6.1.08

Trabajo

a) Sagrada Escritura

Mt 13, 53 y ss.

Cuando terminó Jesús estas parábolas se marchó de allí. Y al llegar a su ciudad se puso a enseñarles en su sinagoga, de manera que se quedaban admirados y decían:

—¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos poderes? ¿No es éste el hijo del artesano? ¿No se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas ¿no viven todas entre nosotros? ¿Pues de dónde le viene todo esto?

Y se escandalizaban de él. Pero Jesús les dijo:

—No hay profeta que no sea menospreciado en su tierra y en su casa. Y no hizo allí muchos milagros por su incredulidad.

Jesús es conocido en su época y en su ambiente por su trabajo.

2 Tes 3, 6-18.

Evitar el desorden. Trabajar con constancia (3,6-15)

Hermanos, os ordenamos en nombre de nuestro Señor Jesucristo que os alejéis de todo hermano que ande ocioso y no conforme a la tradición que recibieron de nosotros. Pues vosotros sabéis bien cómo debéis imitarnos, porque entre vosotros no estuvimos ociosos; y no comimos gratis el pan de nadie, sino que trabajamos día y noche con esfuerzo y fatiga, para no ser gravosos a ninguno. No porque no tuviéramos derecho, sino para mostrarnos ante vosotros como modelo que imitar. Pues también cuando estábamos con vosotros os dábamos esta norma: «Si alguno no quiere trabajar, que no coma». Pues oímos que hay algunos que andan ociosos entre vosotros sin hacer nada pero curioseándolo todo. A esos les ordenamos y exhortamos en el Señor Jesucristo a que coman su propio pan trabajando con serenidad. Vosotros, hermanos, en cambio, no os canséis de hacer el bien. Y si alguno no obedece lo que os decimos en nuestra carta, a ése señaladle y no tratéis con él, para que se avergüence; sin embargo, no lo consideréis como un enemigo, sino corregidle como a un hermano.


b) Magisterio

Gaudium et Spes 43.

Ayuda que la Iglesia, a través de sus hijos, procura prestar al dinamismo humano

El Concilio exhorta a los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno. Pero no es menos grave el error de quienes, por el contrario, piensan que pueden entregarse totalmente del todo a la vida religiosa, pensando que ésta se reduce meramente a ciertos actos de culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales. El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época. Ya en el Antiguo Testamento los profetas reprendían con vehemencia semejante escándalo. Y en el Nuevo Testamento sobre todo, Jesucristo personalmente conminaba graves penas contra él. No se creen, por consiguiente, oposiciones artificiales entre las ocupaciones profesionales y sociales, por una parte, y la vida religiosa por otra. El cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus obligaciones para con dios y pone en peligro su eterna salvación. Siguiendo el ejemplo de Cristo, quien ejerció el artesanado, alégrense los cristianos de poder ejercer todas sus actividades temporales haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios.

Compete a los laicos propiamente, aunque no exclusivamente, las tareas y el dinamismo seculares. Cuando actúan, individual o colectivamente, como ciudadanos del mundo, no solamente deben cumplir las leyes propias de cada disciplina, sino que deben esforzarse por adquirir verdadera competencia en todos los campos. Conscientes de las exigencias de la fe y vigorizados con sus energías, acometan sin vacilar, cuando sea necesario, nuevas iniciativas y llévenlas a buen término. A la conciencia bien formada del seglar toca lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena. De los sacerdotes, los laicos pueden esperar orientación e impulso espiritual,. Pero no piensen que sus pastores están siempre en condiciones de poderles dar inmediatamente solución concreta en todas las cuestiones, aun graves, que surjan. No es ésta su misión. Cumplen más bien los laicos su propia función con la luz de la sabiduría cristiana y con la observancia atenta de la doctrina del Magisterio. Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienen fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial pro el bien común. Los laicos, que desempeñan parte activa en toda la vida de la Iglesia, no solamente están obligados a cristianizar el mundo, sino que además su vocación se extiende a ser testigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana.

