30.12.07

La familia de Nazareth

(Texto que la Liturgia de las horas nos propone para meditar en la fiesta de hoy).

De las alocuciones del papa Pablo sexto (Alocución en Nazaret, 5 de enero de 1964)

El ejemplo de Nazaret

Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio.

Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso, quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida.

Aquí se nos revela el método que nos hará descubrir quien es Cristo. Aquí comprendemos la importancia que tiene el ambiente que rodeó su vida durante su estancia entre nosotros, y lo necesario que es el conocimiento de los lugares, los tiempos, las costumbres, el lenguaje, las prácticas religiosas, en una palabra, de todo aquello de lo que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Aquí todo habla, todo tiene un sentido.

Aquí, en esta escuela, comprendemos la necesidad de una disciplina espiritual si queremos se seguir las enseñanzas del Evangelio y ser discípulos de Cristo.

¡Cómo quisiéramos ser otra vez niños y volver a esta humilde pero sublime escuela de Nazaret! ¡Cómo quisiéramos volver a empezar, junto a María, nuestra iniciación a la verdadera ciencia de la vida y a la más alta sabiduría de la verdad divina!

Pero estamos aquí como peregrinos y debemos renunciar al deseo de continuar en esta casa el estudio, nunca terminado, del conocimiento del Evangelio. Mas no partiremos de aquí sin recoger rápida, casi furtivamente, algunas enseñanzas de la lección de Nazaret.

Su primera lección es el silencio. Cómo desearíamos que se renovara y fortaleciera en nosotros el amor al silencio, este admirable e indispensable hábito del espíritu, tan necesario para nosotros, que estamos aturdidos por tanto ruido, tanto tumulto, tantas voces de nuestra ruidosa y en extremo agitada vida moderna. Silencio de Nazaret enséñanos el recogimiento y la interioridad, enséñanos a estar siempre dispuestos a escuchar las buenas inspiraciones y la doctrina de los verdaderos maestros. Enséñanos la necesidad y el valor de una conveniente formación del estudio, de la meditación, de una vida interior intensa de la oración personal que sólo Dios ve.

Se nos ofrece además una lección de vida familiar. Que Nazaret nos enseñe el significado de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable, lo dulce e irreemplazable que es su pedagogía y lo fundamental e incomparable que es su función en el plano social.

Finalmente, aquí aprendemos también la lección del trabajo. Nazaret, la casa del hijo del artesano: cómo deseamos comprender más en este lugar la austera pero redentora ley del trabajo humano y exaltarla debidamente restablecer la conciencia de su dignidad, de manera que fuera a todos patente; recordar aquí, bajo este techo que el trabajo no puede ser un fin en sí mismo, y que su dignidad y la libertad para ejercerlo no provienen tan sólo de sus motivos económicos, sino también de aquellos otros valores que lo encauzan hacia un fin más noble.

Queremos finalmente saludar desde aquí a todos los trabajadores del mundo y señalarles al gran modelo, al hermano divino, al defensor de todas sus causas justas, es decir: a Cristo, nuestro Señor.

En la fiesta de la Sagrada Familia

De las alocuciones del papa Pablo sexto (Alocución en Nazaret, 5 de enero de 1964)

El ejemplo de Nazaret

Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio.

Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso, quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida.

Aquí se nos revela el método que nos hará descubrir quien es Cristo. Aquí comprendemos la importancia que tiene el ambiente que rodeó su vida durante su estancia entre nosotros, y lo necesario que es el conocimiento de los lugares, los tiempos, las costumbres, el lenguaje, las prácticas religiosas, en una palabra, de todo aquello de lo que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Aquí todo habla, todo tiene un sentido.

Aquí, en esta escuela, comprendemos la necesidad de una disciplina espiritual si queremos se seguir las enseñanzas del Evangelio y ser discípulos de Cristo.

¡Cómo quisiéramos ser otra vez niños y volver a esta humilde pero sublime escuela de Nazaret! ¡Cómo quisiéramos volver a empezar, junto a María, nuestra iniciación a la verdadera ciencia de la vida y a la más alta sabiduría de la verdad divina!

Pero estamos aquí como peregrinos y debemos renunciar al deseo de continuar en esta casa el estudio, nunca terminado, del conocimiento del Evangelio. Mas no partiremos de aquí sin recoger rápida, casi furtivamente, algunas enseñanzas de la lección de Nazaret.

Su primera lección es el silencio. Cómo desearíamos que se renovara y fortaleciera en nosotros el amor al silencio, este admirable e indispensable hábito del espíritu, tan necesario para nosotros, que estamos aturdidos por tanto ruido, tanto tumulto, tantas voces de nuestra ruidosa y en extremo agitada vida moderna. Silencio de Nazaret enséñanos el recogimiento y la interioridad, enséñanos a estar siempre dispuestos a escuchar las buenas inspiraciones y la doctrina de los verdaderos maestros. Enséñanos la necesidad y el valor de una conveniente formación del estudio, de la meditación, de una vida interior intensa de la oración personal que sólo Dios ve.

Se nos ofrece además una lección de vida familiar. Que Nazaret nos enseñe el significado de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable, lo dulce e irreemplazable que es su pedagogía y lo fundamental e incomparable que es su función en el plano social.

Finalmente, aquí aprendemos también la lección del trabajo. Nazaret, la casa del hijo del artesano: cómo deseamos comprender más en este lugar la austera pero redentora ley del trabajo humano y exaltarla debidamente restablecer la conciencia de su dignidad, de manera que fuera a todos patente; recordar aquí, bajo este techo que el trabajo no puede ser un fin en sí mismo, y que su dignidad y la libertad para ejercerlo no provienen tan sólo de sus motivos económicos, sino también de aquellos otros valores que lo encauzan hacia un fin más noble.

Queremos finalmente saludar desde aquí a todos los trabajadores del mundo y señalarles al gran modelo, al hermano divino, al defensor de todas sus causas justas, es decir: a Cristo, nuestro Señor.

29.12.07

Humildad

La humildad consiste en llenarse de Dios.

1. El convencimiento de que tenemos los pies de barro.

- El Señor cuenta con nosotros así: tal y como somos.

- Sinceridad. Puntualidad en la confesión y en la confidencia, bien preparadas... Ponerse en manos de quien lleva mi alma. No ir a la cfi en son de queja o de justificación.

- No tristezas ante los errores, sino contricción y afán de cambiar. Ante una caída, crecemos en humildad o crecemos en soberbia, pesimismo, ideas negativas.


- Profundidad en la cfi.


- La persona humilde conquista a Dios.

2. Que sepamos estar en nuestro sitio.

- Nuestro sitio es el ultimo.


- "Cómo permitir que no me hagan caso".

- Año 98. Promocion de las bodas de oro: "Que seais el ultimo boton del ultimo botin del ultimo soldado".

- Desterrar el afán de brillar, de figurar.

- Mirar al Sagrario, que es fuente de eficacia.

- Nos gusta imponer nuestra opinion. Tenemos en mucho la experiencia, el curriculum...

- Al Padre, después de la ordenación episcopal: "Me conmovió ver en la Basílica de San Eugenio a gente escondida detras de una columna. Estar detras de la columna cuesta. Eso es el Opus Dei, tantas personas santas que no buscan que les den las gracias".

- Ni desanimarnos si la labor se atasca, ni hacer teorías... Lo que hemos de hacer es ponernos a trabajar.

- Deus caritas est. Uno puede pensar que es muy difícil el panorama que tenemos. 'El cristiano no es mas que un instrumento en manos del Señor'. 'Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros. Nosotros ofrecemos nuestro servicio'.

Afán de servicio.


- Disponibilidad.

- No buscar un regimen de excepcion.

3. Que me puedan decir las cosas.

- Que me deje corregir. Horarios. Vida de familia. Apegamientos.

- A todos nos dicen. No buscar excusas.

- ¿Cómo encajo la cof?

- La vida en familia.

- Poner el corazon en el suelo. Ser alfombra... o felpudo donde se restriegan las suelas.

- Que nos puedan ningunear sin que salte el celo amargo.

- El Padre contó una vez que un scdt de USA se iba y le dijo 'sé que el 17/05 no vendré, ¿de qué les predico a los que se queden'? D. Alvaro le dijo: de humildad.

- No adornarnos de meritos ajenos. A veces nos adornamos de la doctrina de nuestro Padre.

Manifestaciones prácticas para crecer en humildad:

1- mirar al Sagrario.

2.- Rezar muy bien el rosario. La repetición monótona de avermarías es un gran acto de humildad.

27.12.07

Curso de retiro para gente joven

I. Meditación preparatoria. 2

II. Filiación divina y llamada a la santidad. 6

III. Pecado. Tibieza. 9

IV. Muerte. Juicio. 14

V. Infierno. Purgatorio. Cielo. 18

VI. Humanidad Santísima de Cristo. Pobreza. 24

VII. Vida oculta. Oración y presencia de Dios. 27

VIII. Ultima Cena. Caridad. Eucaristía. 30

IX. Pasión y Muerte de Jesús. 33

X. Resurrección. Perseverancia. La Virgen Santísima. 35


I. Meditación preparatoria

¿Qué es un curso de Retiro? Conocer la vida de Cristo para quererlo más; y conocernos a nosotros mismos para ver en qué podemos mejorar. Esta es la finalidad del curso de retiro.

En el templo de Delfos, en la Magna Grecia, había una inscripción en el frontal que decía: “conócete a ti mismo”. Este era para los filósofos el ideal de la sabiduría.

Conocernos y conocer a Jesús, para eso hemos venido aquí. Y para conocer a Jesús podremos leer y meditar con calma el Santo Evangelio.

No se trata sólo de pensar en Jesús, de representarnos aquellas escenas. Hemos de meternos de lleno en ellas. Ser actores. Seguir a Cristo tan de cerca como Santa María, su madre; como los primeros doce, como las santas mujeres, como aquellas muchedumbres que se agolpaban a su alrededor” (San Josemaría, Cristo presente en los cristianos).

Los espacios vacíos del curso de retiro están para que los llenemos con nuestra meditación personal. En esos ratos haremos el curso de retiro.

Dios nos hablará. Y nosotros hemos de buscar el diálogo con Jesús. “Tenía yo catorce o quince años cuando descubrí que la mejor definición de Dios es quizá, la de ser el interlocutor de nuestros diálogos más íntimos. Esto significa que lo que uno piensa en su soledad, y en la máxima sinceridad consigo mismo, se lo está diciendo a Dios” (V, Frankl, citado por R. De los Rios, Cuando el mundo gira enamorado, p. 69).

Un día me decía una chica con la que estaba hablando de vida interior que su gran preocupación era no conocer la vida de Jesús. Era cristiana, sabía lo más elemental de nuestra doctrina, y recordaba los pasajes más importantes del Evangelio, pero no había profundizado en la vida de Jesús. Conocer a una persona –decía- no es sólo saber los datos y los acontecimientos más importantes de su historia. Conocer a una persona es saber cómo actúa, cuáles son sus criterios, cómo reacciona ante los acontecimientos, cómo juzga a los demás, cómo quiere a los demás, cómo cuida los detalles de la vida ordinaria, cuáles son sus hábitos. Y todo eso no lo conozco, por eso no quiero a Jesús como se merece. Le prometí que le ayudaría a descubrir a través del Evangelio lo que ella buscaba: Jesús vivo, que comparte su existencia con los hombres, que nace pobremente, que se preocupa de su formación, que vive durante muchos años con su familia, que trabaja como los demás, que sufre, que se alegra, que quiere a la gente como nadie, que va buscando ocasiones para hacer el bien, que arrastra con su ejemplo y conmueve con su doctrina, que pone en marcha el mundo hacia Dios, que muere como nadie lo hizo, que resucita y confirma a todos en la fe, que nos deja la Iglesia para poder quedarse siempre con nosotros”.

Intentaremos borrar los veinte siglos que nos separan de aquellos días en los que Jesús pisaba los caminos de Galilea, y procuraremos meternos entre las filas de los que le apretaban, para escuchar su voz, contemplar su rostro y sus gestos.

En los planes divinos, Dios cuenta con cada uno de nosotros. Tú y yo tenemos un papel propio en la historia. Nos lo dice Dios en la Sagrada Escritura: “ya antes de tus obras me tuvo Yahvé como principio de sus actos. Desde la eternidad fui constituida; desde los orígenes, antes de que la tierra fuese hecha, antes que los abismos, fui engendrada yo” (Prov. 8, 23-24).

No estamos en esta tierra por casualidad. De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides- dependen muchas cosas grandes.

Dios nos ha traído estos días a un lugar apartado, nos ha buscado. Fíjate lo que cuenta San Juan en el capítulo primero de su Evangelio: estaba Jesús con Juan, Andrés y su hermano Pedro. Pedro y Andrés dijeron a Jesús: Mira, Jesús, por ahí viene Felipe, que es como nosotros, de Betsaida. Le conocemos desde la infancia, hemos jugado juntos en las calles de nuestro pueblo; es muy noble y generoso; tiene un gran corazón; pensamos que podría venir con nosotros.

Felipe se acercó a saludar al Señor. Le presentaron al Señor y las únicas palabras que el Señor le dijo fueron: “sígueme”. Felipe salió corriendo por el sendero que va a Caná. Al mediodía regresó en busca del Señor y de los otros tres, y trajo a un amigo: a Bartolomé.

