6.1.08

Retiros mensuales (mayores)

Fuente: AL

Índice

(I-1) Caridad. 2

(I-2) Apostolado. 5

(I-3) Sinceridad. Dirección espiritual 8

(II-1) Alma sacerdotal 10

(II-2) Santa Misa. 12

(II-3) Unidad de Vida. 15

(III-1) Contrición y confesión sacramental 17

(III-2) Mortificación. 19

(III-3) Santidad personal 21

(IV-1) Alegría. 23

(IV-2) Humanidad Santísima de Jesucristo. 25

(IV-2) Sencillez y humildad. 28

(V-1) El Espíritu Santo. 30

(V-2) Castidad. 32

(V-3) Eucaristía. 35

(V-4) La Virgen Santísima. 37

(VI-1) Vida familiar en verano. 40

(VI-2) La Voluntad de Dios. 42

(VII-1) Formación. 44

(VII-2) Fortaleza. 46

(VIII-1) Aprovechamiento del tiempo. 48

(VIII-2) Oración. 51

(VIII-3) Templanza y desprendimiento. 53

(IX-1) Tibieza. 55

(IX-2) Justicia. 57

(IX-3) Vida de fe. 59

(X-1) Lucha interior. Comenzar y recomenzar 61

(X-2) Trabajo. 63

(X-3) Vida de piedad. Plan de vida espiritual 66

(XI-1) Amor a la libertad. Actuación pública de los católicos. 68

(XI-2) La Iglesia. Comunión de los santos. 70

(XI-3) Los novísimos. 72

(XII-1) Esperanza. 75

(XII-2) Filiación divina y presencia de Dios. 77

(XII-3) La vida ordinaria. 79

(XII-4) Preparar la Navidad. 82


(I-1) Caridad

Matt. 22, 37-40. Jesús declara en su respuesta cuál es el principal mandamiento, la virtud central del cristiano: la caridad. Sin ella, como nos dice San Pablo ( I Cor 13, 1-5), la vida del cristiano no vale nada: todo lo bueno que podríamos hacer no tiene ningún valor si no está informado por la caridad.

Por eso, el Señor declara los dos aspectos de la caridad: amor a Dios y amor al prójimo por Dios. Y no se pueden dar el uno sin el otro, porque el verdadero amor a los demás no lo es sin que tengamos en el corazón el amor de Dios; y el amor a los demás es como el indicador que nos da la medida de nuestro amor a Dios. Ya lo decía San Juan (I Ioan. 4, 20-21). Y San Josemaría nos lo recuerda en el núm. 745 de Surco.

La caridad, el amor a los demás, tiene un origen divino, es decir, procede de Dios, como dice San Juan (ibid. 4, 7): amémonos unos a otros, porque el amor procede de Dios , y todo el que ama ha nacido de Dios, y conoce a Dios. Por otra parte, el amor a los demás –la fraternidad cristiana- está basada en nuestra filiación divina -¡fijaos qué amor nos tiene Dios, que quiere que nos llamemos hijos de Dios, y lo somos!- y, por tanto, en el convencimiento de que los demás también son hijos de Dios y hemos de tratarles como tales. Por tanto, nuestra caridad con ellos no puede quedar reducida a un sentimentalismo vago y genérico.

Cuando Jesús, en la Última Cena, nos dio el mandamiento nuevo, nos puso la medida de nuestra caridad para con los demás: sicut dilexi vos, como Yo os he amado. Comentaba San Josemaría:

“(El mandamiento nuevo). Muchas veces he pensado que, después de 20 siglos, todavía sigue siendo un mandato nuevo, porque muy pocos hombres se han preocupado de practicarlo; el resto, la mayoría, ha preferido y prefiere no enterarse. Con un egoísmo exacerbado, concluyen: para qué más complicaciones, me basta y me sobra con lo mío.

No cabe semejante postura entre los cristianos. Si profesamos esa misma fe, si de verdad ambicionamos pisar en las nítidas huellas que han dejado en la tierra las pisadas de Cristo, no hemos de conformarnos con evitar a los demás los males que no deseamos para nosotros mismos. Esto es mucho, pero es muy poco, cuando comprendemos que la medida de nuestro amor viene definida por el comportamiento de Jesús” (Amigos de Dios, n. 223).

Y como para mostrar de una manera plástica cómo ha de ser nuestro amor a los demás, se puso a lavarles los pies (también a Judas). Y al final les dijo: Exemplum dedit vobis, os he dado ejemplo, ita et vos faciatis, para que hagáis vosotros lo mismo. Hemos de hacer como el Señor: Él no sólo nos dio ejemplo en este momento, sino en toda su vida: hablaba con todos, acogía a todos, se compadece de la viuda de Naím, hace milagros para resolver problemas (multiplicación de los panes, bodas de Caná...).

La caridad nos lleva a servir a los demás por Dios. Es darse, es luchar contra el egoísmo personal y colectivo. Hay muchos campos en los que tenemos que ejercitar la caridad, el darnos a los demás, con generosidad, sin pensar en nosotros mismos. Y uno de los ámbitos principales es la vida familiar: luchar contra el egoísmo para ceder en los gustos personales, darse gustosamente para hacer la vida agradable a los que conviven con uno. (Anécdota: matrimonio de mexicanos y los toros).

Hay también muchísimos aspectos de la caridad que se pueden aplicar en la vida familiar y social. Desde los aspectos –podríamos llamar- negativos, como luchar contra los enfados (sordos o histéricos), la mentalidad de víctima, el pasar factura de agravios o servicios no reconocidos, luchar contra los pequeños (o grandes) rencores o resentimientos, evitar la ira en el coche, ..., hasta los que podríamos llamar aspectos positivos.

Estos aspectos positivos tienen la característica de que son variados y breves. Son variados porque abarcan diversidad de personas (el marido, los compañeros de trabajo, los sirvientes, los que encontramos en el ascensor, en la cola, en el supermercado); y son breves, porque son momentos esporádicos y, a veces, fugaces, pero son muchos: y hay que saber aprovecharlos, porque si no, perdemos la ocasión de vivir esta virtud.

¿Y cómo lo podemos hacer? Viviendo las virtudes de la convivencia, que son el modo práctico de vivir lo que dice San Pablo (Gal. 6,2): llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo. Son muestras de educación y cortesía, vencimientos del mal genio, del pronto, pequeños servicios... Dice San Francisco de Sales:

“De estas virtudes es necesario tener una gran provisión y muy a mano, pues se han de estar usando casi de continuo” (S. Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III, 1).

Vamos a considerar unas cuantas:

1. La afabilidad. Cuando falta, se echa de menos. Hacer amable la vida cotidiana con nuestro modo de mirar, de decir, de escuchar... Hacerlo, sobre todo, por amor a Dios.

2. La gratitud. Es una forma importantísima de caridad: es el recuerdo afectuoso de un beneficio recibido, con el deseo de corresponder de alguna manera. ¡Gracias! ¿Cuántas veces usas esta palabra y con quién? ¿Y cómo la dices? ¿Con sinceridad?

3. Cordialidad y amistad. En la familia, con los amigos y compañeros. Hace falta desinterés, comprensión, espíritu de colaboración, lealtad... Y esto con el marido, los hijos, incluso con diferencias de edad.

4. Alegría. La sonrisa oportuna, el gesto amable. Todo esto anima y ayuda en el trabajo y a superar las dificultades que trae la vida. Un triste es un cenizo, un pequeño cáncer para los demás.

5. Respeto mutuo. Mirar a los demás como imágenes irrepetibles de Dios. Venerar la imagen de Dios que hay en cada hombre. Aún los menos amables, simpáticos o divertidos, hemos de aceptarlos y tratarles bien.

6. Comprensión y disculpa. Saber encontrar la parte de bondad que hay en todos. Sólo Dios puede juzgar, y Él siempre es misericordioso.

7. Y, por último, paciencia. No ser censores duros, saber esperar... Dar nuevas oportunidades.

Todo esto exige la humildad. Para vivir la caridad, es necesario ejercitarnos primero en la humildad: no creernos que somos los mejores, impecables, genios, y que los demás (o una concreta) son tontas o cursis.

La humildad nos lleva como de la mano a esa forma de tratar al prójimo, que es la mejor. La de comprender a todos, convivir con todos, disculpar a todos; no crear divisiones ni barreras; comportarse -¡siempre!- como instrumentos de unidad” (Amigos de Dios, n. 233).

El capítulo 43 de la Carta Apostólica Novo Milenio Ineunte trata de la espiritualidad de comunión que se debe vivir en la Iglesia. La Iglesia es la casa, la escuela de la comunión, en la que nacemos al amor y aprendemos a amar con el corazón de Dios. Espiritualidad de la comunión es ante todo, la “capacidad de ver lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un “don para mi” además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente. Espiritualidad de la comunión es saber “dar espacio” al hermano llevando “mutuamente la carga de los otros” y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias” (Juan Pablo II, Novo milenio ineunte, 43).

Aprender a perdonar. Comenta el Cardenal Van Thuan: “Basándome en mi experiencia personal, puedo afirmar que la formación teológica y espiritual es fundamental para vivir en el tiempo la fidelidad al don que se nos ha encomendado. En los años en que me privaron de todo, hasta de poder leer algo, me vinieron continuamente a la mente y al corazón los pilares de mi formación de cristiano, de sacerdote y de obispo. Sin la asimilación profunda de aquellos valores, el primero de los cuales es el amor a la verdad y la exigencia de obediencia a Dios y de agradarle en todo, quizá no hubiera sobrevivido. Muchos de mis compañeros de cárcel, incapaces de perdonar a los que nos hacían daño, murieron, algunos después de su liberación, a consecuencia de la ira acumulada y de los traumas sufridos. No estaban aislados, vivían en compañía de otros, pero, una vez de vuelta a casa con su familia, que los esperaba con ansia, se quedaban en un rincón, traumatizados y llenos de hastío contra sus parientes, que no habían hecho todo lo posible para liberarles antes, contra el gobierno, contra los comunistas. Como no pueden vengarse, odian. Esto les hace daño y al cabo de unos meses, mueren” (Cardenal Van Thuan, El gozo de la esperanza, pp. 53-54).

La Virgen es maestra de Amor. La vemos en Caná, pendiente de los demás, y en la Cruz, consolando a su Hijo: allí la Virgen calla y perdona, ante el colmo de la crueldad de los hombres.


(I-2) Apostolado

Hay unas palabras de San Juan en la primera de sus Cartas que enlazan con la meditación anterior sobre la caridad, el amor que debemos tenernos unos a otros. I Ioan. 4, 12, 14-15. Vienen a decir que nuestro amor a los demás, si es verdadero, conduce a darles nuestro testimonio de Cristo, es decir, a procurar darles a conocer a Cristo para que también ellos puedan tratarlo, unirse a Él y, en definitiva, vivir la vida cristiana (que es la vida de Cristo) en su vida ordinaria. Y esto es lo que se llama apostolado.

Quizás hoy en día, en el ambiente en que vivimos, donde predomina el egoísmo (“a mí me basta con lo mío, ¿por qué me tengo que preocupar de los demás?, ¿por qué tengo yo que meterme en la vida de los demás?: eso es una cuestión privada; que cada palo aguante su vela) y donde, también por desgracia, a muchos católicos les parece que esto de dar testimonio de Cristo es algo que compete exclusivamente a los sacerdotes, hablar del apostolado de los laicos –de los fieles corrientes– puede resultar algo así como una música celestial, algo que se oye como quien oye llover, que no va con uno y que eso está muy bien y a ver quién se puede ocupar de ese asunto; yo desde luego, no.

Sin embargo, el mandato del Señor es determinante. Marc. 16, 15-17: Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. La misión de la Iglesia, desde Pentecostés hasta el fin de los tiempos es precisamente difundir el mensaje de Cristo a todas las gentes, porque el designio divino de salvación es universal: Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad. Por eso, la Iglesia –como tal– es fundamentalmente apostólica. Cristo fundó la Iglesia para eso: para dar a conocer y conducir a todo el mundo por el camino de la salvación, que es el mismo Cristo (Yo soy el Camino...)

Y nosotros somos la Iglesia, los sacerdotes y los laicos, porque nos hemos incorporado a ella por el Bautismo y, por tanto, como nos recordaba el Papa, hemos sido hechos partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Jesucristo, llamados a la santidad y enviados a anunciar el Reino de Cristo hasta que Él vuelva.

Sí, todo cristiano –si quiere vivir la vida cristiana– tiene obligación de hacer apostolado. Cristo quiere servirse de los hombres, de sus discípulos, para hacer llegar a todos su mensaje de salvación. Y cuando elige a los primeros, a algunos los llama directamente, como a Juan, a Andrés y a Felipe; pero luego Juan lleva a su hermano Santiago a ver a Jesús, y Andrés a su hermano Pedro, y Felipe a su amigo Natanael.

Y esto lo entendieron muy bien los primeros cristianos. En los Hechos de los Apóstoles conocemos las actividades apostólicas de Pedro, Pablo, Felipe, etc., pero la realidad es que la propagación del cristianismo se hizo fundamentalmente a través del apostolado de gente normal, corriente, sencilla, que en su ambiente hablaban de Cristo y de la vida cristiana. Y lo enseñaban no sólo con su conducta sino también con su palabra.

El primer reto misionero que tenemos es la evangelización de la cultura. Pablo VI escribió que “la ruptura entre Evangelio y cultura es, sin duda, el drama de nuestra época” (Evangelii Nuntiandi).

Un matrimonio de lituanos vinieron a Girona a pasar las vacaciones de verano (2005). Conocieron a una familia numerosa: padre, madre y un montón de hijos. Estaban asombradísimos de lo que veían. Regresaron convencidos de que tener una familia numerosa es algo positivo y bueno.

Hay un pasaje que describe muy bien este ambiente apostólico de los comienzos: Act. 18, 24-26. Apolo y el matrimonio Aquila y Priscila, que eran fabricantes de tiendas de campaña. Ante la ignorancia de Apolo no se quedan indiferentes; no dicen: “ya sabe bastante, nadie nos llama a darle lecciones”. Le toman aparte y le exponen a fondo el camino de Dios. Hoy en día también hay muchos que se comportan y hablan con una gran ignorancia de Cristo y de la vida cristiana, y que –además– están cerca, en contacto con nosotros: son gente de nuestro entorno familiar, profesional, social. Y tú no te puedes quedar indiferente pensando que sí, que es una pena que piensen y actúen así, pero que no puedes hacer nada. ¡Sí puedes hacerlo!, es más, debes hacerlo, porque tu intervención será mucho más eficaz, incluso, que la de un sacerdote. El Cardenal Law, Arzobispo de Boston comentaba, hace unos años:

Los laicos son muy importantes; la fe hay que extenderla de similar a similar. Hacen falta laicos católicos en todos los ámbitos profesionales que, desde allí, se introduzcan a fondo en cuestiones de ética médica, en el mundo de la informática, de la ciencia, de los medios de comunicación social, etc. (...) Desgraciadamente se tiende a aislar la fe de la vida. (...) La religión se deja en el ámbito de lo privado cuando tiene que dar dinamismo a toda la vida” ( Cardenal Law, recogido por Aceprensa 1987).

Efectivamente hay muchos modos de hacer apostolado, de extender la fe: en la familia, en el trabajo profesional, en la política, en la cultura; es necesario impregnar de sentido cristiano estas realidades. Quizás algunos de estos campos no estén a nuestro alcance, pero hay uno que sí lo está: la amistad. Todos tenemos amigos –es muy importante tener amigos–, y los amigos llegan a hablar de los temas más personales y profundos. Se establece en el ámbito de la amistad la comunicación de ideas, de inquietudes: resulta natural que se transmitan lo que piensan y hacen en relación con su vida espiritual. En este ámbito de la amistad todos podemos hacer mucho.

La gente sólo puede entender a una persona que habla el lenguaje de su tiempo.

Las relaciones de amistad son relaciones horizontales, de fraternidad sincera y auténtica. Estamos muy acostumbrados a vivir en un mundo de relaciones verticales con los superiores y con los que consideramos nuestros súbditos. Aprender a cultivar la amistad es un desafío.

Cuenta el Cardenal Van Thuan cómo consiguió introducir en la cárcel donde estaba prisionero pan y vino para celebrar la Santa Misa:

“La presencia de Jesús obraba maravillas, porque también entre los católicos los había menos fervorosos, menos practicantes… Había ministros, coroneles, generales, y, en la prisión, por la noche, todos hacían una hora santa, una hora de adoración y de oración a Jesús en la Eucaristía. Así, en medio de la soledad y del hambre, un hambre terrible, podíamos sobrevivir. Así es como fuimos testigos en la cárcel. La semilla había sido enterrada. ¿Cómo germinaría? No lo sabíamos. Pero poco a poco, uno tras otro, los budistas y los de otras religiones que a veces son fundamentalistas y muy hostiles a los católicos, expresaban su deseo de hacerse católicos. Entonces, en los momentos libres enseñaba catecismo, y bauticé y fui padrino” (Card. Van Thuan, El gozo de la esperanza, p. 25).

¿Qué el ambiente es malo…? ¿Cuál era el ambiente en el que se movían los primeros cristianos? No era mejor que el actual: también había aborto y divorcio y relajación de costumbres... Y los primeros cristianos no hacían pancartas ni propaganda, ni anuncios...: la suya –como ha de ser la nuestra– era un silenciosa y operativa misión. Pero tenían –y las ponían en práctica– dos virtudes esenciales para el apostolado. Primero, la fe: se sentían instrumentos de Dios y sabían que era Dios quien actuaba, sirviéndose de ellos. Por eso eran gente que se sabían sal y luz de las gentes para sazonar, evitar la corrupción –como la sal– e iluminar las conciencias (siendo luz). De aquí la importancia de acercarse a la fuente de la gracia de Dios (sacramentos y oración) y luego entrar en contacto con la masa y ponerse en el candelero: acercarse a las personas y entrar en conversación con ellas.

Y la otra virtud que sobresale en ellos es la valentía; vencían los respetos humanos. Otra personalidad eclesiástica, entonces arzobispo de Praga, el Cardenal Tomasek, de 88 años, decía en un Sínodo de Obispos celebrado en Roma:

Es importante despertar en los fieles el coraje del apostolado. El mal que se difunde en el mundo es consecuencia a menudo no sólo de la maldad de los hombres, sino también del silencio de los cristianos. ¡Sí! Para el apostolado no basta sólo la formación interior, sino también es necesaria la valentía. ¡El mundo contemporáneo está sellado por la vileza y el miedo! ¡Y de estas debilidades humanas se sirven todas las dictaduras para establecer su propio dominio!” (Cardenal Tomasek, en el Sínodo de Obispos 11987, recogido en Aceprensa, 1987).

Perder el miedo a hablar de Cristo, de la vida cristiana. Ser audaces. Luchar contra ese falso respeto de la libertad: si hubieran actuado así los primeros cristianos, ni tú ni yo seríamos cristianos.

Si al hacer apostolado nos sentimos instrumentos de Dios, pondremos los medios sobrenaturales: la oración y el sacrificio y el trabajo ofrecido a Dios por esa intención. Es Dios quien da luz a la inteligencia y mueve los corazones.

Una anécdota de valentía en nuestros días. “Los nuevos convertidos al catolicismo –se trata de Vietnam- siempre tienen vivos deseos de llevar a otros la palabra de Dios, para lo cual tienen que recurrir a estratagemas. Bajo el régimen comunista rige el domicilio obligatorio, y se debe denunciar a todo el que salga o entre en el poblado, aunque sea para un día. Para burlar dichas prohibiciones se organizan peleas ficticias y se señala como responsables de los desórdenes a varias familias, para las cuales se pide que sean alejadas del pueblo. Esas familias serán las que lleven el Evangelio y sean catequistas en otros pueblos. ¡Cómo los primeros cristianos!” (Card. Van Thuan, El gozo de la esperanza, p. 28).

Santa María es Reina de los Apóstoles, y en Pentecostés estaba junto a los Apóstoles y los primeros cristianos. Le pedimos la valentía y la audacia para atraer a nuestros amigos y conocidos a su Hijo Jesús.


(I-3) Sinceridad. Dirección espiritual

Matt. 22, 16. La sinceridad del Señor fue reconocida incluso por sus mismos enemigos, aquellos que iban cápere eum in sermonem, a ver si le cogían en alguna palabra para poder acusarle: no tienen más remedio que admitir que Jesús enseña siempre con toda sinceridad y verdad.

Ioan. 1, 47. El Señor admira y alaba la sinceridad de Natanael y hace de él un gran elogio: Natanael es alguien que ama la verdad. Y cuando Jesús se dirige a los judíos para enseñarles que Él es la luz del mundo, les habla de la Verdad y les dice: conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres (Ioan. 8, 31).

La sinceridad es una virtud cristiana por excelencia, porque está íntimamente relacionada con la Verdad y Jesucristo nos dijo Yo soy la Verdad. Se lo dijo a Pilatos en el juicio y también a Caifás, y le costó la vida.

Hemos de ser muy amigos de la verdad. A los hombres, a veces, nos da miedo la verdad, porque es exigente y compromete nuestra conducta. La verdad es exigente porque reclama respeto y obediencia. La verdad tiene unos derechos que son inalienables: unos derechos que nos llevan a decir y actuar según la realidad objetiva, tanto de los pensamientos como de las ideas.

Dice Camino, 34No tengas miedo a la verdad, aunque la verdad te acarree la muerte”. Son palabras duras, pero son muy necesarias en un ambiente en el que la mentira es moneda corriente, la apariencia, el autobombo y el interés es un modo de conducta habitual. Hemos de amar la verdad y poner esfuerzo en buscarla. Hay que buscarla, porque la verdad está a veces tan oscurecida por el pecado, las pasiones, el materialismo, el egoísmo... que si no la amamos no la podremos encontrar.

Es muy fácil –demasiado fácil- aceptar la mentira cuando viene en ayuda de la comodidad, de la sensualidad, de la pereza, del falso prestigio. En muchas ocasiones, los hombres –en lugar de la verdad clara y distinta- preferimos el disimulo, el pequeño engaño o la mentira abierta... Hemos de prestigiar la verdad en nosotros y a nuestro alrededor. Vivir la autenticidad, que nos guste vivir y decir la verdad siempre.

“Que obremos siempre de tal manera, en la presencia de Dios, que no tengamos que ocultar nada a los hombres” Surco 334.

Esto es lo que crea un ambiente de confianza, de convivencia tranquila y segura y hace el mundo más cristiano y, por tanto, más humano.

Sinceridad con Dios. Parece mentira que, en muchas ocasiones, pretendamos engañar a Dios, y nos hagamos los tontos o los sordos, ante lo que Dios nos pide. Nos escondemos como Adán y Eva después de su pecado; o las excusas de Caín después de haber matado a su hermano. A Dios no se le puede engañar, no hay nada oculto a su mirada. Él penetra hasta los más íntimos pensamientos, ve nuestros motivos e intenciones. Hemos de dirigirnos siempre a Dios con la sencillez y la confianza propias de un hijo con su padre. No somos sinceros con Dios cuando buscamos justificaciones para no llevar a cabo sus exigencias. Cuando Dios nos pide algo –y nos damos cuenta- no podemos decir ¡no puedo, es muy difícil, es que...! Si somos sinceros con Dios, tendremos que decir ¡no quiero!, y cargar con las consecuencias... Hemos de mirar a Dios cara a cara. Vivir la fe, con fallos, pero con ideas claras, sin querer llamar virtud al vicio, y al revés.

Sinceridad con nosotros mismos. Aquí también se cumple que el hombre es el único ser de la creación que tiene la capacidad de engañarse a sí mismo. Cuántas veces nos engañamos por nuestra soberbia, por nuestra pereza (mañana lo haré... seguro que voy a cambiar...). Hemos de tener un conocimiento objetivo de nuestros pensamientos, deseos y acciones. Para eso tenemos el examen de conciencia diario y la Confesión y la dirección espiritual. Al examen hemos de ir sin miedo. No es una simple introspección (el motivo es nuestra vida de cristianos). Hemos de admitir nuestras debilidades, sin miedo a vernos como somos. Hemos de tener la valentía de profundizar: llegar a la raíz última de lo que realmente nos mueve. Camino, 237. Y llamar a las cosas por su nombre, sin eufemismos (genio = ira; mucho comer = gula; compras = gastos supérfluos; me cuesta = pereza; etc.). Si no, se nos deformará la conciencia y terminaremos pensando que la sinceridad es dejarse llevar por los instintos o los impulsos del momento. Y estar prevenidos en el examen contra el demonio mudo, que muchas veces es fruto de la soberbia en forma de vergüenza, o de ignorancia culpable: mejor no mirar.

Sinceridad con los demás. Matt. 5,37. Huir del disimulo y de las medias verdades, tanto en el trabajo como en las relaciones familiares y sociales. Luchar contra el afán de aparentar. Sobre todo cuando se trata de manifestar la fe ante los demás hombres, de dar testimonio con hechos o con palabras. Tener en cuenta que se miente con la boca y con la conducta: la hipocresía, la doblez, la “buena educación” y la crítica a sus espaldas.

Te diría que un buen sistema para amar y vivir la sinceridad es la dirección espiritual. Porque en ella nos ayudan a no engañarnos y a no autocompadecernos. También aquí hemos de vencer el miedo y la vergüenza para hablar: ¡si lo que decimos en la dirección espiritual es para –si es necesario- ser perdonado, y siempre para que nos señalen el camino y encaucen nuestros esfuerzos! Hablar claro y dejarse exigir, siendo dóciles a lo que nos aconsejan, porque la sinceridad no es tal si no va acompañada de la docilidad. Y la docilidad es tratar de poner en práctica –con libertad y responsabilidad- las indicaciones que nos dan.

Vamos a encomendarnos a la Virgen, que es la Madre de la Verdad, para que nos enseñe a ser auténticos, verdaderos cristianos, amantes de la Verdad.


(II-1) Alma sacerdotal

1 Petr. 2, 5, 9. Quisiera tratar en esta meditación sobre una enseñanza de la Iglesia, relegada por muchos al olvido durante siglos, que indica nuestra situación en la Iglesia. El Bautismo nos hace partícipes del sacerdocio de Cristo: nos confiere un sacerdocio real o común –distinto esencialmente del sacerdocio ministerial, propio de los que han recibido el sacramento del Orden–, y esta realidad es lo que le gustaba llamar a San Josemaría alma sacerdotal.

El Papa Juan Pablo II lo explicaba muy bien hace unos años cuando decía:

“(La vida del Verbo encarnado) es participada por todos aquellos que, en Cristo, constituyen la Iglesia. Todos participan del sacerdocio de Cristo, y tal participación significa que ya mediante el Bautismo “del agua y del Espíritu Santo” (cfr. Ioann. III, 5) son consagrados para ofrecer sacrificios espirituales en unión con el único sacrificio de la Redención, ofrecido por Cristo mismo. Todos, como pueblo mesiánico de la Nueva Alianza, se convierten en “sacerdocio real” (cfr. I Petr. II, 9) en Jesucristo” (Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes de la Iglesia en ocasión del Jueves Santo, 12-III-1989).

Esa participación en el sacerdocio de Nuestro Señor brinda a todos los cristianos la posibilidad de ser hostia viva, santa, grata a Dios (Rom. XII, 1), y de ofrecer víctimas espirituales (I Petr, II,5) con su vida y su trabajo. Decía un autor eclesiástico de los primeros siglos:

Así pues, tú tienes un sacerdocio, porque eres de linaje sacerdotal, y por eso debes ofrecer a Dios una hostia de alabanza, de oración, de misericordia, de pureza, de justicia, de santidad” (Orígenes, In Leviticum homiliae, 9, 1).

Este sacerdocio común se ha de actualizar y llevar a su más pleno ejercicio en todas las circunstancias y momentos de nuestra existencia. San Josemaría repetía en su predicación que todos hemos de tener un alma sacerdotal, que informe nuestra vida entera como el alma informa al cuerpo. Y nos decía: FICHA 3. Tendremos, pues, alma sacerdotal en la medida que tengamos los mismos sentimientos de Cristo Jesús, como decía San Pablo a los de Filipos; y esos sentimientos eran principalmente de vibración por la salvación de todas las almas. Si los queremos tener, se requiere esfuerzo para dejarnos moldear por la gracia y –como nos decía Juan Pablo II en una de sus Encíclicas– presentar, por encima de nuestras debilidades personales, el rostro amabilísimo de Jesús.

¿Cómo puedo yo ejercitar al alma sacerdotal? Pues fundamentalmente tratando de convertir nuestra vida entera, en medio de los ocupaciones ordinarias, en una continua alabanza a Dios. En otras palabras: meter a Cristo en tu vida o, lo que es lo mismo, comportarnos como cristianos de ver-dad, lo que significa rezar, hablar, trabajar, mortificarse como lo haría Cristo, si estuviera en las diversas circunstancias en las que vosotros y yo nos encontramos.

Fijaos que Jesucristo ejercitó su sacerdocio eterno principalmente en el Sacrificio de la Cruz: en el Calvario se ofreció a Sí mismo como un acto infinito de alabanza a Dios Padre y de impetración de perdón para todos los hombres. Y esta oblación de Cristo en la Cruz se renueva cada día en la Santa Misa. Y nosotros ejercitamos nuestro sacerdocio real, en el altar que es el trabajo, la familia, la vida social: ahí es donde ponemos en ejercicio nuestra alma sacerdotal. También nos lo recordaba San Josemaría:

“Mientras desarrolláis vuestra actividad en la misma entraña de la sociedad, participando en todos los afanes nobles y en todos los trabajos rectos de los hombres, no debéis perder de vista el profundo sentido sobrenatural que tiene vuestra vida: debéis ser mediadores en Cristo Jesús, para llevar a Dios todas las cosas, y para que la gracia divina lo vivifique todo” (De nuestro Padre, Carta, 28.III.55, n. 4).

“Con esa alma sacerdotal, que pido al Señor para todos vosotros, debéis procurar que, en medio de las ocupaciones ordinarias, vuestra vida entera se convierta en una continua alabanza a Dios: oración y reparación constantes, petición y sacrificio por todos los hombres. Y todo esto, en íntima y asidua unión con Cristo Jesús, en el Santo Sacrificio del Altar” (De nuestro Padre).

Poner en ejercicio el alma sacerdotal consiste en vi-vir –cada uno en su estado– las virtudes sacerdotales, las que caracterizan la vida de Cristo Sumo y Eterno Sacerdote. La principal misión de Jesucristo fue la de reparar la enormidad del pecado. Y nosotros hemos de vivir la virtud de la reparación por nuestros pecados y por los pecados de todos los hombres. ¿Te das cuenta ahora el valor enorme que tiene el Sacramento de la Confesión, al que vamos con la intención de desagraviar a través de la humillación que supone confesar los propios pecados? ¿No te animas a acercar a tus amigas, familiares y conocidas a este sacramento? Es una manera imponente de reparar...

Camino, 269. Y en la Bendición: desagraviar por las blasfemias... Y luego está la mortificación y la penitencia en cosas pequeñas: pequeños vencimientos de la pereza, del mal carácter, de los enfados, de las manías...

Otra virtud sacerdotal es la de no decir nunca ¡basta! Aprender a excederse en el sacrificio: Cristo llegó hasta la muerte y muerte de Cruz. Aprender a trabajar cansados, volver a empezar con nuevos bríos: ¡no recusar el trabajo!