Los Obispos, que han recibido la misión de gobernar a la Iglesia de Dios, prediquen, juntamente con sus sacerdotes, el mensaje de Cristo, de tal manera que toda la actividad temporal de los fieles quede como inundada por la luz del Evangelio. Recuerden todos los pastores, además, que son ellos los que con su trato y su trabajo pastoral diario exponen al mundo el rostro de la Iglesia, que es el que sirve a los hombres para juzgar la verdadera eficacia del mensaje cristiano. Con su vida y con sus palabras, ayudados por los religiosos y por sus fieles, demuestren que la Iglesia, aun por su sola presencia, portadora de todos sus dones, es fuente inagotable de las virtudes de que tan necesitado anda el mundo de hoy. Capacítense con insistente afán para participar en el diálogo que hay que entablar con el mundo y con los hombres de cualquier opinión. Tengan sobre todo muy en el corazón las palabras del Concilio: "Como el mundo entero tiende cada día más a la unidad civil, económica y social, conviene tanto más que los sacerdotes, uniendo sus esfuerzos y cuidados bajo la guía de los Obispos y del Sumo Pontífice, eviten toda causa de dispersión, para que todo el género humano venga a la unidad de la familia de Dios".

Aunque la Iglesia, por la virtud del Espíritu Santo, se ha mantenido como esposa fiel de su Señor y nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo, sabe, sin embargo, muy bien que no siempre, a lo largo de su prolongada historia, fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al espíritu de Dios. Sabe también la Iglesia que aún hoy día es mucha la distancia que se da entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad humana de los mensajeros a quienes está confiado el Evangelio. Dejando a un lado el juicio de la historia sobre estas deficiencias, debemos, sin embargo, tener conciencia de ellas y combatirlas con máxima energía para que no dañen a la difusión del Evangelio. De igual manera comprende la Iglesia cuánto le queda aún por madurar, por su experiencia de siglos, en la relación que debe mantener con el mundo. Dirigida por el Espíritu Santo, la Iglesia, como madre, no cesa de "exhortar a sus hijos a la purificación y a la renovación para que brille con mayor claridad la señal de Cristo en el rostro de la Iglesia".


c) Textos de San Josemaría

Amigos de Dios, 70

Por amor a Dios, por amor a las almas y por corresponder a nuestra vocación de cristianos, hemos de dar ejemplo. Para no escandalizar, para no producir ni la sombra de la sospecha de que los hijos de Dios son flojos o no sirven, para no ser causa de desedificación..., vosotros habéis de esforzaros en ofrecer con vuestra conducta la medida justa, el buen talante de un hombre responsable. Tanto el campesino que ara la tierra mientras alza de continuo su corazón a Dios, como el carpintero, el herrero, el oficinista, el intelectual —todos los cristianos— han de ser modelo para sus colegas, sin orgullo, puesto que bien claro queda en nuestras almas el convencimiento de que únicamente si contamos con El conseguiremos alcanzar la victoria: nosotros, solos, no podemos ni levantar una paja del suelo. Por lo tanto, cada uno en su tarea, en el lugar que ocupa en la sociedad ha de sentir la obligación de hacer un trabajo de Dios, que siembre en todas partes la paz y la alegría del Señor. El perfecto cristiano lleva siempre consigo serenidad y gozo. Serenidad, porque se siente en presencia de Dios; gozo, porque se ve rodeado de sus dones. Un cristiano así verdaderamente es un personaje real, un sacerdote santo de Dios.

Forja 702

Las tareas profesionales -también el trabajo del hogar es una profesión de primer orden- son testimonio de la dignidad de la criatura humana; ocasión de desarrollo de la propia personalidad; vínculo de unión con los demás; fuente de recursos; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que vivimos, y de fomentar el progreso de la humanidad entera...

-Para un cristiano, estas perspectivas se alargan y se amplían aún más, porque el trabajo -asumido por Cristo como realidad redimida y redentora- se convierte en medio y en camino de santidad, en concreta tarea santificable y santificadora.


d) comentario de Juan Luís Lorda, cfr. Para ser cristiano.

TRABAJO

La vida humana se desarrolla en un tiempo limitado. Nace, crece, madura, da sus frutos y muere. En ese trayecto, se despliega lo que el hombre es y puede ser. Y, al final, cuando llega el momento de presentarse ante Dios, cada hombre lleva sobre sí su historia. La que ha ido escribiendo día a día, rica o pobre.

Los cristianos tenemos la ilusión de que Dios lea con alegría, la historia de nuestra vida; que encuentre en ella muchos momentos en que hemos procurado amarle y servir a los demás; que sea para Él un motivo de legítimo orgullo de Padre, que mira con cariño las obras de sus hijos que procuran agradarle. Todo esto en medio de tantas limitaciones y errores (de pecados) que acompañarán nuestra vida.