A Bartolomé, el Señor le dice: “He aquí un verdadero israelita, en quien no hay doblez ni engaño”.

“¿De dónde me conoces?” Preguntó Bartolomé.

“Antes de que Felipe te llamara, yo te vi cuando estabas debajo de la higuera”, le contestó Jesús. Bartolomé –Natanael- se arrojó al suelo, con las rodillas clavadas en la tierra y con los ojos bien abiertos, dijo: “Tú eres el Hijo de Dios” (cfr. Jn 1, 35-50).

En medio del mundo, en aquellos momentos, en uno de los caminos de la tierra, se reunían con Jesús unas personas para algo trascendental: para cambiar el mundo.

Puede ser que el Señor haya pasado “por casualidad” a nuestro lado, o que se haya hecho el encontradizo, o que haya salido a buscarnos. Es indudable que no estamos aquí por casualidad.

Hemos venido a que Jesús trabaje nuestra alma. “Aquella madre, santamente apasionada, como todas las madres, a su hijo pequeño le llamaba: su príncipe, su rey, su tesoro, su sol. Yo pensé en ti. Y entendí, ¿qué padre no lleva en las entrañas algo maternal? Que no era ponderación el decir de la madre buena: tú... eres más que un tesoro, vales más que el sol; ¡Toda la sangre de Cristo! ¿Cómo no voy a tomar tu alma –oro puro- para meterla en forja, y trabajarla con el fuego y el martillo, hasta hacer de ese oro nativo, una joya espléndida que ofrecer a mi Dios, a tu Dios?” (Forja, prólogo).

Esto es el curso de retiro: unos días para buscar a Cristo, para tratar a Cristo, para que nos enamoremos más de Cristo. ¿Dónde le trataremos? En el Pan y en la Palabra, en los Sacramentos y en el silencio de nuestra oración personal.

Dios nos dará luces nuevas para que veamos cómo se puede convertir ese oro puro de nuestra alma en una joya espléndida.

Días de retiro. Recogimiento para conocer a Dios, para conocerte y progresar. Un tiempo necesario para descubrir en qué y cómo hay que reformarse: ¿qué he de hacer? ¿Qué debo evitar?” (Surco 177).

Descubriremos el verdadero sentido que tiene que tiene nuestra vida, el sentido que hemos de darle a nuestra existencia.

Buscad momentos de silencio, de oración, de recogimiento. Pedid al Espíritu Santo que ilumine vuestra mente, suplicadle el don de una fe viva, que dé para siempre un sentido a vuestra vida, centrándola en Jesús. Dejaos modelar por el Espíritu Santo. Haced la experiencia de la oración, dejando que el Espíritu Santo hable a vuestro corazón. Orar significa dedicar un poco del propio tiempo a Cristo, confiarse en Él, permanecer en silenciosa escucha de su palabra y hacerla resonar en el corazón” ((Juan Pablo II, JMJ 15-VIII-2000).

También nuestra Madre Santa María hizo un curso de retiro. Lo cuenta San Lucas: cuando era niña se retiró para rezar, para meditar las Escrituras. Y fue cuando se le apareció el Arcángel San Gabriel, una criatura, para hablarle de parte de Dios. Fueron unos instantes preciosos, los más bonitos de la historia del mundo, y también los más trascendentales. Millones de hombres estábamos pendientes de los labios de aquella Niña. Con la respuesta de María a Dios comenzó la revolución más gigantesca que ha ocurrido en la historia. Tú y yo somos cristianos por ella. Por ella somos hijos de Dios.

¿Y si hubiera dicho que no a lo que Dios le pedía? Pero dijo que sí. Y mira las consecuencias.

Ella no actuó públicamente. Siguió viviendo escondida en Nazareth y –aunque oculta- nadie puede dudar de la trascendencia enorme de su vida, de su fecundidad.

La historia de estos veinte siglos es consecuencia de aquel sí de nuestra Señora, de una niña. Todo lo que ha ocurrido desde entonces, es consecuencia de aquella entrega a los planes de Dios

¡Quién iba a decir que aquella niña fuera capaz de cambiar el rumbo de la historia!

El ángel se retiró de su presencia y la niña siguió en oración. Comenzó a ser la madre de Dios, y la madre de los hombres. Y cuando salió a la calle, lo hizo como una niña más de su aldea.


Las claves exteriores de un curso de retiro

Oratorio. Dios está físicamente allí.

Silencio externo. No se trata de no hablar por no hablar. Sólo en un clima de recogimiento se puede escuchar a Dios.

Libreta o agenda. Ayuda escribir mucho. Puedes tener cuatro apartados:

- Ideas madres. Oirás muchas cosas. Cada vez que algo te llame la atención, o pienses que te puede ayudar, anótalo.

- Examen. Lo que vas conociendo o reconociendo acerca de ti mismo, escríbelo también.

- Asuntos para hablar más despacio en la dirección espiritual. Los temas que nunca has “aireado”, preguntas, temas más profundos que puedan inquietarte.

- Posibles propósitos. Ve tomando nota de todos los que se te vayan ocurriendo, generales y más concretos. Ya llegará el momento de ir concretando y seleccionar con la ayuda de la dirección espiritual.

Las claves internas de un buen curso de retiro

María. Ve haciendo todo con Ella. Está ilusionada en echarte una mano. Pídele ayuda y habla con Ella.

Sinceridad. Permite mirar a Dios a la cara. No tengas miedo a pasar un poco de vergüenza o sudar porque te cueste reconocer algunas cosas como son. Los problemas no se resuelven tapándolos. Valemos porque somos hijos de Dios.

Pequeños sacrificios. Ofrece a Dios pequeñas cosas que te cuesten: obtendrás más gracia de Dios.


II. Filiación divina y llamada a la santidad

Los hombres solemos buscar ansiosamente verdades en las que fundamentar nuestra vida. Queremos saber el sentido que tiene nuestra existencia; saber porqué hacemos lo que hacemos, porqué hemos de comportarnos de una determinada manera.

Muchas de las respuestas que encontramos a lo que hacemos nos dejan insatisfechos. En un calendario estaba escrita esta consideración: “creer en la otra vida es difícil, pero creer en esta es de imbéciles”. Todo lo que hay en esta tierra es caduco.

Los hombres solemos acostumbrarnos a lo bueno: hasta que a una persona le duelen las muelas no se acuerda de lo bien que han funcionado. Con Dios nos ocurre algo parecido. ¿Cuándo ha sido la última vez que le hemos dado gracias a Dios por algo? Hemos de aprender a dar gracias a Dios con frecuencia.

Somos criaturas de Dios, creadas por amor. Dios nos preparó este mundo... (vio Dios que era bueno) y nos destina al amor: Él se pone como fin nuestro. Estamos en esta tierra para amarle, servirle y gozar de Él.

La catequesis sobre la creación reviste una importancia capital. Se refiere a los fundamentos mismos de la vida humana y cristiana: explicita la respuesta de la fe cristiana a la pregunta básica que los hombres de todos los tiempos se han formulado: ¿de dónde vengo? ¿a dónde vamos? ¿cuál es nuestro origen? ¿cuál es nuestro fin? ¿de dónde viene y a dónde va todo lo que existe? Las dos cuestiones, la del origen y la del fin, son inseparables. Son decisivas para el sentido y la orientación de nuestra vida y nuestro obrar” (Catecismo de la Iglesia Católica, 282)

Nos creaste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”, decía San Agustín.

Un orador, un cantante, un político se trata con la masa, con la multitud. Es imposible que se relacione con cada una de las personas que tiene delante. Dios no contempla a la humanidad como una concentración fabulosa de muchos miles de millones de personas. No nos mira a vista de pájaro, como el águila, contemplando un mar inmenso de diminutas cabezas. Dios trata a las almas una a una, nos conoce uno a uno, nos quiere uno a uno, nos ha creado uno a uno.

Ante la verdad de nuestra condición de criaturas, podemos reaccionar de dos modos:

1. Reconocer nuestra condición, y poner como centro de nuestra existencia a nuestro Creador, a Dios.

Dice San Pablo que “ninguno de nosotros vive para sí mismo, y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor. Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos” (Rom, 14, 7-9).

2. Tratar de convertirnos en dioses de nuestra propia existencia y entregarnos a vivir una falsa religión materialista, viviendo en un engaño, buscando la salvación en las obras de nuestras propias manos, poniendo nuestras esperanzas en las riquezas, en el poder, en el éxito (cfr.Benedicto XVI, Audiencia General, 05/10/2005).

El hombre no puede vivir sin arrodillarse… Si rechaza a Dios, se arrodilla ante un ídolo de madera, de oro, o simplemente imaginario… Todos estos son idólatras, no ateos, idólatras es el nombre que les cuadra” (Dovstoievski). En esto consistió el pecado de Adán: seréis como dioses. Que nuestro gusto personal sea el centro de todo, lo que nos guía (en la práctica, aunque a veces ni nos damos cuenta, ni lo reconocemos). Crearnos un caparazón: encerrarnos en nuestro mundo. Sería una equivocación muy grande poner a Dios “sólo un poco” en nuestra vida, dándole de lo que nos sobra

Nuestra religión tiene la respuesta a la triple pregunta “¿qué somos? ¿de dónde venimos? ¿a dónde vamos?”. El Padre Maximiliano Kolbe decía que “somos hijos de Dios, que hemos estado a punto de perder su amor creador por culpa del pecado y que volveremos a Él a través de Cristo y de María

Tenemos experiencia de que cuando nos olvidamos de Dios y somos egoístas dejándonos guiar exclusivamente por la ley del gusto, por lo que no exige esfuerzo, sacrificio, se puede lograr un poquito de satisfacción, pero enseguida se descubre la amargura de la soledad.

La relativa y pobre felicidad del egoísta que se encierra en su torre de marfil, en su caparazón..., no es difícil conseguirla en este mundo. Pero la felicidad del egoísta no es duradera. ¿Vas a perder por esa caricatura del Cielo, la Felicidad de la Gloria, que no tendrá fin?

La felicidad del egoísta es una caricatura, una imitación pobre de la felicidad auténtica” (Camino 29).

Hemos de pasar del planteamiento rastrero de los egoístas, al planteamiento generoso de quienes se saben hijos de Dios. Aquí está uno de los puntos fundamentales de un curso de retiro: pensar cómo podemos vivir sin estar centrados en nosotros mismos, en nuestro egoísmo, en nuestras cosas.

Dios quiere nuestro amor, y no estará satisfecho con ninguna otra cosa. Lo que nosotros hagamos tiene un valor fundamental para Dios porque Él puede hacer lo mismo con un solo pensamiento, o con gran facilidad podría crear otros seres que hagan lo mismo que nosotros hacemos. Pero el amor de nuestros corazones es algo único que ningún otro puede darle. El podría hacer otros corazones que le amasen, pero una vez que nos ha creado a nosotros y nos ha dado la libertad, el amor de nuestro corazón particular es insustituible.

En el camino de nuestra vida hacia Cristo, al temor servil que se da al inicio le sustituye un temor perfecto, que es amor, don del Espíritu Santo” (Benedicto XVI, Audiencia General 08/06/2005).

No tengas espíritu pueblerino. Agranda tu corazón (...). No vueles como un ave de corral, cuando puedes subir como las águilas” (Camino 7).

Pero no sólo somos criaturas de Dios, porque no hemos sido creados como una pieza más del universo. Somos hijos que tenemos una herencia estupenda que conquistar: el Cielo, la santidad.

Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad, y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad” (Ef 1, 4-5). Dios nos ha llamado a ser hijos suyos porque ha querido.

La santidad es ver a Dios, acabar nuestra vida en la tierra habiendo vivido cara a Dios. Veremos a Dios, a quien hemos intentado ver en esta tierra: en los demás, en el cansancio del trabajo, en el sacrificio soportado con alegría y una sonrisa.

Nuestra meta es alta. Nos lo dice San Mateo “Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre Celestial” (Mt 5, 48).

Dios nos llama a la santidad, a la perfección de la caridad. Pero Dios no es un tirano, no se impone. No nos quiere esclavos. Nos ha hecho libres y quiere que libremente le amemos.

Luchar por ser santos es procurar continuar la obra que Cristo comenzó en la tierra: la Redención; hacerla fructificar, hacerla real nosotros con nuestra vida: hacer presente a Cristo en los ambientes donde nos movemos; ser Cristo que pasa. (“Ojalá, al verte o al oírte hablar, todos pudieran decir: este lee la vida de Jesucristo”).

Vivir como Hijos de Dios. ¡Qué buen propósito sería que queramos vivir siempre en gracia de Dios! Que le digamos al Señor: “voy a luchar”, que no significa que vayamos a ser impecables.

Si luchamos por vivir como hijos de Dios, algún día podremos decir como San Pablo “ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal, 2, 20).

Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo... está siempre a nuestro lado. Y está como un padre amoroso – a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos -, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo..., y perdonando. Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos” (Camino 267).

Para alcanzar esa santidad personal a la que estamos llamados el camino es aprovechar los medios que Dios mismo nos ha dado: los Sacramentos (la confesión frecuente, la Santa Misa) y la lucha personal en las metas que nos fijamos y contra nuestros defectos.