Y luego está dar doctrina: hacer apostolado, acercar las almas a Dios. Enseñar a la gente a conocer a Jesucristo. Jesús decía en su oración a su Padre Dios: “La vida eterna consiste en que te conozcan a Ti y al que Tú has enviado”. Nuestra alma sacerdotal –participación del sacerdocio de Cristo– consiste en eso: en que la gente que tienes a tu alrededor conozcan a Dios y a su Hijo Jesucristo.

Hacer de nuestro día una ofrenda. Ofrecer el trabajo y todo lo que lleva consigo. Hacerlo al punto de la mañana, cuando nos levantamos, reiterarlo en el Ofertorio de la Santa Misa y luego muchas veces cuando comenzamos un trabajo o cuando lo terminamos. En definitiva, siempre como cristianos corrientes en medio del mundo –sin hacer cosas raras, porque en eso no consiste la santidad–, ser mediadores en Cristo Jesús, para llevar a Dios todas las cosas y para que la gracia divina lo vivifique todo. Es decir, hacer presente a Dios en todos los ambientes.

Acudimos a la Virgen, Madre de Cristo, Sacerdote Eterno. Ella supo estar al pie de la Cruz, plenamente identificada con su Hijo. Le pedimos que nosotros sepamos también participar del sacrificio de Cristo ejercitando, en medio de los quehaceres ordinarios, nuestra alma sacerdotal, es decir, el sacerdocio común o real, propio de todos los cristianos.


(II-2) Santa Misa

El tema de esta meditación del retiro mensual es la Santa Misa. Y comenzamos –porque es de bien nacidos ser agradecidos- elevando nuestro corazón con una profunda acción de gracias a la Trinidad Beatísima por el gran don que ha otorgado al hombre: que la Segunda Persona de la Trinidad, el Hijo, se hiciera hombre para llevar a cabo la Redención y darnos la posibilidad de volver a ser hijos de Dios.

El eje de la Redención es el Sacrificio de la Cruz. Jesucristo no es sólo un modelo insigne de virtudes: Jesucristo es el Redentor, el Salvador, que nos redimió muriendo en la Cruz. Por eso, el sacrificio del Calvario tiene una importancia capital. En el Calvario, Cristo se ofreció al Padre en sacrificio redentor de alabanza, acción de gracias, expiación y propiciación por nosotros. Y este Sacrificio –el de un hombre que era Dios- fue el único aceptable para condonar la deuda –en cierto modo infinita- que el hombre había contraído con Dios por su pecado. Si Cristo no hubiera muerto en la Cruz y resucitado, nosotros seguiríamos en nuestros pecados, no tendríamos posibilidad de salvación ni de ser felices en la tierra ni, después de nuestra muerte, en el Cielo.

La Santa Misa es el memorial de la Muerte y Resurrección de Jesucristo. Es el memorial, no sólo la memoria, como el recuerdo de algo que pasó hace 20 siglos; la palabra memorial significa que el Sacrificio del Calvario se hace presente en la Misa: es decir, la Santa Misa es el mismo sacrificio de la Cruz, que se renueva (se vuelve a efectuar) sobre el altar, esta vez de forma incruenta, entre otras razones porque el cuerpo de Cristo que se hace presente sobre el altar es su cuerpo glorioso, que está en el Cielo y que ya no puede morir ni sufrir.

En la Misa, Cristo se vuelve a ofrecer a Dios Padre en oblación por nosotros. Así lo comentaba el Beato Josemaría en Forja, 831. Jesucristo vuelve a ofrecer su cuerpo y derramar su sangre redentora con los mismos fines que tuvo en la Cruz. El sacerdote principal, pues, de la Santa Misa es Cristo: el sacerdote que celebra –sean quien sea- en la Misa es ipse Christus, el mismo Cristo, al que presta su voz y sus manos.

Y en la Misa, la ofrenda es la misma que en la Cruz: es el cuerpo y la sangre de Jesucristo, el hijo de María, en que se convierten -por la acción del Espíritu Santo- el pan y el vino que sirven como materia del Sacrificio. Así lo hizo el mismo Cristo en la Última Cena (Luc. 22, 19-20): Esto es mi Cuerpo... Haced esto en memoria mía. Por eso, la Santa Misa tiene el mismo valor que el sacrificio del Calvario: tiene un valor infinito, porque es una acción de Cristo, el Hijo de Dios, y en el que interviene la Trinidad Beatísima.

Tenemos que darnos cuenta de lo que significa la Misa para un cristiano. Esta es la razón por la que tanta gente no le da importancia que tiene ni la valora lo suficiente para participar en ella –no digamos los domingos y días de precepto- cada día. Así lo comentaba San Josemaría:

No descubro nada nuevo si digo que algunos cristianos tienen una visión muy pobre de la Santa Misa, que para otros es un mero rito exterior, cuando no un convencionalismo social. Y es que nuestros corazones, mezquinos, son capaces de vivir rutinariamente la mayor donación de Dios a los hombres. En la Misa, (...), interviene de modo especial (...) la Trinidad Santísima. Corresponder a tanto amor exige de nosotros una total entrega, del cuerpo y del alma: oímos a Dios, le hablamos, lo vemos, lo gustamos” (Es Cristo que pasa, n. 87).

Por las razones que antes he comentado se entiende que la Santa Misa sea el centro y la raíz de la vida cristiana. Como dice Santo Tomás de Aquino, es el fin de todos los sacramentos. Sin la Misa, se hunde toda la vida cristiana: si no hay Misa, no puede haber ni sacerdotes, ni comunión, ni sagrarios, ni viáticos... ¿Y qué sería de nosotros, si faltara la Santa Misa? ¿Cómo podríamos ofrecer a Dios nuestras pobres ofrendas, que son insignificantes y además ¡tantas veces! defectuosas y con poca rectitud de intención? La respuesta nos la da San Josemaría:

Quizá, a veces, nos hemos preguntado cómo podemos corresponder a tanto amor de Dios; quizá hemos deseado ver expuesto claramente un programa de vida cristiana. La solución es fácil, y está al alcance de todos los fieles: participar amorosamente en la Santa Misa, aprender a tratar a Dios, porque en este Sacrificio se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros” (Es Cristo que pasa, n. 88).

Os animo a que, con un poco de espíritu de sacrificio, participéis –siempre que os sea posible- en la Santa Misa, porque en ella nos unimos a Cristo, Sacerdote y Víctima, y nos ofrecemos con Él a Dios Padre por el Espíritu Santo. Participamos en su obra redentora y nuestra vida –nuestros esfuerzos, nuestros sacrificios, nuestro trabajo- cobra valor de corredención, de eternidad. Eso es lo que significan las gotas de agua que se echan en el vino en la presentación de la ofrendas.

Sigue diciendo San Josemaría:

Vivir la Santa Misa es permanecer en oración continua; convencernos de que, para cada uno de nosotros, éste es un encuentro personal con Dios: adoramos, alabamos, pedimos, damos gracias, reparamos por nuestros pecados, nos purificamos, nos sentimos una sola cosa en Cristo con todos los cristianos” (Es Cristo que pasa, n. 88).

En la Misa, tenemos los mismos fines que Jesucristo en la Cruz: alabar, dar gracias, pedir y reparar por nuestros pecados. Por eso la Misa es –deber ser- el centro de nuestro día: en la Misa ofrecemos el trabajo, la caridad, los sustos, las penas, los pequeños sacrificios y renuncias, de tal manera que así convertimos toda nuestra jornada en una Misa.

Participar en la Santa Misa, pues, de un modo piadoso, activo, consciente, sin prisas, con puntualidad, preparándonos bien, y viviendo las diversas partes de la Misa. Luchar contra la rutina, la desatención, la pereza, las distracciones. Fíjate lo que decía el Cura de Ars:

¡Cuántas almas saldrían del pecado, si tuviesen la suerte de oir la Santa Misa en buenas disposiciones! No os extrañe, pues, que el demonio procure en ese tiempo sugerirnos tantos pensamientos ajenos a la devoción” (Santo Cura de Ars, Sermón sobre la Santa Misa).

Te animo a que leas algún libro o folleto sobre la Santa Misa, para aprender a seguir el desarrollo de sus ceremonias litúrgicas. Hay muchos y muy buenos... y muy baratos.

Se trata en definitiva de persuadirse de que la Misa es fuente de vida sobrenatural, de que todo lo que hacemos –incluso la oración- alcanza su valor sobrenatural, nos sirve para vivificar nuestra vida cristiana, en la medida en que esté unido al Sacrificio de Cristo en la Cruz, que se renueva cada día en la Santa Misa.

Y en la Santa Misa –como en el Calvario- está presente la Virgen, de modo inefable, pero presente. La Iglesia la invoca en todas las Plegarias Eucarísticas, como la Madre de Dios, del Hijo –su Hijo- que se vuelve a ofrecer a Dios Padre. Nos resultará más fácil participar en la Misa si acudimos a Ella para que ponga en nuestra almas unas buenas disposiciones interiores.


(II-3) Unidad de Vida

Hay una palabras del Señor que recoge San Marcos (Marc. 2, 22) que nos pueden servir como punto de partida en esta meditación: Tampoco echa nadie vino nuevo en odres viejos, porque entonces el vino hace reventar los odres, y se pierden el vino y los odres. Para vino nuevo, odres nuevos.

Estas palabras de Jesús significan que para vivir la vida cristiana, es decir, para que podamos guardar en nosotros el vino nuevo, que es la doctrina de Jesucristo (la Buena Nueva), es necesario que el recipiente (nosotros mismos) también nos renovemos; que, como decía San Pablo, dejemos de vivir según el hombre viejo, que tira de nosotros hacia abajo, dejándonos llevar por nuestras pasiones, por la pereza, la comodidad, el orgullo y la atracción de las cosas materiales (el lujo, lo supérfluo, etc.).

Sería una contradicción pretender seguir a Jesucristo queriendo, al mismo tiempo, seguirnos a nosotros mismos, a nuestros caprichos, a nuestra comodidad. Eso es lo que los autores espirituales denominan como tibieza. Tratar de hacer compatible el amor a Dios con el amor a nosotros mismos; considerar a Dios como una cosa más de entre las muchas que ocupan el corazón y la cabeza: funcionar en zona de mínimos: si queda tiempo y ganas, entonces se le dedica algo al Señor.

Ante esta actitud, resuenan las palabras del profeta Elías dirigidas al pueblo de Israel: ¿hasta cuándo vais a cojear de los dos pies? Si seguís a Baal, seguidle del todo; si a Dios, servidle por entero (1 Reg. 18, 21). Hoy en día, estas palabras tienen una gran actualidad. El Papa, al proclamar el año 2000 como Año Jubilar pretende precisamente esto: que los cristianos vivamos la unidad de vida, la autenticidad de nuestra vida cristiana, en todas sus dimensiones (familiar, social, profesional, etc.). Comentando el pasaje del Evangelio sobre la cuestión que le plantearon a Jesús sobre el tributo al César, dice San Josemaría:

También aquí se manifiesta esa unidad de vida que –no me cansaré de repetirlo- es una condición esencial, para los que intentan santificarse en medio de las circunstancias ordinarias de su trabajo, de sus relaciones familiares y sociales. Jesús no admite esa división: ninguno puede servir a dos señores, porque o tendrá aversión al uno y amor al otro, o si se sujeta al primero, mirará con desdén al segundo (Matt. 6, 24). La elección exclusiva que de Dios hace un cristiano, cuando responde con plenitud a su llamada, le empuja a dirigir todo al Señor y, al mismo tiempo, a dar también al prójimo todo lo que le corresponde” (Amigos de Dios, 165).

Por desgracia, esta es la postura de muchos que se dicen cristianos: viven una religiosidad externa, hecha de sentimientos y de buenas disposiciones ante la doctrina y moral de Jesucristo, pero luego tanto la moral como la doctrina no influyen, o influyen muy poco, en su vida corriente.

Me produce una fuerte impresión la queja del Señor que recoge San Lucas en su Evangelio (Luc. 6, 46 ss.): ¿Por qué me llamáis “Señor, Señor”, y no hacéis lo que digo? Y esto se lo decía a unas gentes que le seguían y le escuchaban y se admiraban de su doctrina. Os invito a que hagáis examen para ver si vuestra vida –vuestra conducta- puede ser objeto de este reproche de Cristo. Porque no quisiera que os pasase lo que a tanta gente: que oyen la Palabra de Dios, incluso con agrado, pero luego no la ponen en práctica y, claro, les pasa lo que al hombre que –siguiendo el relato evangélico- edificó su casa sobre arena: que cuando llegó la inundación, se derrumbó.

Me viene a la cabeza el entusiasmo con que tantos católicos reciben las enseñanzas del Papa y se admiran de su entrega a su misión. Por ejemplo ahora, tomando ocasión del Jubileo del año 2000, Juan Pablo II invita a todos los católicos a la conversión a través del sacramento de la Confesión. No es nueva esta invitación: la viene haciendo desde el primer día de su Pontificado. ¿Cuántos y cuántas se confiesan? ¿Te confiesas tú? ¿Llevas a tus amigas a confesar? Hermanas mías, como decía el Beato Josemaría después de una reunión con miles de personas: si lo que he dicho sirve para que una persona se confiese, no habré perdido el tiempo. Me permitiréis que haga mías esas palabras.

La unidad de vida que se pide al cristiano es que ponga en práctica su fe. Que no haya como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social; que no podemos ser como esquizofrénicos (cfr. Conversaciones, 114). No se puede tampoco buscar una mera “compatibilidad” entre la doctrina y la conducta: poner dos medidas en la moral, contemporizar con las exigencias del respeto humano o, en definitiva, no llevar nuestra fe hasta sus últimas consecuencias.

Conseguir esta unidad de vida es tarea para toda la vida. Hemos de hacer del trabajo, del apostolado y de la oración, una sola cosa, de forma que nuestra vida entera sea oración, sacrificio y servicio, con un trato filial con Dios que lo penetre y presida todo. El medio para lograrlo es crecer en el amor a Dios, acercándonos a Él a través de los sacramentos (la Confesión y la Eucaristía) y de la oración. Si acudimos a las fuentes de la gracia que son los sacramentos y nuestra oración es sincera (aunque nos parezca que no sabemos hacerla), entonces tendremos la claridad de conciencia y la fortaleza necesaria para ser coherentes con nuestra fe en nuestra vida familiar, profesional y social.

Por eso, la unidad de vida nos lleva a alimentar nuestra oración con las incidencias de la labor diaria y, al mismo tiempo y como consecuencia, ofrecer a Dios todo lo que hacemos, sin separar el trabajo de la oración, ni el trato con Dios con el apostolado, con dar testimonio –con la conducta y con la palabra- de nuestra fe.

Y para eso está el plan de vida. Son esas prácticas de piedad, repartidas a lo largo de la jornada, y que son encuentros personales con Dios, que nos hacen vivir la vida cristiana, es decir, la vida de Cristo en nuestra propia vida. Así lo aconsejaba San Josemaría:

“Procura atenerte a un plan de vida, con constancia: unos minutos de oración mental; la asistencia a la Santa Misa –diaria, si te es posible- y la Comunión frecuente; acudir regularmente al Santo Sacramento del Perdón –aunque tu conciencia no te acuse de falta mortal-; la visita a Jesús en el Sagrario; el rezo y la contemplación de los misterios del Santo Rosario, y tantas prácticas estupendas que tú conoces o puedes aprender.

No han de convertirse en normas rígidas, como compartimentos estancos: señalan un itinerario flexible, aco-modado a tu condición de hombre que vive en medio de la calle (...). Tu plan de vida ha de ser como ese guante de goma que se adapta con perfección a la mano que lo usa” (Amigos de Dios, 149).

Vamos a acudir a la Santísima Virgen, para que nos enseñe a vivir una vida coherente, de modo que, como Ella, seamos personas corrientes, con una vida corriente, pero, al mismo tiempo, con una vida presidida por la fe y el amor a Cristo.


(III-1) Contrición y confesión sacramental

Convertimini ad me in toto corde vestro. Convertíos a Mí con todo vuestro corazón. Con estas palabras de Dios dirigidas a los hombres nos invita la Iglesia a recorrer este tiempo litúrgico de Cuaresma. Y así comenzamos nosotros este retiro espiritual teniendo bien presente el sentido de estos cuarenta días de preparación para la celebración de los misterios pascuales de la Muerte y Resurrección de Jesucristo.

En el Evangelio se nos recuerdan los cuarenta días que Cristo, antes de comenzar su vida pública, pasó en el desierto, en donde fue tentado por el maligno. Jesucristo coepit facere et docere, comenzó primero a hacer y luego a enseñar. Y pasó cuarenta días de ayuno y penitencia como para avalar su predicación sobre la necesidad de convertirse y de hacer penitencia (Matt. 4, 17). También Juan el Bautista comenzó su predicación con palabras similares (Matt. 3, 1).

La Cuaresma debe ser para nosotros un tiempo de arrepentimiento y de penitencia. Pero la penitencia es fruto de la conversión, es decir, de darnos cuenta de nuestros pecados, de nuestras infidelidades para con Dios, de nuestra poltronería y de nuestra pereza para las cosas de Dios, y decidirnos a cambiar. San Pablo, en II Cor, 6, 1-3, nos apremia a que no desaprovechemos la gracia de Dios. La gracia que sana, que borra los pecados y que da fuerza para vivir la vida cristiana, la vida de Cristo. Y San Josemaría comentaba:

“Porque la gracia divina podrá llenar nuestras almas en esta Cuaresma, siempre que no cerremos las puertas del corazón. Hemos de tener esas buenas disposiciones, el deseo de transformarnos de verdad, de no jugar con la gracia del Señor. (...)

No podemos considerar esta Cuaresma como una época más, repetición cíclica del tiempo litúrgico. Este momento es único: es una ayuda divina que hay que acoger. Jesús pasa a nuestro lado y espera de nosotros –hoy, ahora- una gran mudanza” (Es Cristo que pasa, 59).

Se da, además, la circunstancia de que estamos recorriendo el Año Jubilar en el que el Papa nos convoca a volver a la casa del Padre por la contrición y el arrepentimiento de nuestros pecados. Como veis, no faltan razones ni motivos para que tú y yo nos decidamos de nuevo a convertirnos, para que se realice en nosotros una mejora de nuestra vida de cristianos.

Convertirnos: ¿de qué tenemos que convertirnos? La respuesta es sencilla: hemos de convertirnos de nuestros pecados. El pecado es misterio de iniquidad, es la triste realidad que rompe el vínculo sobrenatural que nos une a Dios. No olvidemos que Cristo sufrió la Pasión por nuestros pecados. La realidad del pecado –no sólo en abstracto, también nuestros pecados- es la causa del desorden y de la infidelidad en el mundo y en nuestra vida. La raíz del mal que existe en el mundo –y en nuestra vida- está en el apartamiento de Dios. Por eso no podemos perder el sentido del pecado: hemos de reconocer sin excusas la realidad de nuestros propios pecados, porque este reconocimiento es el punto de partida para el arrepentimiento y la contrición. La virtud de la penitencia consiste fundamentalmente en la detestación de los pecados en cuanto son ofensa a Dios, con propósito de no volver a cometerlos. Es por eso por lo que la contrición es condición imprescindible para alcanzar la misericordia y progresar en la vida cristiana. En uno de los Salmos nos dirigimos a Dios pidiendo perdón y recordándole: cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies!

De lo que se trata, pues, es de volver, de recuperar esa confianza en Dios; en ver a Dios como un Dios capaz de perdonar y que está deseando perdonar. Dios quiere tener amigos y no enemigos. Eso lo conseguimos con la contrición, que es dolor de amor. Si tenemos caídas, no hemos de desalentarnos: hemos de reaccionar enseguida con humildad y con la contrición. Y así acudiremos con las debidas condiciones al sacramento de la Confesión –individual, auricular y secreta-, que es el modo ordinario que Dios ha instituido para el perdón de nuestros pecados.

Tengo aquí unas palabras del Papa Juan Pablo II sobre la Confesión que son muy alentadoras:

“No hablan de la severidad de Dios los confesonarios esparcidos por el mundo, en los cuales los hombres manifiestan los propios pecados, sino más bien de su bondad misericordiosa. Y cuantos se acercan al confesonario, a veces después de muchos años y con el peso de pecados graves, en el momento de alejarse de él, encuentran el alivio deseado; encuentran la alegría y la serenidad de la conciencia, que fuera de la confesión no podrán encontrar en otra parte. Efectivamente, nadie tiene el poder de librarnos de nuestros pecados, sino sólo Dios. Y el hombre que consigue esta remisión recibe la gracia de una vida nueva del espíritu que sólo Dios puede concederle en su infinita bondad. Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo salva de sus angustias (Salmo 33, 7)” (Juan Pablo II, Homilía, 16.III.80).

El retorno a la amistad con Dios, rota por el pecado, es la raíz de la verdadera y más profunda alegría, que tantos hombres y mujeres buscan afanosamente sin encontrarla. Dios quiere nuestra felicidad y nos la ofrece con el perdón y con su gracia. Cristo en la tierra –el Papa- nos está insistiendo en este Año Jubilar en que Dios es rico en misericordia y proclive al perdón.

Por eso, os invito a que preparemos muy bien este encuentro con nuestro Padre Dios que es la Confesión. Cuidaremos los actos del penitente: haremos el examen de modo profundo, yendo a la raíz –es decir, a las disposiciones habituales que encontramos en nuestra alma- especialmente si sólo nos acusamos de pecados veniales. Y luego cuidaremos el dolor sincero de cada uno de los pecados. Es muy importante la sinceridad para abrir el alma y dejarnos exigir. PEDIR AYUDA AL CONFESOR para hacer una Confesión concisa, concreta, clara y completa. Tanto si hay mucho que confesar como si hay menos. Y haremos también propósitos concretos de enmienda: puntos en los que vamos a luchar, ahora con la ayuda de Dios a través de la gracia sacramental. Y cumplir la penitencia con espíritu de reparación: además de la que nos imponga el sacerdote –que será pequeña-, añadir alguna por nuestra cuenta: una mortificación, una oración vocal...

Y en este tiempo –la Cuaresma y el Año Jubilar- aprovechar para realizar un apostolado de la Confesión, como hicieron los amigos del paralítico (cfr. Marc. 2,1 ss): acercar a las almas al confesonario; no dejarse llevar por falsas prudencias o por los respetos humanos. La Confesión es punto de partida para todo apostolado.

Acudimos a la Virgen, Refugium peccatorum. Encomendarnos a Ella para que nos lleve a su Hijo y seamos capaces de llevarle a mucha gente para que vuelvan a ser amigos de Dios.


(III-2) Mortificación

Matt. 16, 21-26. Escándalo de los Apóstoles ante el anuncio del Señor de que tenía que sufrir mucho y que iba a ser entregado a la muerte. Incluso San Pedro se toma la libertad de tomar a Jesús aparte y reconvenirle, y mereció la repulsa del Señor ¡Apártate de mí, Satanás! Los apóstoles habían asistido a los milagros de Jesús, recibieron en su momento poder sobre los demonios (¡incluso los demonios se sometían en tu nombre!), pero no entienden la necesidad del sufrimiento, de la renuncia, de la abnegación.

Igual pasa ahora en tantas almas que se dicen cristianas. Su vida está hecha de sentimientos (quieren la paz, les fascina el amor de Jesucristo a los hombres, quieren ser buenos...), pero no entienden que para vivir la vida cristiana sea necesario el esfuerzo, la renuncia, el dolor, el sufrimiento... Todas estas cosas les parecen propias de un ambiente medieval, con prácticas oscurantistas, tristes, afortunadamente ya superadas.

Pero no se dan cuenta de que Jesús es muy claro. Cuando –después de haber resucitado- se hizo el encontradizo con aquellos dos discípulos que iban a Emaús, tristes y desanimados porque no entendían la muerte de Cristo en la Cruz, Jesús les increpa: ¡Necios y torpes de corazón para creer...! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria? También en el pasaje que ahora comentamos, Jesús se dirige a sus discípulos y les dice: Si alguno quiere venir en pos de Mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga.

Vivir en cristiano es seguir a Cristo, pisar donde Él pisó, y sus huellas conducen al Calvario. Jesucristo nos redimió por medio de la Cruz y todo el que quiera imitarle e identificarse con Él ha de recorrer el mismo camino. La fe nos dice que hemos sido comprados a un gran precio, y este precio ha sido la sangre de Cristo derramada en la Cruz. Esta misma fe nos dice que, si queremos seguir a Cristo, no podemos llevar una vida egoísta, aburguesada, cómoda, disipada.

“Es necesario que te decidas voluntariamente a cargar con la cruz. Si no, dirás con la lengua que imitas a Cristo, pero tus hechos lo desmentirán; así no lograrás tratar con intimidad al Maestro, ni lo amarás de veras. Urge que los cristianos nos convenzamos bien de esta realidad: no marchamos cerca del Señor, cuando no sabemos privarnos espontáneamente de tantas cosas que reclaman el capricho, la vanidad, el regalo, el interés... No debe pasar una jornada sin que la hayas condimentado con la gracia y la sal de la mortificación. Y desecha esa idea de que estás, entonces, reducido a ser un desgraciado. Pobre felicidad será la tuya, si no aprendes a vencerte a ti mismo, si te dejas aplastar y dominar por tus pasiones y veleidades, en vez de tomar tu cruz gallardamente” (Amigos de Dios, n. 129).

Hay otras palabras de Jesús que nos hablan también de esta necesidad de la mortificación. Las recoge San Juan en su evangelio (Ioann. 12, 24): Si el grano de trigo no muere... Para dar fruto –fruto de santidad, de vida cristiana, de apostolado- hemos de morir a nosotros mismos, para que Jesús viva en nosotros. Y para que esto suceda, hemos de luchar contra todo lo que nos aparta de Dios, hemos de quitar los obstáculos que nos impiden que Cristo viva en nosotros o, dicho de otra manera, que vivamos la vida cristiana, la vida de Cristo.

La mortificación va encaminada a varias cosas. La primera es facilitar la acción del Espíritu Santo en nuestra alma y así podamos vivir la vida cristiana de verdad. Y esto exige limpiar el alma, quitar los obstáculos: la pereza, que paraliza (no tengo ganas, no me apetece, mañana lo haré...); la sensualidad (la comodidad, el afán de placer...); la soberbia (yo, yo, sobre todos y sobre todas las cosas...), y todas las malas inclinaciones, que todos tenemos.

Recuerdas las palabras de Job: Militia est vita hóminis super terram... Es necesario luchar, porque sin lucha se va al derrumbadero. También Jesús lo dijo: El Reino de Dios lo alcanzan los que se hacen violencia. Y esto cada día, en las circunstancias ordinarias, en la vida corriente, sin espectáculo. Camino, 204. Esta es la Cruz que Jesús nos pide que tomemos cada día. Nos pide que nos venzamos en cosas pequeñas, que enrecian el alma y la disponen a llevar la Cruz con garbo.

Hemos de pedir al Señor que nos conceda un verdadero espíritu de mortificación, que nos ayude a vencer el miedo al dolor (como el que tenían los discípulos), y a la autocompasión. Hemos de pedirle también que nos enseñe a descubrir la Cruz de Jesucristo en las dificultades y contradicciones de la vida ordinaria. Y aquí hemos de señalar otro de los objetivos de la mortificación: ser corredentores con Cristo. Aunque la Redención ya ha sido realizada por Cristo, es necesaria nuestra cooperación para que sea eficaz en nosotros y en los demás. Es necesaria para expiar por nuestros pecados, y para desagraviar por los pecados de todo el mundo. Este es el sentido positivo que hemos de dar a nuestros sacrificios, al dolor, al sufrimiento. Por eso, la mortificación ha de ser alegre (cuando ayunes, lava tu cara...) y discreta (no lo vayas pregonando por las esquinas...).

Mortificación interior. Camino, 173. Tratar con la máxima caridad a los otros, a los tuyos. Es sonreir cuando se está molesto, es dominar los nervios para no herir, es no juzgar, es saber aguantar con elegancia; es no hacerse la víctima; es saber escuchar o “perder el tiempo” ayudando a los demás. Pero también el Beato Josemaría nos avisa: Camino, 181.

Mortificación de los sentidos. Porque también el cuerpo ha de dar gloria a Dios. Porque también Jesucristo sufrió en su cuerpo el hambre, la sed, los golpes, la corona de espinas, los clavos en la Cruz. Y nosotros no podemos –no queremos- ser esclavos de los apetitos; hemos de vivir la sobriedad (en el comer, en el beber, en el gastar); hemos de luchar –y ofrecer- pequeñas renuncias a la comodidad; hemos de guardar la vista (por la calle, TV, etc.), la revista (lecturas frívolas o insustanciales), y la entrevista (conversaciones, chismorreo, etc.).

Y, por último, te voy a decir el orden de la mortificación: Primero, las mortificaciones pasivas: los achaques, la enfermedad, las contrariedades de cada día: son como los golpes que da el artista...; luego, el cumplimiento acabado del deber: los minutos heroicos a lo largo del día, el plan de vida, la puntualidad e intensidad en el trabajo (aunque no se tenga ganas); y, en tercer lugar, el servicio a los demás: sin que se den cuenta (ya lo ve Dios) y sin esperar agradecimiento (ya recibieron su recompensa).

La Santísima Virgen es Maestra del sacrificio escondido y silencioso. Por eso sabe estar junto a la Cruz, llena de fortaleza. Que le pidamos –tú y yo- que también sepamos ayudar a su Hijo a llevar la Cruz –la nuestra de cada día- y a morir a nosotros mismos por amor a Jesucristo.


(III-3) Santidad personal

Hay varios textos de la Sagrada Escritura que nos señalan repetidamente lo que Dios quiere de nosotros. En el evangelio según San Mateo, el Señor, dirigiéndose a una mu-chedumbre que le escuchaba y que estaba compuesta por per-sonas corrientes y de todas clases sociales: madres de familia, pescadores, agricultores, doctores de la Ley, etc., les di-ce: Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto (Matt. 5, 48); y San Pablo insiste: Esta es la voluntad de Dios, que seáis santos (I Thes. 4, 3); y en Eph. 1, 4 nos vuelve a repetir: Él mismo (Cristo) nos escogió antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia por la caridad.

De aquí podemos deducir, en primer lugar, que Dios tiene un plan para cada hombre, para cada uno de nosotros. Un plan en el que, contando con nuestra colaboración, va disponiendo los sucesos y las circunstancias a lo largo de nuestra vida para que se cumpla ese querer suyo. Y ése es el querer de Dios: que seamos santos, no sólo “buenas personas”, sino que nos quiere santos de verdad, como decía el Beato Josemaría: santos de altar, canonizables. Porque hemos de tener bien claro que no existe una santidad “de segunda categoría”, que consista en algo así como en una especie de “cumplimiento” de una serie de prácticas de piedad y unos “buenos sentimientos” que son compatibles con la mediocridad y el aburguesamiento de una persona cómodamente instalada.

El cristiano –tú y yo– hemos de secundar este querer de Dios y aspirar a la santidad, a una santidad que es la plenitud de la vida cristiana y la perfección de la caridad. Hemos de ser hombres y mujeres de deseos, hemos de ser ambiciosos de verdad. Hemos de darnos cuenta de que si no lo-gramos este objetivo, hemos fracasado; es decir, no llegaremos al Cielo –al que estamos destinados–, porque en el Cielo sólo entran los santos. No tiene, por tanto, que asustarnos la idea de que hemos de ser santos. Así lo explicaba el Beato Josemaría:

“La meta (la santidad) que os propongo –mejor, la que nos señala Dios a todos– no es un espejismo o un ideal inalcanzable: podría relataros tantos ejemplos concretos de mujeres y hombres de la calle, como vosotros y como yo, que han encontrado a Jesús que pasa quasi in occulto por las encrucijadas aparentemente más vulgares, y se han decidido a seguirle, abrazado con amor a la cruz de cada día” (Amigos de Dios, n. 4).

