Spiderman, Batman, Catwoman... Toda una caravana de híbridos de bicho y ser humano se pasean por las pantallas como queriendo hacernos comprender que los campeones de la especie sólo viven en la fábrica de los sueños. Lejos de ese mundo ficticio es donde de verdad podemos encontrar tipos excelentes. Gente con una exquisita finura de conciencia, capaz de resistir al mal aun a costa de ventajas personales. Algunos son héroes, y si nunca ha sido fácil serlo, ahora los héroes parecen una especie en extinción. Debería existir una ONG para salvarlos.
Noticias desalentadoras
A veces me pregunto si la formación que estamos dando a los alumnos que pueblan los centros de enseñanza media les facilita que, llegados a una de las encrucijadas de su vida, sean capaces de sacar lo mejor de sí mismos para afrontarlas. Si a uno le da por ponerse cenizo, las noticias de naufragios y las cifras de “desaparecidos en combate” referidas a gente conocida o a antiguos alumnos que navegan por la universidad, le llevan a pensar que en algo estamos fallando. No obstante, hay contraejemplos. Permítanme contarles un par de ellos.
The show must go on
Celia estudia en la universidad, y sin embargo saca buenas notas. Pero además es artista. Canta, baila y actúa con un talento poco común, ya demostrado sobre muchos escenarios. Lo suyo no son sólo dotes naturales. Se lo curra de lo lindo: clases de música, interpretación y baile en las mejores academias de España e Inglaterra, muchas horas de ensayo, mucho tesón. Y paciencia también, porque quiere llegar a lo más alto aunque tenga que abrirse paso poco a poco.
Por una serie de carambolas, Celia se encontró metida en un proceso de selección de actores en el que había cuatro mil candidatos para un papel protagonista. No era una obra cualquiera, sino un espectáculo a lo grande, con cifras mareantes de dinero invertido, una promoción publicitaria por todo lo alto y el respaldo de un exitoso grupo musical. Los casting son procedimientos desmesuradamente prolijos, pues el perfil que se busca para representar al protagonista ha de ser muy completo. Pues bien, Celia arrasó. Al poco tiempo tenía adjudicado el papel principal y los productores estaban encandilados con ella. También Celia soñaba con dar un paso decisivo en su carrera. Algo así como si Spielberg la hubiera llamado para ser la estrella de su próxima película.
Estos golpes de suerte se presentan muy de tarde en tarde, y en este mundillo de los focos no se puede dejar que la oportunidad pase de largo. Estamos acostumbrados a ver que bastantes adolescentes aspiren a ser modelos, cantantes, actores o actrices a poco que sepan moverse con cierta gracia. No hay más que observar cómo cada vez que se convoca un concurso o un casting para actuar en películas o musicales de gran despliegue mediático, se forman colas interminables de jóvenes en los puntos de la convocatoria.
Celia es especial
Pero Celia dijo no. Cuando pusieron el guión en sus manos, el mundo se derrumbó. Aquello era una colección de tópicos y vaciedades sobre los supuestos gustos de la juventud actual. Un argumento ramplón y en ocasiones zafio para alimentar el consumo de masas. El célebre productor que estaba al mando del cotarro no entendía nada. Una chica guapa, lista y desenvuelta no podía poner tanto reparo a unas escenas algo subidas de tono. En la puerta podría encontrar fácilmente un montón de chavalas dispuestas a vender su alma sin un pestañeo y a enseñar hasta el sistema linfático a la mínima sugerencia del guión. Es el precio de la fama, y todas lo saben.
No deja de ser curioso que para estos grandes montajes se exija una calidad sobresaliente en belleza, canto, baile, interpretación y hasta en duende, esa especie de magia que transforma a una persona sobre las tablas, según la definición de Federico García Lorca. No se repara en gastos para tener la mejor calidad de sonido, las más sofisticadas coreografías, los decorados y el vestuario más deslumbrante. Para todo se pide un diez menos para la calidad de los valores que se transmiten con una obra teatral dirigida a público juvenil. En ese terreno vale todo lo que vende.
No es lo mismo
Celia mantuvo el tipo y le dijo al famoso mandamás que tenía motivos personales para declinar la oferta. No se arredró porque de los halagos pasaran a las amenazas. Que su carrera se iba a ir al garete, que era una osadía rechazar el mejor contrato de su vida, que qué remilgos eran esos a su edad... Ella no le dijo que prefería su dignidad a su carrera. Tampoco supo o quiso hacer un discurso afirmando que tenía conciencia y que no pensaba ponerle precio. Es demasiado sencilla para eso. A mí me hubiera gustado soplarle al oído el estribillo rebelde de la canción de Alejandro Sanz para que se lo espetara al maromo de marras: “Vale, que a lo mejor me lo merezco / bueno, pero mi voz no te la vendo / puerta, y lo que opinen de nosotros... / léeme lo labios, yo no estoy en venta”.
En casa, Celia lloraba desconsolada. Con semejante negativa viajaban al mundo de nunca jamás muchas ilusiones y esperanzas. Muy fuerte para sus diecinueve años recién estrenados. Aunque quizá ella no piense igual que yo ni se le haya pasado por la cabeza el impresionante valor moral de su actitud, evoqué lo que Juan Pablo II dijo a los jóvenes cristianos en Tor Vergata al inicio de este siglo XXI: “Creer hoy en Jesús, conlleva una opción por Él y, no pocas veces, es como un nuevo martirio: el martirio de quien, hoy como ayer, es llamado a ir contra corriente para seguir al divino Maestro. Quizás a vosotros no se os pedirá la sangre, pero sí ciertamente la fidelidad a Cristo. Una fidelidad que se ha de vivir en las situaciones de cada día”.