Hemos de grabar en nuestras almas que Dios nos quiere santos a cada uno de nosotros: a mí en particular. Nos ha dado tantas gracias, nos ha creado, nos ha traído a este mundo, a este retiro, porque nos quiere y nos quiere santos; y quiere que luchemos decididamente. Alcanzaremos la santidad con esfuerzo y con lucha. La santidad sin esfuerzo no existe, es una pura ilusión. No hay nada en esta vida que valga la pena y se alcance sin sacrificio.

El Señor, al querernos como hijos suyos, nos hace que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su familia, que lo nuestro sea suyo y lo suyo nuestro, que tengamos esa familiaridad y confianza con Él, que nos hace pedir – como el niño – la luna” (San Josemaría, Es Cristo que pasa).

¡Cómo gusta a los hombres que les recuerden su parentesco con personajes de la literatura, de la política, de la milicia, de la Iglesia...! Canta ante la Virgen Inmaculada, recordándole: Dios te salve, María, Hija de Dios Padre, María, Madre de Dios Hijo; Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo... Más que tú, sólo Dios” (Camino 496).


III. Pecado. Tibieza

Dios ha tenido un derroche de generosidad con nosotros y nos ha destinado a la vida con un proyecto personal para cada uno de nosotros. Nos da la existencia para que le amemos. He aquí el fin de nuestra vida: el amor a Dios. ¿Para qué vivimos? Para amar. Sólo cuando amamos somos felices. Y para amar hay que luchar, hay que dominarse a uno mismo.

Nadie es uno más en un gran conjunto de individuos: somos hijos de Dios. Esta es la verdad más profunda de nuestra vida, y el mayor don que hemos recibido.

A ese fin nuestro (el amor), a ase proyecto divino, sólo se opone un obstáculo: el pecado, el “misterio de iniquidad”, como lo llama la Sagrada Escritura; el pecado que se da en nuestra vida, no en las estructuras en general, en la sociedad, o en los demás.

El único mal del mundo es el pecado. El mal en la tierra no son las guerras, el odio, la injusticia, las enfermedades, el cáncer, la pobreza, sino el pecado. El pecado es la fuente y el origen de todo mal. “El pecado aleja al hombre de Dios, lo aleja de sí mismo y lo aleja de los demás” (Juan Pablo II, Dies Domini, n. 63). El pecado mata el amor.

Una gran verdad sobre nosotros mismos y que nos cuesta trabajo reconocer es que todos, absolutamente todos, somos pecadores. Nos lo recuerda San Juan: “si alguno dice que no tiene pecado, se engaña”. Y también nos lo advierte la Sagrada Escritura: “El justo cae siete veces al día (y otras tantas se levanta)”.

A veces, al considerar injusticias, dolores, sufrimientos en el mundo, podemos olvidarnos de que el mal –igual que el amor- está en nosotros mismos. Todos tenemos pecados… y más de los que nos imaginamos: pecados de comisión y pecados de omisión (no hacemos todo lo que podríamos hacer por los demás, vivimos encerrados en nosotros mismos…).

Es muy importante que hagamos examen de conciencia repasando los pecados capitales (y los provinciales), y las principales virtudes humanas, para ver, con sinceridad, delante de Dios, dónde tenemos que rectificar. Pidamos gracia y luz al Espíritu Santo para que recomencemos de verdad nuestra vida, nuestra lucha.

El pecado es un misterio. Hay que verlo como lo ve Dios: como un volcán en erupción, como un desastre ecológico; es preferir un bien creado antes que la santidad a la que estamos llamados; es querer ser un ave de corral, una gallina, o una paloma, antes que una majestuosa águila.

En cuanto ruptura con Dios, el pecado es el acto de desobediencia de una criatura que, al menos implícitamente, rechaza a aquel de quien salió y que le mantiene en la vida; es, por consiguiente, un acto suicida. Puesto que con el pecado el hombre se niega a someterse a Dios, también su equilibrio interior se rompe y se desatan dentro de sí contradicciones y conflictos” (Juan Pablo II, Reconciliatio et Poenitentia, 15).

Hemos de pedir a Dios cada día la gracia de no ofenderle. Y rectificar acudiendo al sacramento de la penitencia cuantas veces sea necesario.

Tenemos un ejemplo de pecado que es paradigmático: el de Adán y Eva. La serpiente –el demonio disfrazado de serpiente- se acercó a la mujer y le ofreció comer del fruto prohibido.

- “Y dijo el diablo a la mujer...”. Se entabla un diálogo. Así nacen todos los pecados: con un diálogo entre nosotros y el demonio. Si Eva no hubiera querido hablar con la serpiente, se abría acabado. Si nosotros apartamos las ocasiones, si no nos creemos fuertes, capaces de resistir, evitaríamos muchos pecados. Si no jugáramos tantas veces con la tentación…

- Cuando Eva consiente en hablar con la serpiente, entonces le ataca descaradamente: “¡Qué tonta eres! ¡Cómo te puedes creer que una manzana no se pueda comer!”. La convence para que se rebele, para que se separe de Dios. Todo pecado es esto: afán de rebeldía, de independencia, de autoafirmación.

- Al darse cuenta de lo que han hecho viene la soledad, el desconsuelo, la vergüenza.

El pecado es un profundo engaño, porque procede del demonio que es el padre de la mentira. “Encontraréis a estos ladrones que intentan engañaros. Os dirán que el sentido de la vida está en el mayor número de placeres posibles; intentarán convenceros de que este mundo es el único que existe y de que vosotros debéis atrapar todo lo que podáis “para vosotros mismos”, ahora. Oiréis a la gente que os dirá: “piensa en ti mismo”, “no te preocupes de los demás”. Habrá quien os diga: “vuestra felicidad está en acumular dinero y en consumir cosas, tantas como podáis, y cuando os sintáis infelices, acudid a la evasión del alcohol o de la droga” (Juan Pablo II, discurso a los jóvenes en Vancouver, 18.IX.84).

Hagamos examen y miremos cómo nos engaña a nosotros el demonio, en qué ámbitos dialogamos con él, qué virtudes nos cuestan más vivir (el orden, la diligencia, la humildad, la santa pureza, el olvido de nosotros mismos, la caridad, la sinceridad...). A cada uno nos engaña el demonio de una manera diferente. Y esto es lo que hemos de detectar.

Dios respeta nuestra libertad. Podemos fallarle. Quiere sufrir ese riesgo, como lo sufrió con Adán y Eva. No cercó el árbol del bien y del mal para que no pudieran entrar en la finca. Tenían toda la gracia, toda la ayuda divina para no entrar, pero quisieron entrar.

A veces podemos echar la culpa de nuestra situación al ambiente que nos rodea. Eso sería engañarnos. Adán se perdió viviendo en el Paraíso, y en cambio Lot se salvó estando en una ciudad tan depravada como Sodoma.

Uno de los títulos más bonitos que se aplican a Jesús es el de “Salvador”. Nuestro Señor es el Salvador del mundo. “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. Pero a Cristo le costó mucho sufrimiento en esta tierra salvarnos: murió en la Cruz por nosotros. Sólo entendemos la maldad del pecado mirando a Jesús: ¡cuánto bien hizo y cuánto sufrió para redimirnos, para abrirnos las puertas del Cielo! Podemos contemplar a Cristo en la oración del huerto, abrumado por el peso de nuestros pecados hasta sudar sangre. Muere en una cruz como un malhechor: es el precio que Jesús ha pagado por nuestros pecados.

Es duro leer, en los Santos Evangelios, la pregunta de Pilato: ¿A quién queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, que se llama Cristo? Es más penoso oír la respuesta: “¡A Barrabás!”. Y más terrible, todavía darme cuenta de que ¡muchas veces!, al apartarme del camino, he dicho también “¡a Barrabás!”, y he añadido “¿a Cristo?”... “Crucifige eum!”, -¡Crucifícalo!-“ (Camino 296).

Jesús vino a este mundo a rescatarnos del pecado. Y ha querido quedarse en este mundo para seguir ayudándonos. Nunca rechaza a los pecadores. Le acusan de que comía con publicanos; cuenta las parábolas de la misericordia (Cap. XV San Lucas): el hijo pródigo, la oveja perdida, el deudor perdonado...; perdona a San Pedro después de haber negado que le conocía; en el mismo suplicio de la Cruz perdona al ladrón arrepentido.

He repetido muchas veces aquel verso del himno eucarístico: “pido lo que pidió el ladrón arrepentido”, y siempre me conmuevo: ¡Pedir como el ladrón arrepentido! Reconoció que él sí merecía aquel castigo atroz... y con una palabra robó el corazón a Cristo, y le abrió las puertas del Cielo” (San Josemaría, Vía Crucis, 12 Estación, 4).

San Josemaría pasaba muchas horas confesando, y acudía gente de todo tipo. Un día, alguien le dijo: “para Vd. que conoce lo que pasa por dentro de cada persona, no debe haber gente con grandeza”. Él respondió: “para mí, nadie es más grande que una persona que se arrodilla delante de Dios para reconocer sus pecados y pedir perdón”.

Conozco tus obras, y como no eres ni frío ni caliente, estoy para vomitarte de mi boca” (Ap 3, 15-16).

Dios prefiere a los pecadores antes que a los tibios, porque de grandes pecadores puede sacar grandes santos, como ocurrió con San Pablo, María Magdalena, San Agustín, Zaqueo.

El tibio es el que no está ni con Dios ni contra Dios. Es una persona que no quiere a Dios, pero que tampoco quiere irse al infierno. La tibieza es una enfermedad del alma: como una pulmonía. Si no se cura, lleva a la muerte. Quien se mete por caminos de tibieza acaba destrozado.

El cristiano no caerá en la inseguridad y la desmoralización, ni se refugiará en vacíos paraísos de evasión o de indiferentismo. Ni la droga, ni el alcohol, ni el sexo, ni el resignado pasivismo acrítico –eso que vosotros llamáis pasotismo- son una respuesta frente al mal” (Juan Pablo II, Encuentro con los jóvenes en el Bernabeu, 3.XI.82).

Quieren hacerse santos, pero a su modo; quieren amar a Jesucristo, pero siguiendo su natural inclinación, sin renunciar a sus diversiones, a la vanidad en el vestir, a los alimentos regalados; aman a Dios, pero si no logran tal empleo, viven en perpetua turbación; si se les hiere en su reputación se encienden, y si no sanan de la enfermedad pierden la paciencia. Aman a Dios pero no dejan el afecto a las riquezas, a los hombres mundanos y a la futilidad de ser tenidos por nobles, por sabios o por mejores que los demás” (San Alfonso María de Ligorio, Práctica del amor a Jesucristo).

En USA se organizó un concurso radiofónico infantil de cuentos de miedo. Cada niño que quería participar, llamaba y tenía que contar una historia lo más breve posible. Se emitía en directo. Ganó un niño que contó la siguiente historia: en una casa antigua, había una escalera muy grande, muy grande, muy ancha y muy larga, una especie de tobogán que recorría todo el edificio desde la planta más alta hasta el primer piso, y por ella iban deslizándose muchas personas hacia abajo a gran velocidad. La escalera-tobogán tenía la peculiaridad de que poco a poco se iba estrechando y estrechando hasta convertirse en una cuchilla de afeitar.

Ese es el camino de la tibieza: nos destroza.

Eres tibio si haces perezosamente y de mala gana las cosas que se refieren al Señor, si buscas con cálculo o cuquería el modo de disminuir tus deberes; si no piensas más que en ti y en tu comodidad; si tus conversaciones son ociosas y vanas; si no aborreces el pecado venial; si obras por motivos humanos” (Camino 331).

¿Qué podemos hacer para que no nos entre la tibieza?

- Horror al pecado. Al pecado venial deliberado.

- Deseos eficaces de ser santos. Concretar: un horario, para aprovechar el tiempo; un plan de vida, para querer a Dios con obras; una lista de pequeños sacrificios, y la dirección espiritual semanal o quincenal para que nos ayuden a crecer en virtudes humanas y sobrenaturales y nos ajusten si nos desviamos.

- Devoción a la Virgen. “El amor a nuestra Madre será soplo que encienda en lumbre viva las brasas de virtudes que están ocultas en el rescoldo de tu tibieza” (Camino 492).


Algunas ideas sobre el pecado

Así como del mejor vino se hace más fuerte vinagre, cuando se viene a corromper, así aquellos que por razón de su estado están más altos y más allegados a Dios, como son todas las personas eclesiásticas y dedicadas a Dios, cuando se dañan vienen a ser peores de todos los otros hombres, como vemos que el mayor Ángel se hizo mayor demonio cuando pecó” (Fray Luís de Granada, Vida de Jesucristo, 121).

La gran mentira del demonio siempre ha sido la misma: sembrar en la mente y en el corazón del hombre el veneno de la sospecha contra Dios, presentándole como el contrincante del hombre, el aguafiestas de la alegría humana y el enemigo del progreso humano. Jesucristo –Dios hecho hombre- se nos presenta como un Niño. Y en un niño no cabe el odio, la soberbia, el orgullo, la prepotencia sobre los demás. Un niño sólo inspira confianza, ternura, acogida. ¡Ese es el rostro del Dios de los cristianos! Mejor dicho, un rasgo esencial del rostro de nuestro Dios. Hay otros rasgos que también son esenciales. Sin enumerarlos todos, baste con recordar el que les supera a todos. El rostro de Dios que nos revela Jesucristo es el de un Padre, que tiene por hijos a todos los hombres. ¡Esa es la gran revelación de Jesucristo naciendo en Navidad: Dios es nuestro Padre, y todos nosotros somos verdaderos hermanos! Nadie es más que nadie en dignidad” (Francisco Gil Hellín, Palabra XII-04).