Dentro de unos días celebraremos al festividad de San José. Nos parece un gran santo –y lo es en verdad, porque es la criatura que más trató y amó al Hijo de Dios y a la Virgen–, pero no podemos prescindir de que San José era el faber, el artesano, y que llevó una vida escondida y silenciosa con un trabajo de muy poca relevancia y en una aldea perdida de Palestina. Sin embargo, no nos dicen los Evangelios que hiciera cosas extraordinarias o espectaculares, sino que era un israelita piadoso que cumplía la Ley de Moisés, pero trató de cumplir con prontitud y generosidad la voluntad que Dios le iba haciendo saber sobre María y el Niño. Solamente hemos conocido su gran santidad después: mientras vivió era un hombre corriente, que pasó inadvertido como uno más entre los demás hombres de su pueblo. Vivió una vida llena de un trabajo corriente, con preocupación por sacar adelante a su familia, como tantos hombres de su entorno, como cada uno de los fieles cristianos de nuestra época, como tú y como yo.

Pero San José –como la Virgen– fue buena tierra en la que germinó y dio fruto la semilla de la palabra de Dios. Ya conoces la parábola del sembrador (Marc. 4, 3 y ss): Se-ñala aquí el Señor diversas disposiciones ante la gracia de Dios: el camino (dureza del corazón producido por el pecado), el pedregal (la inconstancia, debida a la pereza), las espinas (el aburguesamiento, la tibieza, el querer “pasarlo bien” a toda costa), y la buena tierra (corazón generoso y bueno) que da fruto por la perseverancia en la lucha. Te invito a que consideres en tu oración personal y en tu examen qué clase de tierra eres y cómo acoges esa palabra de Dios que nos invita a ser santos como vuestro Padre celestial es santo.

Te recuerdo que esta llamada a la santidad es universal, se dirige a todos. Esta fue la predicación constante del Beato Josemaría desde 1928 y fue recogida solemnemente por la Iglesia en el Concilio Vaticano II, en los años 60. Aun-que tenemos muchos defectos y nos moriremos con ellos, hemos de aspirar a ser santos, porque la santidad no consiste en no tener defectos (algo así como tener una hoja de servicios inmaculada) sino en luchar hasta el final contra ellos, sin pactar con la mediocridad y el aburguesamiento; es más, te diría que esa lucha constante y decidida contra esos defectos es el medio del que Dios se sirve para santificarnos.

La vida cristiana, la santidad es una exigencia divina creciente. Esa constancia en la lucha exige metas progresivas y concretas. Si queremos llegar a la santidad –meta bien alta– hemos de poner la escalera de la lucha, y subirla peldaño a peldaño. Y para esto hace falta mucha humildad, que es la virtud básica. Y luego necesitamos la gracia (que nos viene a través de los sacramentos) y nuestro esfuerzo continuado y perseverante. La santidad –como decía el Beato Josemaría– consiste en comenzar y recomenzar. Así que anímate.

Dios pide y, al que le da, le pide más. La generosidad de Dios se corresponde a la generosidad nuestra. Dios es un gran pagador. Vale la pena tomarse en serio la vida cara a Cristo, cara al Amor de Dios. Vale la pena luchar, poner los medios para superar las pasiones, limpiar el campo de piedras y de espinas: luchar contra la pereza, la desidia, el barro pegado a las alas.

De todas maneras, hemos de pensar que la santidad es asequible. Con la vocación a la santidad, Dios nos da los medios para conseguirla, porque como Dice San Pablo (I Thes. 5, 24): El que os llama es fiel, y por eso lo cumplirá. Dios nos da su gracia para que nos santifiquemos en las circunstancias de nuestra vida ordinaria. No olvides que la santificación es obra del Espíritu Santo: hemos de oir sus inspiraciones y seguirlas con docilidad. Y esas inspiraciones nos vienen a través de muchos caminos: en la oración personal, en los sucesos, en la lectura de un libro espiritual, en la dirección espiritual, en la conversación con una persona amiga... Y pueden consistir en deseos de ser santos, de luchar en el plan de vida, en poner los medios para mejorar nuestro carácter, nuestra generosidad con Dios y con el prójimo, en volver a empezar una vez más...

Terminamos con unas palabras de San Josemaría:

“Procuremos fomentar en el fondo del corazón un deseo ardiente, un afán grande de alcanzar la santidad, aunque nos contemplemos llenos de miserias. No os asustéis; a medida que se avanza en la vida interior, se perciben con más claridad los defectos personales... Díselo ahora, desde el fon-do de tu corazón: Señor, de verdad quiero ser santo, de verdad quiero ser un digno discípulo tuyo y seguirte sin condiciones. Y enseguida has de proponerte la intención de renovar a diario los grandes ideales que te animan en estos momentos” (Amigos de Dios, n. 20).


(IV-1) Alegría

Luc. 24, 44-47. En su primera aparición a los Apóstoles en el Cenáculo la tarde del día de su Resurrección gloriosa, Jesús les explica el sentido de la Pasión: Esto es lo que os decía... y resucitar al tercer día. Es decir, la Resurrección, la gloria de Cristo es consecuencia del dolor, del sufrimiento de todo tipo que tuvo que pasar. Los Apóstoles –con su visión humana– no habían entendido los que significaba el do-lor y el sufrimiento y por eso Jesús, al verles llenos de alegría porque le estaba viendo resucitado, hace hincapié –para que no lo olviden– en que Él no había suprimido el dolor, la in-justicia, etc. porque era necesario que el Cristo padeciese. Les hace ver que “la alegría de la Resurrección es consecuencia del dolor de la Cruz” (AmdD, 176).

El tiempo de Pascua que ahora estamos viviendo es un tiempo de alegría. La Iglesia, durante este tiempo, incorpora en la Liturgia el alleluya!, como manifestación de su gozo porque Cristo, el Señor, ha resucitado: después de la Pasión y Muerte de Jesús, viene la alegría de la Resurrección. El aparente fracaso de la Cruz cede el sitio al gozo de la Pascua: se ha producido la salvación del hombre, la Redención. Tenemos nosotros, pues, que estar alegres, porque, ade-más, la alegría es un don específicamente cristiano, que Dios quiere siempre para nosotros.

¿Pero de qué alegría se trata? No es ciertamente la alegría fisiológica, de animal sano, sino de una alegría profunda, del alma, que se manifiesta en una paz y serenidad interior producida por la seguridad de que nuestra fe es cierta, que es verdad todo lo que nos ha llegado de Jesucristo, que si seguimos sus huellas, si vivimos su vida, resucitaremos con Cristo y llegaremos al Cielo. Y todo esto porque Jesucristo ha resucitado, porque es Dios, que no puede engañarse ni engañarnos.

Al mismo tiempo, comprobamos que la alegría –esta alegría interior, consecuencia de la fe, la esperanza y el amor– es compatible con el dolor, que es donde se prueba el amor. El Beato Josemaría decía que la alegría tiene sus raíces en forma de Cruz. La vocación cristiana, efectivamente, es un camino de renuncia, de mortificación, de sacrificio, pero no es camino triste, apocado. El cristiano sabe –por la fe en Cristo muerto y resucitado– que en esta renuncia, en esta lucha, es en donde encontrará verdaderamente la alegría y la paz.

Nada ni nadie puede quitar la alegría a un cristiano que se sabe hijo de Dios: ni las circunstancias exteriores ni las miserias personales, porque la alegría de la que venimos hablando no depende de las circunstancias. Dice San Josemaría:

“La alegría es un bien cristiano. Únicamente se ocul-ta con la ofensa a Dios: porque el pecado es producto del egoísmo, y el egoísmo es causa de la tristeza. Aún entonces, esa alegría permanece en el rescoldo del alma, porque nos consta que Dios y su Madre no se olvidan nunca de los hombres. Si nos arrepentimos, si brota de nuestro corazón un acto de dolor, si nos purificamos en el santo sacramento de la Pe-nitencia, Dios sale a nuestro encuentro y nos perdona; y ya no hay tristeza: es muy justo regocijarse porque tu hermano había muerto y ha resucitado; estaba perdido y ha sido hallado (Es Cristo que pasa, 178).

Esas palabras recogen el final maravilloso de la parábola del hijo pródigo, que nunca nos cansaremos de meditar.

Pero para vivir la alegría no basta considerarla como un don de Dios y pensar que hemos de estar alegres porque somos hijos de Dios y Cristo ha resucitado. Nosotros –cada uno y cada una– hemos de poner los medios para no perderla y para progresar en ella. Y uno de los medios fundamentales es la lucha interior, esa pelea diaria contra lo que nos aparta de Dios y de los demás: el egoísmo, la soberbia, la pereza, etc. Hemos de luchar y, además, con alegría. Y luchar no co-mo Don Quijote contra los molinos de viento, sino en esas cosas menudas que se nos presentan cada día y en donde, si somos generosos, alcanzaremos pequeñas victorias. Así lo explicaba nuestro Padre:

“Sin lucha, no se logra la victoria; sin la victoria, no se alcanza la paz. Sin paz, la alegría humana será sólo una alegría aparente” (Es Cristo que pasa, 82).

Así que ya sabes una de las cosas que tienes que hacer para estar siempre contento: luchar contra ti mismo.

Pero la alegría se alcanza también como fruto de la generosidad con Dios y con los demás: Dios ama al que da con alegría. Además no hay otro modo de servir a Dios: Servid al Señor, con alegría. No podemos seguir al Señor entre penas y llantos, como “lamentando” continuamente lo mucho que nos cuestan las cosas que Dios nos pide. Surco, 249. A la hora del esfuerzo, de la mortificación, de la sobriedad, de la fidelidad al plan de vida, etc. no nos podemos quedar en lo que cuesta, hemos de fijarnos en lo que vale. Recuerdas la escena del joven rico: no fue generoso ante la invitación de Jesús de seguirle, y abiit tristis, se retiró entristecido: no quiso corresponder a la gracia.

Cuando se insinúe la tristeza –que es desgana, que es pereza– hemos de rechazarla enérgicamente, porque la tristeza es aliada del enemigo: predispone al mal. Por eso hemos de examinarnos para descubrir sus causas y abrir el corazón en la dirección espiritual. Y si falta la alegría, no esperar que venga sola; hay que recuperarla mediante la oración: Camino, 663.

El espíritu del Opus Dei lleva a los que participamos de él a ser sembradores de paz y de alegría: en la familia, en el ambiente de trabajo, en las relaciones sociales. Y esa alegría se manifiesta en el buen humor: No me olvides que a veces hace falta tener al lado caras sonrientes (Surco, 57). ¡Cuánto bien puedes hacer con tu sonrisa ante situaciones tensas o momentos de enfado, aunque en ocasiones te cueste una barbaridad!

Terminamos con un punto de Surco, 95.


(IV-2) Humanidad Santísima de Jesucristo

Ioan. 14, 5 ss. Para ir a Dios, para vivir la vida cristiana, el camino es Jesucristo. Uno de los motivos de la Encarnación del Verbo fue enseñarnos el camino del Cielo a través de la vida, de los actos y las palabras del Hijo de Dios hecho hombre, Jesucristo.

Por eso, una primera idea que hemos de sacar de esta consideración es que la vida cristiana no consiste en seguir unos ideales intelectuales, más o menos atractivos; el cristianismo no es una ideología, un modo de pensar que abarca sólo la inteligencia. La vida cristiana consiste en unirse a Jesucristo, perfecto Dios y perfecto hombre, y vivir su misma vida, tratándole más cada día. Nosotros no seguimos una idea, seguimos a una Persona, la 2ª Persona de la Ssma Trinidad, el Hijo, que se ha hecho hombre.

Te leo unas palabras de un viejo Catecismo:

“Toda la ciencia del hombre cristiano se encierra en este punto principal, o mejor, cuando dice nuestro Salvador: La vida eterna consiste en conocerte a Ti solo Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú enviaste. Por tanto, el celo del maestro de la Iglesia se dirigirá principalmente a que los fieles deseen de veras conocer a Jesucristo, y éste crucificado; y que se persuadan ciertamente y crean con afecto íntimo de corazón y piadosamente, que no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del Cielo por el cual debemos salvarnos, puesto que Él mismo es la víctima de propiciación por nuestro pecados. Mas porque en esto sabemos que le hemos conocido, si guardamos sus mandamientos...” (Catecismo Romano, Introducción, n. 10).

Conocer a Jesucristo para poder mirarle y mirarse en Él, y así poder seguirle de cerca. Para vivir la vida cristiana, la referencia, el punto de partida, es Cristo: sólo en Él está la posibilidad de salvación: no hay otro nombre por el que podamos ser salvados. Ya lo dijo Él: Yo soy el camino. Nadie va al Padre si no por Mí.

Conocer a Jesucristo. La contemplación de la Humanidad Santísima del Señor es el camino para progresar en amor a Dios y para comprender con hondura cómo se entremezcla la vida humana, corriente, con la vida sobrenatural y así las realidades humanas se convierten en lugar y medio de santidad.

Pero no basta tener una idea general de Jesucristo o de su doctrina. Ése es el problema de tanta gente: que no conocen a Jesucristo porque o no han oído hablar nunca de Él o, si han oído, se limitan a oir sin personalizar: son la mala tierra de la que habla la parábola del sembrador. O también porque sus pecados les impiden ver el verdadero rostro de Cristo. Dicen que no tienen fe: si están bautizados, tienen fe, pero sobre esa fe han arrojado carretadas de cieno. Y necesitan una buena limpia en el sacramento de la Confesión: ya verán entonces cómo renace su fe y ven a Cristo con claridad. Pero también hay otros que tienen miedo de conocerle (¿nosotros también?), porque conocer a Cristo significa comprometerse a seguirle, a seguir sus enseñanzas, que son exigentes. Así lo explicaba el Papa Juan Pablo II hace unos años.

Abrid de par en par vuestras puertas a Cristo. ¿Qué teméis? Tened confianza en Él. Arriesgaos a seguirlo. Eso exige evidentemente que salgáis de vosotros mismos, de vuestros razonamientos, de vuestra prudencia, de vuestra indiferencia, de vuestra suficiencia, de costumbres no cristianas que habéis quizás adquirido. Sí; esto pide renuncias, una conversión, que primariamente debéis atreveros a desear, pedirla en la oración y comenzar a practicar. Dejad que Cristo sea para vosotros el camino, la verdad y la vida. Dejad que sea vuestra salvación y vuestra felicidad. Dejad que ocupe toda vuestra vida para alcanzar con Él todas sus dimensiones, para que todas vuestras relaciones, actividades, sentimientos, pensamientos sean integrados en Él o, por decirlo así, sean cristificados. Yo os deseo que con Cristo reconozcáis a Dios como el principio y fin de vuestra existencia” (Juan Pablo II, En Montmartre, 1-VI-1980)

Se trata de conocer a Jesucristo, como Dios y, sobre todo, como Hombre. Contemplar su paso por la tierra, conocer bien su vida, su carácter, lo que hizo, para sacar de esta contemplación fuerza, luz, serenidad, paz. Antes que nada querría decir que la santidad no tiene su centro en la lucha contra el pecado, aunque es evidente que debemos evitarlo; pero no es algo negativo ni consiste esencialmente en difíciles especulaciones o esfuerzos hercúleos de la voluntad. La vida cristiana tiene su centro en Jesucristo, que es hombre y nos comprende, que es nuestro amigo, que ha venido a salvar atrayendo, no a condenar.

Para conocerle tenemos los Evangelios, donde se relatan los hechos y dichos de Jesucristo. En su lectura –y procurad que sea frecuente- comprobaremos cómo Jesús se cansa, como tiene hambre y sed, cómo se compadece de los necesitados y de los que andan como ovejas sin pastor, como llora por su amigo Lázaro, como trata con cariño a sus discípulos:

“Cada uno de estos gestos humanos es gesto de Dios. En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente. Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad.

Al recordar esta delicadeza humana de Cristo, que gasta su vida en servicio de los otros, hacemos mucho más que descubrir un posible modo de comportarse. Estamos descubriendo a Dios. Toda la obra de Cristo tiene un valor trascendente: nos da a conocer el modo de ser de Dios” (Es Cristo que pasa, n. 109).

La vida cristiana es profundamente humana, porque el corazón tiene un lugar importante en nuestra santidad, ya que Dios se ha puesto a su alcance. Por eso hemos de conocer y acudir al Corazón Misericordioso de Jesús. Así nos lo recomendaba el Papa Juan Pablo II

“(...) No nos debemos mirar tanto a nosotros mismos cuanto a Dios, y en Él debemos encontrar ese “suplemento” de energía que nos falta. ¿Acaso no es ésta la invitación que hemos escuchado de labios de Cristo: Venid a Mí todos los que estáis fatigados y cargados, que Yo os aliviaré (Matt. 11,28)? Él es la luz capaz de iluminar las tinieblas en que se debate nuestra inteligencia limitada; Él es la fuerza que puede dar vigor a nuestras flacas voluntades; Él es el calor capaz de derretir el hielo de nuestros egoísmos y devolver el ardor a nuestros corazones cansados” (Juan Pablo II, Homilía 21-I-1980).

Quisiera también hacer notar que no podemos caer en lo que podríamos llamar neonestorianismo: no seguimos a un hombre (aunque sea muy santo): Jesús de Nazaret es Dios: lo ha atestiguado con sus milagros y por eso es el único que puede perdonar los pecados (¿quién puede perdonar los pecados sino Dios? dijo Jesús antes de curar al paralítico).

Hemos de tratarle en el Pan y en la Palabra, en la oración y en la Eucaristía. Jesucristo es Dios que se hace accesible al hombre. Dios es un Dios personal que permite que se le trate y se le quiera como se trata y se quiere a una persona: con la palabra y con el corazón.

“Por eso, el trato de Jesús no es un trato que se quede en meras palabras o en actitudes superficiales. Jesús toma en serio al hombre, y quiere darle a conocer el sentido divino de su vida. Jesús sabe exigir, colocar a cada uno frente a sus deberes, sacar a quienes le escuchan de la comodidad y del conformismo, para llevarles a conocer al Dios tres veces santo” (Es Cristo que pasa, n. 109).

Él nos trata así, personalmente, y nosotros hemos de tratarle de la misma manera: como a un amigo, como a un hermano, como al Dios vivo. Ésa es la razón de la oración, de la Comunión, de las Visitas al Ssmo...

El camino para tratar a Jesucristo es tratar a la Virgen, que es la Madre de Cristo, la Madre de Dios. Ella le conocía muy bien y, en lo humano, Jesús se parecería a su Madre. Y la Virgen siempre nos lleva a su Hijo; y como dice Camino: A Jesús siempre se va y “se vuelve” por María.


(IV-2) Sencillez y humildad

Ioan. 1, 43-48. Elogio de Jesús a Natanael. Jesús alaba la sencillez, la naturalidad en el quehacer, en el modo de comportarse. Vemos cómo Jesús, a lo largo del Evangelio, elogia la fe del Centurión, la generosidad de la viuda que echa su óbolo en el templo, el amor de la pecadora que derrama el ungüento de nardo en los pies de Jesús. Ahora lo contemplamos elogiando el modo de ser de este hombre. Porque –y esta es la enseñanza que podemos sacar de este pasaje evangélico- la sencillez es pieza importante en el edificio sobrenatural de la santidad.

La santidad es imitar a Jesucristo, vivir su vida. Y la vida de Cristo es toda una enseñanza de sencillez y naturalidad. Desde su nacimiento en Belén como un niño más, habiendo estado nueve meses en el seno de su Madre; todos los años de vida oculta sin distinguirse en nada de los demás; su trato sencillo y natural con toda clase de personas; su modo de hablar, de mirar... ¡atraía a los niños!, y ya sabemos que a los niños les gustan las personas y cosas sencillas. Jesucristo huye del espectáculo y de los gestos falsos y teatrales; lo vemos en los milagros: se esconde cuando quieren hacerlo rey y le oimos decir al leproso que acaba de curar: mira, no se lo digas a nadie...

Pero es que la sencillez es absolutamente necesaria para el trato con Dios y con los demás; y, además, para recibir el mensaje de Cristo: Yo te alabo, Padre, porque has encubierto estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los sencillos. Esto –hay que reconocerlo- no es fácil en los tiempos que corren, en los que todo lo que es sencillo y grande se pone bajo sospecha. Lo que dice el entonces Card. Ratzinger:

“En la literatura contemporánea, en el arte figurativo, en las películas y en las representaciones teatrales domina prevalentemente una imagen sombría del hombre.

Lo que es grande y noble provoca sospecha por principio y, por consiguiente, se le quiere bajar del pedestal y reexaminarlo. La moral se interpreta como hipocresía, la felicidad como autoengaño. El que confía con sencillez en la belleza y en la bondad, aparece como de una inseguridad culpable o como alguien que busca fines inconfesables.

La sospecha se presenta como la verdadera actitud moral, y confirmar aquella (la sospecha) su mayor éxito. La crítica de la sociedad se tiene como un deber y los peligros que la amenazan nunca se expondrán de un modo suficientemente crudo y terrible” (Cardenal Ratzinger, El ocaso del hombre y el reto de la fe¸ en ABC, 31-3-1988).

Si tu ojo fuera sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado, nos dice el Señor. Para ver a Dios en las cosas y en la doctrina, hay que ser humildes, bajarse de ese falso pedestal en el que nos sube la soberbia y no querer ser nosotros el centro y la medida de todo. Si somos complicados, enmarañados, siempre caeremos en el error tremendo de creer ver en los demás segundas y terceras intenciones, crearemos a nuestro alrededor un muro que impide, no sólo oir la voz de Dios, sino también la convivencia con los demás.

Hemos de descomplicarnos, no podemos tomarnos a nosotros mismos demasiado en serio. La soberbia lleva a estar pendiente de uno mismo, a ser susceptible ante la consideración de los demás.

“Es a veces corriente, incluso entre almas buenas, provocarse conflictos personales, que llegan a producir serias preocupaciones, pero que carecen de base objetiva alguna. Su origen radica en la falta de propio conocimiento, que conduce a la soberbia: el desear convertirse en el centro de la atención y de la estimación de todos, la inclinación a no quedar mal, el no resignarse a hacer el bien y desaparecer, el afán de seguridad personal. Y así muchas almas que podrían gozar de una paz maravillosa, que podrían gustar de un júbilo inmenso, por orgullo y presunción se transforman en desgraciadas e infecundas” (Es Cristo que pasa, n. 18).

Toda esa soberbia lleva a vivir una vida artificial –una vida cara a los demás y no cara a Dios- llena de cálculos complicadísimos y de apariencias. Y todo porque no podemos vivir sin el halago, el aplauso, la gratitud. Nos falta humildad cuando hablamos demasiado de nosotros mismos, cuando pensamos solamente en nuestros problemas... Hay gente que, por llamar la atención, anda por caminos rebuscados (como los niños con pelusa) y llega a inventarse enfermedades imaginarias.

La humildad es la verdad. Y la verdad es que, a pesar de nuestras miserias, Dios nos quiere, y por eso no nos entristecemos ante las tentaciones e incluso ante las caídas, si pedimos perdón y volvemos a luchar. Y la verdad es que todo lo bueno que tenemos –y es bastante- lo hemos recibido de Dios (¿qué tienes que no hayas recibido?, ¿y por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?) y por eso no podemos envanecernos.

Por esa razón la sencillez es fruto de la humildad. Si somos humildes, no daremos ocasión a esas formas de soberbia que son la afectación, la pedantería, la jactancia, la hipocresía y la mentira. Todos estos vicios son obstáculos para la amistad, para la convivencia y, sobre todo, para la vida familiar.

¿Cómo seremos humildes y, por tanto, sencillos en el trato, en los planteamientos de la vida? En primer lugar, pidiendo con insistencia al Señor la gracia de la humildad. Y luego, con el conocimiento propio, a través del examen de conciencia diario y para la Confesión; y, sobre todo, aprovechando las humillaciones: cuando se pone de manifiesto que tenemos los pies de barro, cuando detectamos una reacción de soberbia ante un desprecio, una injusticia... También procurando pasar ocultos, y dándonos generosamente al servicio de los demás, olvidándonos de nuestros gustos, de nuestras preferencias, de nuestro cansancio. Y finalmente, cuando aprendemos a escuchar a los demás y somos sinceros en la dirección espiritual.

Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes. La condición de todo progreso espiritual es una sincera humildad. No olvidemos que se mejora, se avanza, por la gracia de Dios (que nos viene a través de los sacramentos). Y Dios edifica sobre la humildad. No caeremos si pensamos que, en cualquier momento, podemos caer: este pensamiento nos llevará a no bajar la guardia: Camino, 611.

La Virgen es modelo de sencillez, de naturalidad, de humildad. Quia respexit humilitatem ancillae suae... Ancilla Dómini. Y en su vida ordinaria, Ella que era la Madre de Dios, pasó inadvertida, como una más entre las mujeres de su pueblo.


(V-1) El Espíritu Santo

La liturgia de la Iglesia en estos últimos días, en el evangelio de la Misa, recoge las palabras del Señor en su dis-curso a los Apóstoles en la Última Cena. En aquellos momentos entrañables, en los que el Señor instituyó la Eucaristía, anticipó sacramentalmente el sacrificio que iba a realizar al día siguiente en la Cruz y que es la Santa Misa, Jesús prometió a los Apóstoles que les enviaría el Espíritu Santo, el Consolador, para que estuviera con ellos para siempre.

Jesús utiliza expresiones muy claras para convencer a los Apóstoles de que no se preocupen por sus debilidades e ignorancia cuando se queden solos porque Él ha de volver a su Padre. Y les dice (Ioan. 14, 15) : yo rogaré al Padre... el Espíritu de la verdad; y un poco más adelante (ibid, 25): Os he hablado... las cosas que os he dicho. Y ante la tristeza de los Apóstoles ante la la marcha del Señor, les consuela diciéndoles (ibid, 16, 7): pero yo os digo la verdad: ... y os anunciará lo que va a venir.

El Espíritu Santo es la tercera Persona de la Santísima Trinidad que es enviada conjuntamente por el Padre y el Hijo para que asista a la Iglesia y a todos los fieles en su misión de vivir y transmitir la doctrina salvadora que nos reveló Jesús, el Hijo de Dios. Esto sucedió realmente el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo bajó –en forma vi-sible– sobre la Iglesia naciente (la Ssma Virgen, los doce Apóstoles y un grupo de cristianos) reunidos en el Cenáculo de Jerusalén. Y por eso, la Iglesia quiere prepararnos ya des-de ahora para que nosotros –tú y yo– podamos recibir también la infusión del Espíritu Santo en nuestra alma y así seamos capaces de vivir la vida cristiana –ser santos– y difundir la doctrina de Cristo a nuestro alrededor.

Pentecostés fue la primera manifestación –clara e imponente– de una de las característica fundamentales de la Iglesia: su dimensión apostólica. Jesucristo fundó la Iglesia para eso, para hacer apostolado en todo el mundo y con gente de todos los ambientes, razas y situaciones, a través de todos los siglos. Inmediatamente ante de la Ascensión, les había encargado: "Ir por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura".

Si lees los Hechos de los Apóstoles te darás cuenta de que el protagonista de todo que en él se narra no es Pedro o Pablo, sino el Espíritu Santo. Él es el que lleva a Felipe junto al eunuco que va de viaje para que le explique las Escrituras que va leyendo; Él es quien dice a Pedro en Cesarea que vaya a casa del centurión Cornelio para que les predique a Jesús a él y a toda su familia y amigos, y luego desciende sobre todos ellos -como en Pentecostés- y se ponen a hablar en lenguas; Él es quien elige a Bernabé y Saulo para comenzar las correrías apostólicas. Y así podíamos seguir. Tanto es así que los Hechos han sido llamados "El evangelio del Espíritu Santo".

El Espíritu Santo es una realidad: existe y sigue ac-tuando en la Iglesia y, a través de la Iglesia, en nuestras almas en gracia. El Espíritu Santo es llamado el Santificador, porque su misión es realizar en las almas –en la tuya y en la mía– la identificación con Jesucristo, de tal manera que vivamos la vida cristiana, es decir, la vida de Cristo, y eso es ser santos. Él es el que nos da luces para saber qué es lo que agrada a Dios, qué es lo que Dios nos pide; es el que pone en nuestros corazones los buenos deseos de cumplir la Voluntad de Dios a través de sus insinuaciones; y es el que nos da la fortaleza para luchar por portarnos como Dios quiere.

Pero también -como hemos visto- su misión es llevar a todos los lugares la doctrina salvadora de Cristo y, con ella, la Gracia. Y por eso, la Iglesia es apostólica y realiza su misión fundamentalmente a través de apostolado de los cristianos, cada uno en el lugar donde se encuentra, entre sus amigos, conocidos y parientes.

¿Qué pensáis que hace el Papa? Es clarísimo que el Papa se siente instrumento del Espíritu Santo (es Cristo en la tierra y Cristo también fue movido por el Espíritu Santo, tanto en su concepción en el seno de la Virgen como, por ejemplo, cuando fue llevado al desierto para ser tentado). El Papa es movido por el E.S. para dar la doctrina de Jesucristo y llevarla a todo el planeta, en esos viajes tan numerosos, arriesgados y agotadores, a países y ambientes tan difíciles. ¿No crees que se necesita una fuerza superior para decidirse valientemente y a su edad (acaba de cumplir 81 años) a hacer esos viajes y luego efectivamente hacerlos? ¿Tú crees que eso es sólo fruto de su personalidad? Efectivamente tiene una personalidad fuera de lo común, pero eso –en estos tiempos– no basta. Tiene que haber algo más; si no, no es posible. Ese algo es el Espíritu Santo. Podrás decir: es que el Papa es san-to; sí, lo es y precisamente por eso es un magnífico instrumento del E.S.

Hemos de querer, seguir y venerar al Papa, y dar muchas gracias a Dios porque es un "regalo del Cielo". Pero también hemos visto al principio de la meditación que el Espíritu Santo descendió no sólo sobre los Apóstoles sino también sobre otros discípulos y sobre Cornelio y su familia, que eran gente corriente. Y un detalle: descendió "mientras escuchaban la palabra de Dios". Tú y yo hemos de pedir que el E.S. descienda sobre nosotros cuando escuchamos la Palabra –concretamente ahora, y cuando recibimos la formación– para que sintamos la alegría y la fuerza que movieron a aquellos primeros cristianos. Pero para eso hemos de tener – como ellos– buenas disposiciones interiores, tener el alma abierta, es decir, dispuesta a cambiar, a aceptar lo que nos di-cen; a tener la piel fina para sentir esa actuación. Si nos dejamos llevar por el orgullo, la sensualidad, la comodidad, se forma una costra que impide que sintamos –como decía el Beato Josemaría– "los toques del Paráclito". Afinamos el alma con la Confesión, con la humildad, con la decisión de rectificar y mejorar.

Hay un pasaje de los Hechos (Act. 19, 1-4) que está muy de actualidad. Aquellos discípulos de Éfeso "no sabían que existía el E.S.". Igual que ahora: muchos cristianos no saben ni que existe o para ellos es el "Gran Desconocido". Hemos de darlo a conocer, porque sin Él el alma está muerta, la Iglesia no funciona, la labor apostólica es estéril. Sin su acción, el hombre no puede ni ser ni sentirse hijo de Dios, no puede tener sentido sobrenatural, sus acciones son rastreras y anda arrastrado por el barro. ¿Tú conoces al E.S.? ¿Te das cuenta de que existe y actúa y, como consecuencia, le tratas? ¿Le pides sus siete dones para que te ayude a ser una buena cristiana? Si no le dejas actuar, no progresarás; es más, cada vez –por impedir su acción– te irás apartando más y más de Jesucisto.