Un apuesto broker
Desde muy joven, Chema apuntaba maneras de lince. Cuando todavía llevaba pantalón corto y no pasaba de un metro, hacía negocios en el recreo vendiendo varias veces, a chicos mayores que él, el bocadillo le que preparaba su madre. Nunca se quedó sin comer, nunca recibió una paliza por lo que hacía y nunca supo nadie en qué invertía aquel mocoso el dinero ganado.
Cuando terminó la carrera, no tuvo que buscar trabajo. Ya le habían buscado a él. Un empresario se presentó en su facultad preguntando por el mejor alumno de Económicas que fuera experto en Bolsa. Al mes de licenciarse, ya tenía despacho. Con veintitrés años recién cumplidos era director financiero de una empresa con más de ochocientos empleados, entre obreros y ejecutivos. Un niño tenía que meter en vereda a gente que podría haber sido su padre o su abuelo. Y vaya si lo conseguía. Pisando fuerte y metiendo horas.
Yo tenía la mosca detrás de la oreja. En nuestras conversaciones trataba de moderar su apetito de éxito, porque sé que Chema es ambicioso, listo y yo pensaba que implacable y sin escrúpulos. Me escamaba su frialdad religiosa. Siempre ha gastado conmigo una afilada ironía ―casi sarcasmo en ocasiones― cuando nos adentrábamos en el terreno de la fe y de la práctica cristiana. Pero me equivoqué.
Me entero yo
Una mañana me llamó y quedamos para comer. Estaba en la calle. Su jefe le había amenazado con el despido si no se plegaba a una maniobra turbia. Y no le dejó que se lo repitiera. Cogió sus bártulos y se encaminó a la oficina del paro. “Ya en otras ocasiones había querido obligarme a hacer cosas desagradables ―me contaba con la vehemencia que le caracteriza―, como echar broncas injustificadas o despedir a veteranos padres de familia por errores nimios. Esta vez quería escamotear unos milloncejos (de euros) a la hacienda pública”. “Es una operación contable muy sencilla ―le decía el patrón―, no se va a enterar nadie”. “Me entero yo, y eso me basta”, respondió Chema, alzando la voz. El tono de la conversación fue creciendo y al final se quedó sin trabajo. Yo estaba asombrado. No encontraba en él ninguna muestra de fastidio o de autocompasión. Tampoco buscaba mi alabanza. Tan sólo estaba exteriorizando un diálogo con su conciencia. Por otra parte, no tardaría en encontrar otro empleo, como así fue.
Tal vez no lograré ver a Chema convertido en un tipo piadoso (tuvo una novia fantástica que a punto estuvo de conseguirlo, pero por desgracia rompieron). Sin embargo, aquella respuesta ―me entero yo― en una situación en la que se jugaba la tranquila continuidad de su carrera profesional, me hizo comprender que no había hecho un diagnóstico acertado al fijarme solamente en su grado de práctica religiosa. Las raíces de la formación cristiana que ha recibido en su casa son muy hondas. Uno de sus frutos es, sin duda, esa valiente honradez.
Las advertencias de Kipling
Entonces reflexioné sobre los terribles dilemas ante los que tantos muchachos sin experiencia tienen que bandearse. ¿Cuántos habrán vendido su conciencia por mucho menos? En estas lides, hacer la primera trapisonda puede resultar traumático, pero una vez metidos en harina, la conciencia se va acolchando y uno se desliza, lo quiera o no, por un tobogán hacia el club de los tramposos. Y todavía te encuentras a algunos que se tranquilizan pensando que se trata de un club muy frecuentado.
A más de uno de estos me gustaría pedirle que leyera despacio los condicionales del conocido poema de Rudyard Kipling, el autor de El Libro de la Selva. La poesía se llama If... (“If you can keep your head when all about you are losing…”) y entresaco algunos versos: “Si puedes mantener intacta tu firmeza / cuando todos vacilan a tu alrededor / y confías en ti mismo cuando los demás dudan... / Si puedes esperar y no cansarte en la espera / y salpicado de mentiras, no caes en la mentira... / Si eres capaz de llenar el minuto inolvidable / de sesenta segundos que te lleven al cielo / tuya es la tierra y lo que en ella habita / y lo que es más, serás hombre, hijo mío”.
Pienso que también conviene advertir que estos rasgos de audacia no se improvisan. Es sumamente raro que alguien que no haya entrenado duro durante mucho tiempo consiga hacer una marca espectacular en unas olimpiadas. Es difícil concebir que alguien que no esté al menos familiarizado con la lucha para jugar limpio con su conciencia, tenga de repente un insólito ataque de honradez. Ojo: la conciencia es el foro donde Dios habla, bajito y de tú a tú, y no el almacén de los caprichos.
Tanto Celia como Chema han sido alumnos míos. No creo que mi paso por sus aulas haya influido demasiado en que sean como son ahora. Pero me gusta presumir de ellos. Son gente que mola.
(Javier Láinez. Arvo.net).