No se olvide que en ocasiones el pecado venial puede tener peores consecuencias que el pecado mortal. En lo grave se ve antes el desorden y se reacciona más rápidamente. Un pecado venial es tenido en nada y esto es tanto más peligroso cuanto se sigue cometiendo tranquilamente sin reparos ni escrúpulos de conciencia” (San Gregorio Magno, Regula Pastoralis III, 33).

Semana Santa 2005. Sevilla. Andrés García García-Sotoca va caminando por las calles y ve como una gitana le explica a un extranjero que está de turismo por Andalucía que las insignias típicas de la Semana Santa andaluza son la concha y el bastón del peregrino del que hace el camino de Santiago.

“En la tv hay series buenas que te enganchan, pero también hay series muy malas que te enganchan” (Nacho Silva).


IV. Muerte. Juicio

En esta vida estamos seguros de pocas cosas: ¿quién ganará la liga, o las próximas elecciones? ¿Qué será de mi vida, qué notas sacaré este año, qué carrera estudiaré, en qué acabaré trabajando?

La vida siempre tiene sorpresas.

Una de las pocas cosas sobre la que tenemos seguridad es que nos vamos a morir. Le pasa a todo el mundo. No hay nadie que diga: yo tengo 240 años.

¿Has visto en una tarde triste de otoño caer las hojas muertas? Así caen cada día las almas en la eternidad: un día la hoja caída serás tú” (Camino 736).

El cristiano no tiene miedo a la vida ni miedo a la muerte. La muerte la ve con serenidad, incluso con alegría, porque será ver a Jesús. Un cristiano no intenta huir locamente de esa realidad.

No tengas miedo a la muerte. –Acéptala, desde ahora, generosamente..., cuando Dios quiera..., como Dios quiera..., donde Dios quiera. No lo dudes: vendrá en el tiempo, en e lugar y del modo que más convenga..., enviada por tu Padre-Dios. -¡Bienvenida sea nuestra hermana la muerte!” (Camino 739).

La fe y el trato con Dios nos dicen que la muerte no es la soledad, el final, el acabose, el desastre, la destrucción, sino la puerta de acceso a la eternidad, a una eternidad feliz que nos corresponde como hijos verdaderos de Dios y a la que estamos llamados y destinados. Este es nuestro fin, esta es nuestra tarea, este es nuestro destino: ver a Dios.

Es habitual, después de asistir a un entierro, cuando ya han puesto la placa en el nicho, y la gente regresa, oír expresiones como: “aquí se acaba todo”, “no somos nadie”, “y para eso tanto esfuerzo y tanto luchar en la vida...”. Para los cristianos, ahí no acaba todo: la tierra, el mármol, el ladrillo, no cierran para siempre una existencia humana, no la agotan, porque el hombre no tiene fin: nace de Dios y a Dios vuelve. “Nos creaste Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (San Agustín).

Qué alegría, Señor, encontrarme entonces contigo. Sé que me esperas. Sé que me reconocerás. Me he sentido muchas veces mirado por Ti: en momentos de alegría y en momentos de dificultad. Yo, además, por mi parte, he querido verte en las cosas de la tierra: en la ayuda a mis hermanos, en las páginas de los libros cuando estaba cansado de estudiar, en los momentos de oración. Te he de conocer más, te he de tratar más, Señor, para que me dé más alegría encontrarme en el momento de mi muerte.

Había sucedido en 1539. La emperatriz Isabel acababa de morir y su hijo, el Infante Felipe II, que sólo tenía 12 años, precedía a caballo la comitiva fúnebre que acompañaba en duelo a través de España, el ataúd de la Reina, que iba a ser enterrada en Granada. Franciso de Borja, Marqués de Lombay, hijo del Duque de Gandía y de Juana de Aragón, uno de los servidores preferidos de la difunta emperatriz, tuvo el honor de ser designado para identificar el cadáver antes de darle tierra. Cuando en la capilla mortuoria donde estaban sepultados los Reyes Católicos abrieron el ataúd, un hedor insoportable hizo retroceder a todos los presentes. Aquellos caballeros, con la mano en la empuñadura de su espada, juraron que aquellos despojos eran “el real cadáver de Doña Isabel de Portugal, Emperatriz de Alemania, esposa del magnífico, poderoso y católico Rey Don Carlos, nuestro señor”, pero Francisco de Borja no dijo nada. El Arzobispo, extrañado de aquel silencio, le preguntó: “¿no juráis?”. Francisco contempló largamente aquellas carnes putrefactas envueltas en el oro radiante de las vestiduras reales y murmuró:

-Sólo puedo decir esto: he traído el cuerpo de nuestra Señora en rigurosa custodia desde Toledo a Granada, pero jurar que es ella misma, cuya cabeza tanto admiraba, no me atrevo.

-El Arzobispo insistió: Pero, ¿reconocéis en él a vuestra Reina y Señora?

Francisco puso la mano derecha sobre la Cruz de Caballero de la Orden de Santiago, roja, sobre el blanco de la capa, y con la mano izquierda dejó caer el velo fúnebre sobre el cadáver imperial, diciendo:

-Sí, lo juro, pero juro también no más servir a señor que se me pueda morir.

Poco después, cuando falleció su esposa, el Duque renunció a honores, títulos y fortuna y entró en la Compañía de Jesús” (La vida de Santa Teresa, Marcelle auclair, ed. Palabra 1989).

El Señor en el Evangelio nos advierte: “Estad atentos, y vigilad, porque ignoráis cuando será el momento. Al igual que un hombre que sale de viaje: deja su casa, da atribuciones a sus siervos, a cada uno su trabajo y ordena al portero que vele; velad por tanto, ya que no sabéis cuándo regresará el dueño de la casa, si al atardecer, o a media noche, o al cantar del gallo, o de madrugada. No sea que llegue de improviso y os encuentren dormidos. Lo que a vosotros digo a todos digo: ¡Velad!” (Mc 13, 33-37).

Dios es nuestro Padre, que, como un jardinero divino, escogerá el momento mejor.

Decía San Josemaría: “Esto de aquí se escapa como el agua entre las manos, como se pierde en los labios una sonrisa. No hay nada que se eternice, todo se acaba. Hubo un poeta que dijo: “al brillar un relámpago nacemos, y aún dura su fulgor cuando morimos. Tan corto es el vivir” Es muy corto esto hijos míos, es muy corto. Pues vamos a aprovecharlo bien. ¡Si podemos ser felices en la tierra y además ganarnos el Cielo que es para siempre para siempre, para siempre!”.

Pensar en la muerte nos sirve para considerar qué es lo importante de nuestra vida, qué es lo que cuenta, lo que vale la pena. Y sólo cuenta en nuestra vida lo que da gloria a Dios, lo que le alegra. El pensamiento de la muerte no nos entristece sino que nos anima a luchar por ser mejores hijos de Dios cada día en cosas concretas: ¿Te levantaste a la hora en punto? ¿Haces cada día tu rato de oración y cumples tu plan de vida? ¿Procuras recibir al Señor en la Comunión? ¿Eres valiente para cortar con decisión todo lo que te aparta de Dios? ¿Tratas con cariño a todas las personas que se cruzan en tu vida, también a las que no te caen bien, o tienen un carácter y unas aficiones muy distintas de las tuyas? ¿Piensas habitualmente en los demás; sabes fastidiarte un poco y ceder para hacer la vida más agradable a los que están a tu lado?

El tiempo para amar a Dios es corto. La prueba de que estamos hechos para Dios, para gozar del cielo es que las cosas de la tierra nunca sacian plenamente los deseos de felicidad que todos tenemos. Las cosas creadas pueden darnos, más o menos, un cierto bienestar material, pueden satisfacer en mayor o menor medida nuestras necesidades materiales o espirituales, o incluso saciar instintos, pero no nos llenan completamente. Siempre aspiramos a más. El hombre es un ser profundamente insatisfecho.

Los que andan en negocios humanos dicen que el tiempo es oro. –Me parece poco: para los que andamos en negocios de almas el tiempo es ¡gloria!” (Camino 355).

En la tarde de la vida te examinarán de amor. No del grado de alcoholemia, ni del grado de doctor, repetía el estribillo de una canción de los años 80.

No podemos matar el tiempo. No podemos dejarnos dominar por la pereza. Nos lo dice el Señor en el Evangelio. (Parábola de los talentos Mt 25, 14-30. Comentar vv. 24-30: entierra el talento. Es como quien se queda en la estación viendo pasar trenes).

¿Sabes cuáles son tus talentos? Los talentos son las virtudes que tenemos, las cosas buenas que Dios nos ha dado para que seamos como Dios espera que seamos: una buena inteligencia, una buena familia, una buena educación. ¿Te estás planteando de verdad, hacerlos rendir, ser útil? ¿Estás decidido a cumplir la voluntad de Dios, a hacer lo que Dios quiere y espera de ti, a portarte siempre como Dios quiere, como un buen cristiano, como un buen hijo, como un buen amigo, como un buen estudiante?

Queremos que el Señor nos diga: “muy bien siervo bueno y fiel; puesto que has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho, entra en el gozo de tu Señor”, porque no has llevado una vida egoísta, sino generosa, entrarás a disfrutar más todavía.

Tú, si eres apóstol, no has de morir. Cambiarás de casa y nada más” (Camino 744).

Después de la muerte llega el juicio particular; y, a continuación, vendrá el juicio universal. En el campo del Barça, con los marcadores electrónicos encendidos. Se saldarán las injusticias: los que han triunfado pisoteando a los demás. Sabremos todo de todos. Ya habremos entrado en la eternidad y no nos cansaremos. Habrá mucho tiempo por delante.

Nosotros no lo tememos, porque estaremos frente a Jesús, a quien hemos procurado querer en esta vida, y no será un juez implacable. Si hemos sido sinceros en la dirección espiritual, si nos hemos confesado y arrepentido cada vez que ofendimos a Dios, no temeremos nada, porque el Señor habrá borrado nuestros pecados en aquel momento.

Dios que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti” (San Agustín).

Dios nos juzgará y emitirá una sentencia de validez eterna, inapelable, justa, sin defecto de forma ni de fondo, sin posibilidad alguna de error.

Dice Jesús de sí mismo: “Como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo, y le ha dado poder para juzgar, porque es el Hijo del hombre... llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz, y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación. Yo no puedo hacer nada por mi cuenta: juzgo según lo que oigo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (San Juan V, 25-30).

Para quien se sabe hijo de Dios, lo que haya detrás del hecho físico de la muerte no puede ser motivo de angustia.

¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar?” (Camino 746).

Es ese mismo Dios, a quien se ha amado, por quien se ha trabajado, a quien se ha acudido pidiendo ayuda muchas veces, pidiendo consuelo, el que está al otro lado de la orilla, para recoger a un hombre y llevarle a la felicidad eterna. ¿Y si se ha despreciado la ayuda de Dios, la constante vigilancia, el cuidado diligente de ese Padre amoroso que llamaba, día tras día, a través de los diversos y aparentemente inocuos, intrascendentes o indiferentes acontecimientos del día, quitando obstáculos, señalando deberes, advirtiendo desviaciones, incitando a romper con una cadena que nos ataba demasiado a la tierra y nos impedía entender las cosas de Dios, insinuándonos el camino a seguir?

Se nos juzgará con la medida del amor, en función de nuestra caridad, si hemos sabido vivir egoístamente para nosotros mismos o pensando en los demás. ¿Hemos dicho a Dios que no nos molestase, lo hemos expulsado de nuestra casa, de nuestra vida, de nuestras relaciones sociales –no te juntes conmigo, no quiero ser tu amigo, yo elijo a mis amigos-, en una palabra, de nuestra vida?

Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me distéis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era forastero y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt 25, 34-36).

Vivir exclusivamente para uno mismo es fuente de tristeza, de soledad, de aburrimiento. Al final de la vida se comprenderá que los esfuerzos por cultivar el “yo” son estériles. La egolatría es fuente de ineficacia, de rencores, de envidia, de individualismo.

La caridad es fecunda, lleva a salir de los propios problemas personales –a veces inventados por la imaginación calenturienta– para entregarse generosamente a los demás. La caridad es creadora y creativa, porque al ver deficiencias, necesidades ajenas, problemas que afectan a otros, induce a resolverlos, a poner la mano en el arado sin mirar atrás, a intentar aportar soluciones, a moverse, en una palabra, para evitar el mal y hacer el bien.

Una vida útil es una vida puesta al servicio de Dios y de los demás. Así lo decía Juan Pablo II: “¿Sois capaces de entregaros vosotros mismos, de entregar vuestro tiempo, vuestras energías, vuestros talentos, por el bien de los demás? ¿sois capaces de amar? Si lo sois, la Iglesia y la sociedad pueden albergar grandes esperanzas con respecto a cada uno de vosotros” (en la carta del Padre, II-97).

Lo esencial es una santa muerte, preparada por una vida santa, ya que de esto depende la eternidad. He aquí lo que hemos de desear sobre todo y solicitar de manera absoluta” (Santo abandono, 239).