Al Espíritu Santo lo damos a conocer a través de nuestro apostolado. Simplemente lo hacemos cuando llevamos a nuestros amigos -vuestras amigas- a la oración, a los sacramentos (a la Confesión, a la Eucaristía) y a los medios de formación, porque esos son los canales por los que actúa el E.S. Piensa entonces a quién puedes acercar, a quién puedes poner a tiro de la acción del E.S., y pídele la fortaleza para hacerlo y luces para saber qué tienes que decirle.

Un modo espléndido de llegar y tratar al Espíritu Santo es hacerlo a través de la Santísima Virgen. Ella es su Esposa y fue la "llena de Gracia" porque en Ella habitó el Paráclito. Pídele que te enseñe –que nos enseñe– a conocerle y a tratarle como Ella y así llegar a la plenitud de la vida cristiana: la identificación con su Hijo Jesucristo.


(V-2) Castidad

Matt. 5, 8: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Todas las Bienaventuranzas –y ésta, en concreto- son una condición y una invitación. Y en este caso, el Señor nos dice que hemos de vivir la virtud de la castidad, de la santa pureza.

Es una condición, porque si queremos vivir el primer Mandamiento –amar a Dios- hemos primero de conocerle y tratarle, y eso sólo se puede conseguir por medio de un corazón limpio y de una mirada limpia. Y esa es precisamente la finalidad de la castidad: ver a Dios, ser capaz de comprender las cosas de Dios, de detectar su acción en nuestra vida, de vivir una vida humana en la que quepa lo espiritual, lo trascendente. San Pablo lo decía muy claro cuando se dirigía a los primeros fieles de Roma, que estaban sumergidos en un ambiente hedonista y facilón, como ahora: Rom. 8, 5 y 8: Los que viven según la carne sienten las cosas de la carne, en cambio los que viven según el Espíritu sienten las cosas del Espíritu (...). Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios.

Y en otro lugar, San Pablo vuelve a insistir: I Cor. 6, 20: Glorificad y llevad a Dios en vuestros cuerpos. El cuerpo también ha de dar gloria a Dios, porque el cuerpo es templo del Espíritu Santo. Esto es aplicable no sólo a los jóvenes, atañe a todas las etapas de la vida y a todas las situaciones en las que el hombre se puede encontrar.

“Cada uno en su sitio, con la vocación que Dios le ha infundido en el alma –soltero, casado, viudo, sacerdote- ha de esforzarse en vivir delicadamente la castidad, que es virtud para todos y de todos exige lucha, delicadeza, primor, reciedumbre, esa finura que sólo se entiende cuando nos colocamos junto al Corazón enamorado de Cristo en la Cruz” (Amigos de Dios, n. 184).

La castidad es una virtud para todos, porque todos estamos llamados a ser santos –cada uno en su estado- y todos pertenecemos totalmente a Dios, con alma y cuerpo, porque Él nos redimió y nos rescató también de modo entero: cuerpo y alma. Habéis sido rescatados a un gran precio: la sangre de Cristo. Y en I Thes. 4, 3-5, San Pablo pone la limpieza como condición de santidad.

Por tanto, la castidad es una virtud eminentemente positiva, una afirmación gozosa, como decía el Beato Josemaría, porque es una consecuencia directa del amor de Dios y –para quienes viven en matrimonio- también del amor santo al cónyuge y a los hijos. Y también porque la castidad es una virtud propia de las personas que saben lo que vale su alma y que su cuerpo es templo del Espíritu Santo.

Te decía que la castidad es una virtud positiva, y esto especialmente dentro del matrimonio. Porque esta virtud mantiene la juventud del amor, porque requiere entrega –don de sí- y lucha por mantener esa entrega; y está íntimamente relacionada con el amor, con el amor matrimonial.

“¿Cómo no recordar aquí las palabras fuertes y claras (...) con la recomendación que el Arcángel Rafael hizo a Tobías antes de que se desposase con Sara? El ángel le amonestó así: Escúchame y te mostraré quiénes son aquellos contra los que puede prevalecer el demonio. Son los que abrazan el matrimonio de tal modo que excluyen a Dios de sí y de su mente, y se dejan arrastrar por la pasión como el caballo y el mulo, que carecen de entendimiento. Sobre éstos tiene potestad el diablo.

No hay amor humano neto, franco y alegre en el matrimonio si no se vive esa virtud de la castidad, que respeta el misterio de la sexualidad y lo ordena a la fecundidad y a la entrega” (Es Cristo que pasa, n. 25).

Por eso, cuando las relaciones conyugales se realizan en conformidad con el plan de Dios, tienen una gran dignidad. La dignidad les viene de ser cooperadores de Dios en la creación de la vida y porque son manifestación y prueba del verdadero amor entre los esposos.

La castidad exige lucha. Lucha contra las bajas pasiones, contra los apetitos desordenados, contra el egoísmo, contra el miedo a los hijos, sin darse cuenta de que los hijos son dones de Dios no sólo para los padres, sino para la humanidad entera. Por eso es necesario, dentro del matrimonio, poner esfuerzo para vivir las exigencias del verdadero amor conyugal, que lleva a no cegar las fuentes de la vida, a vivir las exigencias de la Moral natural, de la cual es portavoz y único intérprete autorizado el Magisterio de la Iglesia, que como sabéis –está escrito en varios documentos de varios Papas- nos dice que todo acto conyugal debe estar abierto a la vida.

La castidad es una virtud, y por tanto, susceptible de perfección, de crecimiento. Hemos de vivirla en la vida ordinaria, sabiendo aplicar la guarda del corazón y de los sentidos en las situaciones corrientes de cada día. Y en la vida corriente se manifiesta de manera especial en el pudor y en la modestia. Así lo trataba el Papa Pío XII:

“El pudor advierte el peligro inminente, impide exponerse a él e impone la fuga en ocasiones a las que se hallan expuestos los menos prudentes. El pudor no gusta de palabras torpes y vulgares, y detesta toda conducta inmodesta, aún la más leve; obliga con todo cuidado a evitar la familiaridad sospechosa con personas de otro sexo, porque llena plenamente el alma de un profundo respeto hacia el cuerpo, que es miembro de Cristo” (Pío XII, Enc. Sacra virginitas, 25.III-1954).

Son detalles quizás pequeños, pero que sirven para vivir de modo práctico esta virtud.

Y esta virtud hemos de vivirla precisamente en un ambiente paganizado, en el que no se conoce a Dios y en el que –no podemos ser ingenuos- hay toda una campaña organizada para que el hombre se comporte como las bestias. Recuerdas lo que dice el punto de Camino, 121. Es obra de los cristianos, sin dejarnos engañar por esos falsos argumentos que pretenden justificar tantas aberraciones diciendo que son exigencias de la naturaleza, que es algo normal: son consecuencias de la concupiscencia desordenada, fruto del pecado original y aumentada por los pecados personales.

¿Y cómo hemos de realizar esta cruzada? Te leo otras palabras de Pío XII:

“Cristo está presente en todas partes. Y si nos preguntáis cómo lo llevaréis, os contestamos que principalmente con vuestra modestia cristiana. Sin gazmoñerías ni encogimientos, con buen ánimo y decisión, imponed por doquier el buen tono de vuestro recato y vuestro pudor, como exteriorización natural de vuestra piedad” (Pío XII, Alocución, 1.VII.1951).

Ya se ve que la conducta es determinante. Por eso, la hemos de vivir nosotros poniendo en juego los medios sobrenaturales y humanos que hacen que arraigue en nosotros este modo de ser agradables a los ojos de Dios.

Lo primero que hemos de pensar es que la castidad es posible: hay mucha gente que la vive porque plantea su lucha en puntos que están lejos de los muros capitales de la fortaleza, porque huye de las ocasiones y lucha antes, cuando es fácil vencer; porque son humildes y saben que tienen los pies de barro; y para vivirla nosotros, hemos de tener una guarda delicada de los sentidos: la vista (uso de la TV, anuncios, por la calle), la revista (lecturas, revistas del corazón, etc.) y la entrevista (relaciones sociales, conversaciones insustanciales, etc.); y luego procurar vivir la sobriedad y la templanza.

Pero sobre todo hemos de poner medios sobrenaturales: la frecuencia de sacramentos, sobre todo la Confesión y la Eucaristía; la devoción a la Virgen (¡las 3 avemarías!): en definitiva, hemos de procurar alcanzar esa presión interior que impide que entre en nuestra alma la contaminación del ambiente que nos rodea.

Terminamos con un punto de Surco, 849.


(V-3) Eucaristía

La Iglesia dedica la fiesta del Corpus Christi, que acabamos de celebrar, para venerar la presencia verdadera, real y sustancial de Jesucristo en todos los tabernáculos del mundo. Dice el CEC (nn. 1373 ss) que Cristo Jesús está presente de múltiples maneras en la Iglesia: en su Palabra, en la oración de su Iglesia, en los sacramentos de los que Él es autor...; pero sobre todo, está presente bajo las especies eucarísticas.

Esta Presencia real de Jesucristo en la Eucaristía es la manifestación más sublime de su amor por nosotros. Como si no fueran suficientes todas las otras pruebas de su misericordia para con los hombres (la gracia del Bautismo, el perdón de los pecados, etc.), Jesucristo instituye la Eucaristía para que podamos tenerle siempre cerca, porque es muy propio de los que se aman procurar estar siempre cerca de la persona amada; y porque, movido por su Amor, quien no necesita nada, no quiere prescindir de nosotros.

Sigue diciendo el CEC que “el modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la Eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella como la perfección de la vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos”. Fijaos si es importante, que los sacerdotes se ordenan principalmente para confeccionar la Eucaristía.

Como hemos aprendido ya hace años, en el santísimo sacramento de la Eucaristía están “contenidos verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo y la Sangre, junto con el al-ma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo y, por consiguiente, Cristo entero. Es grandemente admirable que Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia de esta singular manera. Puesto que Cristo tenía que volver a su Padre, quiso quedarse con nosotros, dándonos su presencia sacramental. Lo hace de una manera misteriosa, que no se conoce por los sentidos, sino sólo por la fe, la cual se apoya en la autoridad de Dios. Por eso, un Padre de la Iglesia, al comentar la realidad de la Eucaristía, decía: “No te preguntes si esto es verdad, sino acoge con fe las palabras del Señor, porque Él, que es la Verdad, no miente”.

La Iglesia, en el himno Adoro te devote, alaba esta presencia oculta de Jesús bajo las especies sacramentales y dice: Te adoro con devoción, Dios escondido. Le llama Dios escondido; como Jacinto –uno de los videntes de Fátima, ya beatificado– le llamaba Jesús escondido. Decía, hace muchos siglos, el profeta Isaías: “Verdaderamente Tú eres un Dios oculto”. En la creación, parece como si Dios estuviera en un segundo plano, sólo dejó las huellas de sus obras. Pero llegó un momento en que se dio a conocer plenamente a través de su Hijo Jesucristo, que se quiso hacer hombre y vivir entre nosotros.

Pero Jesús, al venir a la tierra, permaneció oculto para la mayoría de las gentes: sólo le conocieron algunos que poseían un corazón sencillo y una mirada vigilante para lo divino: María, José, los pastores, los Magos, el anciano Simeón... Tampoco, durante su vida pública y a pesar de sus milagros, muchos no supieron descubrirle. En otras ocasiones, el mismo Jesús se esconde y manda a quienes ha curado que no le descubran.

Ahora, en la Sagrada Eucaristía, bajo las apariencias de pan y de vino, Jesús se vuelve a ocultar para que le descubran nuestra fe y nuestro amor. Hay un punto de Forja, 542 que nos puede servir como oración. Necesitamos a Jesús Sa-cramentado. Él es el que –cuando se nos da como alimento en la Comunión– nos fortalece en nuestra lucha para ser buenos cristianos, nos comunica su Vida para que podamos vivir la vida cristiana. ¿Recuerdas lo que decía San Pablo: Ya no soy yo quien vive, sino que Cristo vive en mí? Él es el que nos espera en el Sagrario para ser nuestra luz y nuestro consuelo, para que podamos abrirle nuestra alma con sus errores, sus angustias y sus preocupaciones...

No está oculto Jesús. Nosotros le podemos ver cuan-do le contemplamos con una mirada limpia, llena de fe. Cuando vamos a verle, en el Sagrario o sobre el altar en la Misa, podemos decir, en el sentido estricto de las palabras: estoy delante de Jesús, estoy delante de Dios. Como lo podían decir aquellas gentes llenas de fe que se cruzaron con Él en los caminos de Palestina. Podemos decir:

“Señor, miro el Sagrario y falla la vista, el tacto, el gusto..., pero mi fe penetra los velos que cubren ese pequeño Sagrario y te descubre ahí, realmente presente, esperando un acto de fe, de amor, de agradecimiento..., como lo esperabas de aquellos sobre los que derramabas tu poder y tu misericordia. Señor, creo, espero, amo” (Hablar con Dios VI, pág. 350).

Hemos de poner empeño en tratar bien al Señor pre-sente en la Eucaristía. ¡Tratádmelo bien!, ¡tratádmelo bien! leemos en Camino. Tratarle como aquellos amigos suyos, Marta y María y Lázaro, de Betania, en cuya casa Jesús encontraba un lugar tranquilo y apacible y donde recibía el cariño y la atención de aquellos hermanos. Pues igual nosotros: Cristo, en nuestra Comunión, debe encontrar en el corazón de cada uno de nosotros una digna morada, en donde haya limpieza y calor. Forja, 834.

Por eso, la Eucaristía está muy en relación con ese otro sacramento: el de la Confesión, en donde Jesús mismo –a través del sacerdote y con su perdón– limpia nuestra alma, no sólo de los pecados mortales –sería horrible recibirlo en pecado mortal: San Pablo dice que quien le recibe indignamente, come y bebe su propia condenación– sino también de los veniales y de las imperfecciones. En nuestra casa –cuando tenemos invitados– no sólo la limpiamos de lo gordo, también pasamos el trapo para que todo esté reluciente. Pues en el alma, lo mismo.

Hemos de cuidar mucho la Comunión y la acción de gracias después de recibirla. En la Comunión es cuando se produce la mayor unión con Cristo. Hemos de pedir al Señor que nos aumente la fe, porque recibimos física y sacramentalmente al mismo Dios. ¡Cómo hemos de prepararnos para la Comunión! Un buen medio es acudir a los Ángeles Custodios (Camino, 569) y pedir a la Virgen y a San José que nos enseñen a querer a Jesús sacramentado.

Hemos de sentir de un modo eficaz esa cercanía del Señor. No sólo procurando comulgar –con las debidas disposiciones, insisto– frecuentemente, a diario si es posible, sino también haciendo Visitas al Santísimo, entre otras razones porque en tantas iglesias el Señor está solo y está esperando y agradece que tú y yo vayamos a estar un ratito con Él.

Y también te recomiendo esa costumbre de asaltar sagrarios: que cuando pasemos por delante de una iglesia oigamos el grito de Jesús desde el Sagrario: ¡eh, que estoy so-lo! y, entonces, entremos –si podemos– o, por lo menos, le digamos algo (una comunión espiritual, o un ¿cómo estás?)

Acudimos a la Virgen para que se cumpla en nosotros lo que decimos en la Comunión espiritual: que queremos recibirle, que queremos tratarle con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre.


(V-4) La Virgen Santísima

Luc, 11, 27-28. Ese piropo que dedicó a María aquella mujer del pueblo, llevada por su entusiasmo ante la bondad y poder de Jesús, no ha dejado de resonar y de encontrar eco a lo largo de los siglos y en millones de personas de toda edad y condición y en los más apartados rincones del mundo. Intelectuales y gente sencilla, poderosos, reyes, poetas y guerreros, niños y gente madura, en todas las circunstancias de la vida, en los momentos felices y ante el momento mismo de la muerte, han alabado y acudido a la protección de la Virgen, como Madre de Dios y madre nuestra.

Al ser elegida por Dios para ser su Madre, el Señor la llenó de todas las gracias y privilegios posibles. La hizo Inmaculada desde el momento mismo de su concepción, la custodió con virginidad perpetua, la preservó del sepulcro con su Asunción al Cielo y nos la dio como Mater divinae gratiae, como Medianera de todas las gracias. María es muy cercana a Dios y también muy próxima a nosotros.

Dice un texto del Concilio Vaticano II:

“Con su amor materno (la Virgen) se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada. Por este motivo, la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora” (Constitución dogmática Lumen gentium).

Ahora estamos en el mes de mayo, que tradicionalmente la Iglesia dedica a la Virgen y quiere con eso fomentar en sus hijos el trato con Ella, que es la Madre de Dios y madre nuestra, que está en el Cielo y vela por nosotros, y escucha las súplicas que le dirigimos, que intercede ante el trono de Dios y nos obtiene innumerables gracias. Todo esto –que forma parte fundamental de la fe católica- hace que nuestra fe sea algo vivo, que entronque en nuestra vida, no sólo en la mente o en la imaginación, sino también en nuestro corazón y en nuestra conducta.

Mirar a María. Para querer a la Virgen, para tratarla, para meterla en nuestra vida, primero hemos de conocerla, y para eso, hemos de mirarla. Porque Ella es modelo de todas las virtudes y –esto nos interesa especialmente- ha ido por delante de todos los cristianos señalando el camino que hemos de seguir para llegar al Cielo. Basta abrir los Santos Evangelios y contemplar los momentos fundamentales de su vida: Belén y Nazaret, el Calvario, el Cenáculo de Jerusalén... Ella, que sabía que era la Madre de Dios y por tanto la criatura más excelsa de la creación, pasa inadvertida como una más y ejercita la fe, la esperanza, el Amor, en las situaciones más corrientes y en los momentos también más difíciles.

Ad Iesum per Mariam. La Tradición de la Iglesia nos ha señalado de modo gráfico que la Virgen María es el camino mejor, el más breve y más seguro, para llegar a Jesús. Y no olvidemos que la vida cristiana es precisamente eso: ir a Jesús: ir por la oración y los sacramentos, y volver a Jesús por el arrepentimiento y la Confesión. Y como dice Camino, a Jesús se va y se “vuelve” siempre por María. No se puede tratar y querer a Jesucristo de verdad, si no se trata y se quiere a su Madre. No se puede escuchar la voz de Dios y ponerla en práctica si no se oye la voz de María que nos dice: haced lo que Él os diga. El trato con la Virgen hace que Ella nos ponga frente a Jesús y nos haga ver nuestras responsabilidades como cristianos.

Por eso, la devoción a la Virgen no puede ser flor de un día, ni consiste –como dice el Concilio- en un sentimentalismo estéril y transitorio ni en una vana credulidad.

“(La devoción a la Virgen) procede de la fe auténtica, que nos conduce a reconocer la excelencia de la Madre de Dios y nos impulsa a un amor filial a Nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes” (Constitución dogmática Lumen gentium, n. 67).

La devoción a la Virgen es fruto del ejercicio de la fe, porque nos lleva a combatir reciamente -con la ayuda de la Virgen- los obstáculos que nos inclinan a las cosas de abajo: el amor propio, la tristeza, el egoísmo, la sensualidad; a rechazar el pecado, hasta el más leve, y a tratar de corresponder generosamente a la gracia que recibimos.

Te decía antes que la devoción a la Virgen es esencial a la fe católica; pero ha de ser una verdadera devoción, es decir, ha de ir acompañada de más lucha, de más deseos de agradar al Señor y de evitar cuanto desagrada a Dios. Esa es la razón por la que cuando un alma acude a la Virgen, lo primero que Ella concede es un sincero afán de purificarse, de acercarse a Jesús por el arrepentimiento y la Confesión; y es lógico, porque Ella quiere que nos parezcamos más y más a su Hijo.

Tratar a la Virgen. A veces nos preguntamos qué hemos de hacer para que la Virgen cuente más en nuestra vida. La respuesta nos viene el palabras de San Josemaría:

“¿Cómo se comportan un hijo o una hija normales con su madre? De mil maneras, pero siempre con cariño y con confianza. Con un cariño que discurrirá en cada caso por cauces determinados, nacidos de la misma vida, que no son nunca algo frío, sino costumbres entrañables de hogar, pequeños detalles diarios, que el hijo necesita tener con su madre y que la madre echa de menos si el hijo alguna vez los olvida: un beso o una caricia al salir o al volver a casa, un pequeño obsequio, unas palabras expresivas” (Amigos de Dios, n. 142).

En definitiva, hemos de tratarla como a una persona viva, porque está en cuerpo y alma en el Cielo, y si me apuras, hemos de tratarla como tratan los hijos pequeños a su madre.

“¿Cómo podemos amar a la Virgen con la misma ternura que los niños?

- Haciéndote niña. ¿Eres madre de familia? Fíjate cómo te miran tus hijos, cómo te acarician, cómo te buscan, cómo te hacen rabiar algún ratico... Trata a la Madre de Dios con la misma confianza con que tus niños te tratan a ti, y así la amarás más cada día. ¡Hazte pequeña!” (2 meses de Catequesis II, pág. 645).

Son muchos y muy diversos los cauces por los que puede discurrir la devoción a la Virgen: las tradicionales prácticas de piedad mariana –que no han pasado de moda, todo lo contrario- y, en especial el Santo Rosario, y a ser posible, en familia. En el prólogo del Santo Rosario, el Beato Josemaría escribió: No se escriben estas líneas para mujercillas. Se escriben para hombres muy barbados, y muy... hombres (...). Y en Camino nos dice que el Rosario es arma poderosa en nuestras intenciones, porque acudimos a la que la Omnipotencia suplicante. Hemos de tener intenciones ambiciosas en nuestro rezo de Rosario: la Iglesia, el Papa, la recristianización de la sociedad, las vocaciones, el afán de santidad... ¿No te emociona ver al Papa siempre rezando el Rosario?

Y tantas otras manifestaciones de cariño a la Virgen: ir a visitarla a sus ermitas con la Romería; las tres avemarías de la noche, el Oh Señora mía..., el Acordaos...

La Virgen nos escuchará si perseveramos en la oración y acompañamos nuestras plegarias con una mortificación generosa (que es la oración de los sentidos) y con el empeño de ofrecer cada día a Dios, unida a la Misa, la hostia viva de nuestro trabajo santificado.


(VI-1) Vida familiar en verano

Hemos considerado en la meditación anterior que Dios tiene un plan concreto para cada uno de nosotros y que la realización de ese plan se va concretando en los diversos campos de nuestra actividad en la vida ordinaria: en el cumplimiento de los deberes del propio estado. Ahora vamos a considerar en la presencia de Dios la vida familiar, que es parte fundamental de la vida ordinaria en la que se manifiesta esta Voluntad divina y que, por tanto, Dios nos pide santificar.

La vida familiar es el primer campo en el que hemos de vivir la caridad, que es amor a Dios y amor al prójimo por Dios; y prójimo viene de próximo, el que está más cerca, es decir, nuestros prójimos son primeramente los que el Señor ha puesto a nuestro lado y que forman nuestra familia. Y como es lógico, al decir familia, no me refiero solamente al marido y la mujer, sino también a los hijos y a los abuelos, a otros parientes, a las empleadas del hogar. A todos ha de llegar la caridad, el cariño, el calor entrañable, que son como el cemento que une, sostiene y acrecienta el ambiente familiar.

Es importante, en la familia, querer a todos, a cada uno según su situación (no es lo mismo el amor esponsal que el amor maternal), pero sin dejar a nadie de lado, por ejemplo a los abuelos o a las empleadas. O tener cariños exclusivos: mucho a los hijos –se hace lo que sea por ellos- y menos -a veces, bastante menos- al marido. Querer a los demás es quererles como son, con sus virtudes y sus defectos, y también según su situación personal en cada momento (hay que querer al marido también cuando llega cansado a casa o con problemas y con humor no muy fino; y a los hijos, cuando están en una edad difícil, la edad del pavo, en que se ponen insoportables). Y no digamos nada a las personas mayores, que por su edad, tienen manías y son de difícil convivencia. La caridad en la familia se manifiesta sobre todo en el espíritu de servicio. Ya nos lo enseñó Jesús en la Última Cena, cuando lavó los pies a los Apóstoles. Exemplum dedi vobis, os he dado ejemplo para que vosotros hagáis lo mismo. ¿Y qué es el espíritu de servicio? Es la entrega, el don de sí, que se concreta en la entrega de nuestro tiempo, de nuestro esfuerzo, de nuestro ingenio, y de tantas virtudes humanas que hacen más fácil la convivencia: tener paciencia, saber dominar el pronto y no ponerse a discutir por nimiedades, estar disponible para escuchar, poner ingenio (el amor es ingenioso) para tener detalles que hacen la vida más agradable (interesarse por los problemas –pequeños o grandes- que tienen el marido o los hijos, o los abuelos, etc.).

En definitiva, se trata de imitar a Jesucristo que –son sus propias palabras- no he venido a ser servido sino a servir (Matt. 20, 28). Al Señor le tenemos que imitar en todo, pero de una manera especial en su entrega a los demás, comenzando por los Apóstoles (que eran su familia: los que cumplían la Voluntad de su Padre): en los Evangelio podemos comprobar cómo los atendía, como procuraba que descansaran, cómo los defendía de los ataques de los fariseos, como les enseñaba, con paciencia y con cariño...

Pero, claro, para vivir todo esto, para vivir el espíritu de servicio en la familia son necesarias –entre otras cosas- vencer la comodidad y dedicar tiempo. La comodidad es muchas veces la causa de muchos problemas que se habrían podido evitar si uno no pensase tanto en sus cosas, en sus gustos, en su descanso, y procurase mirar más y mejor a los demás, para darse cuenta de sus necesidades.

Y luego, te decía, dedicar tiempo a la familia, es decir, al marido y a los hijos. Hay que estar en casa cuando están los demás, para que pueda haber calor de hogar, para que la casa sea un hogar, y no un hotel. Aunque se refiere principalmente a los maridos, el trabajo fuera de casa –y cualquier otra actividad- no pueden ser tan absorbentes que hagan imposible, en la práctica, esa dedicación. El marido y los hijos necesitan veros, hablar con vosotras, poder preguntaros dónde están las cosas, y no puede ser que en esos momentos suceda que mamá no está en casa. ¿Y dónde está?

Pero este estar en casa no consiste solamente en estar: hay que estar para los demás. Hay que estar disponibles para servir, para ayudar al marido y a los hijos, para poder compartir ilusiones, penas y alegrías, para saber prescindir de preferencias personales (gusto, aficiones, etc.) para hacer más agradable la vida familiar; y también para cuidar las cosas materiales del hogar, la limpieza, la comida, los adornos, etc., etc., etc. Todo eso implica estar pendientes de las cosas de la casa, de las cosas del marido, de las cosas de los hijos y de las cosas de todos los demás que forman la familia. Y como consecuencia de todo esto, habéis de procurar buscar siempre lo que une a la familia, sabiendo comprender y disculpar.

Como un detalle concreto para esta dedicación a los demás, te aconsejo que no aproveches estos ratos de convivencia familiar para realizar tus prácticas de piedad habituales. Procura hacerlas cuando no estén (el marido en el trabajo y los hijos en el colegio), porque no hay nada peor que oir: ¡no molestes a mamá, que está rezando! Alguna vez no quedará más remedio que hacerlo así, pero esto tiene que ser excepcional y, por tanto, muy poco frecuente.

Y el mejor servicio que los padres pueden prestar a los hijos es el buen ejemplo, para hacer de ellos cristianos cabales. Cuando se va por delante, se puede exigir sin miedo. Los padres educan fundamentalmente con su conducta.

“Lo que los hijos y las hijas buscan en su padre o en su madre no son sólo unos conocimientos más amplios que los suyos o unos consejos más o menos acertados, sino algo de mayor categoría: un testimonio del valor y del sentido de la vida encarnado en una existencia concreta, confirmado en las diversas circunstancias y situaciones que se suceden a lo largo de los años” (Es Cristo que pasa, n. 28)

Ahora se acerca el verano y en los próximos meses quizás tengáis ocasión de dedicar más tiempo a la familia. Estad atentas a los planes de vacaciones, para que no se dificulten el cumplimiento de los deberes para con Dios: tened sentido sobrenatural a la hora de elegir el lugar, el ambiente, las amistades durante este tiempo de descanso. Interesaos por los planes de vacaciones de los hijos, sobre todo cuando se van haciendo mayores: procurad conocer los ambientes que frecuentan, la actividades a las que asisten. Atención al uso de la TV, que en períodos de descanso se convierte en un recurso, por lo menos, inútil.

Acudid a la Sagrada Familia, Jesús, María y José, para que os den la fortaleza y la suavidad en vuestro quehacer familiar, de manera que vuestro hogar sea –como decía San Josemaría- luminoso y alegre, un rinconcito del hogar de Nazareth.


(VI-2) La Voluntad de Dios

Hay varios momentos de la vida de Jesús en los que Él claramente dice que ha venido al mundo a cumplir la Voluntad de su Padre Dios. Concretamente, en el pasaje de la samaritana (cfr. Ioan. 4,34) dice: Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado; y un poco más adelante (cfr. Ioan. 5, 30): porque no busco mi voluntad sino la voluntad del que me ha enviado. Y –lo sabemos muy bien- la voluntad salvífica del Padre celestial se manifiesta en la Encarnación del Hijo. Por eso Jesucristo nació, trabajó 30 años en la oscuridad, predicó, hizo milagros, sufrió la Pasión, murió en la Cruz y resucitó. Jesús se somete totalmente a ese plan divino de salvación. Y al final, en la Cruz, pudo decir la última palabra: Consumatum est: todo lo he cumplido.

Pero hay más: cuando Jesús quiere exponer las ca-racterísticas de su familia (cfr. Marc. 3, 35), hace mención expresa de una condición: quien hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre. Entramos en esta nueva familia de Cristo por el Bautismo, pero lo que nos hace verdaderamente hijos de Dios y hermanos de Jesucristo es hacer la Voluntad de Dios.

Tenemos que partir de la base de que, al crearnos, Dios tiene un plan concreto para cada uno de nosotros. Es una idea madre que no podemos nunca ignorar. La Providencia de Dios va ordenando todas las cosas para que este plan se cumpla. Pero como Dios respeta nuestra libertad, quiere necesitar de nuestra cooperación. Quiere que queramos lo que Él quiere: su Voluntad. Mirad: esta es la razón por la que tantas veces no obtenemos lo que pedimos en la oración: queremos que Dios quiera lo que nosotros queremos, y así no va: es al revés. O como decía una monjita: hágase mi santa Voluntad de Dios.

Nuestra vida cristiana debe consistir precisamente en nuestra identificación con la Voluntad de Dios. ¿Recuerdas lo que dice Camino, 773: Jesús, lo que tú “quieras”... yo lo amo? Además, hemos de tener en cuenta que lo que Dios quiere es siempre lo mejor, lo que más nos conviene –aunque con frecuencia no lo entendamos-, porque su Voluntad nunca es cruel, porque Dios es Padre amoroso, porque siempre desea sólo nuestro bien. Por eso no es cristiana la postura de resignación ante el cumplimiento del querer de Dios. Si queremos imitar a Cristo, hemos de amar lo que Dios quiere, que es siempre el camino que conduce al Cielo. Dios no quiere –sólo lo permite- los males que se producen por nuestra pereza, por nuestra soberbia, etc.