El tiempo cristiano es historia. Historia que no sólo queda pobremente recogida en unos tratados (que sólo pueden ocuparse de unos pocos casos más llamativos y que no alcanzan al hombre normal), sino que queda grabada para siempre ante los ojos de Dios y de todos los hombres, y un día podremos conocerla en su verdad. ¡Qué responsabilidad!. Este pensamiento tiene que acompañar nuestra actividad diaria y hacernos sentir la responsabilidad de dar fruto, de aprovechar el tiempo.

La cultura nuestra lleva a muchos hombres a tener un sentido muy agudo del aprovechamiento del tiempo. Procuran multiplicar su actividad, desarrollando mucho trabajo, y llegando también a actividades complementarias: cultivo de la música, gimnasia, práctica de algún deporte, desarrollo de aficiones manuales o artísticas, conocimientos de arte, etc. Son los que podríamos llamar "activistas". Unos se mueven por la necesidad de obtener los medios necesarios para subsistir; Otros, por la ambición de cargos y riquezas; otros simplemente, por la pasión de la actividad; a algunos, les mueve el deseo de llegar a ser hombres perfectos y completos.

En el otro extremo, están los hombres que realizan rutinariamente su actividad; que les parece que la vida ya no les va a dar más o que les costaría demasiado esfuerzo conseguirlo. Procuran trabajar lo menos posible y eludir todo lo molesto o lo que produce cansancio. Aman su tiempo libre, aunque no saben cómo emplearlo, y se aburren. Están acostumbrados a huir de la realidad, aunque la critican muchas veces sin compasión y, casi siempre, sin ninguna intención de mejorarla.

A unos, les falta tiempo para su actividad desbordante, y otros no saben cómo llenarlo. Entre ambos extremos, discurre la vida y la actividad de la mayoría de los hombres. Y a todos, hay que recordar una realidad obvia, pero que no se suele tener presente: "No es otra cosa el tiempo de esta vida (comenta San Agustín) sino una carrera hacia la muerte" (De Civ. Dei, 13). A la luz de esta verdad, bien meditada, se puede plantear con todo su rigor existencial, la pregunta por el sentido de la vida: para unos, por el sentido de esa actividad frenética, llamada a acabarse; para otros, por el sentido de ese derroche de matar el tiempo, cuando hay tanto que hacer por los demás. Y entonces ha de venir la respuesta: "El tiempo es un tesoro que se va (recuerda el Fundador del Opus Dei), que se escapa, que discurre por nuestras manos como el agua por las peñas altas. Ayer pasó, y el hoy está pasando. Mañana será pronto otro ayer. La duración de una vida es muy corta. Pero ¡cuánto puede realizarse en este pequeño espacio, por amor de Dios!" (Amigos de Dios, 52).

"Enséñanos Señor a contar nuestros días, para que adquiramos un corazón sabio" (Sal. 90,12). ¡Que sintamos la urgencia de aprovechar la vida!; pero no para dar satisfacción a nuestra ambición o porque nos dejemos llevar por la fiebre de la actividad, sino para amar a Dios y servir a los demás.

La mayor parte del tiempo y de las energías de una persona madura se consumen en su trabajo profesional. Esta es una realidad noble, querida por Dios. Desde el principio, Dios creó al hombre "para que trabajara" (Gen 2, 19). "El trabajo es la vocación inicial del hombre, es una bendición de Dios, y se equivocan lamentablemente quienes lo consideran un castigo. El Señor, el mejor de los padres, colocó al primer hombre en el Paraíso 'ut operatur' para que trabajara" (Surco, 482). Es verdad que esa realidad, como consecuencia del pecado, se ha vuelto costosa ("ganarás el pan con el sudor de tu frente" (Gen 3,19)), pero sigue siendo noble.

El trabajo es el lugar donde obtenemos nuestro sustento; nuestro modo ordinario de contribuir a la sociedad en que vivimos y es el servicio principal que realizamos a los demás hombres. En el trabajo se despliega nuestra personalidad y madura. Nos obliga al desarrollo de las virtudes, pues: vencemos la pereza; nos acostumbramos a concentrar nuestra atención; nos obligamos a obedecer a otros, desarrollamos nuestras habilidades; nos formamos profesional y humanamente, etc. El trabajo es, además, un gran nudo de relaciones sociales. Mediante él, nos integramos en la sociedad y ordinariamente, es la ocasión de formar nuestras amistades.