V. Infierno. Purgatorio. Cielo

«Eminencia, ¿por qué los sacerdotes, en sus innumerables homilías (más de 25.000 cada domingo solamente en Italia) no hablan del Más Allá, y sobre todo rehuyen pronunciar una palabra que ha llegado a convertirse en tabú: Infierno? ». A la pregunta, el entonces Prefecto del ex-Santo Oficio, cardenal Joseph Ratzinger, me miró un poco irónico: «la realidad es que hoy todos nos creemos tan buenos que no nos podemos merecer otra cosa sino el paraíso. Esto proviene ciertamente de una cultura que, a fuerza de atenuantes y coartadas, tiende a borrar en el hombre el sentimiento de su propia culpa, de su pecado. Alguien ha observado que las ideologías que predominan actualmente coinciden todas en un dogma fundamental: la obstinada negación del pecado, de la verdad que la fe vincula al Infierno».

Bien consciente que se trata de una realidad misteriosa y desagradable pero no obviable (son las mismas palabras de Jesús: «Y éstos irán al suplicio eterno»). Ratzinger, primero como cardenal y ahora como Papa, no le aplica rebajas al Credo y habló y habla del Infierno, con su tono didáctico y entusiasta, y aquel rostro de infante ochentón. Lo hizo también ayer en una parroquia de la periferia romana, poniendo en guardia a los que aman el pecado, a los que están cerrando las puertas a Dios, en fin a los que quieren irse al Infierno. Por que efectivamente, ahí está el quid de la cuestión: Dios no nos condena, si no que somos nosotros mismos los que lo hacemos, al rechazar —por alguna enigmática autodestructividad— el perdón, la salvación y la gloria.

Hay algo sospechoso en la reacción, frecuentemente violenta, del «mundo», cuando la Iglesia reafirma su convicción en la existencia de una realidad que no puede obviar, está demasiado definida y clara en la Escritura. Incluso para los no creyentes, a quienes sobretodo el Infierno les debería retraer a tiempos de oscurantismo, de una fe rechazable por mirar hacia atrás; en cambio, precisamente en este tema, cierta cultura parece reaccionar agitada e inquieta, no con ironía sino con invectiva. Tanto que, por ejemplo, en Por qué no soy cristiano, se propone como una de las principales razones del rechazo del hombre moderno occidental; Bertrand Russell acabó agarrándose a un escándalo mayúsculo e inaceptable donde los haya: el Infierno.

Semejantes razonamientos olvidan que el Evangelio se llama «Buena Nueva», porque anuncia en Jesús el perdón de Dios, la Redención, la Salvación. Lo que la Iglesia predica, sobre aquel Evangelio, es el Paraíso, la Vida Eterna, la Gloria, la Luz de un Padre que se ocupa de cada uno. El Infierno no es creación de ese Dios de misericordia, sino del hombre. Dios lo ha creado libre, no ha querido esclavos si no hijos, no impone Su propia presencia para respetar la autonomía del hombre. El respeto hasta el final, y por lo tanto también respeto a la posibilidad del rechazo, obstinación y contumacia a la propuesta de alianza y amor, hasta la posibilidad de preferir las tinieblas a la Luz y el mal al bien. Como alguien ha indicado, con una paradoja no infundada, «sin el Infierno, el Paraíso es un campo de concentración»; esto es, un lugar (o, mejor, un 'estado' misterioso, más allá del espacio y el tiempo), un lugar de destino obligado, al que nadie puede sustraerse. La vida sería como una vía férrea con un solo origen y un solo final, con la abolición consecuente de la libertad de elección autónoma del propio destino. Directo aunque suicida.

Con la confirmación del respeto al misterio, la Iglesia, haciendo santos y beatos, empeña su autoridad en proclamar que un difunto se encuentra ciertamente en el Paraíso. Pero nunca ha hecho, ni hará, «cánones», es decir, listas, de condenados. Ciertamente, a pesar de las explicaciones, la perspectiva de un castigo eterno, sin rescate, ha provocado y provoca interrogantes y reacciones en la Iglesia misma. Algún teólogo ha supuesto que el Infierno sí existe, pero está vacío. Sin embargo, alguno ha replicado justamente: «es probable que esté vacío. Pero eso no quita que precisamente tú y yo podamos ser los primero en inaugurarlo» (Sábado, 21 de abril de 2007. Vitorio Messori, en Il Corriere della Sera).

El Señor, en el momento del juicio, situará a algunas personas a su izquierda: a los despistados; a los que no se enteraron, o no se quisieron enterar de que había que hacer cosas por los demás, que había que aprovechar el tiempo.

El infierno puede conocerse de dos maneras: por fe o por experiencia. El dogma del infierno es uno de los mayores escándalos del cristianismo. No es el centro de la revelación cristiana; es uno de los elementos esenciales. Nuestra meta es el Cielo, pero tenemos libertad y podemos desviarnos. Dios no nos obliga a ir al Cielo. No es como nuestros padres, que a veces no nos dejan salir los fines de semana, no nos dejan que hagamos todo lo que nos da la gana. Dios no nos pone horarios. Con Dios, puedes llegar a la hora que quieras, puedes salir cuando quieras, puedes hacer lo que quieras.

Entonces dirá a los que estén a la izquierda: apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles; porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber; era peregrino y no me acogisteis; estaba desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis. Entonces le replicarán también ellos: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, peregrino o desnudo, enfermo o en la cárcel y no te asistimos? Entonces le responderá: en verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también dejasteis de hacerlo conmigo. Y estos irán al suplicio eterno; los justos en cambio, a la vida eterna” (Mt 25, 41-46)

Son muchos los pasajes en los que el Señor habla del “llanto y rechinar de dientes”, del “fuego eterno”. El infierno no es un cuento, no es una historia para asustar a los niños que se portan mal. “Si, pues, tu ojo derecho te es ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo de ti; más te conviene que se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado a la gehenna. Y si tu mano derecha te es ocasión de pecado, córtala y arrójala de ti: más te conviene que no se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo vaya a la gehenna” (Mt 5, 27-30).

Cada vez que asistimos a la Santa Misa, justo antes de la Consagración, el sacerdote reza, en nombre de todos, esa oración tan bonita: “Acepta Señor en tu bondad esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos”.

Los que niegan el infierno no han leído el Evangelio. Piensan que no es posible que un Dios misericordioso castigue tanto; sin embargo, la Misericordia divina se extiende también a los condenados, no en cuanto a sus penas, para eliminarlas, sino para castigarlos menos de lo que se merecen (Santo Tomás).

Imaginamos a los condenados pidiendo clemencia al Dios justo, pero el estado de condenación impide la posibilidad de pedir clemencia, de pedir perdón. El condenado está obstinado, quiere su propia condenación. El infierno se explica por el don de la libertad. Decimos: “yo quiero salvarme” o “yo quiero condenarme”.

El cristianismo es la religión de la alegría. No vivimos en el temor. Queremos vivir con responsabilidad. “No me gusta hablar de temor, porque lo que mueve al cristiano es la caridad de Dios, que se nos ha manifestado en Cristo y que nos enseña a amar a todos los hombres y a la creación entera; pero sí debemos hablar de responsabilidad, de seriedad. No queráis engañaros a vosotros mismos: de Dios nadie se burla, nos advierte el mismo Apóstol” (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 59).

Somos cada uno de nosotros quienes decidimos encerrarnos en nuestro yo; el corazón, que lo tenemos hecho para amar, podemos volcarlo hacia nuestro egoísmo, para vivir centrados en nosotros.

Las penas del infierno son penas eternas, diversas e inmutables: a) pena de daño: no ver a Dios. La persona se llena de odio a Dios. El condenado es condenado a no amar; b) pena de sentido: el fuego eterno, que abrasa sin consumir.

Estos pensamientos nos tienen que llevar a salir enseguida de la situación de pecado, a tenerle horror; a tratar de salvar muchas almas y no ser indiferentes; a rezar por nuestros amigos cuando sabemos que no viven en gracia de Dios. Por un alma, Jesucristo hubiera muerto. Cada alma vale toda la sangre de Cristo.

No me mueve mi Dios para quererte el Cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte. Tú me mueves Señor, muéveme el verte clavado en una Cruz y escarnecido; muéveme el ver tu cuerpo tan herido. Muéveme tus afrentas y tu muerte. Muéveme, en fin, tu amor, de tal manera, que aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno, te temiera. No me tienes que dar porque te quiera; porque aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero, te quisiera” (Santa Teresa).

Horror al pecado y a las penas que podemos merecer

También existe el purgatorio, porque en el Cielo no puede entrar nada que esté manchado: antes hay que purificarse. Allí se sufre la misma pena de sentido que en el infierno, pero la pena de daño, la lejanía de Dios, acaba en un momento concreto: cuando nos purificamos.

Tener la ilusión de “saltarlo a la torera”. Sería absurdo calcular y pensar: al final de mi vida me confesaré; sería como burlarse de Dios.

La penitencia que se nos impone en la confesión remite parte de la pena temporal que tenemos que sufrir por haber ofendido a Dios, pero queda otra parte de pena que tendremos que soportar en el purgatorio. Podemos, con nuestra vida, purificarnos aquí abajo: confesándonos con más frecuencia y ofreciendo al Señor pequeñas mortificaciones, contrariedades, cosas que nos cuestan esfuerzo, algún dolor...

Esta es una de las grandes innovaciones del cristianismo que la gente no entiende: que el dolor tiene un gran valor. Normalmente, ante el dolor, casi todo el mundo se rebela. Es lógico, porque, humanamente, el sufrimiento, no tiene explicación. Pero, para un cristiano, el sufrimiento es una oportunidad de purificarse y estar más cerca de Dios. Esta es la gran revolución cristiana que a muchos escandaliza: damos sentido a todas las realidades de nuestra vida, incluso al sufrimiento.

Esta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y con ella, conquistamos la eternidad” (Surco 887).

Ante lo que supone esfuerzo, sacrificio, sufrimiento, sólo caben dos opciones: rebelarse y desesperarse, como el mal ladrón, que su cruz le lleva a maldecir a Cristo; o pensar que Dios me considera maduro y fuerte y me trata como a su Hijo, como a la Virgen, como a San José.

Dios nos ha preparado el Cielo para que gocemos eternamente con Él, ha puesto un anhelo de felicidad en nuestra alma. La felicidad aquí abajo es siempre imperfecta. “Como desea la cierva los arroyos de las aguas, así te desea mi alma, Oh Dios. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¡Cuándo iré y contemplaré el rostro de Dios!” (Sal 41 2-3).

No nos podemos hacer idea de lo que Dios nos quiere dar. ¡Qué pequeño sería un Dios que cupiera en nuestra cabeza o en nuestra imaginación! Tenemos unas palabras de San Pablo (“Sino que según está escrito, ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman” en 1 Cor 2, 9) y algunos indicios para pensar que el Cielo será algo grandioso: Cristo ha muerto tan cruentamente para conseguirnos el Cielo; La pena mayor del infierno es no ver a Dios.

El Cielo no será el premio final. Con el Cielo nos puede pasar como con un gran tesoro que uno ya tiene aquí en la tierra. Si lo pone en un banco, le dan todos los meses intereses y puede ir disfrutando de su fortuna. A los cristianos nos pasa igual, porque nos lo ha prometido el Señor: cuando nos decidimos a vivir como hijos de Dios somos las personas más felices de la tierra.

Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo: ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido, ¿qué recompensa tendremos? Jesús les respondió, en verdad os digo que en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en su trono de gloria, vosotros, los que me habéis seguido, también os sentaréis en doce tribus de Israel. Y todo el que haya dejado casas, hermanos o hermanas, padre o madre, o hijos, o campos, por causa de mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna” (Mt 19, 27-29).

Vale la pena invertir para el Cielo: encima recibiremos en la tierra el ciento por uno (los intereses de la inversión).


Cuenta Santa Teresa de Ávila cómo le hizo ver Dios el infierno:

Estando en oración un día, me pareció estar metida en el infierno. Vi el lugar que los demonios me tenían allí preparado, y que yo merecía por mis pecados.

La entrada era como un callejón, muy largo y muy estrecho, muy oscuro. El suelo estaba lleno de agua muy sucia y con un olor pestilente. El agua estaba llena de sabandijas. Al final de ese túnel había un hueco metido en la pared, como si fuera una alacena. Y allí sentía que me metían.

En comparación con los dolores que pasé en aquel hueco, todo eso era agradable a la vista. Los dolores más insoportables que se pueden pasar en esta vida no son nada en comparación con lo que allí sentí. Además serían sin fin y para siempre.

No sabía quien me provocaba estos dolores, pero me quemaba y me desmenuzaba. Lo peor era la desesperación interior.

En este lugar no podía esperar ningún consuelo. No había luz, todo eran tinieblas oscurísimas.

Fue una de las mayores gracias que el Señor me ha hecho, porque me ha servido para perder el miedo a las tribulaciones y contradicciones de esta vida, y para darle gracias al Señor”. (Libro de la vida Cap. 32).

Nosotros, los cristianos no tenemos miedo al infierno, porque sabemos que si procuramos comportarnos como buenos hijos de Dios, Él nos ayudará siempre, incluso en el último momento de nuestra vida.