Dios nos muestra su Voluntad, en primer lugar, en los Mandamientos, que son normas prácticas de conducta para nuestra santificación; y también lo hace a través de los Mandamientos de la Iglesia, que nos ayudan a guardar los Mandamientos de la Ley de Dios. Serva mandata! No son barreras que haya que saltarse para ser felices: todo lo contrario: son como los quitamiedos de las carreteras. Por eso hemos de conocerlos bien, para tener una buena formación moral y así portarnos como lo que somos: hijos de Dios.

Y luego, Dios nos manifiesta su querer por medio de los deberes del propio estado: hemos de tratar de hacer bien lo que tenemos obligación de hacer: los deberes familiares, profesionales, sociales, de ciudadanos...

“El valor sobrenatural de nuestra vida no depende de que sean realidad las grandes hazañas que a veces nos forjamos con la imaginación, sino de la aceptación fiel de la voluntad divina, de la disposición generosa en el menudo sacrificio diario” (Es Cristo que pasa, n. 172).

El cansancio, la perfección en los detalles: ahí está nuestra santificación, ahí está nuestra correspondencia al querer divino. Se resume en ese otro punto de Camino: Haz lo que debes y está en lo que haces.

También Dios nos habla a través de la dirección espiritual y de los consejos en la confesión. Ahí el Señor nos invita a que luchemos por mejorar, a que cortemos con algo que nos impide al ir al paso de Dios, a que tomemos decisiones generosas. Hemos de pedir al Señor que tengamos sensibilidad y disponibilidad para acoger la voz del Espíritu Santo que nos habla a través del sacerdote.

Y, por último, Dios nos habla a través de las circunstancias ordinarias de nuestra vida, de los sucesos de cada día. Hemos de ejercitar entonces la virtud de la fe: la fe que nos lleva a descubrir la mano de Dios en lo que nos pasa. La fe no es sólo para pensarla o predicarla, sino para vivirla, para ponerla en práctica. Ya lo decía también el Señor: No todo el que dice “Señor, Señor” entrará en el Reino de los Cielos, sino el que cumple la Voluntad de Dios, ése entrará en el Reino de los Cielos. Si ejercitamos la fe en la Providencia de Dios, nos será mucho más fácil la obediencia a los planes de Dios en cada momento y en las mil circunstancias concretas.

¿Y qué hacer cuando nos damos cuenta de lo que Dios quiere? Pues hacerlo con prontitud y alegría. No rebelarse, no poner condiciones, o aceptarlo con resignación (no hay otro remedio) y conformarse, pero sin amor. Pero amar la Voluntad de Dios es poner los medios humanos: “Dios quiere que rece, pero yo tengo que rezar”, “Dios quiere que me porte bien, pero yo tengo que luchar”. Que le pidamos al Señor que cuando oigamos su Voz nos encontremos dispuestos a hacer la Voluntad de Dios con corazón generoso y ánimo bien dispuesto.

Hemos de querer las cosas agradables y alegres que Dios quiere, pero también hemos de acoger las dificultades, los obstáculos y las penas que la vida lleva también consigo. Dios sabe más y lo endereza todo: De los males, saca bienes; y de los grandes males, grandes bienes.

“Aceptemos sin miedo la voluntad de Dios, formulemos sin vacilaciones el propósito de edificar toda nuestra vida de acuerdo con lo que nos enseña y exige nuestra fe. Estamos seguros de que encontraremos lucha, sufrimiento y dolor, pero, si poseemos de verdad la fe, no nos consideraremos nunca desgraciados: también con penas e incluso con calumnias, seremos felices con una felicidad que nos impulsará a amar a los demás, para hacerles participar de nuestra alegría sobrenatural” (Es Cristo que pasa, n. 97).

La Santísima Virgen es modelo del fiel cumplimiento de la Voluntad de Dios. Fue la primera que con su palabra fiat, ¡hágase!, escuchó la palabra de Dios y la cumplió con plenitud.


(VII-1) Formación

Luc. 11, 34-35. Estas palabras del Señor que recoge el evangelista San Lucas nos hablan de la grave obligación que tenemos de formarnos una conciencia recta, verdadera, porque en las circunstancias actuales, el ambiente no es bueno: hay una gran ignorancia y confusión de ideas sobre la moral, la doctrina de Jesucristo, etc. que configuran en muchos y muchas –que incluso se dicen cristianos- una conducta que se aparta en muchas ocasiones de las más elementales normas de vida, no digo cristiana, sino también honradamente humana.

Y lo peor no es que exista esta ignorancia, sino que, además, este ambiente influye en los conceptos y conductas de muchas otras personas. Y aquí entra nuestra responsabilidad, no sólo de que –como dice el Señor- nuestro cuerpo esté iluminado, sino también de que iluminemos con nuestro resplandor. Recuerdas aquellas otras palabras del Señor: No se enciende una luz para ponerla debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que ilumine toda la casa.

Y esto es lo que dice San Josemaría en Camino, n. 376. Influir en el ambiente: dar razón, con nuestra conducta verdaderamente cristiana –y también con la palabra- de cómo se vive la vida cristiana, de cómo se pueden vivir las virtudes cristianas en todas las edades y en todas las circunstancias. Eso se llama apostolado, y nos obliga a todos por el mero hecho de ser cristianos. El Señor dijo: Vosotros sois la sal de la tierra; vosotros sois la luz del mundo; y se dirigía a aquella muchedumbre de sus discípulos, en los que había de todo: hombres, mujeres, niños, solteros, casados, jóvenes y mayores, etc.

Mirad: La tarea de ser ipse Christus, es decir, de vi-vir en Cristo, de hacer vida nuestra la vida de Cristo, es la más noble, la más apasionante tarea que tenemos entre manos. Pero esto tiene dos aspectos: por una parte, la lucha ascética, la lucha por arrancar de nosotros lo que no va, es decir, esa pelea diaria contra nuestras malas inclinaciones, contra lo que nos aparta de Dios y de los demás: el egoísmo, la pereza, los prontos que lastiman a los que tenemos a nues-tro alrededor... Es un aspecto importante que no podemos nunca dejar de lado. Ya lo dijo el Espíritu Santo por boca de Job: Militia es vita hominis super terram: la vida del hombre es una guerra: una guerra contra sí mismo, contra sus bajas pasiones... No es cristiano el que no lucha, el que se instala en su comodidad, el que se conforma en ser como es, sin intentar mejorar.

Porque el segundo aspecto de nuestra tarea es aún más importante porque es eminentemente positivo: se trata de conquistar los modos de ser y de actuar cristianos: lograr la madurez humana, una doctrina y piedad sólidas, una firmeza en nuestro testimonio apostólico. Y para esto, necesitamos aprender estos modos de vivir la vida cristiana; necesitamos un maestro que nos vaya enseñando y guiando sobre nuestra conducta en la vida diaria. Es decir, necesitamos formación.

Y un aspecto importante de nuestra formación es la formación doctrinal. Traigo a tu consideración el pasaje, que recoge San Juan (Ioan. 3, 1-13), sobre la larga conversación que Jesús tiene con Nicodemo. Nicodemo era un doctor de la Ley que acude a Cristo por la noche para aprender. Cuando Jesús le comienza a explicar su doctrina, Nicodemo se asombra y pregunta: ¿cómo puede ser esto? El hombre de hoy –y quizás también cada uno de nosotros- tiene planteados una serie de interrogantes, que no sabe contestar por sí mismo. Hay cosas como el dolor, la muerte, las exigencias de la moral cristiana, que no se entienden –que no las entendemos- y necesitamos ir –como Nicodemo- a un maestro, ­Jesús, (sabemos que has venido de parte de Dios), y preguntarle: ¿cómo puede ser esto? Tenemos, como una muestra de nuestro amor a Jesucristo, que acudir a Él para conocerle mejor y –con la ayuda de la gracia- comprender con profundidad las relaciones de las cosas creadas con su Creador.

Ante la pregunta de Nicodemo, Jesús le contesta con otra pregunta: ¿tú eres maestro en Israel y no sabes esto? Como diciendo: pero si es elemental... Ahora podría decir: pero si esto lo sabe un niño que acaba de hacer la primera Comunión... Para ser coherentes en nuestra vida, necesitamos la doctrina; es muy difícil progresar moralmente sin ahondar también en el conocimiento de las verdades de la fe. Hay mucha ignorancia, también en las clases más cultas –incluso sobresalientes en sus campos profesionales- que hablan de religión sin conocer lo más elemental. Jesús dice: Nosotros hablamos de lo que sabemos. La formación no es sólo información; no basta con quedar enterado: hay que saber. Mucha gente, hoy, están al día de las noticias, pero no conocen la esencia de las cosas, ni su valor real ante Dios. Es necesario que profundicemos en la fe para dar razón de lo que creemos y llevemos suavemente a esas gentes desde su error hacia la verdad que desconocen.

Os invito a comprometeros a recibir unos medios de formación colectivos y personales: clases de doctrina, dirección espiritual, estos propios retiros, lectura espiritual y doctrinal; y a poner espíritu de sacrificio para acudir a ellos, con puntualidad y constancia. Y también, siendo humildes, a asistir con ánimo de practicar lo que aprendemos.

Y tratar de superar los obstáculos, que son: en primer lugar la pereza (no tengo tiempo... no me viene bien), lo que es una excusa tonta, pues sí lo tenemos para lo que consideramos imprescindible o nos apasiona; luego está la soberbia (me están condicionando: el autodidacta nunca alcanza lo que lograría dejándose ayudar), que lleva también al espíritu crítico que nos lleva a no aceptar lo que nos cuesta o nos obliga a reconocer que nos hemos equivocado o debemos cambiar de conducta o planteamientos. La soberbia también es causa del temor al compromiso; alguno puede decir: ya acudiré cuando lo necesite, con espontaneidad: pero sí aceptamos un compromiso para aprender un idioma, o una titulación profesional...

Según nuestras circunstancias personales, hacer propósitos concretos: ser constantes y preguntar con sencillez en la dirección espiritual, aconsejarse en las lecturas (libros sólidos, al nivel adecuado). Todo esto sirve para apoyar nuestra piedad en las verdades de fe en las que vamos profundizando, y no se quede en una piedad puramente sentimental, sin base doctrinal.

En el Opus Dei acudimos muchas veces al día a la Virgen con una jaculatoria: Sancta María, Spes nostra, Saedes sapientiae: ora pro nobis. Ahora nosotros acudimos a Ella para que logremos aquello que decía San Agustín: que sepamos para creer. Para que nuestra conducta esté fundamentada en la fe, y nuestra fe no sea la del carbonero, sino fundamentada en la doctrina que nos enseñó Jesucristo Nuestro Señor.


(VII-2) Fortaleza

Matt, 11, 12. Estas palabras del Señor nos sirven de punto de partida y de encuadre del tema de esta meditación. Nos hablan de la necesidad de tener la virtud de la fortaleza, una virtud cardinal que viene a sanar la debilidad dejada en nuestra naturaleza por el pecado original. La fortaleza nos lleva a no desistir del esfuerzo que exige la consecución de un bien arduo, y a resistir lo adverso, lo difícil, lo desagradable, lo duro. Pero no olvidemos que la fortaleza no es simplemente reciedumbre humana, es algo más: es una virtud so-brenatural, que necesita para su crecimiento la gracia de Dios y una muy buena dosis de humildad.

Tenemos en el Evangelio un pasaje que resulta paradigmático acerca de lo que es la fortaleza. Matt. 26, 33-36: Yo daré por ti mi vida. Ejemplo de lo que es la falsa fortaleza o solamente de deseo. Pedro –y los demás- caerán esa noche, de una forma u otra dejarán solo a Jesús.

Hemos de aprender de este episodio, porque también a nosotros no nos falta la buena voluntad y los deseos de ser fieles a Dios y portarnos como Él quiere. ¿Qué les pasó a los Apóstoles? Confiaban en sus propias fuerzas, en su amor al Señor, pero no pusieron los medios para que ese amor fuera realmente fuerte: la realidad es que les faltó la oración (se durmieron en el Huerto: velad y orad para no caer en la tentación; el espíritu está pronto pero la carne es flaca...); además, Pedro se metió en la ocasión en casa del sumo sacerdote. Les faltó, en definitiva la fe en el Señor, que continuamente les decía que era necesario el aparente fracaso de la Pasión: no acababan de creérselo.

Lo nuestro es también seguir las huellas de Cristo en nuestra vida ordinaria y también necesitamos de la virtud de la fortaleza para cumplir los deberes ordinarios que nuestra vocación y nuestro trabajo exigen y superar las dificultades. Así lo explicaba San Josemaría:

“Las contrariedades son muy subjetivas. Contrariedades tomamos las que cada uno quiere: el que está metido en Dios, pocas, porque cuando hay algo objetivo se rinde ante la voluntad de Dios, le pide luces para acertar, y basta” (De nuestro Padre).

Hemos de tener muy claro –lo sabemos por experiencia- que en la vida cristiana encontraremos –hemos encontrado- dificultades en el trabajo, en las relaciones con los demás, en el apostolado..., en casi todo.

Hemos de aprender que la dificultad es algo ordinario, con lo que hay que contar. Lo normal es que las cosas que valen, cuesten. Y por eso, el me cuesta no puede ser excusa para no hacer lo que debemos hacer. Junto con la ayu-da de Dios que nunca nos faltará, hemos de ejercitar la reciedumbre humana, que es una buena disposición para reforzar las mociones que el Espíritu Santo pone en el alma para portarnos bien.

Camino, 728: Toda nuestra fortaleza es prestada. Es la gracia de Dios la que nos permite luchar esforzadamente y con constancia para superar las propias debilidades y los obstáculos que se nos presenten. Con la gracia, podemos decir con Santiago y Juan: Possumus!, porque el sentido de nuestra debilidad nos lleva a buscar la fuerza en Dios: quia Tu es, Deus, fortitudo mea, porque Tú, Dios, eres mi fortaleza.

Para ser fuertes y exigentes con nosotros mismos; para que la lucha sea sin altibajos, para no dejarnos llevar del estado de ánimo o de las circunstancias exteriores, necesitamos la gracia, y para eso hemos de poner la confianza en Dios. Eso es lo que nos hará fuertes de verdad.

“La verdadera fortaleza de voluntad es tranquila, ecuánime y perseverante; no se desconcierta por el fracaso del momento, ni por las heridas recibidas. Sólo puede uno considerarse vencido cuando abandona la lucha. Aquél que se esfuerza por el Señor, pone toda su confianza en El y no en sí.

Y en fin de cuentas, sólo es esforzada la voluntad que busca apoyo, no en un obstinado orgullo personal, sino en Dios y en su divina gracia. (...) La verdadera fortaleza de la voluntad, efecto de la divina gracia, la obtendremos por la oración sincera y humilde, confiada y perseverante. En ella consiste la verdadera educación sobrenatural de la voluntad” (R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades..., t. I, pp. 432-433).

A más dificultades, más oración. Somos fuertes si amamos, si hay presencia de Dios, visión sobrenatural que ve la mano amorosa de Dios detrás de las dificultades o contradicciones.

“El camino del cristiano, el de cualquier hombre, no es fácil. Ciertamente, en determinadas épocas, parece que todo se cumple según nuestras previsiones; pero esto habitualmente dura poco. Vivir es enfrentarse con dificultades, sentir en el corazón alegrías y sinsabores; y en esta fragua el hombre puede adquirir fortaleza, paciencia, magnanimidad, serenidad” (Amigos de Dios, n. 77).

Hemos de pedir al Señor que no permita que la imaginación nos lleve a sentirnos víctimas y podamos caer en el desánimo o la tibieza espiritual porque las cosas cuestan y nos conduzca a la parálisis interior. Santa Teresa decía: "Cuando estaba en la oración, veía que salía de allí muy mejorada y con más fortaleza" (Vida, 23, 2) y, en otro lugar: "por no estar arrimada a esta fuerte columna de la oración, pasé este mar tempestuoso casi veinte años con estas caídas" (ibid, 8,1).

Quisiera ahora concretar algunos campos en los que debemos ejercitar esta virtud de la fortaleza. En primer lugar, en el carácter: lo que hay que hacer, se hace, vencer los caprichos, la comodidad, la frivolidad, la blandenguería (acostúmbrate a decir que no); en la fe: hay que ser fuertes en la fe, sin ceder en cosas que son de fe, para vivir la coherencia entre la fe y la vida; y como decíamos antes, no tener miedo al ambiente, evitando con fortaleza aquellos lugares que son inapropiados a un cristiano que quiere vivir en cristiano; en la lucha interior, para saber mantener el combate sin doblegarnos ante las dificultades, el cansancio o la propia fragilidad; y también para rechazar todo lo que pueda ofender a Dios. Azulejo de nuestro Padre: Aparta, Señor, de mí lo que me aparte de Ti. Y también otro campo es el cumplimiento del deber de estado, para servir, exigir y ayudar a los demás (marido, hijos, empleados) sin una falsa comprensión, que sería falta de justicia y de caridad, y también abundancia de comodidad y de evitarse problemas o disgustos.

Tenemos también la ayuda de la Virgen, Te leo, para terminar, dos puntos de Camino: el 508 y el 513.


(VIII-1) Aprovechamiento del tiempo

Mat. 25, 14, ss: Parábola de los talentos. Todo lo que hemos recibido del Señor ¡Reconocerlo! ¿Qué tienes tú que no hayas recibido? y ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido? Hemos de tener la humildad necesaria para reconocer que todo lo bueno que tenemos, nuestras capacidades, nuestras posibilidades, nuestros talentos, los hemos recibido de Dios; y los hemos recibido para dar fruto. Y este fruto es la gloria de Dios, es el servicio a los demás.

Eph, 5, 15-16: Mirad con cuidado cómo vivís; no sea como necios, sino como sabios, aprovechando bien el tiempo presente. El talento que hemos recibido es la vida: la tendremos que entregar y Dios nos pedirá cuenta de los frutos que hemos conseguido con ella. Y para conseguir esos frutos Dios nos ha dado el tiempo: poco o mucho, aunque siempre nos parecerá poco. Ya sabes lo que decía San Pablo a los de Corinto: tempus breve est! Verdaderamente es corta la duración de nuestro paso por la tierra; como dice San Josemaría:

“Penitencia es el cumplimiento exacto del horario que te has fijado, aunque el cuerpo se resista o la mente pretenda evadirse con ensueños quiméricos. Penitencia es levantarse a la hora. Y también, no dejar para más tarde, sin un motivo justificado, esa tarea que te resulta más difícil o costosa.

“La penitencia está en saber compaginar tus obligaciones con Dios, con los demás y contigo mismo, exigiéndote de modo que logres encontrar el tiempo que cada cosa necesita. Eres penitente cuando te sujetas amorosamente a tu plan de oración, a pesar de que estés rendido, desganado o frío” (Amigos de Dios, n. 138).

Por eso es por lo que San Pablo nos avisa de que actuemos como sabios, no como necios, porque nos demos cuenta del valor enorme que tiene el tiempo y así lo aprovechemos en cosas que realmente valen la pena.

Lo que debe significar para nosotros el tiempo: Cam. 355. No podemos hacer como el siervo malo y haragán: enterrar el talento, dejar pasar el tiempo sin hacer nada positivo, o simplemente dedicarnos a actividades que sí, requieren tiempo, pero no dan fruto, fruto de amor de Dios y servicio a los demás, a la sociedad, a la familia, etc.

“Cuando un cristiano mata su tiempo en la tierra, se coloca en peligro de matar su Cielo: cuando por egoísmo se retrae, se esconde, se despreocupa (...).

Es la soberbia la que conjuga continuamente ese mío, mío, mío...Un vicio que convierte al hombre en una criatura estéril, que anula las ansias de trabajar por Dios, que le lleva a desaprovechar el tiempo. No pierdas tu eficacia, aniquila en cambio tu egoísmo. ¿Tu vida para ti? Tu vida para Dios, para el bien de todos los hombres, por amor al Señor.¡Desentierra ese talento!” (Amigos de Dios, n. 47).

Cuando desaprovechamos el tiempo es que tenemos el egoísmo de pensar en nosotros mismos. Yo, a lo mío, y los demás, contra una esquina. ¿Y quiénes son los demás? Son la familia, los hijos, el marido, la profesión, las amigas, las relaciones sociales...

Una persona que piensa continuamente en los demás, siempre le falta tiempo, porque está con permanente espíritu de servicio, cumpliendo con su deber. Fíjate qué cosas nos decía San Josemaría a sus hijos:

“No entiendo que un hijo mío esté mano sobre mano, matando el tiempo, como suele decirse. ¡Qué pena matar el tiempo que es un tesoro de Dios! Si un hijo mío, si una hija mía, dijera que le sobra tiempo, es que no cumple con su deber. A mí, siempre me quedan cosa para el día siguiente. Hemos de llegar a la noche, después de un día lleno de trabajo, con faena de sobra para el día siguiente. Hemos de llegar a la noche cargados” (De nuestro Padre, en Meditaciones IV).

Parábola de los enviados a la viña: Mat. 20,1ss. El Señor llama continuamente a trabajar en su viña, que es la Iglesia, que es el mundo. Y hacen falta brazos: gente que se decida a cooperar con su vida cristiana –con su tiempo- a la obra de la Redención. ¿Estás parada en la plaza? ¿Crees que esto no es para ti?, ¿que el tiempo es tuyo? El tiempo, para los jóvenes, no cuenta porque creen que tienen mucho; pero ¿y nosotros? ¿cuánto nos queda? Los de la hora undécima: cobraron su denario, como todos. Todavía estamos a tiempo.

Aprovechar el tiempo no es una actitud propia de determinados temperamentos (“la hormiguita”, “la inquieta”) sino que es una virtud cristiana que se nos exige a todos, como se nos exige el amor al prójimo. Fundamentalmente consiste en cumplir las obligaciones de estado. Por ser virtud se necesita una lucha continua para hacer lo que hay que hacer en cada momento, luchando contra la desgana: ahí tenemos un campo estupendo de mortificación. Para aprovechar el tiempo hay que vencer la pereza, porque las cosas no se hacen porque se tienen ganas, sino porque hay que hacerlas, y esto aunque se esté cansado. Como rezaban unas monjas al pasar delante de un cuadro con Jesús con la Cruz a cuestas: Enséñanos a trabajar cansadas.

Es elemental que para que aprovechemos el tiempo, vivamos el orden, es decir, tener una escala de valores: Dios, la familia, el trabajo, todo lo demás. Y para esto está el horario, para distribuir nuestras obligaciones con Dios y con los demás. ¿Tienes un horario flexible pero fuerte? Atenerse al horario es también una fuente magnífica de mortificación. Fíjate en lo que dice San Josemaría:

“Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar. No es justo, por tanto, que lo malgastemos, ni que tiremos ese tesoro irresponsablemente por la ventana: no podemos desbaratar esta etapa del mundo que Dios confía a cada uno” (Amigos de Dios, n. 39).

Este horario es especialmente necesario para el plan de vida y para la dirección espiritual: porque esto es lo que nos va ayudar –entre otras cosas- a aprovechar las horas -¡y los minutos!- de nuestro día.

Por otra parte, para que el tiempo se multiplique, es necesario tener presencia de Dios, es decir, ser conscientes de que Dios está a nuestro lado, y nos mira. Y esto nos llevará a hacer lo que tenemos que hacer y a hacerlo con paz e intensidad. La diligencia no tiene nada que ver con la prisa. La diligencia nos lleva a hacer las cosas bien, con orden, buscando agradar a Dios; la prisa produce nerviosismo, el atolondramiento y el ya vale, o la chapuza. Y así no agradamos a Dios, que es lo que interesa.

Y aprovechar también el tiempo para descansar. Necesitamos el descanso porque si no el borriquito se rompe. Pero no confundir el descanso con la pereza. El descanso no es no hacer nada: es cambiar de ocupación, algo que requiere menos esfuerzo y es más agradable. ¿Qué pasa con los tiempos de descanso, con las vacaciones o fines de semana? Pues que hay que descansar y aprovechar ese tiempo para estar más intensamente con la familia. Y también para enseñar a divertirse a los hijos. ¿Por qué se van? Porque muchas veces no se les hace ni caso... Descansar no es: ¡que me dejen en paz! Eso es egoísmo.

Vamos a pedir a la Santísima. Virgen, que vio crecer a Jesús y llevó una vida de trabajo intenso, que nos enseñe que nuestro tiempo no nos pertenece, que es de Dios, nuestro Padre del Cielo, y que nos lo da para que le sirvamos a Él con alegría y a los demás –a los que tenemos alrededor- por Él.


(VIII-2) Oración

Luc. 11, 1. Estando Jesús orando... Hemos de volver los ojos a Jesucristo, que es nuestro modelo, el espejo en el que nos debemos mirar. Y cuando le miremos –como ahora- le diremos también como los Apóstoles: Dómine, doce nos orare, enséñanos a hacer oración.

Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, que por ser Dios tenía la visión beatífica –veía a su Padre Dios cara a cara- se retira con mucha frecuencia a hacer oración: et diluculo valde mane, dice San Marcos, muy de mañana, antes de amanecer, se retira a un lugar solitario para hacer oración; y antes de elegir a los Doce, pasa la noche entera en oración; y al resucitar a Lázaro, y en el Huerto de los Olivos, cuando la dificultad, la inminente Pasión, le hace sudar sangre... Jesús, nuestro Maestro, hace oración.

Para vivir vida cristiana, tenemos que seguir las huellas del Maestro. No nos queda más remedio que rezar. Camino 107. Nos es absolutamente necesario hacer oración, tener esa conversación, como decía Santa Teresa, con quien sabemos que nos ama. Con nuestro Padre Dios, con Jesús, con la Virgen, para tratarles, para invocarles, para escucharles o para estar con ellos. La raíz de tantos descaminos, de la confusión doctrinal y moral, del alejamiento de Dios, es que no se reza, se confía sólo en el hombre, y eso es la soberbia, que lleva inevitablemente al fracaso. Rezan pocos, y los que rezamos, rezamos poco. Surco 445.

Si queremos tener una guía, un norte claro, en nuestra existencia cristiana, escuchemos a Jesús, cuando cuenta la parábola de la viuda que pide justicia al juez inicuo: oportet orare et non deficere: es necesario rezar siempre y no cansarse. La oración es el fundamento de toda labor sobrenatural; es decir, de toda nuestra vida cristiana. La oración es el cimiento del edificio espiritual. –La oración es omnipotente. (Cam. 83). Sin ella no podremos hacer nada.

¿Y cómo hacer oración? Pedirlo al Señor, como los apóstoles: Dómine, doce nos orare. Y Jesús nos responde: Cuando oréis, decid: Padre nuestro... Hacer oración es tratar a Dios como un hijo a su padre, con confianza, con delicadeza. Surco 457. Hablar con Él de tú a tú. No es un monólogo como el de tanta gente que se hablan a sí mismos, escuchándose complacidos.

“Para algunos, todo esto quizá resulta familiar; para otros, nuevo; para todos, arduo. Pero yo, mientras me quede aliento, no cesaré de predicar la necesidad primordial de ser alma de oración ¡siempre!, en cualquier ocasión y en las circunstancias más dispares, porque Dios no nos abandona nunca. No es cristiano pensar en la amistad divina como un recurso extremo. ¿Nos puede parecer normal ignorar o despreciar a las personas que amamos? Evidentemente, no. A los que amamos van constantemente las palabras, los deseos, los pensamientos: hay como una continua presencia. Pues así con Dios” (Amigos de Dios, n. 247).

La oración es hablar con Dios como se habla con una persona querida, con el marido, con la mujer, con los amigos. Y siempre ha de ser una oración personal: huir del anonimato; la oración no es hacer una serie de consideraciones más o menos espirituales: es hablar de nuestra vida (ref. Camino 91): El tema de mi oración es el tema de mi vida.

Hay muchas, infinitas maneras de orar. Pero siempre ha de haber dos interlocutores: Dios y cada uno de nosotros. Por eso, cuando queremos hacer oración, tenemos que hacer un acto de fe como hemos hecho al comenzar esta meditación: creo firmemente que estás aquí... Y luego, con sencillez, sin palabras o ideas rebuscadas, decirle lo que nos pasa y lo que queremos: Él nos escucha siempre y nos ha dicho: Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá. Para resolver los problema que, a veces, nos angustian, ponemos todos los medios humanos (trabajo, intensidad, gestiones...), pero dejamos el medio más importante: rezar los problemas, pedir ayuda al Señor: ¡Señor, si quieres...!

“Procuremos, por tanto, no perder jamás el punto de mira sobrenatural, viendo detrás de cada acontecimiento a Dios: ante lo agradable y lo desagradable, ante el consuelo,,, y ante el desconsuelo por la muerte de un ser querido. Primero de todo, la charla con tu Padre Dios, buscando al Señor en el centro de nuestra alma. No es cosa que pueda considerarse como pequeñez, de poca monta: es manifestación clara de vida interior constante, de auténtico diálogo de amor” (Amigos de Dios, n. 247).

Si hacemos la oración así, tendremos la seguridad de recibir (cfr. Luc. 11, 11-13). La oración es omnipotente, porque Dios es nuestro Padre y siempre nos concede lo que nos conviene.

Et non deficere. La oración no es verdadera oración si no es perseverante. Hay que superar los obstáculos que se presentan para hacer oración. Surco 464. Acuérdate de la cananea: cómo pide, con insistencia, sin desanimarse porque parece que el Señor no le escucha. El Señor, lo que quiere es comprobar que tiene interés, que tiene un fe grande. La perseverancia es sacar algún rato diario para hacer oración mental, con tiempo y hora fijos. Así confirmamos que efectivamente queremos hacer oración porque nos damos cuenta de que necesitamos conectar con el Señor, recibir su ayuda, su consuelo...

Y cuando hacemos ese rato de oración, luchar contra las distracciones: quizás utilizando un libro que nos sirve de guía y nos da el tema de conversación; pero si aún así vienen las distracciones, entonces es el momento de no consentirlas y aprovecharlas para continuar la oración, aprendiendo a hacer buen uso de la imaginación.

“Es una verborrea casi continua, un monólogo que insiste incansablemente en los problemas que les preocupan, sin poner los medios para resolverlos, movidos quizá únicamente por la morbosa ilusión de que les compadezcan o de que les admiren. Se diría que no pretenden más” (Amigos de Dios, 245).

Y procurar sacar frecuentemente algún propósito, de manera que nuestra oración influya en nuestra vida, en nuestro día. No podemos ser tan poco honrados como para negarle al Señor en un momento del día lo que le hemos prometido en el rato de conversación que tuvimos con Él.

La Virgen es maestra de oración. Camino 502. Pues eso, que acudamos a Ella, con la misma disposición de los Apóstoles ante Jesús, que veíamos al principio de la meditación. Que acudamos a Ella, que es la Omnipotencia Suplicante.


(VIII-3) Templanza y desprendimiento

Luc. 12, 16 ss.: la parábola del rico insensato. Aquí, en esta parábola, el Señor quiere reflejar para nuestra enseñanza las preocupaciones e inquietudes de un hombre que tiene muchos bienes. Es la esclavitud de los hombres mundanos, que ponen su confianza en los bienes terrenos y no en Dios y andan preocupados por un mañana que quizá no llegarán a ver.

