6.1.08

Un modelo de familia: los Ratzinguer

En un conocido libro-entrevista que recogía algunas reflexiones del entonces Cardenal Ratzinger hay retazos muy interesantes sobre la educación que recibió en su familia. De una manera sencilla explica el Papa cómo aprendió en su hogar a vivir algunas virtudes domésticas.

Creció en pleno campo y era el menor de tres hermanos. Su padre era gendarme, es decir, que era de familia modesta, no acomodada. En cierta ocasión comentó que su madre hacía el jabón en casa.

Bueno, mis padres se casaron algo mayores y, en Baviera, la profesión de mi padre -que tenía el grado de Comisario- estaba bien remunerada. No éramos una familia pobre en el sentido literal de la palabra. El ingreso mensual de mi padre estaba garantizado, pero es bien cierto que vivíamos una vida sencilla, de austeridad, que yo agradezco. Porque, precisamente, viviendo ese régimen de vida, se experimentan alegrías que no se obtienen en una vida de abundancia. Recuerdo con mucho agrado lo felices que éramos entonces por cosas muy pequeñas, y, cómo nos ayudábamos en todo, unos a otros. La situación en que nos encontrábamos -una vida modesta, con cierta preocupación por las finanzas- originó en nosotros una solidaridad interior, que nos unió aún más, si cabe.

Mis padres se vieron obligados a hacer muchas renuncias para que los tres hermanos pudiéramos estudiar. Y nosotros nos dábamos cuenta y procurábamos corresponderles de alguna manera. Así, en ese clima, aprendimos a vivir con sencillez, siendo felices con poca cosa y queriéndonos mucho entre nosotros. De algún modo éramos conscientes de que, a pesar de aquella sobriedad, recibíamos mucho, que nuestros padres hacían mucho por nosotros.

Pero esa historia del jabón es un tema diferente que nada tiene que ver con que fuéramos una familia modesta, sino con la época del país que nos tocó vivir. Estábamos viviendo los difíciles tiempos de la guerra, y debido a la escasez de muchos productos de primera necesidad -como el jabón-, era frecuente que todo se solucionara con elaboración casera. Mi madre había sido cocinera de profesión y era una auténtica "sabelotodo". Tenía recetas para todo -que se sabía de memoria- y, gracias a su fantasía y a su buena mano para guisar, con los medios más sencillos y económicos disponibles en aquella época de guerra preparaba unos guisos deliciosos.

Mi madre era muy bondadosa, pero con mucha fortaleza interior. Mi padre era más cerebral y más voluntarioso Era un hombre de convicciones religiosas inquebrantables y advertía y emitía juicios muy acertados sobre aquella situación que estábamos viviendo. Cuando Hitler llegó al poder, mi padre sentenció: “¡es la guerra, necesitaremos un refugio!”.

Y, ¿cómo era su hogar? ¿Cómo vivían, qué hacían?

Al principio tuvimos que mudarnos de casa varias veces, debido a la profesión de mi padre. No recuerdo nada de Marktl, el lugar donde nací; nos fuimos de allí cuando yo sólo tenía dos años. Entonces nos trasladamos a Tittmoning. La Gendarmería se encontraba en la plaza del pueblo, en un caserón que antes había sido un Priorato.

Era una casa muy bonita, pero algo destartalada e incómoda, todo hay que decirlo. Nuestro dormitorio había sido la sala capitular, pero, en cambio, el resto de las habitaciones eran muy pequeñas. Teníamos mucho espacio, pero se notaba que era una casa antigua, medio en ruinas. Para mi madre aquello tuvo que ser tremendo porque le daba demasiado trabajo. Yo la recuerdo subiendo muchas escaleras, con el carbón y la madera para hacer fuego. Después de eso fuimos a vivir a una preciosa casa, en Aschau. Era una casa de campo que había construido un campesino y que más tarde alquiló a la Gendarmería. Pero comparada con las comodidades que disfrutamos ahora, desde luego, seguía siendo una casa muy sencilla. Por ejemplo, no disponía de cuarto de baño. Pero sí tenía agua corriente.

