su propia vida, le gusta, es un hombre feliz?

Respuesta: “Sí. Estoy muy conforme con mi vida, porque, además, vivir contrariado con la propia vida o con uno mismo, no conduce a nada, no tiene sentido. Aunque también estoy convencido de que, de la otra manera, como yo me había imaginado, también hubiera llegado a cosas grandes. Así que, por ambos motivos estoy muy agradecido a la vida, y sobre todo a lo que ha sido la voluntad de Dios para mí”.

La llamada de Dios no es algo que ocurre en un momento único de la vida. Cada día, muchas veces, Dios nos llama, nos envía luces.

Podemos mirar a otro lado, o intentar comprender el mensaje y lanzarnos inmediatamente.

La vocación divina, la llamada de Dios es “dinámica”. Se desenvuelve en el tiempo mediante sucesivas llamadas. Como dice la canción –de Perales- “el amor es eterno”. La fideliidad a la vocación es una fidelidad a cada una de las luces y conversiones que nos reclama Dios.

No podemos decir que "ya somos fieles", o que "ya nos hemos entregado". No es posible hacer una "opción fundamental" por la entrega, y dejar que pase el tiempo.

El Sí grande, completo y total, que un día respondimos a Dios se sustenta por los muchos "sí" pequeños de cada día.

26.1.08

El punto final de cada biografía

Publicado en el diario ABC por Antonio García-Berbel Mudarra
"La muerte ha sido a veces un «tabú» en las conversaciones, un tópico de mal gusto, un borrón negro y sombrío, un molesto presagio que era mejor olvidar para no amargar la vida propia y ajena: carpe diem!, ¡vive la vida a todo trapo mientras puedas! Esta actitud, ampliamente extendida en algunos ambientes hasta mediados de los años ochenta del pasado siglo, resucitaba las más puras esencias del paganismo epicúreo. Sin embargo, en el año 2006, parece que asistimos a un nuevo entendimiento de la muerte. Pues bien, en el año de 1983 se publicó en EE.UU., el primer «Diccionario de defunciones» que reúne datos relativos a la muerte de bastantes personajes históricos: científicos, escritores, asesinos, políticos, artistas y otros famosos.

Algunas de estas necrologías se remontan a la Antigüedad, otras al Medioevo y a la Edad Moderna pero la mayoría pertenecen a personajes contemporáneos. Los relatos, bien documentados, están escritos muy llanamente y se detienen más, según los casos, en los aspectos médicos, históricos o afectivos que caracterizaron los últimos momentos de los famosos.

Resulta conmovedora la piedad cristiana de Colón recibiendo por última vez la Eucaristía. O las últimas palabras de Catalina de Aragón, rezando por el pueblo de Inglaterra y por su propio esposo Enrique VIII tras haberla éste repudiado y maltratado. Están llenas de esperanza las últimas palabras de Mark Twain: «De improviso abrió los ojos -escribe su hija Clara- tomó mi mano y mirándome fijamente a los ojos, murmuró débilmente: Adiós, querida. Si nos encontramos.»

No falta tampoco el testimonio de quien, con la muerte, sólo ve abrirse ante sí, un país de sombras: Voltaire, el gran ironizador ante todo lo divino, declara que desea morir como un católico, pero no quiere confesar que Jesucristo es Dios. También son dignas de resaltar las enigmáticas palabras de Goethe moribundo: «¡Luz, más luz!» Para un cristiano, la muerte no es una tétrica oscuridad y negrura sino esperanza de ver a Dios. La luz de la fe llegó a Oscar Wilde en sus últimas horas y sólo por señas pudo dar a entender a un sacerdote su voluntad de ser católico. También el legendario Casanova pudo morir en paz tras recibir los Sacramentos. Y el pintor Toulouse-Lautrec incluso tuvo el buen humor de bromear con el cura que le atendió al morir: «Señor cura, me parece que hoy estoy más contento de verle de lo que estaré dentro de pocos días cuando vuelva usted tocando la campanilla».

Humildad y sinceridad

Mt 23, 1-12

Cn 11/98

  • Pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen.

  • Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar.

- Lo que más empuja y arrastra es el ejemplo.

- Lo que más destroza no es el mal ejemplo, sino la incoherencia.

- El peligro de convertirse en unos burócratas del amor de Dios. La técnica de hablar de Dios, de hablar de lo sobrenatural, de virtudes…

  • Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros.

“¿Te han puesto a presidir? No presumas, en entre los demás como uno de ellos y atiéndelos” (Sab 32).