Anécdota del chico de 16 años que se mató en Madrid en moto, y a las 1 de la mañana pasaba un sacerdote que le pudo atender y darle la absolución.

El infierno es un dogma de fe. Es uno de los mayores escándalos del cristianismo: ¿Cómo es posible, que un Dios infinitamente misericordioso castigue tanto? Es una pregunta mal hecha.

Los que nos condenamos somos nosotros mismos. Dios tiene un plan para cada uno. Tú no estás aquí por casualidad. Dios cuenta con nosotros.

Dios nos ha creado, nos ha elegido uno a uno. Y nos ha dado unas normas bien precisas para que seamos felices. Pero esas normas no nos las impone.

Anécdota del día 6 de enero de 2004. Un chico y una chica, jóvenes, iban en un Ferrari. Entrando en un túnel se estrellan. Conducía la chica. La aguja del cuentakilómetros marcaba 140 km/h. ¿Alguien puede pensar que la culpa del accidente la tuvo el Ferrari? No.

Dios ha dejado en nuestras manos un Ferrari, para que lo manejemos a nuestro antojo, como mejor nos parezca. Ese Ferrari es nuestra propia vida. Podemos hacer con ella lo que queramos. Si lo mantenemos bien, si le echamos gasolina en vez de agua, si lo cuidamos... nos llevará lejos, podremos hacer viajes de ensueño, ver paisajes que nadie puede ver, correr por donde se puede correr. Pero podemos estrellarlo en la entrada de un túnel si lo usamos bien y con prudencia.

Las limitaciones de velocidad en las carreteras muchas veces son por nuestro bien, no un capricho.

Nuestra religión no es para gente pesimista que está todo el día pensando en lo que no puede hacer. Los cristianos queremos enamorarnos de una persona: Jesucristo, y vivir para siempre en el Cielo. Y tenemos los medios: tenemos el Ferrari.

Seguro que ya lo hemos hecho, porque el mejor propósito, el único, que deberíamos hacer todos en un curso de retiro es querer vivir siempre en gracia de Dios, y luchar con decisión para apartar de nosotros todas las ocasiones que nos aparten de Dios. Cada uno de nosotros sabe muy bien cuáles son. “Señor, aparta de mi, lo que me aparte de ti” ¡Qué jaculatoria más bonita para que la repitamos muchas veces cada día!

Querer vivir en gracia de Dios, querer ir al Cielo, por encima de todo, esa es nuestra ambición.

Anécdota. Durante la persecución de Enrique VIII en Inglaterra, cuentan que a los católicos que no querían hacerse anglicanos los amenazaban: “Si no os declaráis partidarios de la Reforma, es decir, del anglicanismo, os tiraremos al Támesis”. Y algunos contestaban: “Nos da igual, nosotros sólo queremos ir al Cielo, y lo mismo nos da llegar por tierra que por agua”.

A veces nos pasa que queremos cosas que son incompatibles, o contradictorias. Sí, queremos conseguir la virtud de la laboriosidad, pero no estamos dispuestos a estudiar dos horas seguidas cada día ni aunque nos aten a una silla. Sí, queremos tratar más al Señor, queremos aprender a hacer oración, queremos tener un plan de vida, pero no estamos dispuestos a cumplir el horario, a poner empeño un día y otro cuando nos cuesta especialmente esfuerzo. Y así, pasa con todas las virtudes. Piensa en la que más te guste, en la que más te atraiga, y verás qué poco esfuerzo pones a la hora de la verdad por conseguirla.

Hay una ola de sensualidad y de hedonismo. La gente tiene la cabeza, el corazón, los sentidos puestos en lo que produce una satisfacción inmediata. Es una plaga. Y se nos mete. Es normal, porque todas las personas queremos ser felices, pero muchos la buscan donde no está.

Llegará un momento en el que el Dios nos juzgará.


VI. Humanidad Santísima de Cristo. Pobreza

Por sentido común, y por coherencia, todo lo que hemos ido viendo al considerar las verdades eternas nos lleva a plantearnos vivir nuestra vida cara a Dios, como auténticos hijos de Dios.

Además, tenemos otra razón para vivir así: Jesús. Nuestra fe no es un conjunto de ideas más o menos sueltas en torno a los grandes temas que todo el mundo alguna vez se plantea en su vida. Nuestra fe es una persona: Jesucristo. La vida cristiana no es seguir unos ideales más o menos atractivos; es vivir la misma vida de Jesucristo: Él quiere vivir en nosotros como vivió en María.

Tenemos dos medios, que nos los ofrece el propio Jesús: el Pan y la Palabra. “Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él. Como el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, aquél que me come vivirá por mi” (Jn 6, 55-57).

No entendemos perfectamente qué quiere decir el Señor con estas palabras, pero sí sabemos que Jesús quiere vivir en nosotros, quiere que le prestemos nuestra existencia, que nos identifiquemos con Él, que tengamos los mismos sentimientos que Él tiene.

La Palabra, es el Evangelio. Allí aprendemos a mirar a Jesucristo como perfecto hombre. Le vemos cansado, que se sienta junto a un pozo y pide agua a una samaritana; que se compadece del cansancio de los apóstoles y les invita a reponer fuerzas: “vamos a descansar un poco”. ¡Qué humano es Jesús!; que llora ante la muerte de Lázaro; que valora el cariño humano (Lc 7, 36-38). Cuando va a comer a casa del fariseo, les reprocha que no han sabido comportarse: “¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies; ella en cambio ha bañado mis pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el beso, pero ella desde que entré, no ha dejado de besar mis pies; no has ungido mi cabeza con óleo...”; que goza con los niños (Mc 10, 13-16): “Les presentaban unos niños para que les impusiera las manos; pero los discípulos les reñían. Al verlo Jesús se enfadó y les decía: dejad que los niños se acerquen a mi, y no se lo impidáis, porque de estos es el Reino de Dios. En verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y abrazándolos los bendecía imponiéndoles las manos”.

Los niños se encontraban a gusto con Jesús, por eso iban a buscarlo. Los niños son los sencillos de corazón. Comportarse con sencillez, ser sencillo, a veces, es complicado.

Pierde el miedo a llamar al Señor por su nombre –Jesús- y a decirle que le quieres” (Camino 303).

Jesús es tu amigo. El Amigo. Con corazón de carne, como el tuyo. Con ojos de mirar amabilísimo, que lloraron por Lázaro... –Y tanto como a Lázaro te quiere a ti” (Camino 422)

¿Te has metido alguna vez en las escenas del Evangelio, como si fueras un personaje más? Eso es hacer oración. Los santos lo hacen. Santa Teresa cuenta cómo hacía algunas veces su oración con el Evangelio reviviendo algunas escenas: “Procuraba representar a Cristo dentro de mi, y me hallaba mejor, a mi parecer, en las partes donde le veía más sólo. Me parecía, que estaba solo y afligido, como persona necesitada, y que habría de admitir mi compañía. De estas simplicidades tenía muchas; en especial me hallaba muy bien en la oración del huerto, allí era mi acompañarle. Pensaba en aquel sudor y aflicción que allí había tenido. Si podía, deseaba limpiarle aquel sudor tan penoso; pero me acuerdo que jamás osaba determinarme a hacerlo, porque se me representaban mis pecados tan graves” (Santa Teresa, Libro de la Vida).

San Josemaría, también lo hacía. “Jesús-niño, Jesús-adolescente: me gusta verte así, Señor, porque me atrevo a más. Me gusta verte chiquitín, como desamparado, para hacerme la ilusión de que me necesitas” (Forja 301).

La manera que tenemos de tratar a Jesús con confianza es conocer su vida, conocer el Evangelio, contemplar sus reacciones, sus sentimientos, su mirada.

Un día Alexia, le hablaba así a Jesús: “Jesús, ¿porqué no me ayudas? Por favor, sácame este dolor de cabeza. Solo un ratito, aunque no sea más que un rato. De verdad que no puedo más. ¿porqué me haces esto? Yo que te he querido desde pequeña, que te he rezado siempre, ¿porqué no me ayudas? Pido cosas para los demás, y me las concedes, pero si son para mí no me haces caso. Eso es porque no me quieres... si me quisieras, me ayudarías. ¡No me quieres Jesús, no me quieres! Pues, ¿sabes qué te digo?: yo tampoco te voy a querer a ti.

-Bueno, Alexia, ya está bien. Eso no se dice.

-Mamá, Jesús ya sabe que no se lo digo en serio” (Eugui, p. 307).

Gracias, Jesús mío, porque has querido hacerte perfecto Hombre, con un corazón amante y amabilísimo que ama hasta la muerte y sufre; que se llena de gozo y de dolor; que se entusiasma con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al Cielo; que se sujeta heroicamente al deber, y se conduce por la misericordia; que vela por los pobres y por los ricos; que cuida de los pecadores y de los justos... ¡Gracias, Jesús mío, y danos un corazón a la medida del tuyo!” (Surco 813).

Y quien me ve a mi, ve a mi Padre” Pues si nunca le miramos, ni consideramos lo que le debemos, y la muerte que pasó por nosotros, no sé como le podemos conocer, ni hacer obras en su servicio” (Santa Teresa).

El fiat! de Santa María.

Cuando el Ángel le propuso a María ser la Madre de Dios, la Virgen contestó: hágase en mí según tu Palabra.

Para que Jesucristo viva en mi, tengo que querer, como Santa María.

Querer que Cristo viva en nosotros significa dejarle espacio, vaciar de nuestra alma todo lo que estorba: desterrar sobre todo el egoísmo, el yo. “Es necesario que Él crezca y que yo disminuya”.

Si queremos imitar a Jesús y a Santa María hemos de procurar decir “hágase” a todo lo que Dios nos vaya pidiendo: si tenemos que estudiar, estudiamos, si tenemos que rezar, rezamos, si tenemos una oportunidad de servir a los demás, la aprovechamos; si podemos hacer apostolado con algún amigo, hablamos con él para echarle una mano; si podemos ayudar más en casa, nos esforzaremos. Así, iremos diciéndole muchas veces a lo largo del día a Jesús fiat.

El Señor nos podría preguntar: si tú eres cristiano, ¿dónde está el Cristo que los demás esperan de ti? ¿en tu pereza, en tu egoísmo, en tu comodidad, en tu soberbia, en tus pequeñas rabietas, en tus envidiejas?

Si decimos al Señor que sí, que queremos servirle, que queremos decirle fiat, Dios hará la desproporción, como hizo con María: la convirtió en Madre de Dios. También con nuestra vida hará cosas grandes. Si tratamos a Jesús, si hacemos oración, si nos empeñamos en cumplir un plan de vida, veremos como el Señor poco a poco nos va transformando.

El Señor convirtió a Pedro –que le había negado tres veces- sin dirigirle ni siquiera un reproche: con una mirada de Amor. –Con esos mismos ojos nos mira Jesús, después de nuestras caídas. Ojalá podamos decirle como Pedro: “¡Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo!”, y cambiemos de vida” (Surco 964).

Seguir a Cristo significa imitar su vida, seguir sus pasos. La primera lección que nos da con su nacimiento es de pobreza.

El Señor nos enseña cuál ha de ser nuestra actitud ante los bienes materiales: no se puede servir a dos señores, a Dios y a las riquezas. No es rico el que tiene, sino el que quiere tener, el que pone su corazón en las cosas materiales y las convierte en fines. El mundo es bueno porque ha salido de las manos de Dios, pero nos tiene que llevar a Dios, no a encerrarnos en nosotros mismos.

La primera lección que nos da Jesús con su vida es de desprendimiento absoluto de las cosas materiales. La pobreza es una actitud. Hay que saber ser espléndidos con los demás, estar desprendidos, que no se nos apegue el corazón a las cosas materiales. Las cosas materiales tienen un valor relativo.

El Señor no tenía dónde reclinar la cabeza.

Quién a Dios tiene, quien a Jesús trata, nada le falta.

Considera lo más hermoso y grande de la tierra..., lo que place al entendimiento y a las otras potencias..., y lo que es recreo de la carne y de los sentidos... Y el mundo, y los otros mundos que brillan en la noche: el Universo entero. –Y eso, junto con todas las locuras del corazón satisfechas..., nada vale, es nada y menos que nada, al lado de ese Dios mío -¡tuyo!-, tesoro infinito, margarita preciosísima, humillado, hecho esclavo, anonadado, con forma de siervo en el portal donde quiso nacer, en el taller de José, en la Pasión y en la muerte ignominiosa... y en la locura de Amor de la Sagrada Eucaristía” (Camino 432.).


VII. Vida oculta. Oración y presencia de Dios

La mayor parte de la vida de Cristo pasó inadvertida. Jesús hizo cosas corrientes, normales, sin que nada llamara la atención. La vida del Señor no es un cúmulo de acontecimientos mágicos, extraordinarios. Su vida fue sencilla y humilde. Fíjate en el nacimiento. José y María hacen un viaje para cumplir una orden de Cesar Augusto que mandaba a todos empadronarse. Tienen que ir desde Nazareth a Belén, en Judea, porque Belén es la ciudad de David, y José era descendiente de David. Sería un viaje largo, fatigoso, en caravana. No hacen ruido. La Virgen ya iba con el Niño dentro. No se quejaba.

“Y aconteció que mientras estaban ellos allí, (en Belén) se cumplieron los días de su alumbramiento; y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo reclinó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada”.