En el Salmo II se dice: Bendito quien confía en el Señor y pone en Él su confianza. Quien pone su confianza en las cosas de la tierra apartando su corazón del Señor está condenado a la esterilidad y a la ineficacia en lo que realmente importa. Si se pone el corazón en las cosas, en el dinero, en el poder, en la fama, en las cosas materiales, se producen unas ataduras en el alma que impiden el caminar hacia Dios. Sucede como la roma de los barcos, esos moluscos que se pegan al casco del barco y retrasan su velocidad. San Juan de la Cruz lo explica con un ejemplo:

“Porque poco se me da que un ave esté asida a un hilo delgado en vez de a uno grueso, porque, aunque sea del-gado, tan asida estará a él como al grueso, en tanto que no le quebrare para volar. Verdad es que el delgado es más fácil de quebrar; pero, por fácil que sea, si no lo rompe, no volará” (S. Juan de la Cruz, Llama de amor viva, 11, 4).

Hemos de vivir la virtud de la templanza, que es una virtud cardinal (de cardo, gozne, punto de apoyo de la vida cristiana), que ha de estar presente en toda la conducta de quien quiere seguir a Cristo. La templanza es una virtud que modera el apetito de los bienes sensibles, que hemos recibido de Dios y que nos han de conducir a Dios.

Ya lo dijo el Señor: No podéis servir a Dios y a las riquezas. No entendamos aquí por riquezas sólo las grandes riquezas: podemos también llenar el corazón de pequeños apegamientos. Y así no podremos seguir al Señor, porque Dios no cabe en un corazón lleno de cosas. Y estas cosas pueden ser el amor propio, la excesiva procupación por la salud, el futuro, el deseo desproporcionado de poseer cosas que son innecesarias, por puro capricho o por aparentar...

Los bienes materiales son buenos, porque son de Dios. Después de crear el mundo material Yahvé Dios vio que era muy bueno. Los medio materiales son, pues, queridos positivamente por Dios, pero tienen un objetivo: dar gloria a Dios y hacer el bien a los demás. Abraham y Job, que eran amigos de Dios, poseían muchas riquezas, pero ambos supieron desprenderse de ellas cuando Yahvé se lo pidió. Pero si los bienes que poseemos nos sirven sólo para nuestra gloria, entonces se convierten en males: si no miramos a los demás, si ponemos en ellos nuestro corazón, sólo sirven para fomentar nuestro egoísmo y son fuente de idolatría: así llama San Pablo a la avaricia.

Tenemos el ejemplo de Jesucristo. Es Dios y nace, vive y muere pobre, desprendido de todo: nace en un establo, en la carencia más absoluta y luego, en sus andanzas apostólicas, llega a decir a uno que quiere seguirle: las raposas tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza. No pocas veces carece de los más necesario y se sujeta a lo incómodo: tiene hambre y busca comida en una hijera que no tiene higos y duerme en la popa de una barca movida por las olas. Jesús, por llevar a cabo la misión que le ha confiado su Padre Dios, vive al día. Y cuando muere en la Cruz le han quitado hasta las vestiduras y le entierran en un sepulcro que no es suyo sino de un amigo.

Y nosotros, que queremos imitar a Jesucristo, ¿no vamos a entender la necesidad de vivir desprendidos de los bienes que poseemos y a no quejarnos cuando nos faltan los que nos parecen necesarios? Recuerda lo que dice un punto de Camino: Aquél tiene más que necesita menos. No te crees necesidades. Hemos de vigilar y estar atentos para no dejarnos llevar por ese afán desmedido de bienestar que está presente en muchos sectores del mundo actual, en los que se piensa que la cima de la vida y del triunfo consiste en tener más y en la ostentación de lo que se posee.

La virtud de la templanza es una virtud propia de cristianos corrientes, como nosotros. La Iglesia constantemente nos recuerda su necesidad que, en lo humano, exige dominio de sí y, por tanto, sacrificio y mortificación. No es fácil, porque vivimos en un mundo que está lleno de una gran tendencia a una vida más fácil, más cómoda, al afán de dominio: es como una carrera desenfrenada por la posesión y el disfrute de los bienes materiales considerándolos como último fin. En todas parte se ve una clara tendencia, no al legítimo confort, sino al lujo y a la ostentación. Pero el Señor nos pide a lo que queremos seguirle que nos neguemos a nosotros mismos y demos ejemplo de templanza en medio del mundo, sin dejarnos llevar por una falsa naturalidad para ser como los demás. Transigir en este punto sería dificultar o incluso impedir la posibilidad de seguir a Cristo como uno de sus íntimos.

La virtud de la templanza ha de impregnar toda nuestra vida de cristianos: desde las comodidades del hogar hasta los instrumentos de trabajo y los modos de descansar y divertirse. Para descansar, por ejemplo, no es preciso –de ordinario– realizar grandes gastos ni largos desplazamientos. Da ejemplo de templanza quien sabe hacer uso moderado de la TV y, en general, de los instrumentos de confort que ofrece la técnica, sin estar excesivamente pendiente de su propio bienestar. Y lo mismo se puede decir, hoy en día, que hay muchos –y muchas– que su dios es el vientre, por el afán que ponen en la comida y en la bebida: éste es un campo principal de la templanza: comer moderadamente, no hacerlo a deshora, no buscar exquisiteces...

También quería decirte que la verdadera pobreza no tiene nada que ver con la suciedad ni con el desaliño. La pobreza está ligada al trabajo, al cuidado del hogar, de la ropa, de los muebles, al ahorro, a evitar los caprichos (grandes o pequeños), a las compras, etc.

Quisiera, para terminar, decirte algo sobre la limosna. Las limosna es, en general, una manifestación clara del desprendimiento. Con la limosna nos ganamos la vida eterna, porque esta vida es tiempo de merecer siendo generosos con los demás. Decía Santo Tomás de Aquino:

“La limosna es más útil para quien la ejerce que para aquel que la recibe. Porque quien la ejerce saca de allí un provecho espiritual, mientras quien la recibe sólo material” (Santo Tamás de Aquino, Com. ep. Cor 8, 10).

No se trata de dar solamente de lo supérfluo (que también) sino que tiene que ser producto de un sacrificio personal. El Fundador del Opus Dei preguntaba en una ocasión: a ti, ¿cuánto te cuesta ser cristiano? Hemos de examinarnos sobre la proporción entre lo que gastamos en nosotros mismos con nuestra limosna (a la Iglesia, a las labores apostólicas, a los necesitados que conocemos...): podemos sacar muchas consecuencias interesantes.

Vamos a pedir a Santa María que guarde nuestro corazón y nos prepare un camino seguro al Cielo, libre de las ataduras de las cosas materiales, y ponga en nuestra alma un gran afán de dar gloria a Dios y ayudar a los demás.


(IX-1) Tibieza

Matt, 22, 36-38: El Señor contesta a aquel doctor de la ley con una respuesta llena de rotundidad: ex toto corde... Para esto hemos sido creados, para esto hemos sido redimidos por Cristo en la Cruz, para esto el Hijo de Dios tomó nuestra naturaleza humana –se hizo igual a nosotros en todo, salvo en el pecado-, pasó entre los hombres haciendo el bien, y sufrió la Pasión y murió en la Cruz propter nos homines et propter nostram salutem. Para que amemos a Dios sobre todas las cosas. No se trata de amar algo a Dios, o de tenerlo en cuenta en la lista de nuestros amores, como uno más.

San Juan nos hace llegar la medida del amor de Dios para con nosotros: I Ioan, 4, 9-11. Dios nos pide un amor de correspondencia, un amor que pide totalidad y supremacía sobre los demás amores. Piensa, entonces, cómo es tu amor a Dios: si efectivamente eres capaz de hacer sacrificios y negar las insinuaciones de la pereza, la comodidad, el orgullo, etc. por agradar a Dios, por tenerle contento. La medida del amor a Dios es amar sin medida.

Cuando en nuestro amor a Dios se introduce el peso y la medida, aparee lo que podremos llamar la tibieza. La tibieza es lo que nos lleva a vivir la vida cristiana con cálculo y cuquería, cuando nuestras relaciones con Dios son formales o llenas de rutina o tenemos un querer sin querer amar a Dios, porque nos echamos para atrás cuando Dios nos pide un poco de renuncia en la vida ordinaria. Así nos lo recordaba San Josemaría:

“Se llegó a la higuera, no hallando sino solamente hojas. Es lamentable esto. ¿Ocurre así en nuestra vida? ¿Ocurre que tristemente falta fe, vibración de humildad, que no aparecen sacrificios ni obras? ¿Qué sólo está la fachada cristiana, pero que carecemos de provecho? Es terrible. Porque Jesús ordena: nunca más nazca de ti fruto. Y la higuera se secó inmediatamente. Nos da pena este pasaje de la Escritura Santa, a la vez que nos anima también a encender la fe, a vivir conforme a la fe, para que Cristo reciba siempre ganancia de nosotros” (Amigos de Dios, n. 202).

En definitiva, la tibieza consiste en que sí, queremos seguir a Cristo, pero de lejos, como San Pedro en el Huerto. Y, claro, cuando funcionamos así, con dejadez, con rutina, sin esfuerzo, nos pasa como al Apóstol: que cuando llega la tentación, cuando hay que dar la cara ante una situación irregular o un ambiente poco o nada cristiano, le negamos, como Pedro ante una criadita sin importancia.

Pero la tibieza también nos lleva a ser como los operarios de la parábola de el trigo y la cizaña (Mat. 13, 25), que se duermen mientras que el enemigo siembra la cizaña. El sueño es la falta de lucha en nuestra vida cristiana, cuando nos dejamos llevar por el egoísmo, la superficialidad, la pereza o la comodidad, cuando cedemos ante cualquier tentación porque no es pecado mortal. Mala cosa es ese sueño, que lleva al desánimo en la piedad, a dejar poco a poco las prácticas del plan de vida porque cuestan, ¡claro que cuestan!, pero si no lo hacemos ¿dónde está nuestro amor a Dios?.

Hay también otras manifestaciones de la tibieza de las que quiero prevenirte. Son manifestaciones que, si no estamos avisados, fácilmente pueden pasar inadvertidas, porque podemos pensar que son fruto de nuestro modo de ser o del ambiente. La comodidad que nos lleva a perder el tiempo, dejando de ayudar a los que tenemos alrededor; la búsqueda de compensaciones porque nos parece que hacemos mucho (trabajo, servicio, etc.), con mentalidad de víctimas; la irritabilidad ante los defectos de los demás o ante sucesos poco agradables o incómodos. También cuando no cumplimos habitualmente los propósitos que hacemos o le ponemos condiciones al Señor.

“Hay un caso que nos debe doler sobre manera: el de aquellos cristianos que podrían dar más y no se deciden; que podrían entregarse del todo, viviendo todas las consecuencias de su vocación de hijos de Dios, pero se resisten a ser generosos. Nos debe doler porque la gracia de la fe no se nos ha dado para que esté oculta, sino para que brille sobre los hombres; porque, además está en juego la felicidad temporal y eterna de quienes así obran. La vida cristiana es una maravilla divina, con promesas inmediatas de satisfacción y de serenidad, pero a condición de que sepamos apreciar el don de Dios, siendo generosos sin tasa” (Es Cristo que pasa, n. 147).

Hermanos míos, si hemos caído en ese mal sueño de la tibieza, hemos de despertar, porque la vida no es cosa de juego: no podemos ser como la higuera estéril de la parábola (Mat. 21, 88) que maldijo el Señor porque no encontró fruto en ella cuando fue a buscarlo, sino solamente hojas. Así lo comentaba San Josemaría:

“Necesito prevenirte todavía contra el peligro de la rutina –verdadero sepulcro de la piedad-, que se presenta frecuentemente disfrazada con ambiciones de realizar o emprender gestas importantes, mientras se descuida cómodamente la debida ocupación cotidiana. Cuando percibas esas insinuaciones, ponte con sinceridad delante del Señor: piensa si no te habrás hastiado de luchar siempre en lo mismo, porque no buscabas a Dios; mira si ha decaído –por falta de generosidad, de espíritu de sacrificio- la perseverancia fiel en el trabajo. Entonces, tus normas de piedad, las pequeñas mortificaciones, la actividad apostólica que no recoge un fruto inmediato, aparecen como tremendamente estériles” (Amigos de Dios, n. 150).

¿Cómo evitaremos la tibieza o cómo saldremos de ella? El único remedio es el amor a Dios. Cuando de verdad queremos agradar al Señor, cuando en nuestro corazón –a pesar de nuestras miserias y fallos- hay deseos de amar a Dios, no hay peligro de tibieza. Ejemplo del tren y el polvo del desierto: presión interior.

Y si estamos metidos en ella, volver al fervor de la primera caridad. Acudir al Señor pidiéndoles que tenga compasión de nosotros y que nos enseñe a amarle. Y el mejor medio para que Dios vuelva a ocupar el lugar que perdió en nuestro corazón es una buena confesión, sincera y contrita; también lo es meditar la Pasión del Señor, que es un gran revulsivo para los que están instalados en la comodidad; plantearse una lucha ascética exigente, sin esperar manifestaciones exteriores o sentimientos favorables. Y comenzar cuanto antes: búscate un director espiritual que te pueda ayudar, orientar y exigir en esa lucha que vas a comenzar o recomenzar. Y saber que la vida cristiana es como un deporte, como la subida a un monte, en donde es necesaria la insistencia en el esfuerzo de subir un poco, día a día.

Camino 492. Vamos a pedir a la Virgen que nos haga fácil esta conversión. Es lo que nos recomendaba San Josemaría: Antes, solo, no podías. Ahora has acudido a la Señora y con Ella, ¡qué fácil!


(IX-2) Justicia

“La justicia es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia para con Dios es llamada "la virtud de la religión". Para con los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de ca­da uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común. El hombre justo, evocado con frecuencia en las Sagradas Escrituras, se distingue por la rectitud habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo. "Siendo juez no hagas injusticia, ni por favor del pobre, ni por respeto al grande: con justicia juzgarás a tu prójimo" (Lv 19, 15). "Amos, dad a vuestros esclavos lo que es justo y equitativo, teniendo presente que también vosotros tenéis un Amo en el cielo" (Col 4, 1)” (CEC, n. 1807).

Ya se ve por la definición que da el CEC que la justicia –en lo que se refiere a los hombres- consiste fundamentalmente en el respeto a los derechos de los demás; es decir, a dar a cada uno lo que le es debido. Esto lleva consigo, para que realmente sea una virtud, que exista una constante y firme voluntad de hacerlo. Por eso, una persona no vive la justicia –no es justa- cuando da lo que no le queda más remedio que dar en un momento determinado, porque le obliga la ley o por las conveniencias sociales.

Una persona justa se distingue por la rectitud habitual de sus pensamientos y de su conducta. La virtud de la justicia lleva, por ejemplo, a pensar siempre bien de los de-más, a respetar su fama, su libertad, su opinión. No es fácil, e incluso se podría pensar que ahora, en los tiempos que corren, es prácticamente imposible vivirla. Es cierto y resulta así porque cuando se habla de justicia –igual que de la caridad- siempre se piensa en el deber de que los demás sean jus-tos para con nosotros, respeten nuestros derechos y nos den lo que nos es debido. Pero no pensamos en que, sobre todo, la virtud de la justicia la hemos de vivir nosotros en relación con los que nos rodean.

Hay un pasaje del Evangelio (Matt, 5, 20) en la que el Señor dice: Os digo, pues, que si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos. Y los escribas y los fariseos era custodios de la Ley de Moisés y juzgaban duramente a los israelitas, ataban grandes fardos en sus espaldas y ellos no movían ni un dedo para ayudarles. Por eso, la justicia que hemos de vivir los cristianos ha de ser mayor, es decir, nos ha de obligar a una actitud de continuo y profundo respeto a las personas y a tener en cuenta su situación y sus circunstancias para darle en cada momento aquello a lo que tiene derecho a recibir de nosotros.

Y los demás tiene derecho a la verdad y al honor. La comunicación entre las personas no puede darse sin palabras verdaderas. La mentira es una injusticia y se opone al orden social y a la convivencia humana. Y la murmuración es también una injusticia porque lesiona la buena fama a la que toda persona –sea como sea- tiene derecho. Y también, la justicia nos obliga a respetar la libertad de los que nos rodean en sus opiniones y modos de ser; y a ser equitativos al juzgar: oir a las dos partes y calibrar los testimonios, en todos los ámbitos, tanto profesionales como familiares, como en la vida pública.

Luego, sobre este fundamento, podremos vivir la caridad. La justicia, para el cristiano, recibe luces especiales del mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros. La caridad exige primero el cumplimiento del deber, y luego ir más allá de lo que en justicia le es debido. Este ir más allá que exige la caridad significa que la justicia no se manifiesta exclusivamente en el respeto exacto de derechos y deberes. La verdadera justicia cristiana, informada por la caridad, es mucho más ambiciosa: nos lleva a ser agradecidos, afables, generosos; a comportarnos con lealtad en los tiempos buenos y en la adversidad; a rectificar con alegría cuando advertimos que nos hemos equivocado. Y todo esto, no lo olvidemos, es por-que los demás tienen derecho a que nos comportemos con ellos así.

Además, no podemos funcionar con la sola justicia, porque Dios no funciona así con nosotros. Matt. 18, 21-35. Dios nos perdona siempre sin nada a cambio, sólo en base a su misericordia. ¡Ay de nosotros si Dios sólo fuera justo!

“Convenceos de que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad. Cuando la justicia se hace a secas, no es extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios. La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo, lo deifica: Dios es amor(Amigos de Dios, 172).

Pero la justicia no sólo le hemos de vivir en las relaciones interpersonales. También hemos de vivirla en relación con los bienes materiales. Hemos de verlos como lo que son: dones de Dios que hemos de agradecer y ser buenos ad-ministradores y, sobre todo, estar desprendidos de ellos. El CEC habla de la función social de la propiedad –es decir, de lo que tenemos. La justicia nos habla de la obligación, por ejemplo, de pagar los impuestos y también de vivir la solidaridad. Cuando uno da limosna, no sólo vive la caridad: está cumpliendo una obligación. Y esto se refiere no sólo a dar ropa vieja o calderilla en la iglesia. Significa que es un deber de todos ayudar a la Iglesia en sus necesidades, como dice el 5º Mandamiento de la Iglesia. Y se comprende que habla de necesidades económicas. ¿Me permites una pregunta?: ¿A ti, cuánto te cuesta ser cristiana? Ten en cuenta que Dios te ha confiado unos bienes no sólo para el provecho propio, sino también del prójimo y de la comunidad. Procura vivirlo y enseñarlo a tus hijos desde la infancia: forma parte de la Doctrina social de la Iglesia, en la que los laicos tienen el primer puesto.

Hay, por último, un aspecto de la justicia que es profundamente importante y del que se derivan –si no se vive- los peores males no sólo para la persona sino para toda la humanidad. Me refiero al derecho a la vida corporal. Es algo en que los cristianos –porque reconocemos que la vida es un don de Dios y sólo Él puede disponer de ella- hemos de ser beligerantes en su defensa y promoción. Estamos en una sociedad en la que este derecho no sólo no es reconocido sino directamente conculcado. Me refiero a la eutanasia y al aborto. La eutanasia –procurar directamente la muerte de un enfermo terminal- es un crimen, se le llame como se le llame. Y el aborto –también se le llame como se quiera- es la muerte de un inocente y, por tanto, un crimen horrendo. Y no lo olvidemos, sigue vigente la pena de excomunión para quien lo procura, induce a hacerlo o colabora con él. Por justicia y por caridad hemos de procurar que –en la medida en que esté a nuestro alcance- se implante en la sociedad una cultura de vida, que elimine y desarraigue en la gente la cultura de muerte que tanto daño está haciendo.

Se lo pedimos a la Santísima Virgen, que es la Madre del Salvador y que murió en la Cruz para que nosotros tuviéramos la Vida (con mayúscula) y caminemos en justicia y amor a Dios y a los demás por el sendero de nuestra vida.


(IX-3) Vida de fe

I Ioan, V, 4: Haec est victoria quae vincit mundum: fides nostra. Cuántas veces nos hemos propuesto vivir en serio la vida cristiana. Y cuántas veces, también, hemos tenido que reconocer nuestra derrota. Nos pasa como les pasaba a aquellos primeros cristianos de los que San Pablo decía: no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles...

Sin embargo, tenemos un medio poderoso para estar centrados en la vida: la fe de Jesucristo, la que hemos recibido en el Bautismo cuando nos incorporamos a Él mediante la regeneración por el agua y por el Espíritu. Un hombre, una mujer, que tenga fe, vence al mundo, es capaz de vivir la vida cristiana, con todas sus exigencias y, también colaborar con la gracia de Dios para que también la vivan las personas que tiene a su alrededor.

No nos olvidemos de que la fe –por la que estamos firmemente convencidos de la verdad de la doctrina de la Iglesia- es un don gratuito de Dios, absolutamente inmerecido: es un regalo, el más grande que Dios nos ha dado. Hemos de agradecer a Dios el don de la fe: y la mejor manera de agradecérselo es custodiándolo, no permitiendo que nada (lecturas, TV, etc.) ni nadie (ambiente, conducta menos recta de algunos/as) nos lo arrebate. Que sepamos valorar el don de la fe.

Nos gustaría tener fe. Hay gente que se admira y envidia a los que tienen fe. Pero ¡fe, en quién? Fe en el Señor. La fe es una virtud teologal que nos lleva a confiar en el poder de Dios. Nos lleva como a mirar de reojo a Dios mientras nos movemos, hablamos, trabajamos...

“Luego, fe, fe sobrenatural. Cuando la fe flojea, el hombre tiende a figurarse a Dios como si estuviera lejano, sin que apenas se preocupe de sus hijos. Piensa en la religión como algo yuxtapuesto, para cuando no queda otro remedio; espera, no se explica con qué fundamento, manifestaciones aparatosas, sucesos insólitos. Cuando la fe vibra en el alma, se descubre, en cambio, que los pasos del cristiano no se separan de la misma vida humana corriente y habitual. Y es que esta santidad grande, que Dios nos reclama, se encierra aquí y ahora, en las cosas pequeñas de cada jornada” (Amigos de Dios, n. 312).

Dios cuenta con nuestras miserias y nuestras limitaciones, pero también cuenta con nuestra cooperación. Non est abbreviata manus Dómini, no se ha hecho más corta la mano de Dios: no es menos poderoso Dios hoy que en otras épocas, ni menos verdadero su amor por los hombres.

La fe es un don de Dios, pero hay que pedirla humildemente. Marc, 9, 24: pedirla como el padre del niño lunático: sed adiuva incredulitatem meam. Cuando hay oscuridad en el alma, cuando no nos vemos capaces de remontar nuestra situación personal, hay que acudir al Señor, también como los Apóstoles: adauge nobis fidem!, pero también hay que quitar los obstáculos que nos impiden acercarnos a Él (como Bartimeo): luchar contra nuestras pasiones, nuestros pecados;

“Un cristiano sincero, coherente con su fe, no actúa más que cara a Dios, con visión sobrenatural; trabaja en este mundo, al que ama apasionadamente, metido en los afanes de la tierra, con la mirada en el Cielo” (Amigos de Dios, n. 206).

El mejor medio es una buena confesión.

Poner por obra las exigencias de la fe en nuestra vida cotidiana. Es lo que se llama unidad de vida o coherencia cristiana. Camino 579. No podemos actuar o enjuiciar los asuntos unas veces como cristianos y otras al margen de nuestra fe. Hemos de vivir siempre de fe. Iustus ex fide vivit (Rom, 1,17). La fe ha de demostrarse con obras; si es sólo de boquilla, está muerta. La fe es vida y tiene multitud de manifestaciones: en el trabajo –haciéndolo bien y con rectitud-, en la vida familiar, en el matrimonio –abierto a la vida-, en las relaciones sociales, dando ejemplo de sobriedad y templanza. La fe influye en la vida y tiene unas exigencias constantes.

“¿No te entran ganas de gritar a ti, que estás también parado a la vera del camino, de ese camino de la vida, que es tan corta; a ti, que te faltan luces, a ti que necesitas más gracias para decidirte a buscar la santidad? ¿No sientes la urgencia de clamar: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí? ¡Qué hermosa jaculatoria, para que la repitas con frecuencia!” (Amigos de Dios, n. 195).

Vivir como hombres y mujeres de fe, que saben lo que son y quieren vivir según el querer de Dios.

El que tiene fe tiene visión sobrenatural: ver las cosas como las ve Dios: son así de verdad. Pensar que esto es un dato, una realidad. Pensar que Dios tiene un plan divino para todos y cada uno de nosotros, y va ordenando las cosas para que –con nuestra libertad cooperante- se cumplan. La visión sobrenatural nos hace tener en cuenta la existencia de un mundo sobrenatural: Dios, la Gracia, los ángeles, los milagros... que realmente existe y en el que estamos también inmersos. La fe nos empuja a levantar la mirada, a no quedarnos con los ojos pegados a la tierra, viendo el mundo y lo que está en él en dos dimensiones.

“Hemos de adquirir la medida divina de las cosas, no perdiendo nunca el punto de mira sobrenatural, y contando con que Jesús se vale también de nuestras miserias, para que resplandezca su gloria. Por eso, cuando sintáis serpentear en vuestra conciencia el amor propio, el cansancio, el desánimo, el peso de las pasiones, reaccionar prontamente y escuchad al Maestro, sin asustaros además ante la triste realidad de lo que cada uno somos; porque, mientras vivamos, nos acompañarán siempre las debilidades personales” (Amigos de Dios, n. 194).

La fe, porque es confianza en el poder de Dios, nos hace ser optimistas, audaces en nuestros planteamientos de vida cristiana, nos lleva a vencer los respetos humanos cuando tenemos que hablar de Dios o manifestar claramente y sin ambajes nuestra vida cristiana. ¿De verdad no crees que si tú yo pusiéramos en práctica nuestra fe, moveríamos montañas? Omnia possibilia sunt credenti, le dice el Señor al padre del niño lunático. Si le pedimos -¡otra vez!- adauge nobis fidem!, tendremos ese complejo de superioridad de que hablaba el Beato Josemaría y comprobaremos que los obstáculos desaparecen cuando, venciendo la pereza o el temor, nos lanzamos a hablar y dar testimonio de nuestra vida cristiana: inter medium montium pertransibunt aquae.

Nuestra Madre Santa María es maestra de fe: Ella creyó a lo que le dijo el ángel de parte de Dios e inmediatamente pronunció el fiat: hágase, y lo puso en práctica. Vamos a pedirle para todos que nosotros también sepamos poner por obra, en nuestra conducta, lo que oímos de parte de Dios: las verdades de la fe que nos entrega la Iglesia.


(X-1) Lucha interior. Comenzar y recomenzar

Hay dos textos del Evangelio de San Mateo que recogen unas palabras de Jesús que nos pueden servir de guía en nuestra meditación. Uno es Matt. 11, 12: Desde los días de Juan... lo conquistan; y el otro es Matt. 7, 13-14. Nuestro Señor señala que la vida cristiana requiere esfuerzo, lucha, y sólo los que luchan consiguen hacerla realidad en su propia vida. Y también dice que el camino que conduce a la Vida (con mayúscula) es estrecho y que son pocos los que lo siguen.

Todo esto viene a recordarnos que si queremos vivir la vida cristiana, seguir a Cristo, llegar al Cielo –al que todos estamos destinados-, ser santos (en el Cielo sólo entran los santos), es necesario que los cristianos sostengamos una lucha íntima contra todo lo que, en nuestra vida, nos aparte de Dios o del camino que nos conduce al Cielo. Una lucha que vaya dirigida a combatir la soberbia, la sensualidad, el egoísmo, la superficialidad, la estrechez de corazón, que es precisamente lo que nos aleja del amor a Dios y también del amor al prójimo por Dios.

También lo leemos en la Escritura, concretamente en el libro de Job: militia est vita hóminis super terram: la vida del hombre sobre la tierra es una guerra. ¿Y por qué es una guerra? ¿por qué y contra quien tenemos que pelear? Esas afirmaciones de Jesús que leíamos antes sobre el camino estrecho y la necesidad del esfuerzo por conquistar el Reino de Dios, ¿a qué se refieren? Las respuestas nos vienen reflejadas en la doctrina del Catecismo de la Iglesia Católica: nos enseña que por el pecado de nuestros primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre, aunque éste permanezca libre. (...). Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores (...) en las costumbres (CEC n. 407). Y en otro lugar (n. 1264) dice: en los bautizados permanece (...) una inclinación al pecado que la Tradición llama concupiscencia o “fomes peccati”. Es la consecuencia del pecado original, y es una experiencia común que todos sentimos: la inclinación al mal, la tendencia al egoísmo, el acoso de la comodidad o de la sensualidad. Nadie está eximido de estas malas inclinaciones. Por eso es por lo que tenemos que luchar contra nosotros mismos, porque si no luchamos, vamos al derrumbadero.

¡Qué pocos son los que la encuentran! dice el Señor. Y es verdad. Porque en muchos ambientes, este lenguaje de lucha, de esfuerzo, parece anticuado –propio de la Edad Media- y se prefieren la componendas, la claudicaciones personales; se piensa que lo que merece verdaderamente la pena es el dinero, el poder temporal, la satisfacción de todos los deseos a costa de lo que sea. Pero los cristianos hemos recibido del Señor un mandato, que es también un compromiso: luchar, luchar con tenacidad. Solamente si luchamos podremos ser la sal, la luz y la levadura del mundo: sólo así seremos el consuelo de Dios.

Dios nos quiere santos y nos da su gracia, para que lo seamos; pero nosotros hemos de corresponder con nuestro esfuerzo y poniendo los medios. ¿Y cuáles son estos medios?

“El que desea luchar, pone los medios. Y los medios no han cambiado en estos veinte siglos de cristianismo: oración, mortificación y frecuencia de Sacramentos. Como la mortificación es también oración –plegaria de los sentidos-, podemos describir esos medios con dos palabras sólo: oración y Sacramentos” (Es Cristo que pasa, n. 78).

Estos medios sobrenaturales, la vida de piedad, son como las armas que Dios nos da para esta lucha. Sin ellas –sin oración y sin sacramentos- es muy difícil, sino imposible, poder tener ni siquiera un atisbo de poder vencer: nos faltarán las fuerzas.

Hemos de plantear la lucha con realismo: ordinariamente no se nos planteará la lucha en cosas grandes, no tendremos grandes tentaciones, sino que nuestro campo de batalla es la vida corriente, llena de pequeñas escaramuzas y oportunidades para vencer. Por eso, aunque hemos de tener una meta bien clara y definida –ser santos y vivir plenamente la vida cristiana-, sin embargo para llegar a esa meta grande, hemos de tener metas pequeñas y determinadas. El lema de la Guardia civil: vista larga, paso corto, y mala idea. Ponernos metas a corto plazo –teniendo a la vista la meta final- y plantearse la lucha en ser un poco mejor, o un poco menos malos. Es como subir a un punto alto poniendo una escalera: hay que subir peldaño a peldaño. Contamos, como decía antes, con la gracia de Dios –que nos viene por los sacramentos y la oración-, pero nosotros hemos de poner un esfuerzo para subir ese peldaño, y luego otro, y más tarde otro, y así hasta llegar arriba.

Pero es que además, si no actuamos así luchando en lo concreto, el demonio nos engañará continuamente, nos tomará el pelo, haciéndonos pensar que sí, que tenemos unas grandes aspiraciones, mientras que en lo concreto vamos acumulando una derrota tras de otra, porque no luchamos. Y, sin darnos cuenta, podemos caer en la tibieza y en el pecado venial deliberado. Y también el diablo nos engaña con lo que el Fundador de la Obra llamaba mística ojalatera: ojalá tuviera más salud, ojalá tuviera más tiempo, ojalá tuviera otro marido... No, hermanas mías, el Señor quiere que luchemos cada día en las circunstancias concretas en que nos encontramos, sin esperar a tiempos mejores o circunstancias más favorables.