“La humildad es la basa y fundamento de todas las virtudes y sin ella ninguna lo es. Ella allana inconvenientes, vence dificultades, a gloriosos fines nos conduce. De los enemigos hace amigos, templa la cólera de los airados y menoscaba la arrogancia de los soberbios: es madre de la modestia y hermana de la templanza” (Miguel de Cervantes).

Jesús reprocha la insinceridad de vida de los fariseos. Dios no detesta al pecador, pero sí al hipócrita.

“Guardé silencio resignado, no hablé con ligereza; pero mi herida empeoró, y el corazón me ardía por dentro; pensándolo me requemaba, hasta que solté la lengua”

“Al que oculta sus crímenes no le irá bien en sus cosas; el que los confiesa y se enmienda obtendrá misericordia” (Prov 28).

La causa de la insinceridad no siempre es la mala voluntad, sino la falta de rectitud de intención, la soberbia, el yo, que se mete en nuestra vida de mil formas distintas: camuflado en un afán de seguridades en esta tierra, o en un afán de tener un nombre, o de buscar la consideración y la estima, o por el miedo al fracaso…

Vive instalado en la mentira quien no tiene unas intenciones claras en su obrar. Un trabajo que no está hecho por amor a Dios no vale para nada.

Ocurre que hay personas que no se sabe dónde tienen puesto el corazón, hasta que se descubre que lo tienen puesto… en ellas mismas. Se descubren entonces posos de soberbia, de egoísmo, de sensualidad.

No existe la intención recta en estado puro: continuamente se nos tuerce y continuamente hemos de rectificarla, de reconducirla hacia los ideales nobles y grandes por los que merece la pena el sacrificio y la entrega.

Un medio que nos ayudará a la humildad: el examen de conciencia bien hecho.

Guarda del corazón

Cfr. Aprender a madurar (p. 163, dominar la afectividad).

El fundamento y la base nutriente de la virtud es el amor a Dios; si no, la vida cristiana y la ascética no dejaría de ser un código de medidas profilácticas.

La lucha por custodiar nuestros afectos y nuestra intimidad se justifica por el amor incondicionado a Dios. Dios ha de ser amado con todo el corazón.

La virtud de la santa pureza, si no es bien entendida, no es bien vivida.

El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido...

Donde está tu tesoro, allí está tu corazón…

… dispuestos a vender todo.

No rehuir una disyuntiva cierta que tienen todos los hombres: el bien eleva a las almas al amor de Dios, o el mal les arrastra al suelo de un amor que estraga los afectos y sentimientos.

El corazón esta hecho para amar. Si no se le da un amor limpio, se venga.

Nuestra vocación es una llamada al amor. Somos enamorados del Amor (Forja, n. 492).

El Señor, tu Dios, es fuego que devora, es un Dios celoso (Dt 4,24). 24). El Señor nos quiere enteramente para Sí y no se satisface "compartiendo": lo quiere todo (Camino, n. 155).

Con todo cuidado guarda tu corazón, porque de él brota la vida (Prov 4,23).

El corazón es la sede de la personalidad moral (CEC , n. 2517). Guardar el corazón significa guardar la intimidad, los afectos, lo más entrañable del alma, para dárselos a Dios y para amar limpiamente las criaturas (cfr Forja, n. 98).

Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios (Mt 5, 8).

Es necesario tener el corazón libre para «ver a Dios» en los sucesos de nuestra vida, en las demás personas, para ser contemplativos (cfr. Forja, n. 412).

Se necesita una disposición habitual de que el corazón esté por encima de otros “amores”: consuelos terrenos, compensaciones veladas, apegamientos a personas que se disfrazan bajo el velo de una aparente caridad, rincones en el alma...

Oración y mortificación constantes para guardar el corazón. Mortificar los sentidos internos y externos. Evitar apegamientos, la vanidad, la tendencia a llamar la atención, a ser el centro, el afán desmedido de encontrar siempre respuestas afectivas por parte de los demás; las preferencias y predilecciones menos ordenadas... (cfr Forja, n. 414).

Cfr. Camino, nn. 150-167; Surco, nn. 785-830; Meditaciones, I, n. 12.

Valentía

Sucedió hace ya unos años y lo contaba el propio protagonista del relato. «Estaba caminando por una calle escasamente iluminada una noche, ya un poco tarde, cuando oí unos gritos que provenían de detrás de unos matorrales. Alarmado, aminoré el paso para escuchar mejor, y me asusté al comprobar que eran signos inconfundibles de una lucha en la que, a unos pocos metros de mí, una mujer joven estaba siendo atacada.

