9.1.08

La teología del borrico


En el aniversario del nacimiento de San Josemaría (9 enero 2008)[1]

I.

"Tres conversaciones con Juan Pablo II

Unas veces por las obligaciones de mi trabajo en la Santa Sede, y otras por la benévola invitación del Papa a través de su secretario personal, Mons. Stanislaw Dziwisz, tuve no pocas ocasiones de hablar personalmente, en audiencias y visitas privadas, con Juan Pablo II, antes y después de mi ordenación episcopal. De ordinario acudí para tratar asuntos concernientes a la legislación de la Iglesia o al Consejo pontificio para los Textos legislativos, del que primero fui secretario y luego presidente. Pero otras veces el tema vino dado por cuestiones pastorales o acontecimientos de inmediata actualidad apostólica.

Al menos en tres de esas conversaciones salió a relucir directamente la figura del Padre, a quien Juan Pablo II tenía gran veneración. La primera tuvo lugar el 2 de febrero de 1984, en la audiencia privada que me concedió poco después de mi nombramiento como secretario del citado Consejo pontificio. Después de despachar las cuestiones de gobierno relativas a mi trabajo, le reiteré el agradecimiento por la prueba de confianza que me había demostrado y, cuando estábamos todavía sentados, saqué de la cartera de despacho y puse sobre la mesa un pequeño objeto: un borriquito de hierro con minúscula albarda de paño verde y rojo. Un tanto sorprendido y divertido, el Santo Padre me preguntó:

—¿Qué es eso?

—Santidad, considérelo un pequeño regalo. En sí no vale nada, pero es algo particularmente valioso y significativo para mí: un borriquillo que me dio el fundador del Opus Dei cuando entré al servicio de la Santa Sede en 1960, en los años de preparación del Concilio. Ahora es ya una reliquia. Lo tuvo también entre sus manos Juan XXIII, cuando visitó la congregación de la Santa Sede en que empecé a trabajar. Y hasta ayer lo he tenido siempre sobre la mesa de mi despacho, porque me evoca la teología del borrico, que me hace mucho bien.

—¿La teología del borrico? ¿Y en qué consiste esa teología? —me preguntó con extrañeza el Papa.

—La aprendí de monseñor Escrivá hace muchos años. El amaba mucho la figura del borrico por razones ascéticas: en su gran humildad, él se veía como un borrico sarnoso y, en su deseo de enseñarnos a santificar el trabajo ordinario, nos ponía el ejemplo del borrico de noria. Pero también lo amaba por razones claramente bíblicas: según la tradición, un borrico dio calor al Niño en la noche de Belén, junto a María y a José, cuando los hombres negaron posada a la Virgen que iba a traer al mundo a su Salvador; y fue igualmente un borrico el que llevó a Jesús encima durante su entrada triunfal en Jerusalén.

Noté que la mirada del Papa pasaba de la extrañeza al interés, un intenso interés. Continué:

—El fundador del Opus Dei nos enseñaba a sus hijos que el Señor podía haber hecho esa entrada triunfal cabalgando sobre un caballo o, añadía a veces, en una cuadriga romana, pero prefirió hacerlo sobre un borriquito. Incluso cuando envió a dos de sus discípulos a la aldea de Betfagé para que desataran el jumento y se lo trajeran, añadió: Y si alguien os pregunta por qué hacéis eso, responded que el Señor tiene necesidad de él. Se cumplía así la profecía de Zacarías y, al mismo tiempo, el Señor ensalzaba la figura mansa y sencilla del borriquillo: un animal de carga, humilde, obediente, duro en el trabajo, austero, que se contenta con poco y, a la vez, de trote decidido y alegre.
Me quedé callado, porque me pareció que ya había hablado mucho. Sin embargo, el Papa me animó:

—Siga, siga.

—Santidad, si mira ese borriquillo, verá que tiene unas orejas finas y estiradas hacia arriba. Monseñor Escrivá comentaba que son como antenas levantadas al cielo para captar la voz de su amo, de Dios. Y es que, para ser Opus Dei, el trabajo ha de ser contemplativo: hecho en medio del mundo, pero en la presencia de Dios.