Hemos de tener bien claro el sentido positivo de la lucha. La lucha ascética es alegre y deportiva: tiene como objeto fundamental edificar el edificio del Amor a Dios y a los demás. Por eso no nos podemos quedar en nuestras propias miserias. El Señor no las quiere, pero cuenta con ellas para nuestra humildad y para nuestra santificación. Incluso te podría decir que Dios cuenta con nuestras derrotas y se goza cuando recomenzamos a luchar por el arrepentimiento y la contrición, por ejemplo, en el sacramento de la Penitencia. Por eso es tan importante el dolor de Amor, el aborrecimiento del pecado venial deliberado. Cuando hay caídas hemos de seguir el consejo de nuestro Padre, el Beato Josemaría: Un acto de contrición y adelante, más santos que nunca. Y no hemos de admitir nunca el desánimo ante los errores. Que tengamos muy claro que mientras hay lucha, hay vida interior, y que la santidad no está en no caer sino en levantarse siempre.

Se lo pedimos a la Santísima Virgen, Madre nuestra, para que nos consiga que seamos fieles en nuestra lucha diaria para ir así siempre adelante; y si caemos, que nos levante; y si andamos remisos, nos empuje.


(X-2) Trabajo

El Verbo de Dios se hizo hombre para ser modelo de santidad, dice el CEC. Y quiso, para enseñarnos el camino del Cielo, pasar la mayor parte de su vida en la tierra –30 años- desempeñando un trabajo, un oficio: fue conocido por sus paisanos como el faber, filius fabri. Si nosotros queremos recorrer ese camino que lleva a la santidad, hemos de imitarle en su vida de trabajo. Por eso, para nosotros, los cristianos, el trabajo tiene una dimensión mucho más elevada que si se contempla solamente desde el punto de vista meramente humano.

¿Por qué motivos los hombres trabajan? Hay motivos que son nobles: sacar adelante una familia, contribuir al bien de la sociedad; y otros menos nobles: el egoísmo, la ambición personal, el deseo de poder... Anécdota de los canteros de una catedral. Para un cristiano, el motivo fundamental por el que realiza su trabajo profesional –el que sea- es ser colaborador de Dios en la obra de la creación. Ya en los inicios del género humano –antes de la caída-, Dios puso al hombre en el jardín del Edén ut operaretur, para que lo trabajara. Pero, además, desde el momento en que el Hijo de Dios quiso efectuar la Redención trabajando durante 30 años, el trabajo se ha convertido para nosotros en el medio de colaborar con Cristo en su obra de salvación. Así lo explicaba San Josemaría:

“Hemos de evitar el error de considerar que el apostolado se reduce al testimonio de unas prácticas piadosas. Tú y yo somos cristianos, pero a la vez, y sin solución de continuidad, ciudadanos y trabajadores, con unas obligaciones claras que hemos de cumplir de un modo ejemplar, si de veras queremos santificarnos (...).

El trabajo profesional –sea el que sea- se convierte en un candelero que ilumina a vuestros colegas y amigos. (...) la santificación del trabajo ordinario constituye como el quicio de la verdadera espiritualidad para los que -inmersos en las realidades temporales- estamos decididos a tratar a Dios” (Amigos de Dios, 61).

Por tanto, hemos de considerar el trabajo en esa nueva dimensión que nos ha enseñado Cristo: el trabajo como medio de santidad. Hace unos días hemos celebrado un nuevo aniversario de la fundación del Opus Dei. Y viene bien recordar, en palabras de Don Álvaro del Portillo, que ése es precisamente el mensaje que Dios ha querido transmitir a través de la Prelatura del Opus Dei:

“Tened en cuenta que no basta la simple rectitud inicial, para legitimar las diversas opciones de una persona en el ámbito de su profesión, y mucho menos para santificarse en ese trabajo. Se requiere una actitud permanente de mejora, que asume diversas manifestaciones: prontitud para rectificar cuando se han cometido errores en la valoración de los medios; afán por mejorar la propia formación; deseos sinceros de conocer, practicar y difundir las enseñanzas de la Iglesia en relación a los grandes temas del trabajo humano y de la propia profesión u oficio” (Don Álvaro, Carta VII/86).

El trabajo es, pues, el eje de nuestra santificación, el lugar y el modo que tenemos para buscar y encontrar a Dios, de acercarnos a Él, de tratarle y de servirle. La fe nos dice que Dios contempla nuestro quehacer, y si de verdad queremos agradarle, hemos de realizarlo bien, con perfección humana, rectitud de intención y sentido sobrenatural.

“En efecto, un mal que hoy causa estragos en muchísimas personas, incluso en quienes se consideran buenos cristianos, es la ignorancia de las exigencias que la doctrina y la moral de Cristo comportan en la vida familiar, profesional y social. Y así, es desgraciadamente habitual que bastantes personas reduzcan las enseñanzas evangélicas al campo de la vida privada, sin que el gozo de poseer la fe de Cristo influya en su vida profesional y social” (Don Álvaro, Carta VII/86).

El trabajo es nuestra ofrenda racional a Dios, la obra de nuestras manos o de nuestra inteligencia. Y ha de estar en consonancia con la categoría de quien va a recibirla, que es Dios, la Suma Perfección, el que hizo todas las cosas y vio que todo era muy bueno. Por eso insiste San Josemaría:

“No podemos ofrecer a Dios algo que, dentro de las pobres limitaciones humanas, no sea perfecto, sin tacha, efectuado atentamente también en los mínimos detalles. “No presentaréis nada defectuoso, nos amonesta la Escritura Santa, pues no sería digno de Él”. Por eso, el trabajo de cada uno, esa labor que ocupa nuestras jornadas y energías, ha de ser una ofrenda digna para el Creador, operatio Dei, trabajo de Dios y para Dios: en una palabra, un quehacer cumplido, impecable” (Amigos de Dios, 55).

Por otra parte, hemos de considerar las palabras del Señor que se recogen en Ioan. 12, 32: Cum exaltatus fuero a terra, omnia traham ad me ipsum. El proceso de cristianización de la sociedad –en el que está insistiendo repetidamente el Papa- consiste fundamentalmente en que los hombres –nosotros y los que tenemos a nuestro alrededor- nos demos cuenta de que las realidades humanas nobles pueden y deben ser orientadas a su verdadero fin, que es Cristo, la gloria de Dios. En definitiva, se trata de hacer que la fe –que viene por la doctrina de Cristo, de la Iglesia- se haga vida en esas realidades humanas. O dicho de otro modo, para vivir una vida cristiana seria es de capital importancia que aprendamos a practicar las virtudes morales en el ejercicio del trabajo profesional.

“Verdaderamente, si esta realidad de que Dios nos ve estuviese bien grabada en nuestras conciencias, y nos diéramos cuenta de que toda nuestra labor, absolutamente toda –nada hay que escape a su mirada-, se desarrolla en su presencia, ¡con qué cuidado terminaríamos las cosas o qué distintas serían nuestras reacciones! Y este es el secreto de la santidad que vengo predicando desde hace tantos años: Dios nos ha llamado a todos para que le imitemos; y a vosotros y a mí para que, viviendo en medio del mundo -¡siendo personas de la calle!-, sepamos colocar a Cristo Señor Nuestro en la cumbre de todas las actividades humanas honestas” (Amigos de Dios, 58).

Si queremos ser verdaderamente cristianos hemos de procurar que la luz de la doctrina de Cristo ilumine completamente el trabajo profesional que realizamos, para que esté desde su origen encauzado hacia su fin: la gloria de Dios. Sería un absurdo que un cristiano –incluso competente en su profesión- se esmerara en trabajar con presencia de Dios o que pretenda santificarse con él, y al mismo tiempo lesionara la justicia en sus relaciones con las otras personas o con la sociedad.

“Al suscitar su Obra, Jesús ha recordado expresamente a la humanidad entera que el trabajo profesional ordinario, el quehacer corriente, es el camino que la inmensa mayoría de los hombres ha de recorrer y santificar para llegar al Cielo...

... Convertir el trabajo en oración, en ofrenda grata a Dios por su unión con el Sacrificio del Altar, en realidad santificada y santificadora, constituye el meollo del espíritu de la Obra...” (Don Álvaro, Carta X/87).

Así pues, hemos de realizar nuestro trabajo con perfección humana y moral y también con sentido sobrenatural. Si el trabajo es nuestra ofrenda a Dios, lo importante para Dios no es la categoría del trabajo sino la calidad sobrenatural –el amor de Dios que ponemos- de ese trabajo. Por eso, para Dios, no hay trabajos de poca categoría: todos tienen mucha categoría: depende de la rectitud de intención con que los hacemos: Deo omnis gloria!, y también –como hemos visto- de su perfección humana y moral.

Por último, querría hacer hincapié en el valor apostólico del trabajo, que se manifiesta a través del ejemplo en nuestra vida profesional. El trabajo es –debe ser- instrumento de nuestro apostolado personal.

“Frente a esa visión chata, egoísta, rastrera, tú y yo hemos de recordarnos y de recordar a los demás que somos hijos de Dios, a los que, como aquellos personajes de la parábola evangélica, nuestro Padre nos ha dirigido idéntica invitación: “hijo, ve a trabajar en mi viña”. Os aseguro que, si nos empeñamos diariamente en considerar así nuestras obligaciones personales, como un requerimiento divino, aprenderemos a terminar la tarea con la mayor perfección humana y sobrenatural de que seamos capaces” (Amigos de Dios, n. 57).

¡Señor, concédenos tu gracia! Ábrenos la puerta del hogar y del taller de Nazareth para que sepamos convertir nuestro trabajo cotidiano en Opus Dei, en trabajo de Dios.


(X-3) Vida de piedad. Plan de vida espiritual

“El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de Mí...” (Mat. 11, 29). “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Joan. 14, 6). Y el Padre, en el monte de la Transfiguración, ordena: “Escuchadle” (Mac, 9, 7)... CEC, n. 459.

El Verbo se encarnó para hacernos “partícipes de la naturaleza divina” (2Petr. 1, 4). “Porque es tal la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios” (CEC, n. 460).

Al indicarnos el Catecismo los motivos de la encarnación del Verbo nos señala, por una parte, el ser modelo de santidad, es decir, cómo tenemos que vivir nuestra vida en nuestra situación personal y actual, de modo que lleguemos a la plenitud de la santidad (no nos tiene que asustar esta expresión: todos estamos llamados –por ser cristianos- a ser santos); y, por otra, hacernos hijos de Dios, participando de la filiación divina de Cristo; es decir, ver y tratar a Dios como Padre y comportarnos con respecto a Él como lo hizo Jesús, el Hijo de Dios por naturaleza.

Este modo de tratar a Dios como Padre es lo que constituye la virtud de la piedad. Por eso, la piedad, que en general es “la disposición habitual, el amor estable que nos lleva a dar a Dios el culto debido”, se traduce en amar a Dios y tratarle con el sentimiento propio de los hijos, porque eso es lo que somos. Así nos lo dice San Pablo (Gal, 4, 6): Y porque sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: “¡Abbá, Padre!”. Porque nos sabemos hijos, porque nos damos cuenta de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los Cielos (cfr. Camino, 267), es por lo que para nosotros Dios no es un ser extraño o lejano, que nos ha dejado a nuestro propio albur, como para tanta gente –incluso que se dicen cristianos, para los que Dios no cuenta, pasan de Dios, y se mueven con una visión chata, pegada a la tierra. No, para nosotros, Dios es un Padre amoroso al que le interesan nuestras cosas y está siempre dispuesto a perdonar y a echarnos una mano cuando lo necesitamos.

Así lo decía San Josemaría:

“A lo largo de los años, he procurado apoyarme sin desmayos en esta gozosa realidad (la filiación divina). Mi oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres. Mi experiencia sacerdotal me ha confirmado que este abandono en las manos de Dios empuja a las almas a adquirir una fuerte, honda y serena piedad, que impulsa a trabajar constantemente con rectitud de intención” (Amigos de Dios, n 143).

Aquí tenemos señalado un verdadero camino para poner en ejercicio esta realidad de nuestra filiación divina. Tratar a Dios con una piedad honda y sincera, recia y filial, llena de confianza. No tiene nada que ver con el trato frío y protocolario y –también en muchas ocasiones- lleno de rutina, que es el sepulcro de la piedad. En nuestro trato con Dios, en nuestra piedad, hemos de poner el afecto propio de los hijos, de los hijos pequeños, aunque debamos ser hombres y mujeres recios que luchan por comportarse como cristianos de verdad. También lo explicaba San Josemaría:

“La piedad que nace de la filiación divina es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos. ¿No habíais observado que, en las familias, los hijos, aun sin darse cuenta, imitan a sus padres: repiten sus gestos, sus costumbres, coinciden en tantos modos de comportarse?

Pues lo mismo sucede en la conducta del buen hijo de Dios: se alcanza también –sin que se sepa cómo, ni por qué camino- ese endiosamiento maravilloso, que nos ayuda a enfocar los acontecimientos con el relieve sobrenatural de la fe; se ama a todos los hombres como nuestro Padre del Cielo los ama y –esto es lo que más cuenta- se obtiene un brío nuevo en nuestro esfuerzo cotidiano por acercarnos al Señor. No importan las miserias, insisto, porque ahí están los brazos amorosos de Nuestro Padre Dios para levantarnos” (Amigos de Dios, n. 146).

La piedad sincera se manifiesta en actos concretos a lo largo de la jornada, que son el modo de hacer sobrenatural nuestra vida. Es importante que haya estos actos concretos en los que tratamos a Nuestro Padre Dios, porque si no, seríamos hijos descastados que sí, se saben hijos, pero no actúan como tales. Y esos actos concretos a lo largo del día son lo que constituye el plan de vida. Son esos minutos de oración mental, la asistencia a la Santa Misa –diaria, si es posible- y la Comunión frecuente; acudir regularmente a la Confesión –aunque la conciencia no nos acuse de falta mortal-; la visita a Jesús en el Sagrario; el rezo y la contemplación de los misterios del Santo Rosario, y tantas prácticas estupendas que conoces o puedes conocer. Todo esto se resume en las palabras de Forja, 83.

En el cumplimiento constante y fiel de este plan de vida es donde demostramos con obras y de verdad nuestro amor a Dios y nuestro sentido sobrenatural. Esta constancia en el plan de vida, en las normas de piedad, es la que da solidez a nuestra vida cristiana, es la que hace que nuestra oración sea continua, que podamos ser efectivamente contemplativos en medio del mundo. ¿Y esta constancia, en qué consiste? Consiste en que nuestro cumplimiento de las normas de piedad no dependa de nuestro estado de humor, de los cambios de nuestro carácter. Esas posturas delatan egoísmo, comodidad, y desde luego no se compaginan con el amor.

Hemos de tener muy claro que el plan de vida se puede cumplir siempre, porque se puede acomodar a todas las circunstancias; es más, si queremos ser buenos hijos de Dios, hemos de cumplirlo siempre, con frío y con calor, sin ganas y con ellas, cuando andamos sobrecargados o cuando nos parece que no sirve para nada. ¡Claro que sirve! Sirve para que nuestro Padre Dios se conmueva al ver los esfuerzos que hacemos para portarnos como hijos suyos queridísimos; y entonces Él –que es un buen pagador- se vuelca en nosotros dándonos la paz y la alegría, que el mundo no puede dar.

De todas maneras, hemos de poner orden en nuestro plan de vida. Hay que buscar –con amor y sentido común- los mejores momentos y los mejores lugares para vivir estas Normas de piedad. Tener en cuenta que cada una de estas prácticas de piedad constituye un encuentro personal con Dios y, por tanto, hemos de vivir la puntualidad (no le daremos plantón al Señor) y la atención y la delicadeza (no viviremos el cumplimiento = cumplo y miento, huyendo de la rutina).

Vamos a pedirle a la Santísima Virgen y a San José, que vivieron un vida íntima con Jesús, el Hijo de Dios, que nos enseñen a tratar a Dios como hijos suyos, con un trato lleno de sencillez, espontaneidad y espíritu de sacrificio.


(XI-1) Amor a la libertad. Actuación pública de los católicos

“Dios ha creado al hombre racional confiriéndole la dignidad de una persona dotada de la iniciativa y del dominio de sus actos. “Quiso Dios ‘dejar al hombre en manos de su propia decisión’ (Si 15,14), de modo que busque a su creador sin coacciones y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección” (GS 17)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1730).

Todas las criaturas han sido sacadas de la nada por Dios y para Dios: las irracionales para dar gloria a Dios de una manera necesaria, según una leyes fijas puestas por Dios en su naturaleza. Sólo el hombre ha sido creado con entendimiento y voluntad para que conozca a su Creador y se una a Él libremente. Es decir, tenemos los hombre las posibilidad de rendir o negar a Dios la gloria que le corresponde como Autor de todo lo que existe.

“Esa posibilidad compone el claroscuro de la libertad humana. El Señor nos invita: nos impulsa -¡porque nos ama entrañablemente!- a escoger el bien. Fíjate, hoy pongo ante ti la vida con el bien, la muerte con el mal. Si oyes el precepto de Yavé, tu Dios, que hoy te mando, de amar a Yavé, tu Dios, de seguir sus caminos y de guardar sus mandamientos, decretos y preceptos, vivirás... Escoge la vida, para que vivas (Dt XXX, 15-16, 19)” (Amigos de Dios, n. 24).

Dios no quiere esclavos, quiere hijos libres. Quiere que le sirvamos y le amemos libremente. Al leer los Evangelios, comprobamos que cuando Jesús se dirige a los hombres para que le sigan, nunca lo hace como imperativo, como mandato: siempre utiliza el “si quieres...”: si alguno quiere venir en pos de Mí..., si quieres ser perfecto... Quiere que nuestro servicio, nuestro amor, nuestra obediencia sea libre, con ausencia de cualquier tipo de coacción, quiere que nuestra acción proceda de una voluntad libre: porque me da la gana, como decía San Josemaría. Por eso la libertad nunca se puede oponer a la entrega, sino al revés: la entrega supone siempre la libertad.

“Nada más falso que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad. Mirad, cuando una madre se sacrifica por amor a sus hijos, ha elegido; y, según la medida de ese amor, así se manifestará su libertad. Si ese amor es grande, la libertad aparecerá fecunda, y el bien de los hijos proviene de esa bendita libertad, que supone entrega, y proviene de esa bendita entrega, que es precisamente libertad” (Amigos de Dios, n. 30).

La libertad es la capacidad de elegir el bien, porque queremos. El culmen de la libertad es amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas. O dicho de otro modo: la libertad es decir que no al mal, a lo que ataca la fe, la moral, la dignidad del hombre o de la mujer, aunque esté de moda, y haya que ir contra corriente. FICHA 4.

“Rechazad el engaño de los que se conforman con un triste vocerío: ¡libertad!, ¡libertad! Muchas veces, en ese mismo clamor se esconde una trágica servidumbre: porque la elección que prefiere el error, no libera; el único que libera es Cristo, ya que sólo Él es el Camino, la Verdad y la Vida” (Amigos de Dios, n. 26).

Y este don de la libertad, Dios lo concedió a todos los hombres. De ahí la necesidad de amar no sólo la propia libertad, sino la de respetar y defender la libertad de los demás, para que podamos exigir respeto para la nuestra. Y esto en todos los campos de la vida. Te recuerdo lo que dice un punto de Surco, 313. Hemos de respetar la libertad de los demás en la vida familiar, social, profesional y política. No podemos perder de vista el pequeño tirano que todos llevamos dentro, que quiere imponer en todo el propio punto de vista. Hemos de aprender a escuchar y atender las otras opiniones: la mujer, la del marido, y viceversa; la de los hijos, la de los colegas y amigos, en temas profesionales, de educación, políticos, etc. Mucho ojo, porque todos tenemos tendencia al mangoneo.

Otra cosa es la libertad de las conciencias: todos tenemos el deber de seguir ese imperativo interior de tributar a Dios el culto que le es debido; la libertad de conciencia es algo nefasto porque no existe libertad para rechazar a Dios. La libertad de las conciencias lleva a procurar tener una conciencia bien formada, es decir, una conciencia que ha adquirido ciencia moral, que capacita para poner en ejercicio la propia fe en las actuaciones familiares, sociales, profesionales, etc. Hemos de adquirir esta formación doctrinal y moral para que podamos actuar con conciencia verdadera y cierta. Te recomiendo, una vez más, que leas –si no lo has hecho ya- el Catecismo de la Iglesia Católica.

Pero no nos quedemos solamente en nuestra libertad. Hemos de ser sensibles a los ataques que se producen en la sociedad a la libertad de las personas y de las instituciones. Y ahí entra nuestra obligación como católicos de estar presentes en la vida pública. El CEC nos recuerda el deber de tomar parte activa en la promoción del bien común, con una dedicación –cada uno según sus posibilidades- a esas tareas asumiendo una responsabilidad personal: los católicos no podemos desertar de estos campos de la política, la educación, la moral pública; hemos de conocer y contribuir personalmente a resolver los problemas que interesan a toda la comunidad.

En este sentido, no es propio del cristiano quedarse en casa, como si lo social o lo político no fuera con él. Hemos de estar presentes en donde se decide la vida del barrio, o de la vecindad, o de la ciudad, etc., para influir cristianamente en las decisiones de las asociaciones políticas, culturales, educativas, profesionales, deportivas, etc., de las que se forma parte.

No basta que los buenos cristianos profesemos privadamente la doctrina de la Iglesia acerca de la vida, la familia, la educación, la libertad, etc. Hemos de saber que son temas decisivos para el bien del país y hay que procurar, por todos los medios normales a nuestro alcance, que se reflejen en el ordenamiento jurídico. La pasividad ante las ideologías y tomas de posición de otros ciudadanos en asuntos tan graves sería en realidad una lamentable claudicación y una omisión de contribuir al bien común.

Siempre con el respeto más exquisito -en temas opinables- a la opinión ajena, tenemos muchos medios para dar a conocer la fe de Jesucristo en todos esos ambientes: desde promover e impulsar asociaciones de padres, de consumidores, ATR, etc., hasta escribir una carta al periódico, alabando un buen criterio o dando ideas claras sobre un tema doctrinal que aparece oscuro. En definitiva, hemos de pensar que la vida pública es algo que corresponde a todos los ciudadanos (y también, por tanto, a nosotros, los católicos) y no sólo a los que se dedican profesionalmente a la política, etc. Somos ciudadanos de las dos ciudades (la del Cielo, porque somos hijos de Dios), pero también la de la tierra y hemos de poner nuestros talentos y nuestra fe para que el mundo y las realidades públicas sean más cristianas y, por tanto, más humanas.

Acudimos a la Santísima Virgen, que es la Madre de Cristo, que dijo de Sí mismo que es el Camino, la Verdad y la Vida, para que se cumpla en nosotros lo que Él también nos dijo: veritas liberabit vos: la verdad os hará libres.


(XI-2) La Iglesia. Comunión de los santos

Act. 22, 5-9. Primer encuentro de San Pablo con Cristo. Y hay un detalle en la narración que nos interesa especialmente. Se trata de que cuando Pablo pregunta: ¿quién eres, Señor?, oye una respuesta que le conmociona: Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues. Pero Saulo no perseguía a Cristo (lo consideraba muerto) sino a los cristianos, a la Iglesia naciente. Y se encuentra con que Cristo se identifica con su Iglesia.

Ésta será una idea que no le abandonará en toda su vida: la identidad de Cristo con su Iglesia. Y de ella procede toda su doctrina acerca de que la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo. Y la desarrolla en I Cor. 12, 12-14, 26-28. La Iglesia es Cristo, el Cristo total, cabeza y miembros: los miembros somos los fieles redimidos por Cristo, unidos a Él por la fe y el Bautismo. Y participamos de la misma alma de este Cuerpo Místico, que es el Espíritu Santo, que nos vivifica y nos santifica con su gracia.

Cristo fundó su Iglesia con un fin sobrenatural: la salvación de todo el género humano, continuar en el tiempo la obra de la Redención. Si separamos la realidad de la Iglesia de su verdadero fin sobrenatural, la estamos desvirtuando: la convertimos en algo así como una ONG internacional con fines altruístas, pero humanos. La Iglesia es mucho más: es el mismo Cristo actuando en el mundo, en la historia, santificando las personas y realidades. Por eso, la Iglesia no puede cambiar, porque Cristo no cambia: es el mismo ayer, hoy y siempre. Por eso la Iglesia tiene como cometido principal ser fiel a la doctrina de Cristo, y transmitirla a todos los pueblos y a todas las generaciones.

Por eso, hemos de creer a la Iglesia. Creer firmemente a la doctrina que nos presenta como revelada por Cristo. Ya desde los primeros siglos, se señalaban las características del católico:

“El verdadero y auténtico católico es el que ama la verdad de Dios y a la Iglesia, cuerpo de Cristo; aquél que no antepone nada a la religión divina y a la fe católica: ni la autoridad de un hombre, ni el genio, ni la elocuencia, ni la filosofía; sino que, despreciando todas estas cosas y permaneciendo sólidamente firme en la fe, está dispuesto a admitir y creer solamente lo que la Iglesia siempre y universalmente ha creído” (San Vicente de Lerins, Conmonitorium, 20).

Hemos de tener, pues, una fe rendida, humilde ante la doctrina de la Iglesia. Al creer a la Iglesia, creemos a Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. Hemos de fomentar en nosotros y en los demás la fe en las verdades de siempre, lo que creyeron nuestros padres y nuestros abuelos, verdades que no han cambiado y que no pueden cambiar. En definitiva, lo que se creyó siempre, en todo lugar y por todos. Forja, 585.

Esperar en la Iglesia. La Iglesia no falla, ni puede fallar, porque está fundamentada sobre roca, que es Cristo. Está asistida por el Espíritu Santo. Dios empeñó su palabra: el que a vosotros oye, a Mí me oye. La Iglesia es santa, porque tiene la santidad de Cristo, que es Dios, aunque a veces la actuación de algunos cristianos pueda ser piedra de escándalo.

“En el cuerpo visible de la Iglesia –en el comportamiento de los hombres que la componemos aquí en la tierra- aparecen miserias, vacilaciones, traiciones. Pero no se agota ahí la Iglesia, ni se confunde con esas conductas equivocadas; en cambio, no faltan, aquí y ahora, generosidades, afirmaciones heroicas, vidas de santidad que no producen ruido, que se consumen con alegría en el servicio de los hermanos en la fe y de todas las almas.

Considerad además que, si las claudicaciones superasen numéricamente las valentías, quedaría aún esa realidad mística –clara, innegable, aunque no la percibimos con los sentidos- que es el Cuerpo de Cristo, el mismo Señor Nuestro, la acción del Espíritu Santo, la presencia amorosa del Padre” (De nuestro Padre, Homilía El fin sobrenatural de la Iglesia).

La Iglesia sigue santificando, renovando el mundo con la gracia. Cristo y el Espíritu Santo siguen actuando en las almas, en todo tiempo y en todo el mundo. Por eso, hemos de ser optimistas, porque contamos con el mismo Cristo, que nos ha dicho: No temáis, Yo he vencido al mundo.

Amar a la Iglesia. Camino, 518. Es una Madre que en tantas ocasiones es acosada, vilipendiada, ofendida... también por sus hijos. Fijaos lo que decía San Josemaría:

“No es coherente con la fe cristiana, no cree verdaderamente en el Espíritu Santo quien no ama a la Iglesia, quien no tiene confianza en ella, quien se complace sólo en señalar las deficiencias y limitaciones de los que la representan, quien la juzga desde fuera y es incapaz de sentirse hijo suyo” (De nuestro Padre, Es Cristo que pasa, n. 130).

Hemos de verla como algo propio –que nos duelan las ofensas que recibe-, hemos de defenderla de palabra y por escrito, sin airear sus deficiencias humanas, como los buenos hijos de Noé. No puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por madre (San Cipriano).

Somos miembros del Cuerpo Místico de Cristo, ligado unos a otros y todos con la Cabeza, que es Cristo. No somos versos sueltos: a los cristianos nos une la fe y la gracia. Participamos de los méritos, de la santidad, de las dificultades de los otros miembros. Esto es lo que se llama la Comunión de los Santos. Camino 544. En primero lugar, hemos de sentir la responsabilidad de ser miembros vivos, es decir, estar en gracia de Dios; y luego ser miembros sanos, que enviemos a los demás sangre limpia, porque queramos ser buenos cristianos, personas que luchamos por vivir de modo coherente con nuestra fe.

Podemos ayudar a los demás con nuestro trabajo ofrecido a Dios, con nuestra oración y con nuestros sacrificios. Sentirse responsables de los demás, que por su parte nos ayudan. Rezar unos por otros. Todos lo necesitamos. Viviendo la Comunión de los Santos, nuestras buenas obras adquieren un sentido eterno, tienen una resonancia incalculable. Hemos de animarnos a pedir por los demás católicos de todo el mundo, con mentalidad católica, universal, sin ser egoístas.

Y el primer destinatario de nuestra oración y cariño ha de ser el Papa. Camino 520. Hemos de rezar por Él y por sus intenciones, que somos nosotros y el mundo entero. Hemos de apoyarle, con nuestra obediencia fiel a sus enseñanzas y dándolas a conocer. No nos quedemos solamente en la postura de admiración, por su figura, por su entrega, por su santidad: hemos de seguirle, poniendo de nuestra parte todo lo que podamos para que su voz sea oída, su persona amada y su doctrina seguida por todos.

Vamos a pedir a la Virgen –Madre de la Iglesia, que es la reunión de todos los que hemos sido bautizados y hemos renacido en Cristo, hijo de María- que sepamos ser buenos hijos de Dios, buenos hijos de la Iglesia, para que siempre y en todo queramos servirla con nuestra oración, con nuestro trabajo y con nuestro apostolado.


(XI-3) Los novísimos

Estamos en un mes, el de Noviembre, en el que tradicionalmente nuestra Madre la Iglesia nos pone a nuestra consideración la realidad de los difuntos, los que ya han terminado su camino en la tierra y se han encontrado con Dios más allá de la muerte. Hemos dedicado un día –el día 2- a rezar por las benditas ánimas del Purgatorio y hemos ofrecido sufragios por nuestros difuntos y hemos visitado los cementerios donde reposan los restos de nuestros seres queridos para que siempre estén presentes en nuestras oraciones.

Pero también en este mes es muy bueno que consideremos nosotros las postrimerías –las cosas últimas- que nos sucederán después de la muerte, porque su consideración nos ayudará a todos a rectificar la marcha de nuestro caminar terreno, a aprovechar mejor el tiempo, a no dejarnos absorber por los cuidados y necesidades de la tierra, a no permitir que nuestro corazón se apegue a nada de aquí abajo, a fomentar el horror al pecado, en todas sus manifestaciones.

Una de las mayores desgracias del mundo actual viene marcada por el olvido de la vida eterna. Mucha gente se desenvuelve como si la tierra fuera su morada definitiva, y no piensa nunca en el más allá. No ha de ser así en nosotros. Ya lo dice la Escritura en el Eclesiástico: Recuerda los novísimos en todas tus obras y no pecarás jamás. Es muy importante que consideremos estas verdades con frecuencia: que hemos de morir, que después de la muerte hay un juicio en el que se decide nuestro destino por toda la eternidad: el Cielo o el Infierno.

