6.1.08

El rostro y el vestido

Sobre el sentido del pudor

"Ardía en sus ojos una sonrisa tal, que pensé alcanzar con los míos, el fondo de mi felicidad y de mi Paraiso" (Dante, La divina comedia).

Los ojos son las ventanas del alma. A través de los ojos las almas se asoman al exterior, y perciben la realidad. Pero el poder de la vista no se limita a la evaluación exterior de las cosas, sino que nos ofrece también la posibilidad de atisbar los espacios interiores de nuestros semejantes, el mundo riquísimo y complejo de la interioridad. Como dice Dante la sonrisa percibida en otra persona, puede llegar por el conducto de los ojos, hasta lo más profundo del corazón.

Una persona solía repetir, entre bromas y veras, que llega un momento en la vida en que el hombre es responsable de su cara. Quería decir con ello que llega un momento en que ha pasado el tiempo suficiente como para que las personas hayan plasmado su personalidad en el propio rostro. En general, es cierto que, cuando apreciamos en alguien lo que se llama "cara de malas pulgas", es que quizá, en verdad, las malas pulgas las lleva dentro del alma.

Los jóvenes, sobre todo, suponen que su persona interior, las formas de su carácter son un profundo secreto que llevan en sí bien defendido de las miradas ajenas por la materia opaca de su cuerpo. Esto no es del todo cierto, en gran medida nuestro cuerpo desnuda nuestra alma, la anuncia. En determinados casos la va gritando por el mundo. Nuestro cuerpo, con frecuencia, es un medio casi transparente donde se refleja la intimidad del espíritu que le habita.

El niño que no sabe mentir, el hombre recto que miente tan torpemente que se traiciona a sí mismo, la mujer que se ruboriza... Son el signo de la nobleza y de la transparencia del alma a través del cuerpo. Hace falta ser un buen actor para disimular el propio estado interior.

El cuerpo humano es lo que es: un cuerpo. Pero además expresa lo que no es: un alma. El chasis de la persona, el cuerpo, manifiesta algo latente. Es el alma lo que percibimos al mirar a los ojos de una persona, y un complejo de sentimientos, actitudes y deseos que se asoman a esas ventanas. Una sonrisa no es simplemente el despliegue de determinados músculos faciales. Es sobre todo un acontecimiento espiritual. El rostro del santo y el del libertino reflejan dos mundos, y sin grandes esfuerzos de análisis, adivinamos en ellos la santidad o el vicio, aunque no siempre. Hay quienes, sólo con su rostro, inspiran confianza, y hay caras que provocan rechazo.

El cuerpo humano en su conjunto revela actitudes y sentimientos interiores. El baile, por ejemplo, puede hacer llegar una idea de tristeza o de tensión a quien lo contempla. Las posturas revelan también actitudes anímicas de desidia, o de apertura, de armonía interior, o de desesperación, etc. La simple manera de caminar puede hacer descubrir a nuestros ojos un indicio sobre una determinada manera de ser: firmeza o vacilación.

Otras veces esta expresividad maravillosa del cuerpo humano, se concreta en determinadas zonas de él. Para entendernos, podemos dividir el cuerpo en lo que llamaríamos "unidades anatómicas". Cada unidad anatómica de nuestro cuerpo posee su propia significación.

Ya hemos visto cómo el rostro es la unidad anatómica expresiva por excelencia: desvela, en mayor o menor medida, el alma del sujeto, su estado, su actitud. Sólo puede tornarse opaco haciéndose violencia, y en ocasiones ni aun el fingimiento resulta posible. Por ello podemos decir que el rostro es lo más personal del cuerpo humano, precisamente porque desvela el alma en un alto grado. Hasta la inexpresividad de un rostro puede ser significativa. De ahí que el rostro no plantee, normalmente, problemas a la sensualidad. Mirar un rostro es casi siempre un acontecimiento espiritual. Percibimos una persona con su personalidad: algo que trasciende al cuerpo. Mirando un rostro muchas veces se percibe una historia.

Las manos son también, aunque en menor grado, expresivas y sugerentes. Un puño cerrado, una mano flácida o crispada, expresan odio, languidez o tensión. La mano tiene su lenguaje y en ocasiones expresa más de lo que suponemos. Los buenos oradores consideran las manos como un eficaz instrumento de comunicación. Los italianos hablan mucho con las manos. En cambio el pie no suele expresar gran cosa, no es más que un instrumento para caminar, y si expresa algo más es sólo como parte de la totalidad del cuerpo.

No es cosa de ir pormenorizando sobre cada pieza del cuerpo (el cabello, los dedos, las orejas), lo que nos interesa es saber que el cuerpo humano está compuesto de lo que hemos llamado "unidades anatómicas" dotadas de fuerza expresiva tanto en su conjunto como individualmente consideradas.

Hay zonas, unidades anatómicas, que carecen de la riqueza expresiva que hemos atribuido al rostro. No dan a conocer la personalidad en sentido espiritual, sino que son opacas; cuando la mirada se topa con ellas no puede ir más allá, se detiene como ante un muro, una mera cosa, que no dice nada más que la función que da razón a su existencia (un codo, por ejemplo). Son esas las zonas o "unidades anatómicas" más impersonales, pues el espíritu no puede expresarse en ellas. Por lo demás presentan, poco más o menos, el mismo aspecto en todos los individuos y por ello no son representativas de la persona.

Algunas de esas zonas, sin embargo, poseen un alto poder significativo, están diciendo: placer. Un placer que de suyo es bueno, pero que no lo es siempre y en cualquier circunstancia, puesto que sólo encuentra su lugar en el matrimonio.

Sólo motivos de salud o de higiene, crean en torno al cuerpo descubierto un interés que rebasa la llamada del placer. Así, pues, el desvelamiento de estas "unidades anatómicas" es para el hombre o la mujer una especie de despersonalización voluntaria. El alto poder significativo de esas zonas, no de la personalidad, sino del placer, reduce a la persona que las desvela a la condición de objeto, objeto de placer.

De manera que llega un momento en que unos centímetros más o menos cobran una importancia grande. Una sóla pulgada de tela puede dejar al descubierto una parte de la impersonal "unidad anatómica", de modo que el vestido pase a ser ya insinuante. Por esos centímetros la personalidad pierde transparencia ante la mirada del prójimo, y esa unidad anatómica de caracter sexual llena todo el campo visual del observador. Con ello el sujeto pierde su originalidad personal convirtiéndose en mero objeto absorvente.

Es cierto que en todo este asunto hay otros factores que pueden jugar un papel importante: no es lo mismo un salón que un campo de deporte. En ese sentido se puede decir que en una piscina, puede carecer de significado sensual una indumentaria liviana. Mientras que esa misma indumentaria llevada en la oficina resultaría enormemente absorvente, hasta el punto de desdibujar nuestro rostro. Hay que aprender a vestirse para cada ocasión. En esto hay mucho de arte.

El vestido se muestra, pues, como una exigencia de la personalidad. Sin él la originalidad de la persona se esfuma. Su misión es justamente velar determinadas zonas del cuerpo para embellecerlo de tal modo que al mismo tiempo que dé gusto verlo, la atención no quede por él absorbida, sino que alcance a toda la persona.