Hacia la cueva, al establo. Métete con tu imaginación en un establo. No sé si alguna vez has estado en un establo, o en una cuadra. Es un lugar asqueroso y pestilente. Pues, en un sitio así nació Jesús.

Nace el Niño. Los pastores de la zona reciben el anuncio de la noticia y son los primeros en acudir a adorarlo. Después llegan los magos desde Oriente.

Los magos de oriente son personas valientes que hace un viaje muy peligroso y costoso porque van buscando la verdad. Han visto una estrella que consideran el signo del nacimiento del Mesías esperado por los judíos. Van al encuentro de una persona: “¿dónde está el rey de los judíos que va a nacer? Porque hemos visto su estrella en oriente y venimos a adorarle”. Tienen fe. Y lo más impresionante es que no se decepcionan al encontrar a un bebé. Le ofrecen oro, incienso, mirra. No se asombran de la miseria de un Mesías. Podríamos pensar que eran unos estrafalarios irrealistas, un poco hippys. Entregan valiosos regalos a cambio de nada.

La Sagrada Familia tiene que huir a Egipto porque Herodes quiere matar al Niño. José es judío. Estaría acostumbrado a ir de un sitio para otro, como todos sus antecesores.

Después, ya no se cuenta más en el Evangelio sobre la infancia de Jesús. Solo hay un pequeño comentario: “El niño crecía y se fortalecía. Se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él”.

Aprendería a leer y escribir, a cantar, las Escrituras. La Virgen le contaría los cuentos típicos de la época. Le hablaría de las hazañas del pueblo elegido..., tendría amigos en Nazareth.

Los niños pequeños están siempre jugando, o con su madre. Sus planes son jugar y divertirse, o comer y dormir.

Obedeció: “Y les estaba sujeto”.

Se rompe la normalidad cuando suben al Templo de Jerusalén para la fiesta de la Pascua Judía. Tenía Jesús 12 años. Cuando José y María se vuelven, Jesús se queda en Jerusalén, sin que sus padres se den cuenta. Jesús se ha quedado en Jerusalén para rezar: “¿no sabíais que debía estar en las cosas de mi padre?”.

Desde los 12 años hasta los 30: silencio. El Evangelio los resume así: “Bajó con ellos y vino a Nazareth, y les estaba sujeto, y su madre conservaba todo esto en su corazón. Jesús crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres”.

Jesús trabajando en Nazareth

Jesús aprendió de José un oficio. Era conocido como un trabajador, por eso los judíos cuando lo oyen predicar por primera vez en el templo se asombran y se escandalizan: “¿cómo entiende este de letras si no ha estudiado?”. Y cuando enseña en la sinagoga de Nazareth por primera vez la reacción del pueblo es la misma: “¿de dónde le viene a este tal sabiduría y tales prodigios? ¿No es este el hijo del carpintero?”.

Jesús es un buen hijo de familia y un buen artesano, conocido por su trabajo.

¿Has pensado alguna vez que tu estudio es una ocasión para acercarte a Dios? Seguro que sí. Pero, ¿te has empeñado, de verdad, en que esto no sea sólo una frase bonita, sino la realidad de cada día? Si el Señor se sentara a tu lado, en la mesa de estudio, en el colegio, y por la tarde, cuando haces deberes, ¿cómo estudiaría?

¿Te has imaginado alguna vez cómo sería el trabajo del Señor en Nazareth? En el taller, lijando muebles, ajustando maderas; repartiendo encargos por el pueblo; negociando con los clientes el precio de los encargos... Sería un carpintero excepcional. El mejor. Jesús se ganó la vida con su trabajo, con su sudor.

La adolescencia de Jesús: un ejemplo, un modelo. Se dedica a desarrollar sus cualidades, a formar su personalidad. Piedad, virtudes humanas, doctrina. Iba creciendo en gracia, en edad y en sabiduría.

Lo normal es que Jesús pase desapercibido. Incluso en su vida pública, Jesús no muestra todo su esplendor y omnipotencia más que en contadas ocasiones: en la Transfiguración ante Santiago y Juan. Nadie ve la resurrección del Señor. A pocos se les aparece en su cuerpo glorioso.

Jesús creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Desde el cultivo de los saberes más abstractos hasta las habilidades artesanas, todo puede y debe conducir a Dios” (San Josemaría).

Es sorprendente que la mayor parte de su vida la pasara el Señor dedicado a cosas ordinarias, aparentemente alejado de su misión salvadora. Pero es lógico, porque vino a este mundo a redimirnos y a enseñarnos cómo ha de ser nuestra propia vida, y cuál es el valor que hemos de dar a las acciones de cada día.

Jesús nos enseña con su silencio, pasando inadvertido, sin hacer ruido, obedeciendo. Se le llamaba el hijo del carpintero, no tenía una conducta externa chocante o rara. Decía San Josemaría que “hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir. Hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y esa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo- santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales”.

Y Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres” (Lc 2, 52-53).

Jesús obedecía. Cumplía los encargos que le daban San José y la Virgen. También nosotros tenemos que obedecer. No te sientas incomprendido cuando te manden o te pidan cosas en casa. ¿Porqué siempre yo?

Jesús crecía en Sabiduría. Iba formándose poco a poco. También nosotros tenemos que formarnos: humanamente y doctrinalmente, para que nuestra fe sea más recia cada día, mejor interiorizada y mejor vivido. Por eso acudimos a las charlas, a las meditaciones, a los círculos, a la dirección espiritual, a los medios de formación… para que nuestra fe no sea la del carbonero. ¿Ponemos todos los medios para formarnos bien?

Jesús crecía en edad; crecía en madurez. ¿Cómo? Esforzándose por hacer cada vez mejor su trabajo.

Jesús crecía en gracia ante Dios y ante los hombres, porque procuraba estar cada vez más unido a Dios. Es nuestro ejemplo. Hay que rezar. En nuestro plan de vida ocupa un lugar privilegiado la oración.

Hay que dedicar un rato cada día para hablar con Dios de nuestras cosas, y para oírle a Él. Un diálogo donde el Señor nos sugiere buenos propósitos, inspiraciones, deseos de mejorar.

Otro gran propósito para un curso de retiro: no dejar nunca nuestra oración personal con Jesús cada día. Cuando menos ganas tengamos, con más motivo debemos hacerla.

Juan Pablo II estaba sentado en su despacho; reclinado sobre sí, concentrado, rezando intensamente. Uno de sus secretarios le interrumpió: “Don Karol, tiene una llamada importante”. El Papa le hizo un gesto con la cabeza, como asintiendo, y siguió rezando. A los pocos minutos volvió el secretario: “Santidad, el Presidente Bush ha vuelto a llamar, dice que es muy importante”. El Papa alzó la vista, y con media sonrisa y cierto tintineo en los ojos, exclamó: “¡Si es importante, conviene que siga rezando!” (Fe y Razón, 16-X-03).

Dice Santa Teresa que dejar la oración mental, es perder el camino.

¿Santo sin oración? No creo en esa santidad” (Camino 107).

Velad y orad para no caer en la tentación, porque el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mc 14, 38). Acuérdate del Señor también durante el día: dale gracias, pídele ayuda, pídele perdón, comparte tus alegrías y tus preocupaciones con Él.


VIII. Ultima Cena. Caridad. Eucaristía

La última cena. “Sabiendo Jesús que todo lo había puesto el Padre en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levantó de la cena, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó. Después, echó agua en una jofaina y empezó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido” (Jn 13, 3-5)

Pues si yo, que soy el Señor y el Maestro os he lavado los pies, vosotros también os debéis lavar los pies unos a otros. Os he dado ejemplo, para que como yo he hecho con vosotros, así hagáis vosotros. En verdad os digo: no es el siervo más que su señor, ni el enviado más que quien le envió. Si comprendéis esto y lo hacéis seréis bienaventurados” (Jn 13, 14).

Me he hecho siervo para que aprendáis a servir a todos los hombres”.

Un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor entre vosotros” (Jn 13, 34-35).

El Señor no impone el mandamiento de la caridad. Lo pide por favor; como una madre, que pide a sus hijos que por favor, mientras se va un rato fuera de la casa, no se peleen.

En este mundo egoísta, nos toca a los cristianos sembrar amor a manos llenas. Dice San Juan de la Cruz: “pon amor donde no hay amor y sacarás amor”.

Hay que hacer las cosas por los demás: pensando en sus necesidades, en lo que les hace falta, en cómo podemos nosotros ayudarles, servirles. A veces basta mirar a la cara de una persona para saber qué decirle para ayudarle. Tienes que aprender a intuir las necesidades de los demás. Solemos vivir centrados en nosotros mismos: que si me han dicho, o que no me han dicho, que si cuentan conmigo o que si no cuentan conmigo, si me consideran o no me consideran... y llevamos un monólogo interior continuo. No podemos vivir metidos en nuestra torre de marfil, en nuestro castillo o en nuestra armadura.

La caridad consiste en pensar en los demás, en el prójimo. No sólo en los que nos caen bien. El Señor nos dice en el Evangelio: “Haced el bien a vuestros enemigos, orad por los que os persiguen o calumnian”, es decir, por los que os caen mal. También los bandidos son amigos de sus amigos. Tratar bien a la gente que nos cae bien no tiene ningún mérito.

Amor con obras

1 Cor, 13, 2 “Y si teniendo el don de profecía y conociendo todos los misterios y toda la ciencia, y tanta fe que trasladase los montes, si no tengo caridad, nada soy”.

1 Cor, 13, 3 “Y si repartiere toda mi hacienda y entregare mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad, nada me aprovecha”.

1 Cor, 13, 4 “La caridad es longánime, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa (presumida), no se hincha”. No ser duros al juzgar a los demás. O mejor, no juzgar.

1 Cor, 13, 5 “La caridad no es descortés, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa mal”. La envidia, el odio, o el resquemor. Saber perdonar. Si haces oración, cuando una persona piensas que te ha ofendido, sabrás decirle al Señor: Señor, cómo puedo perdonarla, ¿tú qué harías, cómo lo harías? ¡Ayúdame!

1 Cor, 13, 6 “La caridad no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad”. Sabemos ver las cosas buenas y positivas que hay en la gente que humanamente no nos atrae, con los que no congeniamos.

1 Cor, 13, 7 “La caridad todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera”. Despilfarrar la propia vida por los demás, para servirles.

Hans Bergen era de una fealdad grotesca. Vivió solo toda su vida en una villa holandesa de Ide. Sus conciudadanos le rehuían o bien se burlaban de él. Nunca hicieron nada por asistirle o ayudarle. Después de muerto descubrieron que había dejado la suma de 400.000 dólares. Nadie pudo imaginar que hiciera heredera a Ana Martín, una joven que jamás había hablado con Hans, ni él con ella. El testamento del anciano Hans decía así: “Todos vosotros me mirabais y me huíais como a un bicho raro, o me despreciábais y os reíais de mi fealdad cuando iba por la calle. Pero Ana Martín, las veces que me crucé con ella siempre me dirigió una sonrisa. Las únicas sonrisas que he recibido en mi vida han sido las de ella” (José María Alimbau, Palabras para momentos difíciles, ed. stj).

Jesús nos enseña el valor de la caridad como la principal virtud cristiana. Fíjate lo que hace y lo que dice el Señor en la última Cena:

La víspera de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, como amase a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13, 1).

¿Quiénes son “los suyos” a los que Jesús amaba? Son los discípulos, pero somos tú y yo también. El Señor se va, porque muere, resucita y asciende al Cielo, pero se queda en la Eucaristía, para que tú y yo –que no pudimos estar en la última cena- podamos tratarlo y comerlo como aquellos primeros doce apóstoles.

Los amó hasta el fin. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Se queda para que podamos comerlo. (Anécdota del niño al que le piden su sangre para una transfusión y así poder salvar a su hermana, enferma de leucemia).

El Señor se queda para ser alimento. Y nosotros podríamos pensar: “pues, qué poco efecto noto en mi. Mis comuniones son frías”. Pero no te das cuenta de lo que nos protegen. Si son frías, es porque ponemos obstáculos nosotros; porque no nos preparamos bien. Si cuidáramos mejor algunos detalles: prepararnos antes de ir a Misa, no ir dispersos, cuidar hasta el vestido, rezar por la noche del día anterior alguna jaculatoria, diciéndole al Señor que te gustaría recibirle mejor que nadie en el mundo...

El Señor se ha quedado y su amistad es la única que perdura en este mundo. Las demás amistades pasan. Cuando dentro de veinte años vuelvas un día a tu colegio, todo el mundo habrá cambiado mucho, estarán los profesores más envejecidos. El único que seguirá igual será Jesús. Y habrá estado acompañándote durante todas tus peripecias. Y estará allí en el Sagrario esperándote a ti; el mismo que se ha encarnado por ti, que ha sido crucificado y ha resucitado por ti, como si no hubiera existido otra criatura que rescatar más que tú, como si no tuviera otro deseo que estar contigo.

Cuida todo lo que se refiera a la Eucaristía. También en esto se tiene que notar que has hecho un retiro: porque te prepararás mejor para la Santa Misa, procurarás estar más recogido, rezando, diciéndole cosas a Jesús en la Misa, pidiéndole por tus intenciones.

