28.1.08

Devoción a los primeros cristianos

Los cristianos eran denominados al principio con el apelativo de fieles. Hombres y mujeres corrientes, pero de vida íntegra, a los que todos podían distinguir por su fidelidad a Dios y su servicio a los más indigentes.


Procura conocer e imitar la vida de los discípulos de Jesús, que trataron a Pedro y a Pablo, y a Juan, y casi fueron testigos de la Muerte y Resurrección del Maestro (Camino, n. 925).


Somos como el vino añejo (...), porque nuestro espíritu es la doctrina del Evangelio, y nuestro modo de obrar es el modo de obrar de los primeros cristianos (Instrucción, 8-XII-1941, n. 80).


Estos fieles se comprometían de verdad, no se dejaban llevar de teorías. Tenían un amor práctico que plasmaba en compromisos estables. Cuantos les trataban quedaban admirados por las virtudes que vivían, sobre todo por la lealtad y la fidelidad que no pocas veces les llevó al martirio. Era un testimonio que atraía a aquellos paganos. Quizá no entendieran la doctrina que practicaban, pero observaban su honradez y congruencia. Era sin más el reflejo de una fe hecha vida. Cada uno de sus actos era manifestación del firme compromiso que habían adquirido. Por esto, a pesar de las persecuciones, permanecían en su lugar de residencia, sin renunciar a su condición de ciudadanos.


No nos salimos del lugar en el que Dios nos ha llamado. Los primeros cristianos se quedaban en medio de la calle, entre sus iguales. Este es nuestro caso, puesto que no nos hemos de diferenciar en nada de nuestros conciudadanos (Instrucción, 8-XII-1941, n. 81).


Se distinguían de los demás sólo por las práctica de las virtudes, por su optimismo y profunda alegría. Esto, antes que sus discursos, despertaba la confianza de cuantos les trataban.


En una de las homilías que San Juan Crisóstomo dirige a aquellos fieles, puede apreciarse el trasfondo de este espíritu.


"Emprendamos una nueva vida; hagamos de la tierra cielo, y mostremos así a los gentiles de qué bienes tan grandes se privan. Porque cuando vean nuestra conducta ejemplar, contemplarán el espectáculo mismo del reino de los cielos... No os recomiendo algo pesado. No os digo: no os caseis. No os intimo: abanonad la ciudad y apartaos de los negocios mundanos. No. Permaneced donde estáis, pero practicad la virtud. A fuer de sincero, ¡más quisiera que brillaran por su santidad los que viven en medio de las ciudades, que no los que se han apartado a vivir a los montes! ¿Por qué? Porque de ello se seguirá un bien inmenso, puesto que "nadie enciende una luz y la pone debajo del celemín" (Mt 5, 15). De ahí que yo quiera que todas las luces estén sobre los candeleros, para que la claridad sea mayor. Encendamos, pues, el fuego; hagamos que los que están sentados en tinieblas se vean libres del error, y no me vengas diciendo: "Tengo hijos, tengo mujer, tengo que atender la casa, y no puedo cumplir lo que me dice". Si no tuvieses todo eso y fueras tibio, de nada te serviría; en cambio, aun cuando eso te rodee, si eres fervoroso, practicarás la virtud" (San Juan Crisóstomo, Homilia en Mt 43, 5).


Somos cristianos corrientes que con un apostolado individual, silencioso y casi invisible, llevan a todos los sectores sociales, públicos y privados, el testimonio de una vida semejante a la de los primeros cristianos (Instrucción, mayo-1935, 14-IX-1950, n. 94).


