6.1.08

Olvido de sí

"Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame; pues el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí, la encontrará. Porque, ¿de qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” (Mt 16, 24-26).

La invitación del Señor es clara: quien recibe su llamada ha de estar dispuesto a una entrega sin condiciones. Jesús no exige abandonar unos determinados bienes o ventajas materiales, ni la entrega de la familia… Jesús pide mucho más, lo pide todo: no tener ya nada como propio, ni un pensamiento, ni un afecto, ni un deseo que no sea el de seguirle a Él. Entregamos la vida a fin de vivir para Dios (Gal 2, 19).

Esta decisión de entrega total, absoluta, es el fundamento de nuestra respuesta. “A la Obra no venís a buscar nada: venís a entregaros, a renunciar por amor a Dios, a cualquier ambición personal. Todos tienen que dejar algo si quieren ser eficaces en Casa y trabajar como Dios nos pide, como un borrico fiel, ut iumentum! La única ambición del borrico fiel es servir, ser útil: el único premio que espera es el que le ha prometido Dios: quia tu reddes unicuique iuxta opera sua (Ps 61, 13), porque el Señor premia a cada uno según sus obras. Hijos de mi alma, os encontráis aquí en la Obra porque el Señor ha puesto en vuestro corazón el deseo limpio y generoso de servir: un celo verdadero que hace que estéis dispuestos a todo sacrificio, trabajando silenciosamente por la Iglesia sin buscar ninguna recompensa humana. Llenaos de esas nobles ambiciones: reforzad en vuestro corazón esta disposición santa, porque el trabajo es inmenso” (De nuestro Padre, Carta 9-I-1932, n. 85).

Para tener estas disposiciones básicas de entrega y servicio es imprescindible olvidarnos de nosotros mismos, tener una actitud de humilde olvido de sí.

Los obstáculos que podemos encontrar en nuestro camino para seguir a Jesucristo tienen su origen último en el desordenado amor a nosotros mismos. Ese egoísmo se revela, por ejemplo, en el monólogo interior. Allí los propios intereses y aspiraciones se desorbitan; se fraguan los conflictos o se agrandan; la objetividad se difumina; el yo sale siempre enaltecido. Un alma que aspire a la santidad debe esforzarse por salir de esa subjetividad enrarecida.

Abrirse, que no es disiparse. Buscar en el fondo del corazón al interlocutor divino, a la Trinidad Beatísima, que habita en el alma en gracia. No es posible seguir al Señor si antes no hay esa negación de sí: si alguno quiere venir en pos de mi, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mt 14, 24).

Otra posible manifestación de egoísmo puede ser la excesiva preocupación por las cosas personales: salud, profesión, descanso, el futuro… En un alma entregada a Dios esa actitud no tiene sentido. No pongas tu yo en tu salud, en tu nombre, en tu carrera. Mio, tuyo, mio, tuyo… ¡Si tú no tienes nada! Si te has entregado de veras, es lo nuestro, lo de Dios, lo de todos. Mío, mío, mío… ¡Qué cosa tan molesta! Cuando a lo largo del día te sientas quizá humillado –porque no olvides que la soberbia es lo peor del fomes peccati-; cuando sientas que tu criterio debería prevalecer: que tú, que tú, que tú, y lo tuyo y lo tuyo… ¡muy mal! Estás matando el tiempo y estás necesitando que matemos tu egoísmo (De nuestro Padre, meditación 9-I-1956).

El olvido de sí es condición indispensable de la santidad.

Casi todos los que tienen problemas personales los tienen por el egoísmo de pensar en sí mismos. Es necesario darse a los demás, servir a los demás por amor de Dios: ése es el camino para que desaparezcan nuestras penas. La mayor parte de las contradicciones tienen su origen en que nos olvidamos del servicio que debemos a los demás hombres y nos ocupamos demasiado de nuestro yo (De nuestro Padre, Carta 24-III-1931, n. 15).

El olvido de sí no es un simple remedio ascético, sino un don divino.

Planes, ilusiones, proyectos… tendrán cabida en mi en la medida en que la tengan en el Señor.

Olvidarse de uno mismo es una conquista laboriosa –además de un don divino-. Es necesario esforzarse en la caridad y en la humildad.

Hijos míos, si queréis saber cada uno de vosotros si tenéis cariño a los demás, os daré la piedra de toque. La caridad, el cariño santo consiste en olvidarte de ti y ocuparte de los demás. Tu no eres nada. Los demás lo son todo en Cristo.

Tú, ¿qué tal andas de cariño con tus hermanos? Porque la caridad es cariño; y lo demás es perder el tiempo. Cariño humano, sin miedo, porque pasa a través del Corazón de Cristo. Y el cariño se demuestra con el sacrificio. ¿En qué te sacrificas tú por los demás? ¿Qué empeño pones para que tus hermanos tengan facilidad para recorrer este camino nuestro? ¿Qué haces todos los días, muchas veces al día? (De nuestro Padre, meditación 20-I-1967).

Junto a la caridad, necesitamos la humildad. Hay que saber deshacerse, saber destruirse, saber olvidarse de uno mismo; hay que saber arden delante de Dios, por amor a los hombres y por amor a Dios, como esas candelas que se consumen delante del altar, que se gastan alumbrando hasta vaciarse del todo. Yo os llevo, hijos míos, por caminos más altos, porque son caminos de continuidad. Y quiero para mis hijos, como penitencia, que sepan darse. Sólo sabremos darnos a Dios si nos olvidamos de nosotros mismos y servimos a los demás. Será verdaderamente éste un camino divino, porque está fundamentado en la humildad. Y Dios lo premia (De nuestro Padre, meditación 16-II-1964).

Fomentar el espíritu de mortificación: mortificación interior. Seria, sacrificada, constante. El detenerse interiormente en problemas personales no es sólo una pérdida de tiempo. A veces manifiesta una insidiosa concupiscencia de uno mismo, mucho más difícil de arrancar que los pensamientos de impureza, en cuanto que cuesta más admitir su existencia o reconocer su mala raíz. Ese pensar en uno mismo es, por lo menos, fuente de desamor y de numerosas omisiones en el servicio de las almas. Si no se ataja el egoísmo, el amor propio desemboca en una forma de hipocresía tanto más difícil de desenmascarar, cuanto que todo lo cubre bajo una aparente rectitud.

Pensamientos que parecen buenos –si sirvo, si soy eficaz, si me estoy haciendo santo, si no puedo con mis miserias…- en la medida en que no llevan a mejorar y son ocasión de pensar en uno mismo sin desembocar en el Señor, hay que entenderlos como una tentación diabólica.

Insisto: pongo como remedio de todos los problemas personales, el olvidarse de uno mismo, para preocuparse de los demás por Dios. Así se va por los caminos de la tierra, construyendo los caminos del Señor (San Josemaría, meditación 20-I-1933).