La Santa Misa

En la Santa Misa Jesús se ofrece bajo las especies de pan y de vino. El mismo Cristo que vivió hace dos mil años vuelve a estar presente. Se hace un paréntesis en la historia; y está con nosotros. Dios puede hacerlo porque es omnipotente.

Trátalo bien en la Santa Misa. Tienes que estar activo. ¿Te imaginas ir a dar un paseo con alguien por un parque y quedarse callados todo el rato? Te aburrirías, ¿verdad? Igual te ocurrirá en la Misa si estás pasivo. Te sucederá lo que a un sordo en un concierto de música; o a un ciego en un cine. El Señor cuenta con nuestras ofrendas. Cuando el sacerdote ofrece el pan y el vino, después, incoa esa oración: “orad hermanos para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios Padre...” Nuestros sacrificios se unen al de Cristo. Tú también tienes que poner en la patena junto al pan, tu ofrenda, lo que quieres ofrecer a Jesús. Si no ofreces nada, te aburrirás, porque estás pasivo, tu mente está inerte; estarás como quien pasea acompañado, pero en silencio.


IX. Pasión y Muerte de Jesús

La Iglesia que es nuestra madre, y buena pedagoga, centra el año litúrgico en la Pascua. No quiere que pasemos rápido por esos acontecimientos. Por eso la parsimonia de las ceremonias litúrgicas: quiere que nos detengamos, que cale en nosotros la meditación de la Pasión del Señor.

Acércate a Jesús muerto por ti, acércate a esa Cruz que se recorta sobre la cumbre del Gólgota... Pero acércate con sinceridad, con ese recogimiento interior que es señal de madurez cristiana: para que los sucesos divinos y humanos de la Pasión penetren en tu alma” (Forja 405).

Hemos de darnos cuenta de que Jesús quiso sufrir infinitamente por cada uno de nosotros. Después del desastre del pecado original, Dios decide salvarnos sufriendo Él mismo.

El Señor muere por nosotros, por nuestros pecados: somos protagonistas de esas escenas trágicas.

Situados en el Calvario, donde Jesús ha muerto, la experiencia de nuestros personales pecados debe conducirnos al dolor: a una decisión más madura y honda de no ofenderle de nuevo.

Jesús ha cargado sobre sí con nuestros pecados” (Forja 402).

Meditar la Pasión del Señor nos hace mucho bien: el Vía Crucis, los misterios dolorosos del Rosario. Los primeros cristianos lo hacían: jamás olvidarían el paso de Cristo por la ciudad de Jerusalén la víspera de aquella Pascua.

Hemos de acercarnos; imaginarnos entre los asistentes. Imaginarnos que nosotros estamos entre los tres apóstoles que acompañan a Jesús en la oración del huerto, entre los que oyeron decir a Pedro que no conocía a Jesús; en aquel simulacro de juicio en el que Caifás se rasga las vestiduras. Vemos el paso de Jesús.

Lo que más le duele al Señor es la traición de los que más cerca han estado de Él, la indiferencia. “Si era verdad que Jesucristo era un malhechor público, que se lo preguntaran a los que fueron liberados de espíritus inmundos, a los enfermos que fueron curados, a los leprosos que quedaron limpios, a los sordos que ahora oían, a los ciegos que veían, a los muertos que ahora estaban vivos. Si se hubiera informado el procurador, hubiera comprobado que Jesús no era un malhechor sino un benefactor de su país; hubiesen podido presentar testigos: aquel ciego al que con un poco de barro le devolvió la vista; a aquel paralítico de treinta y ocho años que, con una sola palabra, se puso en pie y pudo llevar a hombros su propia camilla; a aquella muchacha resucitada delante de tres apóstoles y de su padre y de su madre. Y si estos testigos eran pocos y apasionados por ser discípulos suyos, podía venir toda la ciudad de Naín, testigo de la resurrección del hijo de la viuda; y casi toda Jerusalén era testigo de la resurrección de Lázaro. Miles de testigos podían presentarse: toda aquella gente a quienes dio de comer pan y pescado en el desierto” (La Pasión del Señor, Luís de la Palma, p. 99).

También nosotros dejamos al Señor solo cuando le decimos que no, o que “más tarde”.

Imitar su amor a la Cruz, su entrega absoluta. “El Salvador pasó toda la noche entre los que se burlaban de Él y le molestaban, y, mientras tanto, les deseaba la paz y la felicidad, y no pensaba en pensamientos de venganza. Nada ni nadie era más poderoso que Él, y Él se entregaba al sufrimiento por amor a Dios y a los hombres. Estaba triste el Señor, pero, a la vez, su amor era tan grande que se puede decir que deseaba sufrir, pues su dolor salvaba a los hombres. Esta noche de dolor fue también noche de consuelo y alegría, “bañándose” –bautizándose-, como Él dijo, “con este baño” –este bautizo- de sangre, “hartándose de oprobios” (Lamentaciones 3, 30). Este amor de Cristo “supera y está por encima de todo entendimiento” (Efes 3, 19), porque la fuente de donde nace está también fuera de toda comprensión. Porque no se basa el amor al hombre en su perfección o en sus méritos, pues es una criatura imperfecta y pecadora. No es posible amar al hombre por sí mismo, el Señor no es ciego para poner su amor en una criatura que tan poco le merece. Este amor se funda en el amor que el Padre Eterno le tiene a Él” (La Pasión del Señor, Luis de la Palma 82-83).

No quejarnos. “Si unimos nuestras pequeñeces –las insignificantes y las grandes contradicciones- a los grandes sufrimientos del Señor, Víctima -¡la única Víctima es Él!-, aumentará su valor, se harán un tesoro y, entonces, tomaremos a gusto, con garbo, la Cruz de Cristo. Y no habrá así pena que no se venza con rapidez: y no habrá nada ni nadie que nos quite la paz y la alegría” (Forja 785).

La cruz de cada día son oportunidades de unirnos al Señor. El dolor, el cansancio, cuando empezamos a ser calculadores o pensamos que ya hacemos bastante: mirar a Cristo.

Nuestro espíritu de sacrificio y mortificación se ha de manifestar en lo ordinario, en lo de cada día. Si queremos de verdad ser santos, lo mejor es cumplir con nuestras obligaciones: hacer lo que debemos y estar en lo que hacemos.

Mortificaciones interiores. “Esa palabra acertada, el chiste que no salió de tu boca; la sonrisa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes e inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes... Esto, con perseverancia, sí que es sólida mortificación interior” (Camino 173).

Lista de mortificaciones. Con generosidad. “Tanto tendrás de santidad, cuanto tengas de mortificación por Amor” (Forja 1025).

Como el latir del corazón. Encontraremos continuamente ocasiones de vencernos durante el día. En un segundo podemos decirle que sí a Dios, o que no. Intenciones. Las potencialidades de un segundo (los mhz de los ordenadores, la velocidad de los microprocesadores).

¿Quieres ofrecer a Dios sacrificios y aceptar todos los sufrimientos que El os envíe en reparación de los tan numerosos pecados que ofenden a su Divina Majestad? ¿Quieres sufrir para obtener la conversión de los pecadores, para reparar las blasfemias, así como también todas las ofensas hechas al Corazón Inmaculado de María?” (Palabras de la Virgen de Fátima).


X. Resurrección. Perseverancia. La Virgen Santísima

Mc 16, 1-6.

El delicado amor de estas mujeres, que van a embalsamar, en cuanto es posible, el cuerpo de Jesús es premiado: son las primeras en recibir la noticia de la resurrección.

Esa noticia, transmitida de generación en generación, es la realidad central de nuestra fe: la resurrección, para nunca más morir. Cristo vive, está vivo: siente, se alegra, se apena por nuestros pecados.

Si Cristo no hubiera resucitado, nuestra fe sería vana: seríamos los más desgraciados de todos los hombres.

Cristo vive, y nos oye, y nos sostiene, y nos alienta. Él es el que sustenta la Iglesia, el que convierte los corazones, el que golpea: “venga, sé generoso”. Si no, ¿qué hacemos tú y yo aquí?

Nosotros somos partícipes de la resurrección de Cristo. Rom 6, 4 “Con Él hemos sido sepultados por el Bautismo para participar en su muerte, para que –como Él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre- así también nosotros vivamos una vida nueva”.

Tenemos esa vida nueva: la vida de la gracia que hemos recibido con el Bautismo y que recuperamos por la Penitencia. Por la Penitencia, cada vez que nos confesamos, tenemos una resurrección espiritual. Serán siempre necesarias en nuestra vida las sucesivas conversiones. La vida interior –el trato con Jesús- es un continuo comenzar y recomenzar. Santo es el que se levanta siempre.

He fallado más de 9000 tiros en mi carrera. He perdido más de 300 partidos. En 26 ocasiones se me confió el tiro de la victoria en el último segundo... y fallé. He fracasado una y otra vez. Por eso he tenido éxito” (Michael Jordan).

Confianza en el poder de Dios. Mc 16, 1-3 “Se decían entre sí, ¿quién nos removerá la piedra del sepulcro?” Como las santas mujeres. Confianza en Dios es confianza en los medios sobrenaturales y dejarse ayudar.

Llegarán momentos de lucha, de dificultad, de chocar con el ambiente paganizado y mundano. Será el momento de ejercitar la virtud de la fidelidad.

Anécdota. En el Palatino, palacio de los servidores de Nerón, en Roma, se encontró una pintada, un grafiti, que se conserva en un museo de Roma. Parece que un alumno –Alexameno- era cristiano y sus compañeros dibujaron un crucificado con la cabeza de asno, y al lado una inscripción “Alexameno, adora a su Dios”. El joven, valiente, escribió al lado –como respondiendo- “Alexameno, fiel”.

Y además, encontraremos las mismas dificultades que antes dentro de nosotros mismos. Rom 7, 24-25 “Desdichado de mi, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor... Así pues, yo mismo, que con la muerte sirvo a la ley de Dios, sirvo con la carne a la ley del pecado”.

Tenemos la gracia de Dios, pero el Señor necesita de nuestra colaboración. Hace falta concretar propósitos, y examinarnos todos los días. El examen de conciencia. Hace falta que nos despierten cuando nos durmamos: la dirección espiritual y la confesión. Dejarnos exigir, porque queremos trabajar mucho y bien, por el Señor. Y hace falta una voluntad fuerte.

Hay hombres que luchan un día y son buenos; hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos; pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles” (Bertolt Brecj).

Anécdota. Tamerlán, rey tártaro, estaba desalentado después de una gran derrota. Tendido contemplaba ensimismado la lona de su tienda de campaña, pensando en abandonar la batalla. Se topaba con una pequeña hormiga que una y otra vez trataba de subir por la tela, hasta que al fin lo consiguió. Tamerlán decidió hacer lo mismo, venciendo el cansancio, el desaliento, el amor propio herido. Reorganizó el ejército y obtuvo una gran victoria.

El mundo a nuestro alrededor no ha cambiado mucho en estos días. Las noticias son las mismas. Pero ha ocurrido algo muy importante: habrás descubierto que no son las cosas las que tienen que cambiar, sino que hemos de cambiar nosotros: las mismas cosas de antes, las podemos vivir ahora con una dimensión nueva.

Si somos fieles a los propósitos que hemos hecho, veremos que no son peso, que son como las alas para volar.

No hay problema sin solución, si hay buena voluntad. En el combate, la Virgen es nuestro modelo

Nuestra santidad es de personas corrientes. Tenemos ideales grandes, pero hay que esforzarse en lo pequeño.

No olvidemos que la casi totalidad de los días que Nuestra Señora pasó en la tierra transcurrieron de una manera muy parecida a las jornadas de otros millones de mujeres, ocupadas en cuidar de su familia, en educar a sus hijos, en sacar adelante las tareas del hogar. María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intranscendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios!” (San Josemaría, Es Cristo que pasa, 198).

Tener con la Virgen cada día un detalle, y poner en sus manos los propósitos de este crt.

Comenzar es de todos, perseverar es de santos” (Camino 983).

Comenzar es “dirigirse hacia”. Hay que llegar. El camino es largo y no será fácil.

Es necesaria la perseverancia, la constancia, en lo que te has propuesto, especialmente en la confesión y la dirección espiritual.

Al poco tiempo de regresar, habla con el sacerdote y dile: “estos son los propósitos de mi retiro. Si le parece, ayúdeme a cumplirlos”. Si cada semana los repasas, irás mejorando.

Si encuentras dificultades, también tendrás la ayuda de la des.

Constancia, que nada desconcierte. Te hace falta. Pídela al Señor y haz lo que puedas por obtenerla: porque es un gran medio para que no te separes del fecundo camino que has emprendido” (Camino 990).

La constancia de una madre. No deja de hacer la comida un día y dice: “es que se me pasó el entusiasmo”; por entusiasmo, por entusiasmo...

¡Dios te salve, María, llena de Gracia!

esta noche te pido por los jóvenes de España,

llenos de sueños y esperanzas.

Ellos son los centinelas “centinelas del mañana”,

el pueblo de las Bienaventuranzas;

son la “esperanza viva de la Iglesia y del Papa”.

Santa María, Madre de los jóvenes, intercede para que sean testigos de

Cristo Resucitado, apóstoles humildes y valientes del tercer milenio,

heraldos generosos del Evangelio,

Santa María, Virgen Inmaculada,

reza con nosotros,

reza por nosotros. Amén

(Juan Pablo II, 3-V-2003).