Todas estas cualidades naturales quedan, sin embargo, ennoblecidas por el sentido cristiano del trabajo. Para un cristiano, el trabajo es ocasión de amar a Dios, de servir al prójimo y de colaborar en las tareas divinas de la creación y Redención del mundo.

Es ocasión de amar a Dios, porque hemos de saber encontrar a Dios en todas partes y, por tanto, con mayor razón, en la actividad a la que dedicamos la mejor parte de nuestra vida. Es ocasión de servir al prójimo, porque todo trabajo tiene por objeto prestar algún servicio. Colaboramos en la obra de la creación, porque Dios quiso hacer el hombre cooperador suyo cuando le encargó dominar la tierra (Gen 1,28) y cuidarla (Gen 2,15). Y colaboramos también en la obra de la Redención, porque, como muchas veces se nos hace costoso el cumplimiento de nuestras obligaciones, podemos asociarnos a los sufrimientos de Cristo, sufriendo (como dice San Pablo) "lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1,24). Así realizamos el designio de Dios sobre todas las cosas: "La ansiosa espera de la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios. Pues la creación se ve sujeta a la vanidad, no por voluntad sino por quien la sometió, con la esperanza también la misma creación será liberada de la corrupción para participar de la libertad de la gloria de los hijos de Dios" (Rom 8, 19-21).

Este sentido cristiano del trabajo, hay que tenerlo muy presente para orientar nuestra actividad y huir tanto del activismo vacío, como del derroche y la pérdida de tiempo. La mayor parte de las veces, se trata de impregnar lo que ya se viene haciendo de una mentalidad nueva. Este descubrimiento es como una luz inmensa que puede cambiar el color de la vida.

Encontrar a Dios y amarle en el trabajo es, simplemente, esforzarse en tenerle presente con ocasión de las circunstancias del trabajo. Como ya hablamos al tratar de la presencia de Dios, puede servir ofrecer el trabajo al empezar y al acabar; descubrir con ingenio el modo de acordarse, de elevar el corazón a Dios con pequeñas oraciones de petición y de acción de gracias (jaculatorias); si se tiene ocasión, puede servir el colocar ante nuestra vista un crucifijo o una imagen de la Vírgen. La receta es muy antigua: nos la recomienda a principios del siglo V San Juan Crisóstomo: "Una mujer ocupada en la cocina o en coser una tela puede siempre elevar su pensamiento al cielo e invocar al Señor con fervor. Uno que va al mercado o viaja solo, puede fácilmente rezar con atención. Otro que está en su bodega, ocupado en coser los pellejos de vino, está libre para levantar su ánimo al Maestro. El servidor, si no puede llegarse a la iglesia porque ha de ir de compras al mercado o está en otras ocupaciones, o en la cocina, puede siempre rezar con atención y con ardor. Ningún lugar es indecoroso para Dios" (Hom. sobre la profetisa Ana 4,6).

Cuando se trata de un trabajo intelectual, puede resultar más difícil llenarlo de la presencia de Dios. En cambio, es necesario esforzarse por impregnar su mismo contenido de una mentalidad cristiana: si somos abogados, políticos o maestros, o periodistas, profesores, escritores, científicos, etc., nuestro trabajo tiene un aspecto doctrinal que hemos de conocer bien para poder impregnar nuestra actividad de sentido cristiano. Nuestra responsabilidad en este campo, es entonces grande y no podemos limitar nuestro cristianismo a unas prácticas de piedad, sino que, mediante la lectura y el estudio, nos esforzaremos en vivir cristianamente el núcleo mismo de nuestra actividad: "Por medio de tu trabajo profesional, acabado con la posible perfección sobrenatural y humana, puedes (¡debes!) dar criterio cristiano en los lugares donde ejerzas tu profesión u oficio" (Forja, 713).

Por otra parte, hemos de ver en el trabajo, una ocasión privilegiada de servir. La mayor parte de las actividades son un servicio directo a los demás y así hemos de vivirlo, incluso cuando no lo comprenda así quien nos pague. Es verdad que muchas veces necesitamos trabajar para podernos mantener y mantener a quienes dependen de nosotros; pero nuestro trabajo no es simplemente unas horas que vendemos a alguien; sino que, independientemente del aspecto económico, es una actividad humana; es decir, la actividad de una persona que sirve a otras personas. Ese espíritu de servicio enoblecerá nuestro trabajo y le dará un sentido nuevo. Así, un comerciante no es simplemente un hombre que "vende" un producto, sino que realiza un "servicio" a una persona. Lo mismo sucede con el trabajador que está en una cadena de producción: no esta símplemente "apretando tornillos", sino "sirviendo" a las personas que adquirirán ese producto.