Callé de nuevo, porque habíamos superado con creces el tiempo normal de las audiencias y acababa de entrar en el estudio el prelado de antecámara, para indicar discretamente que otras visitas esperaban.

Juan Pablo II se alzó con un gesto como de resignación y, mientras le besaba la mano y le pedía su bendición, añadió: —Tenemos que seguir hablando de esto.

II.

Una sonrisa del Papa.

Pocos días después, L'Osservatore Romano publicó una interpretación auténtica, con comentario oficial del Consejo pontificio para los Textos legislativos, sobre la Tutela de la Santísima Eucaristía. Tuvo bastante eco en los medios de comunicación. Lo que estos no contaron, porque no lo sabían, es que en la misma audiencia en que el Papa aprobó esa decisión, el 3 de julio de 1999, se habló nuevamente de Tierra Santa y de la teología del borrico.

Fue así. Después de tratar las cuestiones de despacho que le llevé, saqué de la cartera un pequeño estuche y de él un nuevo borriquillo, que entregué a Juan Pablo II. Esta vez no era de hierro, sino de madera. Dije:

—Santo Padre, le traigo este borriquito de Palestina. Está hecho con madera del monte de los Olivos, de la zona concreta donde estaba Betfagé. Se lo traigo para que le lleve pronto a Jerusalén. Allí esperan al Vicario de Cristo, como hace dos mil años le esperaron a El.

Juan Pablo II me escuchó sonriendo: noté claramente la sonrisa, a pesar de la rigidez facial que le producía su enfermedad de Parkinson. Y, a la vez que en su mirada se encendía la esperanza de poder cumplir ese vivísimo deseo durante el Gran Jubileo del año 2000, exclamó:

— ¡Qué bella idea!

Le comenté que yo también encomendaba diariamente esa intención, por la intercesión de aquel otro borriquito de Dios que fue el beato Josemaría. Me lo agradeció mucho.

III.

Trasladamos enseguida el cuerpo del Padre al oratorio de Santa María de la Paz. Horas después, mientras rezaba ante el cadáver, revestido con ornamentos sacerdotales, vino a mi mente, entre otros muchos entrañables recuerdos, la confidencia que el Padre nos hizo un lejano día de Navidad de 1953, junto al fuego de la chimenea de la sala de estar.

Nos dijo que quería escribir un libro sobre el borrico, ese animal bíblico con el que tanto le gustaba identificarse, porque había dado calor a Jesús en Belén y lo había llevado en triunfo a Jerusalén. Un animal que los hombres no suelen estimar, pero que el Padre nos ponía como ejemplo: de humildad, de reciedumbre en el trabajo, y de fidelidad en esa guerra de paz y de amor que sus hijos del Opus Dei y todos los cristianos están llamados a propagar en el mundo. Si lograba tener tiempo para escribir ese libro, nos dijo, lo titularía Vida y ventura de un borrico de noria.

Dios se lo llevó antes de que pudiera completarlo. Pero se conservan pasajes recogidos de sus conversaciones, de los que algunos, corregidos de su puño y letra, glosan las misericordias5 del oratorio de Pentecostés, que él quiso ornamentar con escenas de borricos. Esos textos —recogidos en Crónica, una revista interna— son un símbolo de su vida. Entre otras maravillas de la teología del borrico, se lee:

«Al borrico le hubiese gustado llegar a la Navidad; calentar otra vez, con su aliento, al Niño. Pero estuvo de algún modo presente, en la blanca alegría de aquella noche, porque vinieron los ángeles e hicieron de su piel panderos y zambombas.

La historia del borrico termina bien; muere trabajando. Y que lo destrocen después, que lo despellejen y hagan tambores para la guerra y zambombas para cantar al Niño Dios».

Así murió el Padre".


[1] Textos tomados de Herranz, J., En las afueras de Jericó, Rialp.