Aquellos primeros, en efecto, tenían una conciencia clara de lo que significaba ser fieles a sus compromisos, aun en medio de las dificultades. A pesar de ellos fueron leales, incluso a las normas emanadas de un autoridad pagana, del todo hostil para ellos. Pero obedecían. También a sus amos, a quienes respetaban a la vez que daban ejemplo de solidaridad entre sus compañeros. Con esa lealtad y transparencia actuaban en sus negocios, respetando las normas de veracidad y justicia. Los casados, por amor, cumplían con fidelidad sus compromisos matrimoniales; lo mismo que los solteros, de acuerdo con su estado. A unos y otros los exhorta San Agustín, que les recuerda: "El marido debe ser fiel a la mujer, y la mujer al marido, y ambos a Dios. Los que habéis prometido continencia, cumplid lo prometido, puesto que no se os exigiría si no lo hubiéseis prometido (...) Guardaos de hacer trampas en vuestros negocios. Guardaos de la mentira y del perjurio" (San Agustín, Sermón 260).


Lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo (Ep. Ad Diognetum, VI, 1). Vivificar el mundo desde dentro. Pasar ocultos y que brillen nuestras obras. Donde ellos están hay paz, hay unción, hay alegría; y los que viven con ellos apenas se dan cuenta (Mientras nos hablaba en el camino: Lecciones de vida ordinaria, p. 91).


La historia de la Iglesia está llena de ejemplos de lealtad. No hay que ir muy lejos en el tiempo para recordar el testimonio de Tomás Moro, honrado padre de familia y prestigioso profesional del derecho. Casi al final de su vida fue nombrado Canciller de Inglaterra por Enrique VIII. Por una veleidad del Rey se encuentra en la disyuntiva de ser leal a su rey o infiel a Dios. No lo duda. Por fidelidad a Dios y a su conciencia, no podía dar su consentimiento al divorcio que pretendía el rey, declarando nulo el matrimonio contraído con Catalina de Aragón, hija de los reyes católicos, para casarse de nuevo con Ana Bolena. A toda costa quería conseguir el soberano que Tomás se sometiera a su capricho. Pero no cedió. Al contrario, le hace ver al rey con educación y exquisito respeto que su intención de divorcio contravenía abiertamente la ley de Dios. Otro, en su lugar, tal vez lo hubiera aprobado. Él no. Y por este motivo es condenado a muerte. Encarcelado en la torre de Londres, pocos días después rodaba su cabeza de un limpio y certero tajo. La Iglesia venera a Tomás Moro como mártir y como santo. Fue en extremo valiente al mantener su fidelidad a Dios, a la vez que como caballero demostraba lealtad a su rey. Tal vez parezca paradójico. Pero la verdad es que fue por lealtad a Enrique VIII por lo que Tomás le echa en cara su equivocación, a sabiendas de que podía costarle la vida.


¡Cuánto tenemos que aprender hoy del ejemplo de Tomás Moro! Hay quienes por no complicarse la vida transigen con modos de actuar que se oponen abiertamente al querer de Dios. Se transige la mayor parte de las veces por falta de ideales, de convicciones. No se comprende que la ley ética natural obliga en conciencia: no es arbitraria, ni responde a un capricho personal. Si existe, no es para fastidiarnos, sino para que podamos obrar con seguridad y rectitud. Aun cuando en algún momento no se entienda, se ha de aceptar. Son normas de vida, no de muerte. Cumplirlas es abrir las puertas a la felicidad, rechazarlas es precipitarse en la tristeza y el pesimismo.


Una vez más se impone la sensatez. Si queremos madurar aprisa, sobre bases seguras, es preciso decidirse a ser fieles a los propios compromisos. Para lo cual hay que superar el miedo al sacrificio, plantar cara con energía a las comodidades y caprichos. Tal vez cueste en un principio, quizás nos topemos con las pasiones que tiran para abajo e impiden una lucha constante y alegre por la realización del bien y la verdad. No importa. Son obstáculos que, cuando se ama, se convierten en acicate para superarse y fomentar la esperanza. No olvidemos en esos momentos la promesa del Señor: "Sé fiel hasta la muerte, y te daré la corona de la vida" (Ap 2, 10).


Cfr. Mientras nos hablaba en el camino: Lecciones de vida ordinaria, pp. 89-93; Meditaciones, V, n. 489; CEC, nn. 2636. Aprender a madurar, pp. 71-75.

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