»¿Me debía involucrar? Yo estaba bastante asustado pensando en mi propia seguridad y maldije el dilema ante el que encontraba en aquel preciso momento. ¿No debía simplemente correr al teléfono más cercano y llamar a la policía?

»Los gritos, aunque reprimidos, continuaban. Tenía que actuar con rapidez. Finalmente me decidí. No podía dar la espalda a esa pobre mujer, aunque eso significara arriesgar mi propia vida. No soy un hombre valiente, ni soy fuerte ni atlético. No sé de dónde saqué el coraje moral necesario, pero una vez que había decidido, me sentí extrañamente transformado. Corrí hasta dar la vuelta por detrás de los arbustos y me lancé sobre el asaltante. Forcejeamos y caímos al suelo. Luchamos durante algo menos de un minuto, hasta que el atacante me apartó de un golpe, se puso en pie y escapó. Jadeando fuertemente, me levanté y me acerqué un poco hacia la chica, que estaba en cuclillas detrás de un árbol, llorando.

»En la oscuridad, apenas podía ver su silueta, temblando y en pleno shock nervioso. No quería asustarla más, así que hablé a cierta distancia: "No te preocupes, ya se ha ido, estás a salvo", dije en tono tranquilizador. Hubo una pausa, y después oí: "¿Papá, eres tú?". Y entonces, desde detrás del árbol, salió mi hija Katherine.»

El miedo y la valentía

Hay personas que por naturaleza son más valientes, y otras menos. Algunos se piensan mucho las cosas antes de intervenir, y otros son más resueltos y decididos. Unos prefieren las actuaciones más rotundas y contundentes, y otros las más negociadas o graduales. Unos dicen las cosas más de golpe, y otros poco a poco. Pero a todos se nos presentan cada día pequeñas o grandes ocasiones de ejercer la virtud de la valentía.

La mayoría de las veces, lo más cómodo suele ser dejar pasar las cosas, mirar hacia otro lado y justificarse con las circunstancias, o con los errores de los demás, para no hacer lo que, aunque nos cueste reconocerlo, nos da miedo. Nos da miedo cargar con las consecuencias de ser valiente, o nos imponen las personas, o nos paraliza la pereza, o el temor al esfuerzo o al posible conflicto. Nos engañamos convenciéndonos a nosotros mismos de que es mejor un aplazamiento, o buscar otra salida. Y quizá hemos visto muy claro antes lo que debíamos hacer, pero, cuando llega el momento de ejecutarlo, tenemos que reconocer que, sencillamente, no nos atrevemos.

Es verdad que a veces lo más prudente y sensato es no actuar, o al menos moderar lo que traíamos pensado hacer. Pero muchas otras veces, lo que nos frena es la simple cobardía, y la mejor forma de vencerla es ejercitarnos en superar pequeños retos diarios de valentía personal. Porque la clave no está en el miedo, sino en cómo reaccionamos ante ese miedo. Y lo que distingue a un cobarde de un valiente, no es el miedo, sino su capacidad de superarlo.

Parte de la madurez

El miedo siempre nubla un poco la serenidad y la claridad de juicio, pero la resistencia ante ese embate es lo que demuestra la madurez y honestidad personal. No tiene nada de extraño que a veces flaqueen nuestras fuerzas, o que nos sintamos inseguros frente lo que exigiría por nuestra parte más valor. Quizá nos asusta dar la cara con lealtad por una persona ausente, o por unas ideas que no están muy en boga en determinado ambiente. O tenemos miedo a quedar mal si respetamos la verdad, o si asumimos determinada responsabilidad a la que nos sentimos obligados. O nos cuesta actuar con la suficiente firmeza, aunque suponga un conflicto, cuando sabemos que eludirlo es peor. O no nos decidimos a sacar determinado tema de conversación, o a intervenir en público, cuando debemos hacerlo.

En todo caso, nuestra rectitud personal exige superar esos miedos. Es cierto que el miedo y la inseguridad forman parte de la condición humana, y que cada día comprobamos que tenemos un dominio muy incompleto sobre nuestros propios sentimientos. Pero no podemos permitir que el miedo nos paralice o nos engañe, y eso aunque se estremezca el cuerpo o nos tiemble la voz. Aprender a no dejarse esclavizar por esas inquietudes es parte importante del aprendizaje de la vida de una persona de bien.

Fuente: Alfonso Aguiló.