El sentido del servicio es especialmente importante en las tareas públicas. El criterio fundamental de la honestidad del desempeño de la función pública es la de servir al bien común. Esto se hace tanto atendiendo en una ventanilla al público, como gobernando un sector de la vida ciudadana. Los hombres públicos deben impregnarse del sentido de servicio que legitima su actuación. Si no sucede así, resulta, además, muy difícil no dejarse llevar por la ambición de los honores, que hace andar siempre a la búsqueda del ascenso; o por la seducción del dinero, que tan tentadora y fácilmente se ofrece, a veces por caminos poco honestos. La función pública es una gran oportunidad de servir y de procurar resolver los muchos y graves problemas que aquejan a las sociedades. (--). "Esfuérzate para que las instituciones y las estructuras humanas, en los que trabajas y te mueves con pleno derecho de ciudadano, se conformen con los principios que rigen una concepción cristiana de la vida. Así, no le dudes, aseguras a los hombres los medios para vivir de acuerdo con su dignidad, y facilitarás a muchas almas que con la gracia de Dios, puedan responder personalmente a la vocación divina" (Forja 718).

Es muy importante vivir esta orientación de servicio a los demás en aquellos que tienen la oportunidad de decidir cuál va ser su futuro profesional. Mientras que, durante siglos, la mayor parte de los hombres han estado destinados desde su nacimiento, a ejercer un determinado oficio, y han decidido otros por él (su familia, su amo, su pueblo, su nación) cúal sería su actividad; hoy existe una parte notable de la población que tiene en sus manos (a grandes rasgos), la posibilidad de decidir su futuro. Son los estudiantes: o al menos, una parte muy importante de ellos (otros se ven condicionados por las circunstancias de su familia o de sus recursos económicos). Se trata de una situación de privilegio, aunque el estudiante no suele ser consciente de esto, debido a la irreflexión propia de la edad. Pero es un privilegio poder gozar unos años (a veces, muchos) de una actividad tan grata como aprender, en general, con unos horarios cómodos y muchos períodos de vacaciones. Pero, sobre todo, el privilegio es poder escoger, hasta cierto punto, el futuro. ¡Qué importante es, entonces tener bien claro que el sentido de nuestra actividad en el mundo, tiene que ser servir!.

La gente joven vive en una situación que es irrepetible, teniendo todavía en la mano su vida sin apenas obligaciones ni compromisos, teniendo todavía los ideales frescos, y una vida moral no demasiado claudicada. ¡Qué importante es entonces plantearse las cosas con amplitud de miras, con magnanimidad!. Y eso, para el cristiano, es una obligación. El sentido de su vida es servir: si se plantea con toda radicalidad, puede dar una orientación fecundísima a vida.

El sentido de servicio ilumina también la obligación de estudiar. El estudiante es un hombre que goza de una situación privilegiada, para estudiar. Su familia y la sociedad (sobre la que suele cargar en mucha parte los costos educativos), le sostienen para que estudie. Y de la profundidad y seriedad de su estudio depende el servicio que después puede prestar; no sólo por la necesidad de contar con unos conocimientos, sino porque el haberse empeñado en estudiar, crea los hábitos de trabajo que, después, le permitirán servir eficazmente. De poco sirve un hombre con conocimientos, pero con pocas ganas y costumbre de aplicarlos. "Es necesario estudiar É pero no es suficiente. ¿Qué se conseguirá de quien se mata por alimentar su egoísmo, o del que no persigue otro objetivo que el de asegurarse la tranquilidad para dentro de unos años?. Hay que estudiar É, para ganar el mundo y conquistarlo para Dios. Entonces, elevaremos el plano de nuestro esfuerzo, procurando que la labor realizada se convierta en encuentro con el Señor, y sirva de base a los demás a los que seguirán medio camino É De ese modo, el estudio será oración" (Surco 526).

