9.1.08

Contemplación y vida cristiana

Durante el Concilio y después, durante los trabajos para la aplicación de los decretos conciliares a la legislación canónica, tuve mucha relación personal con Francois Marty, arzobispo de Reims. En el Vaticano II fue el relator de la Comisión sobre la disciplina del clero, de la que don Álvaro era secretario. Como relator, Marty seguía, junto con don Álvaro y conmigo, todo el trabajo de los peritos de esa comisión, entre los que recuerdo especialmente a Onclin, al dominico padre Congar —nombrado cardenal en 1994—y al padre Lecuyer, de la congregación del Espíritu Santo. Durante el periodo álgido de la discusión en el aula del decreto Presbyterorum Ordinis, solíamos reunirnos a trabajar incluso por la noche en la residencia eclesiástica, llevada por religiosas, donde Marty y Onclin se alojaban: Villanova, en vía Romania.

Era un hombre sencillo, de nariz afilada, cabello entrecano, pómulos destacados y gesto simpático, que sabía tener detalles de delicadeza y estímulo con nosotros: demostraba plena confianza en el trabajo de la secretaría y de los consultores, e incluso se empeñaba en servirnos a cada uno el té con pastas, que hacía preparar a las religiosas de Villanova.

Estuvo muchas veces en Villa Tevere con el Padre. Quizás uno de los encuentros más interesantes tuvo lugar cuando se debatía en el aula conciliar el capítulo sobre el laicado de la futura Constitución Lumen gentium. Ese día, junto con Marty y Onclin, vinieron los obispos de Lieja, Angers y Saint Claude: Guillaume van Zuylen, Henri Mazerat y Claude-Constant M. Flusin. En la conversación se habló durante largo rato de la misión apostólica de los laicos en el mundo. Marty dijo:

—Porque a los laicos les corresponde cristianizar las estructuras del orden temporal, del mundo: así transformarán...

El Padre, con su viveza habitual, le interrumpió sonriendo:

—Si tienen alma contemplativa, Excelencia. Porque si no, no cristianizarán nada. Peor aún, serán ellos los que se dejarán trans-formar; y, en lugar de cristianizarel mundo, se mundanizarán los cristianos.

En otro momento de la conversación, no recuerdo quién subrayó la necesidad de que los seglares ordenen las realidades temporales según el querer divino:

—Los laicos han de sanear las estructuras sociales y cambiar las costumbres que incitan al pecado. Si obran así, impregnarán de valores morales la cultura y las realizaciones humanas: ordenarán cristianamente las realidades temporales.

El Padre replicó inmediatamente:

—Sí, pero primero han de estar ellos bien ordenados por dentro, siendo hombres y mujeres de profunda vida interior, almas de oración y de sacrificio. Si no, en lugar de ordenar esas realidades familiares y sociales, les contagiarán su propio desorden personal.

Todos asintieron, con vistosa sonrisa e inclinaciones de cabeza de mons. Mazerat, que, como don Álvaro, había sido ingeniero antes de ordenarse sacerdote.

He recordado muchas veces este diálogo del Padre con Marty, a quien poco después se le nombraría arzobispo de París y cardenal, y sería elegido presidente de la Conferencia episcopalfrancesa. Por asociación de ideas, me viene a la mente algo que leí en un viejo manual de Medicina. En la primera Guerra mundial, el imperio británico movilizó a gran parte de sus ejércitos coloniales, y miles de hombres partieron de Africa y de las zonas de ultra-mar para luchar en las trincheras europeas. Fue una carnicería, más por los microbios que por las balas. Aquellos hombres fuertes, acostumbrados a los peligros y al calor agobiante de las selvas africanas, de la India y de las islas del Pacífico, morían a millares por una infección —la tuberculosis— contra la que la mayoría de los europeos habían sido inmunizados desde la infancia. La enfermedad fundía los pulmones de esas tropas coloniales con tal rapidez que se la llamó tisis galopante.

El Padre temía que algo parecido sucediera en la Iglesia, si se olvidaba la primera obligación de todo fiel cristiano: buscar la santidad, conocer y tratar a Cristo en el Evangelio y en la Eucaristía, vivir en su presencia, amar su Voluntad sin miedo a la Cruz. En tres palabras: tener vida interior. Ya treinta años antes había escrito en Camino,en el capítulo que lleva por título Apostolado:

«Es preciso que seas "hombre de Dios", hombre de vida interior, hombre de oración y de sacrificio. —Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu "vida para adentro"»


(J. Herranz, A las afueras de Jericó).

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