Después, mi padre, pensando en su futura jubilación se compró una antigua casita de campo en Hufschlag, en Traustein. En aquella casa no salía agua del grifo, había que ir a sacarla del pozo, algo que yo siempre he encontrado deliciosamente romántico. A un lado de la casa había un encinar mezclado con muchas hayas, y al otro lado estaban las montañas. Eso era lo primero que veíamos todas las mañanas, nada más abrir los ojos. Además teníamos manzanos, ciruelos y flores, muchas flores que mi madre cultivaba en un pequeño jardín. Pero el terreno era bastante grande y estaba en un lugar paradisíaco, todo era propicio para los juegos y los sueños de los niños.

Aquel era un mundo inexplorado, y difícil de explorar por su gran riqueza de posibilidades. Por lo visto, los antiguos dueños de la casa eran tejedores, y en ella había un antiguo telar. Las habitaciones eran muy sencillas, y la casa -creo que su construcción databa del año 1726- estaba muy necesitada de restauración; cuando llovía, había goteras por todas partes. Pero era una casa muy bonita y, como dije antes, también muy propicia para los sueños infantiles. Y viviendo así, sin apenas comodidades, éramos enteramente felices. Seguramente, aquello no sería tan divertido para mis padres; Mi padre tenía que pagar las constantes reparaciones de la casa, y mi madre tenía que sacar el agua del pozo, pero mis hermanos y yo nos encontrábamos allí como en la gloria. Tardábamos cerca de media hora en llegar al pueblo más próximo, pero eso también nos parecía muy bonito y, por una cosa o por otra, siempre estábamos caminando. Nunca llegamos a sentir la falta de comodidades, no echábamos de menos la vida moderna, más bien, al contrario, vivíamos una continua aventura gozando de plena libertad, disfrutando de la belleza natural y de un hogar, que era una casa muy antigua, pero llena de calor humano en su interior.

¿Sus padres fueron muy exigentes?

En cierto sentido, sí. Mi padre era un hombre muy recto y, quizá, por eso mismo, también muy estricto. Pero nosotros sabíamos que se debía a que era un hombre muy justo. Y soportábamos sus exigencias con la mayor naturalidad. Y nuestra madre, por su parte, suplía lo que a mi padre le pudiera faltar de suavidad a la hora de exigir. Mis padres tenían dos temperamentos muy distintos, pero precisamente gracias a sus diferencias, se complementa han perfectamente. En mi casa había mucha exigencia, sí, debo confesarlo, Pero también había mucha alegría, mucho cariño. Los hermanos jugábamos mucho juntos y nuestros padres, siempre que podían, sacaban tiempo también para compartirlo con nosotros. Y, como a todos nos gustaba la música, también procurábamos disfrutarla juntos; aquello nos servía para reponer fuerzas.

Hablando de su familia, ¿se podría decir que su familia era exageradamente religiosa?

Puede ser. Mi padre era muy buen creyente. Todos los domingos iba a Misa a las seis de la mañana, y luego volvía a las nueve al Oficio divino (son Horas canónicas), y por la tarde iba otra vez. Y, en cambio, la religiosidad de mi madre era, sobre todo, más sentida, acogedora, Aunque cada uno a su estilo, en ese punto mis padres también coincidían en lo principal: en casa, la religión era lo más importante de todo.

Pero, en su casa, ¿cómo recibían la educación religiosa? Porque ahora este tema resulta muy problemático para muchos padres.

En mi casa la religión era parte integrante de nuestra vida. Rezábamos en familia. Se bendecía la mesa en todas las comidas. Íbamos a Misa diaria cuando el horario de la escuela lo permitía, y los domingos asistíamos todos, en familia. Después de jubilarse mi padre también rezábamos el rosario en familia con bastante frecuencia, y asistíamos al Catecismo de la escuela, aparte de lo que hiciéramos en casa. A nuestro padre le gustaba comprarnos las lecturas que le parecían adecuadas a nuestra edad, por ejemplo recuerdo algunas revistas infantiles de cuando hicimos la Primera Comunión. Pero esto que le estoy contando era todo, quiero decir, que no tuvimos una educación exageradamente religiosa: íbamos a la Iglesia juntos y rezábamos en familia, eso era todo.