La mayor parte de los hombres no goza del privilegio de los estudiantes de poder disponer de su vida: unos no lo han tenido nunca; otros lo han perdido por los compromisos que han ido adquiriendo (familia, contratos de trabajo) o por los condicionamientos que impone la vida (obligaciones económicas, salud, etc.). La mayoría desempeña un trabajo normal, ordinario, sin particular relieve o importancia: unos están contentos, otros están acostumbrados y otros trabajan a disgusto o están incómodos en su puesto. Es muy importante que, en esas circunstancias, rutinarias y no particularmente brillantes, se descubra el sentido cristiano del trabajo.

Dios, que no hace acepción de personas, no mira las cosas humanas como nosotros las vemos, y valora cualquier actividad que los hombres realizamos: "Ante Dios, ninguna ocupación es por sí misma grande o pequeña. Todo adquiere el valor del Amor con que se realiza". (Surco 487). De hecho, los hombres más próximos a Dios no realizaron una tarea de gran brillo. San José era carpintero; la Vírgen María consumió su vida en las tareas domésticas de una aldea poco importante de Israel; y el Señor trabajó durante treinta años (la mayor parte de su vida en la tierra) en un oficio manual (era conocido como "él artesano, el hijo de María" (Mc 6,2).

No es cristiano, por eso, minusvalorar ningún trabajo, por humilde que parezca. Todos son ocasión de servir a los demás y de encontrar a Dios. Ese sentido cristiano (de vocación cristiana a la santidad) da a todas las tareas su dignidad y su encanto: "Me escribes en la cocina junto al fogón. Está comenzando la tarde. Hace frío. A tu lado tu hermana pequeña (la última que ha descubierto la locura divina de vivir a fondo la vocación cristiana) pela patatas. Aparentemente (piensas) su labor es igual que antes. Sin embargo, ¡hay tanta diferencia! (Es verdad: antes 'sólo' pelaba patatas; ahora, se está santificando". (Surco 498).

Todos los trabajos pueden ser ofrecidos a Dios. Pero tienen que estar bien hechos. A Dios, no se le puede ofrecer el sacrificio de Caín, que ponía en el Altar de Dios los frutos malos de sus campos: esto, en lugar de una ofrenda, es una burla. Si queremos cristianizar nuestro trabajo, hay que hacerlo bien, viviendo las exigencias que todo trabajo tiene para ser bien hecho.

En primer lugar, se requiere aprendizaje y competencia profesional. Si hemos de ofrecer a Dios nuestro trabajo y servir a los demás con él, hay que desempeñarlo con toda la perfección posible. Por eso, procuraremos reunir todos los conocimientos teóricos necesarios, y utilizaremos inteligentemente la experiencia, con la ilusión de mejorar.

Después, se han de vivir toda una serie de virtudes que hacen el trabajo eficaz. La primera es hacer lo que debemos hacer: es decir abordar lo que nos toca trabajar; con puntualidad, sin dejar pasar lo que no nos apetece, ni dar preferencia a lo que nos gusta: Este es un desorden que lleva a que nunca encontremos tiempo para hacer lo que nos cuesta más. Hay que empezar siempre por lo más importante y no permitir que se retrase. Los tiempos importantes hay que dedicarlos a las cosas importantes y los tiempos marginales a las cosas marginales. Otra cosa es desorden y pereza. Después, se requiere prestar atención (meter la cabeza); y evitar llevar dos cosas a la vez, porque eso suele ser fuente de errores. Conviene, por eso, en general, empezar las cosas y llegar a acabarlas antes de pasar a otras. Esto descansa mucho la mente, pues no es necesario tener en la cabeza infinidad de cosas pendientes. En concreto, no debemos permitir abandonar las cosas contra lo previsto, simplemente por aburrimiento. Hay que llegar hasta el final, y hasta los últimos detalles que hacen de un trabajo, algo perfecto.

Conviene hacer las cosas con orden, ya que, si hacemos siempre las cosas de la misma manera, llegaremos a crear costumbres y entonces el trabajo será más fácil y eficaz. El orden es una de las claves del trabajo bien hecho. Lo necesitamos a la hora de planear la actividad en el tiempo, a la hora de distribuir el día y también en el modo como tenemos los instrumentos del trabajo. El orden del espíritu requiere también, y se expresa, en el orden material: cada cosa en su sitio.

Si todo esto lo vivimos por amor de Dios, convertiremos nuestro trabajo en un encuentro con El: "Me has preguntado qué puedes ofrecer al Señor. No necesito pensar mi respuesta: lo mismo de siempre, pero mejor acabado, con un remate de amor, que te lleve a pensar más en El y menos en ti" (Surco 495).