Pero lo que nos debe llevar a estas consideraciones no ha de ser el temor, sino el Amor. El cristiano no ha de olvidar ¡nunca! que ha sido creado, que ha recibido la vida, para amar a Dios y a los demás por Dios en esta tierra y después gozarle para siempre en el Cielo. Por eso, como rezamos en el prefacio de la Misa de difuntos: para los que creen en Ti, la vida no se acaba, se transforma. Para un cristiano la muerte es el encuentro definitivo con Dios, que es un Padre amoroso que vuelve a recibir en su casa al hijo. Por eso, meditar en la muerte y en lo que nos sucederá después de ella nos ayuda a vivir cara a Dios, con sentido de eternidad.

Dice la Epístola a los Hebreos 13, 14: No tenemos aquí una ciudad permanente. Estamos de paso en la tierra, camino hacia la vida eterna. Esto, como te decía antes, es algo que mucha gente no quiere pensar, porque entristece y llena de inquietud. Pero como dice un teólogo de este siglo:

“Somos viajeros y olvidamos que estamos de viaje. Cuando vamos en un tren y vemos que algunos viajeros des-cienden en una estación, nos hace esto recordar que pronto tendremos que descender también; de la misma manera, en nuestro viaje a la eternidad, cuando alguien baja, es decir cuando uno muere, nos hace recordar que también nosotros hemos de morir y que estamos de viaje hacia la eternidad” R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, t. I, pág. 403).

Que hemos de morir es algo real, no es una posibilidad que pueda no darse: todos hemos de morir, cuando Dios quiera, como Dios quiera. El Beato Josemaría escribió hace muchos años, cuando era sacerdote joven, una palabras que han removido a muchas almas, y les ha ayudado a disponerse mejor para ese encuentro personal con Dios, en el momento de la muerte: ¿has visto, en una tarde triste de otoño, caer las hojas muertas? Así caen cada día las almas en la eternidad: un día, la hoja caída serás tú (Camino, 736).

Para nosotros, la muerte tiene un sentido: no es el fi-nal de la vida: es el principio de la Vida con mayúscula. Y por eso la muerte nos habla de la vida: no me importa cómo se muere, sino cómo se vive; porque como se vive, se muere. El pensamiento de que un día hemos de morir nos ha de llevar a aprovechar el tiempo -¡que siempre es corto!- para desprendernos de las cosas de la tierra –todo se quedará aquí, salvo las buenas o malas obras-, para crecer en el amor a Dios y acercarle muchas almas; en definitiva para hacer fructificar los talentos que hemos recibido para la gloria de Dios y bien de las almas.

Porque se nos pedirá cuenta de cómo hemos aprovechado los años que Dios nos dio. El juicio, que tendrá lugar en el momento mismo de nuestra muerte, es realmente lo más serio, porque es la hora de la verdad. ¿Qué hemos hecho con nuestra vida? Como dice Camino, 1: Que tu vida no sea una vida estéril. Sé útil, deja poso... ¿Qué hemos hecho hasta ahora? Porque en el juicio, la luz de la gracia de Dios nos hará ver con claridad todo lo que hemos hecho o hemos pensado, en extensión y en profundidad: lo que hemos hecho y por qué. De todas formas, si tenemos deseos prácticos de unirnos a Cristo ahora, si le tratamos en la oración y en los sacramentos, el Juez será Jesús, nuestro amigo y hemos de desear contentarle cuando nos encontremos con Él.

Te decía antes que en ese momento del Juicio se decidirá nuestro destino eterno: el Cielo –quizás pasando por el Purgatorio- o el infierno. Sí, porque el infierno existe: los Evangelios hablan de él ¡26 veces! bajo diversas imágenes: el fuego que no se extingue, el llanto y rechinar de dientes, el gusano que corroe...

El infierno tiene que existir porque Dios es misericordioso, pero también debe ser justo. Porque si no existiera sería lo mismo ser un terrorista que la Madre Teresa de Calcuta. Clama San Pablo: ¡De Dios nadie se burla! Allí van las almas de los que mueren en pecado mortal. Y es muy bueno considerar que yo me puedo condenar, que yo tengo la triste posibilidad de rechazar a Dios por el pecado mortal. No po-demos ir por la vida, como dice la Escritura, sine metu nec spe, sin temor de Dios y sin esperanza, sin pararnos a pensar en ese mundo, el definitivo, que se encuentra más allá de los ojos de la carne.

El pensamiento del infierno nos lleve llevar a tener horror al pecado y a tener deseos de purificación en esta vida: el Señor siempre premia con la Cruz para que podamos reparar por nuestros pecados y por los de los demás. Seamos serios y responsables. Cuando nos hayamos alejado de Dios por el pecado, Dios siempre nos echa un cable a través del sacramento de la Confesión, para volver a Él y llegar a la ca-sa del Cielo.

Porque allí estamos destinados a ir. Ante las dificultades que podamos encontrar en nuestra vida cristiana, hemos de fomentar la esperanza del Cielo. No es egoísmo pensar en el premio que Dios tiene preparado para los que le aman. Como dice un punto de Surco, 891: Si alguna vez... Cuando, por la misericordia de Dios lleguemos al Cielo comprenderemos la verdad de lo que decía el Beato Josemaría: Vale la pena, y lo mandó grabar dos veces, para ver si sus hijos nos enterábamos. Vale la pena sufrir un poco por servir a Dios y a los demás por Dios; vale la pena negarse a los caprichos y a la comodidad por vivir cerca de Dios; a Dios no se le gana en generosidad y cuando nos negamos por agradarle, por cumplir su Voluntad, entonces se vuelca y nos da toda la felicidad para siempre, sin traiciones ni engaños, y sin empalago, nos saciará sin saciar.

La Virgen es Reina de todos los Santos. Ella es el camino seguro para llegar al Cielo: que no dejemos de acudir a Ella para que lleguemos –como decimos en el Canon de la Misa- a ser contados entre el número de los elegidos.


(XII-1) Esperanza

Ante la situación de buena parte de la sociedad en que vivimos, en la que abundan la búsqueda desenfrenada del placer y el egoísmo brutal y en la que, como consecuencia, mucha gente buena anda como desilusionada porque le parece imposible superar tantas dificultades del ambiente, es necesario hablar de una virtud propia del cristiano, que es la virtud de la esperanza. Se habla poco de la esperanza, porque abunda el pesimismo sobre la situación: muchos dan por sentado de que esto no va a cambiar y, además, se sienten incapaces de cambiarlo y cambiar personalmente.

Es necesario hablar de la esperanza porque, además, si al caminante se le quita la esperanza de llegar, se para; el deportista tiene la esperanza de batir una marca, y por eso hace tantos intentos –vuelve a empezar una y otra vez-; si se le quita la esperanza, deja de intentarlo.

Llega a la meta: y nuestra meta es el Cielo, la santidad (en el Cielo sólo entran los santos). Los cristianos somos muy ambiciosos: nuestra meta es muy alta; no se trata de poner la meta en cosas de aquí abajo (tener éxito, salud, poder...) que –se comprueba continuamente- no llenan, no satisfacen. Los cristianos queremos poseer a Dios.

Pero, claro, nos vemos muy poca cosa, con muy pocas fuerzas, continuamente estamos comprobando nuestras limitaciones y nuestros errores. Y surge la pregunta: ¿Ya podremos alcanzarla? ¿No será demasiado, no será una ilusión? Nos puede pasar como a los discípulos de Emaús... estaban desilusionados porque habían perdido la esperanza en Cristo.

Vamos a acudir a la Sagrada Escritura, concretamente al Salmo II: Beati omnes qui confidunt in eo. Felices los que ponen en Dios su confianza. Nuestra meta, la santidad, la unión eterna con Dios en el Cielo la podremos conseguir si nos apoyamos en la fe en la fidelidad de Dios. Dios quiere que seamos santos, es el fin que se propuso para nosotros cuando nos creó: elegit nos in Ipso, ante mundi constitutionem, ut essemus sancti (Eph. 1, 4). Y Dios no cambia: su designio es eterno: esta convicción es la que fundamenta nuestra esperanza. Si Dios nos ha elegido, nos dará los medios para salir victoriosos. Por eso, hemos de persuadirnos de que sin fe no hay esperanza.

La esperanza lleva a una lucha serena. Podremos luchar contra nuestras malas inclinaciones, contra las dificultades del ambiente, y vencer, porque Jesucristo, en cada página del Evangelio, nos envía un mensaje de esperanza. Él es la garantía plena de que alcanzaremos los bienes prometidos: I Ioan. 2, 25: Ésta es la promesa que Él nos hizo: la vida eterna. Porque Él lo ha dicho –y su palabra no falla- el cristiano espera que un día le será concedida la bienaventuranza eterna, y ahora el perdón de sus pecados y la gracia para luchar.

In te Dómine speravi, non confundar in eternum! Dios no abandona nunca: si nos ha destinado al Cielo, nos dará los medios para alcanzarlo. Dios no falla. Y esos medios son los sacramentos (Confesión ,Comunión), la oración y la ayuda de los demás. Se trata de usarlos, de ponerlos en práctica. Y luego, luchar. Ayúdate y Dios te ayudará. Los obstáculos existen, claro, pero se pueden superar si lo pretendemos y además bajo el impulso de la gracia actual.

La esperanza –como la del deportista- se manifiesta en comenzar y recomenzar a poner los medios. A pesar de nuestras miserias, Dios nos sigue buscando. Te leo unas palabras de San Josemaría:

“Insisto, ten ánimo, porque Cristo, que nos perdonó en la Cruz, sigue ofreciendo su perdón en el Sacramento de la Penitencia (...).

¡Adelante, pase lo que pase! Bien cogido del brazo del Señor, considera que Dios no pierde batallas. Si te alejas de Él por cualquier motivo, reacciona con la humildad de comenzar y recomenzar; de hacer de hijo pródigo todas las jornadas (...); de ajustar tu corazón contrito en la Confesión, verdadero milagro del Amor de Dios. En este Sacramento maravilloso, el Señor limpia tu alma y te inunda de alegría y de fuerza para no desmayar en tu pelea, y para retornar sin cansancio a Dios, aun cuando todo te parezca oscuro” (Amigos de Dios, 214).

La desesperación no es fruto de las dificultades: es fruto de la falta de fe o que ponemos la esperanza en las cosas de la tierra, que siempre fallan. La falta de fe lleva a la debilidad en el querer, a no poner esfuerzo en la lucha y a dejarse llevar por la tibieza, que conduce al desaliento.

Confiar más en Dios. Para Él todo tiene remedio. Y esto lo tenemos que pensar siempre, pero sobre todo cuando parece que ya no hay remedio o que las dificultades son insuperables. Luc. 8, 40-56. Jairo y la hemorroísa acudieron al Señor: la hija moribunda y la mujer desahuciada. La espera del Señor. Parece que llega tarde (la hija ha muerto). Igual que con Lázaro (le avisan que está enfermo y espera; sólo va cuando ha muerto).

La esperanza sobrenatural tiene como cimientos las ruinas del esperar humano y una confianza sin límites en Dios. Igual nos pasa en nuestra vida cuando parece que Jesús no viene al encuentro de nuestra necesidad. Si insistimos en nuestra confianza en Él (recuerda las palabras de Marta: Ioan. 14, 21-22), luego nos concede una gracia mucho mayor. Por eso, siempre, hemos de ir al Sagrario a contarle nuestras preocupaciones y necesidades. Y siempre encontraremos su respuesta: No temas, ten sólo fe. Esperar en Jesús es confiar en Él, dejarle hacer...

“La virtud de la esperanza (...) nos habla de esa continua bondad de Dios con los hombres, contigo, conmigo, siempre dispuesto a oirnos, porque jamás se cansa de escuchar. Le interesan tus alegrías, tus éxitos, tu amor, y también tus apuros, tu dolor, tus fracasos. Por eso no esperes en Él sólo cuando tropieces con tu debilidad; dirígete a tu Padre del Cielo en las circunstancias favorables y en las adversas, acogiéndote a su misericordiosa protección” (Amigos de Dios, n. 218).

No hemos de admitir el desánimo ante las dificultades y las tentaciones. Hemos de fortalecer el ánimo y luchar con optimismo. Dice San Pablo: quien comenzó en vosotros la buena obra, la llevará a feliz término. Y saber que la perseverancia no es no caer, sino levantarse siempre, con la contrición: para eso está la Confesión y la dirección espiritual.

Uno de estos días de Adviento es la fiesta de La Virgen de la O, la Virgen de la Esperanza. Ella es la esperanza nuestra y en el Cielo es nuestra abogada. Que sepamos acudir a Ella con esa oración tan antigua con la que la invocaban los primeros cristianos: Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios: no desprecies nuestras súplicas en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todos los peligros, Virgen gloriosa y bendita.


(XII-2) Filiación divina y presencia de Dios

En la Liturgia de la Misa de estos días previos a la Navidad, nuestra Madre la Iglesia nos dice unas palabras de consuelo al finalizar el tiempo que Adviento que hemos estado viviendo durante estas últimas semanas: Ya se cumple el tiempo en el que Dios envió a su Hijo a la tierra (cfr. Gal. 4. 4).

San Juan dice en el prólogo de su Evangelio que El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. El Hijo se hace hombre para que nosotros llegáramos a ser hijos de Dios. San Pablo, en la epístola a los de Éfeso entona un himno de alabanza a Dios Padre porque nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo conforme al beneplácito de su voluntad.

Este es el valor inmenso que tiene para nosotros el nacimiento del Hijo de Dios, quien, por medio de su Pasión y Muerte, nos consiguió el don inestimable de la filiación divina. A nosotros, que habíamos perdido por el pecado la gracia de Dios, Él, haciéndose hombre y muriendo en la Cruz, nos consiguió la redención y el perdón de nuestro pecados y nos ha hecho hijos de Dios en Jesucristo por medio de su gracia, que recibimos en el Bautismo.

Quieren ser estas consideraciones como el pórtico de la meditación que vamos a hacer ahora. Como dice Forja, n. 2: ¡Dios es mi Padre! –Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración. Por su infinita bondad, Dios nos dio en Cristo este don inefable de la filiación divina, nos constituye en hijos suyos. Y esto no es un simple título, sino una elevación total, una transformación efectiva de nuestro ser más íntimo.

“Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con Él la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada” (Es Cristo que pasa, n. 185).

Esta realidad nos debe llevar a dar muchas gracias a Dios porque, a pesar de que somos muy poca cosa y no hacemos más que ofenderle, Él ha querido darnos esta dignidad tan grande.

Al hacernos saber que somos hijos de Dios –nos lo dice San Juan en la 1ª de sus Epístolas: Mirad qué amor tan grande nos tiene Dios que haya querido no sólo que nos llamemos hijos de Dios sino que lo seamos- nos está diciendo que le podemos tratar con la confianza y sencillez con que un hijo trata a su padre. Y por eso este sentirse hijos de Dios nos llena de seguridad en nuestra vida, no sólo en nuestra vida espiritual sino también en nuestra vida corriente. Cuando uno se siente hijo de Dios se llena de paz y alegría, ama la Voluntad de Dios porque sabe perfectamente que esa voluntad es la de un Dios que es su Padre, y un padre siempre quiere lo mejor para sus hijos.

Como te decía antes, hemos de considerar frecuentemente nuestra filiación divina. Lo necesitamos, porque si no, habrá muchas cosas que nos pasan y no sabremos encontrarle su sentido: nos parecerán –cuando son desagradables o nos producen sufrimiento- que son absurdas o injustas y no nos daremos cuenta de que son cosas queridas o permitidas por Dios, que sabe más, y que todo lo ordena al bien de los que le aman. Dios quiere todo lo bueno para sus hijos, aunque a veces no lo entendamos. Pero siempre podemos pedirle ayuda, porque sabemos que nos entiende bien, que nos escucha, que está muy atento a todo lo nuestro. Todo esto nos lleva a abandonarnos en la divina providencia (bien sabe vuestro Padre lo que necesitáis) y a una entrega serena y alegre a la divina Voluntad. Por eso es también la filiación divina la raíz de nuestra alegría: ¡que no estén contentos los que no se consideren hijos de Dios!

Es importante que siempre nos sintamos hijos de Dios (mientras no renunciemos a ello por el pecado).

“No podemos ser hijos de Dios sólo a ratos, aunque haya algunos momentos dedicados a considerarlo, a penetrarnos de ese sentido de nuestra filiación divina, que es la médula de la piedad” (Conversaciones, n. 102).

Esta filiación divina es una condición permanente de nuestro ser y empapa todas las virtudes y nuestro modo de actuar: rezamos como hijos, con confianza, con sencillez, con espontaneidad....; trabajamos como hijos, con generosidad y perfección; pedimos como hijos (con esperanza, con seguridad de recibir), etc.

A su vez, nuestra condición de hijos de Dios nos ha de llevar a sabernos mirados en todo momento por nuestro Padre Dios, y esto significa ser responsables para tratar de comportarnos como lo que realmente somos: a actuar según nuestra dignidad, a evitar lo que es impropio de un hijo, de una hija de Dios (conversaciones, lugares o espectáculos poco dignos…). También tiene como consecuencia inmediata que estemos pendientes de nuestro Padre Dios: es lo que se llama presencia de Dios. Dios está junto a nosotros de continuo, decía el Beato Josemaría; y esto significa que hemos de sustituir el monólogo interior al que siempre tendemos por un diálogo amoroso con el Señor a lo largo de la jornada. En vez de estar continuamente rumiando las cosas que nos pasan, hemos de esforzarnos en ver la providencia de Dios en los sucesos corrientes de cada día, tomándolos como ocasión para una oración continuada. Así lo explicaba San Josemaría:

“Procuremos, por tanto, no perder jamás el punto de mira sobrenatural, viendo detrás de cada acontecimiento a Dios: ante lo agradable y lo desagradable, ante el consuelo… y el desconsuelo por la muerte de un ser querido. Primero de todo, la charla con tu Padre Dios, buscando al Señor en el centro de nuestra alma. No es cosa que pueda considerarse como pequeñez, de poca monta: es manifestación clara de vida interior constante, de auténtico diálogo de amor. Una práctica que no nos producirá ninguna deformación psicológica, porque –para un cristiano- debe resultar tan natural como el latir del corazón” (Amigos de Dios, n. 247).

Todo esto necesita por nuestra parte una lucha concreta para vivirlo. Hay modos muy variados de sentirse hijo de Dios y de buscar a Dios: se trata, en todo caso, de conseguir el hábito de la presencia de Dios. Y para eso tenemos las jaculatorias, las acciones de gracias, los actos de desagravio, las comuniones espirituales, las miradas a las imágenes de la Virgen; usar despertadores –trucos o industrias humanas: al abrir o cerrar una puerta, al subir las escaleras o en el ascensor, tener y llevar un crucifijo...- que nos lo recuerden. No se trata de vivirlas todas, pero sí utilizar en cada momento alguno de estos medios que correspondan a la situación y estado de ánimo en que nos encontremos.

Vamos a pedírselo a la Virgen, ahora que vamos a conmemorar el nacimiento de su Hijo: que no perdamos nunca la alegría y la paz, que son propias de los hijos de Dios, y que sepamos sembrarlas a nuestro alrededor.


(XII-3) La vida ordinaria

Matt. 5, 48. Jesús, ante una muchedumbre que le escucha atentamente, les está describiendo su doctrina, comentándoles los Mandamientos. Y termina su exposición con estas palabras: Sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. Se dirige a todos, no sólo a un grupo: allí hay madres de familia, jornaleros, empleados, niños, mendigos... Forja, 13. Pero es que, además, no es solamente un consejo: es un mandato. Así lo remacha San Pablo, dirigiéndose a los primeros cristianos (que también eran de toda edad y condición): Ésta es la Voluntad de Dios: que seáis santos.

¿Y cómo podemos ser santos? Con tantas cosas que hay que hacer... y encima ser santos. No se trata de ser además santos. Se trata de ser santos en nuestra vida, en nuestra vida corriente, haciendo lo que tenemos que hacer, pero con un nuevo sentido. La santidad no es una llamada a la mediocridad, sino al heroísmo, al sacrificio alegre, al amor. Y el amor está al alcance de todos: de los niños, de los enfermos, de las amas de casa, de los profesionales... Ser santos es convertir la vida corriente en vida cristiana. Por eso, los primeros cristianos se llamaban entre sí santos (os saludan los santos de la Iglesia de Roma, ..., saludad a los santos de la Iglesia de Éfeso...).

Ahora estamos en Adviento, preparando la llegada a este mundo de Jesucristo, el Hijo de Dios. Jesús quiso pasar 30 años viviendo una vida corriente, en el seno de una familia y con un trabajo determinado. Y Él era el Santo de los Santos, y estaba realizando la Redención. Para que nosotros aprendamos que la vida corriente es el campo en donde se tiene que desarrollar nuestra vida cristiana, de imitación de Jesucristo. Imitamos a Cristo dentro de las circunstancias concretas en las que nos encontramos; convertiremos nuestra vida en santidad si ponemos amor de Dios en lo que hacemos.

La vida normal y corriente, los afanes diarios, tienen valor santificador si están animados por el amor de Dios. Esta es la doctrina que nos enseña San Josemaría:

“Os recuerdo la grandeza de la andadura a lo divino en el cumplimiento fiel de las obligaciones habituales de la jornada, con esas luchas que llenan de gozo al Señor, y que sólo Él y cada uno de nosotros conocemos.

Convenceos de que ordinariamente no encontraréis lugar para hazañas deslumbrantes, entre otras razones, porque no suelen presentarse. En cambio, no os faltan ocasiones de demostrar a través de lo pequeño, de lo normal, el amor que tenéis a Jesucristo” (Amigos de Dios, 8).

Esto está al alcance de todos nosotros. No es un ojalá ni una quimera, propia de personas que no están en la realidad de la vida. Si ponemos amor de Dios –es decir, deseos de agradarle- en las tareas ordinarias (a veces tan pedestres y monótonas) estamos viviendo de verdad la vida cristiana, es decir, la vida de Cristo, la que Él vivió principalmente durante 30 años y luego también.

La vida ordinaria se ilumina por la fe. La fe sobrenatural nos hace descubrir el valor de las cosas pequeñas, esas cosas que, humanamente hablando, tienen poca entidad. Te leo unos puntos de Camino 815, 817 y 825. Como ves, la santidad, la vida cristiana, está precisamente en eso: en cumplir las obligaciones diarias con amor. Piensa en esos trabajos que debes realizar, por ejemplo, en casa: la plancha, recoger la mesa, la limpieza.... todo eso, si lo haces cara a Dios, te está santificando.

Es el heroísmo de lo vulgar: no vulgar por mediocridad en las aspiraciones humanas, sino precisamente por la amplitud de miras, que ve más allá de lo aparente o de lo inmediato: Forja 741 y 742.

En estos días estamos viviendo el Adviento acompañando a María y José hacia Belén, y luego contemplaremos a la Sagrada Familia en Belén y en Nazareth. De ellos podemos aprender lo que tiene que ser la vida familiar. La vida familiar es campo importantísimo de esa vida ordinaria que hemos de santificar. Forja 689. La familia, para los padres, ha de ser como la pasión dominante, a la que deben dedicar todas sus energías y donde se deben santificar.

“Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual de espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar” (Es Cristo que pasa, 23).

Por eso es tan importante el cuidado de la delicadeza en el trato familiar, con el otro cónyuge, con los hijos: escucharles, evitar las discusiones. A este respecto, enseña San Josemaría:

“No olvidéis que entre los esposos, en ocasiones, no es posible evitar las peleas. No riñáis delante de los hijos jamás: les haréis sufrir (...) Pero reñir, siempre que no sea muy frecuente, es también una manifestación de amor, casi una necesidad (...) Evitad (entonces) la soberbia, que es el mayor enemigo de vuestro trato conyugal: en vuestras pequeñas reyertas, ninguno de los dos tiene razón. El que está más sereno ha de decir una palabra, que contenga el mal humor hasta más tarde. Y más tarde –a solas- reñid, que ya haréis en seguida las paces” (Es Cristo que pasa, 26).

Es importante tener claro que para una esposa, el camino que le lleva al Cielo es el marido, y al revés, también. Y que por su modo de comportarse, la esposa es camino real para la vida cristiana del marido. Te leo otras palabras de San Josemaría dedicado a las esposas:

“Pensad vosotras en que quizá os abandonáis un poco en el cuidado personal, recordad con el proverbio que la mujer compuesta saca al hombre de otra puerta: es siempre actual el deber de aparecer amables como cuando erais novias, deber de justicia, porque pertenecéis a vuestro marido: y él no ha de olvidar lo mismo, que es vuestro y que conserva la obligación de ser durante toda la vida afectuoso como un novio. Mal signo, si sonreís con ironía, al escuchar esto: sería muestra evidente de que el afecto familiar se ha convertido en heladora indiferencia” (Es Cristo que pasa, 26).

Y finalmente, tened en cuenta que la santidad que el Señor os pide pasa por vivir ese deber de padres con relación a los hijos: dedicarles tiempo, escucharles...

“Los padres educan (a los hijos) fundamentalmente con su conducta. Lo que los hijos buscan en su padre o en su madre no son sólo unos conocimientos más amplios que los suyos o unos consejos más o menos acertados, sino algo de mayor categoría: un testimonio del valor y del sentido de la vida encarnado en una existencia concreta, confirmado en las diversas circunstancias y situaciones que se suceden a lo largo de los años” (Es Cristo que pasa, 28).

Nos acercamos a las fiestas navideñas. Además de procurar vivirlas con sentido cristiano –incluso en sus manifestaciones externas: poner el Nacimiento, asistir a la Misa del Gallo, visitar los belenes-, estos días son extraordinariamente apropiados para cuidar muy especialmente el ambiente de familia, de manera que cada hogar sea –como decía San Josemaría- un rinconcito de la casa de Nazaret.


(XII-4) Preparar la Navidad

Es importante que pongamos en presente en nuestra oración el sentido sobrenatural de la Navidad. Estamos inmersos en un ambiente en el que para muchos estos días significan solamente una ocasión de trato social y familiar o, en el mejor de los casos, unos días en los que se producen unos buenos sentimientos.

Hace unos años –son consideraciones que gozan de plena actualidad– el Papa ponía en guardia ante el peligro de degradar la Navidad transformándola en una fiesta de inútil despilfarro, en una manifestación caracterizada por el fácil consumismo. Y añadía: la Navidad es la fiesta de la Humildad, de la Pobreza, del Desasimiento, del Abajamiento del Hijo de Dios, que viene a darnos su Amor in-finito. Debe celebrarse, por tanto, con auténtico espíritu de compartir, de compartir con los hermanos que tienen necesidad de nuestra ayuda carñosa. Debe ser una etapa fundamental para meditar sobre nuestra conducta en re-lación a “Dios que viene”; y a este Dios que viene podemos encontrarlo en un niño indefenso que gime; en un enfermo que siente decaer inexorablemente las fuerzas de su cuerpo; en un anciano que, después de haber trabajado durante toda su vida, se halla de hecho marginado y soportado en nuestra sociedad moderna, basada sobre la productividad y el éxito (Juan Pablo II, Alocución, 22-XII-1982).

Para nosotros, los cristianos, la Navidad es algo más, mucho más: es la conmemoración del sublime misterio de la venida de Dios al mundo. Dios se hace presente entre los hombres, toma nuestra naturaleza humana y participa de nuestras alegrías, de nuestras penas, de nuestros dolores. El hombre se había alejado de Dios por su pecado y Dios, como Padre amoroso, se acerca al hombre para redimirle, para salvarle. Para nosotros, el nacimiento del Hijo de Dios nos dice que ha comenzado nuestra salvación. Estos días de Navidad nos hablan, sobre todo, de esperanza: Dios no ha abandonado a los hombres.

En la liturgia de estos días, la Iglesia nos recuerda que Dios, desde muchos siglos antes, fue preparando su venida a la tierra en su Hijo hecho hombre, Jesucristo. Y los patriarcas, los profetas, los justos del Antiguo Testamente continuamente pedían la llegada del Salvador: Ojalá las nubes lluevan al Justo; Ven, Señor, no tardes; Ven, Señor, tú que te sientas sobre querubines, que brille tu rostro y nos salve; Ven a librarnos, Señor, Dios nuestro. Son gritos que recogen las ansias de salvación y la remisión de sus pecados: la felicidad, en suma.

Hace veinte siglos Dios –que había escuchado todas estas plegarias– concedió a los hombres la gracia tan intensamente solicitada: con la venida de Cristo al mundo comenzó la salvación. Dios es el Enmanuel, que viene a salvarnos y a decirnos lo que hemos de hacer para salvarnos nosotros.

Por eso, estos días de Navidad son días de alegría y de agradecimiento. Porque por la Encarnación del Hijo nosotros somos ahora hijos de Dios. Al hacerse como nosotros, podemos acercarnos a Él y tratarle con confianza. Camino, 94: Para que te le acerques con confianza. Jesucristo hará su segunda venida al fin de los tiempos, entonces vendrá revestido de toda su gloria y poder, como Señor y Juez, pero ahora, en Belén, viene como un niño inerme y desvalido, buscando cariño y amistad.

El Hijo de Dios se hizo hombre en Belén, se hizo un Niño, en el colmo de su humildad, para buscar ese cariño en los brazos de María y José, en los de Simeón y Ana, en los de los pastores y los Magos. Pero Jesús quiere recibir ese cariño de todos los hombres de todo el mundo y de todos los tiempos, de ti y de mí. Y por eso vuelve a hacerse presente entre nosotros en la Santa Misa y en el Sagrario y quiere hacerse presente dentro de nosotros en la Comunión. Por eso, toda Misa es Navidad, todo sagrario es Belén y nuestra alma en gracia, cuando le recibimos en la Comunión es un portal de Belén.

Por eso, para preparar la Navidad, hemos de preparar nuestra alma y ayudar a prepararse a los demás, sobre todo a los de nuestra familia. ¿Qué hizo José cuando llegó al portal de Belén? No lo dice la Escritura, pero es de sentido común –conociendo además a José, que era un artesano– que lo primero que hizo fue limpiar el establo, que estaría lleno de inmundicias de los animales: y después, seguro que hizo una fogata para calentar aquel recinto. Pues eso es lo que tenemos que hacer nosotros para vivir la Navidad y también para recibirle cada vez que comulgamos.

Limpiar el alma, con la purificación. Este es el sentido del Adviento: limpiar el portal que es nuestra alma. Purificarse con la humildad y la penitencia. Esto significa reconocer los propios pecados y faltas, para poder arrepentirse y luchar por ser un poco mejores. Para eso tenemos el examen de conciencia (con dolor y propósitos) y la confesión. Quitar los obstáculos que impiden la entrada de la gracia, de Dios mismo, en el alma: luchar contra la soberbia, la vanidad, la pereza, etc.

Calentar el alma: que nuestra alma no esté fría por la apatía, la rutina o la indiferencia. Encenderse en el Amor de Dios por la piedad. Preparar la venida del Señor con un poco más de oración y de sacrificio. Tratar a María y a José durante estos días y pedirles que nos enseñen a tratar a Jesús como lo hicieron ellos.

Hemos de infundir este sentido cristiano de la Navidad en nuestra familia. Procuremos prepararla en nuestro ambiente, fomentando un clima de paz cristiana, y brindemos muchas pequeñas alegrías y muestras de afecto a quienes nos rodean. Los hombres necesitamos pruebas de que Cristo ha nacido en Belén, y pocas pruebas hay tan convincentes como la alegría del cristiano. Dar el verdadero valor al Belén (ponerlo entre toda la familia). Y cantar villancicos, que son oración y cariño. Y cuando mires el Portal, pídele a los tres, María, José y el Niño, que tu hogar sea un trasunto de Belén y de Nazareth, donde Dios está presente y donde hay paz, amor, entrega y servicio.