13.1.08

Magnanimidad

Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas.


La magnanimidad es grandeza de ánimo. Es virtud de personas que se deciden a abandonar la senda de la medianía y están dispuestas a acometer empresas audaces en beneficio de todos.

Los hombres magnánimos están siempre dispuestos a ayudar. No se asustan ante las dificultades, se entregan sin reservas a aquello que vale la pena. Tienen ideales.


No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada (Cfr. Amigos de Dios, n. 81).


El hombre –el ser humano- que lo es verdaderamente, es amante del riesgo, de los grandes desafíos. Hemos sido capaces de llegar a la luna porque hubo quienes se lanzaron a la aventura. Hemos descubierto continentes navegando con barcos que no tenían tecnología wi-fi ni bluetooth, sino que se parecían más a los cayucos con los que desembarcan hoy en día miles de inmigrantes en nuestras costas; ir al Everest casi se ha convertido en un paseo turístico, cuando hace apenas medio siglo era una empresa imposible… Y podríamos seguir con la lista.


A la gente joven –por naturaleza- le gusta el riesgo, el desafío, las metas difíciles, los imposibles. Muchas enfermedades de la personalidad de los adolescentes tienen como causa la falta de magnanimidad, o lo que es lo mismo, la mediocridad y el conformismo.



Los pusilánimes, en cambio, piensan que todo está por encima de sus posibilidades. Son esos que esperan sentados su oportunidad, que aguardan pacientemente tiempos mejores, mientras se lamentan de lo difícil que está ahora todo. Es una auténtica desgracia vivir con personas pusilánimes: son aguafiestas permanentes, conformistas desalentadores. Todo lo que hacen tiene el regusto de la mediocridad, hasta la diversión. Son personajes apáticos, a los que las ganas de no hacer nada les puede, porque todo o casi todo, “les da palo”.


Los santos han sido unos inconformistas. Santa Teresita de Lisieaux entendía mucho de la magnanimidad. Vivió “encerrada” en un convento, en Francia. Era una joven adolescente, pero con un corazón de oro. “Cuando se leen los escritos de Santa Teresita, la impresión que queda no es en absoluto la de una vida pasada en un mundo estrecho, sino muy al contrario. Salvando ciertas limitaciones de estilo, emana de su modo de expresarse y de su sensibilidad espiritual una maravillosa sensación de amplitud, de expansión. Teresa vive inmersa en grandes horizontes: los de la misericordia infinita de Dios y su ilimitado deseo de amor. Se siente como una reina con el mundo a sus pies, porque todo lo puede conseguir de Dios y, a través del amor, llegar a cualquier punto del universo en el que un misionero necesite de su oración y su sacrificio” (J. Philipps, La libertad interior).



Don Alfonso Par es un sacerdote –fallecido hace unos años-, catalán, que convivió con San Josemaría. Contaba que, cuando era un joven estudiante universitario, en el año 48, en Barcelona, en el restaurante Miramar, tuvieron un encuentro -él y unos cuantos amigos suyos- con San Josemaría. Aquella reunión le produjo una huella muy profunda, porque –decía- le impresionó mucho que San Josemaría “hablaba el lenguaje de los jóvenes”, y –pensaba Don Alfonso para sus adentros- “nos entendía”; además, explicaba Don Alfonso, “San Josemaría hablaba del futuro como si fuera el presente”.



En el año 48 el Opus Dei apenas estaba comenzando a expandirse por el mundo. Eran pocas las personas que formaban parte de la Obra. Y San Josemaría “hablaba del futuro como si fuera el presente”.



Los santos han sido magnánimos porque Dios es magnánimo.



Un medio para alcanzar esta virtud tan humana: la oración.



La oración sacó a las almas de los muertos del mismo seno de la muerte, fortaleció a los débiles, curó a los enfermos, liberó a los endemoniados, abrió las mazmorras, soltó las ataduras de los inocentes. La oración perdona los delitos, aparta las tentaciones, extingue las persecuciones, consuela a los pusilánimes, recrea a los magnánimos, conduce a los peregrinos, mitiga las tormentas, aturde a los ladrones, alimenta a los pobres, rige a los ricos, levanta a los caídos, sostiene a los que van a caer, apoya a los que están en pie” (Tertuliano, Tratado sobre la oración).

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