14.4.09

Educar en la fe

Educar en la fe

Los padres colaboran en la transmisión de la vida natural y también de la vida sobrenatural. Los hijos son hijos de su cuerpo y también de su alma: de sus convicciones, de sus afectos, del sentido que dan a la vida, de su cultura, de sus ambiciones humanas, de su proyecto existencial.

Educar se identifica con enseñar, acompañar, ir delante, ayudar a abrir camino.

Tener fe es, en cierta manera, una opción. Elegir entre dos modos de ver la vida. Ambos modos –vivir con fe o sin ella– se presentan como dos posibilidades coherentes. Los hijos, en este aspecto, optan por lo que ven en los padres.

El Concilio Vaticano II señaló que “la madre nutricia de la educación es ante todo la familia: en ella los hijos, en un clima de amor, aprenden juntos con mayor facilidad la recta jerarquía de las cosas, al mismo tiempo que se imprimen de modo como natural en el alma de los adolescentes formas probadas de cultura a medida que van creciendo”.

Fe y coherencia de vida
Educar en la fe no es dar sabias lecciones teóricas. No son clases magistrales. Mejor, es como una clase práctica que empieza cuando los hijos aún no saben casi andar, y que no termina nunca.
Las palabras que no van seguidas de una conducta coherente, pueden tener alguna eficacia al principio, después terminan cayendo sistemáticamente en el vacío, porque carecen de credibilidad. Por ejemplo, si un hijo viera que sus padres van a lo suyo, le será difícil incorporar ideas tan relacionadas con las exigencias de la fe como son la preocupación por los demás, el sacrificio y la renuncia en favor de otros, la misericordia o el sentido de la generosidad.
0 si ve que sus padres con frecuencia no cumplen lo que prometen, o les ve recurrir -siempre acaban dándose cuenta- a la mentira o la media verdad para salir al paso de algún problema, luego será difícil que preste atención a sus encendidos discursos sobre las excelencias de la sinceridad, de la veracidad, o de dar la cara como un hombre.
Los hijos han de ver que a sus padres les preocupa realmente el dolor ajeno, que muestran con su vida lo connatural que debe resultar a toda persona vivir volcada hacia los demás, que les explican la fealdad de la simulación y de la mentira, o cualquiera de las otras ideas cristianas que quieran transmitirles.
Hay todo un estilo cristiano de ver las cosas y de interpretar los acontecimientos de la vida, los hijos han de respirarlo en casa. Lo captarán, por ejemplo, viendo el modo en que se acepta una contrariedad. O al advertir cómo se reacciona ante un vecino cargante o inoportuno. O viendo cómo papá o mamá ceden en sus preferencias, o siguen trabajando aunque estén cansados.
Y así los hijos se van empapando de ideas de fondo que tejerán todo un vigoroso entramado de virtudes cristianas. Aprenderá a respetar la verdad, a mantener la palabra dada, a no encerrarse en su egoísmo, a ser sensible a la injusticia o al dolor ajeno, a templar su carácter, etc. Siempre surgen multitud de ocasiones de hacer una consideración sobrenatural sencilla, sin excesiva afectación ni excesiva frecuencia. Se trata de que el niño vea cómo la fe se traduce en obras concretas y que no son formalidades exteriores vacías e inconexas.
La educación cristiana de los hijos reviste una importancia muy particular en un punto: mostrar que Dios es Padre y exponer adecuadamente a los propios hijos que son hijos de Dios y como tales deben comportarse.
«En la obra educativa, y especialmente en la educación en la fe, que es la cumbre de la formación de la persona y su horizonte más adecuado, es central en concreto la figura del testigo: se transforma en punto de referencia precisamente porque sabe dar razón de la esperanza que sostiene su vida (cfr. 1 Pe 3, 15), está personalmente comprometido con la verdad que propone. El testigo, por otra parte, no remite nunca a sí mismo, sino a algo, o mejor, a Alguien más grande que él, a quien ha encontrado y cuya bondad, digna de confianza, ha experimentado. Así, para todo educador y testigo, el modelo insuperable es Jesucristo, el gran testigo del Padre, que no decía nada por sí mismo, sino que hablaba como el Padre le había enseñado (cfr. Jn 8, 28).

»Por este motivo, en la base de la formación de la persona cristiana y de la transmisión de la fe está necesariamente la oración, la amistad personal con Cristo y la contemplación en Él del rostro del Padre. (…) Así pues, la Familia de Nazaret ha de ser para nuestras familias y para nuestras comunidades objeto de oración constante y confiada, además de modelo de vida»[1]

San Benito formuló en su Regla un principio sobre la necesidad de ser coherentes: «Mens nostra concordet voci nostrae», que nuestro espíritu concuerde con nuestra voz[2].

La fe tiene consecuencias

La fe es para vivirla, y debe informar las grandes y las pequeñas decisiones; y, a la vez, se manifiesta de ordinario en la manera de enfrentarse con los deberes de cada día. No basta asentir a las grandes verdades del Credo, tener una buena formación quizá; es necesario, además, vivirla, practicarla, ejercerla, debe generar una "vida de fe" que sea, a la vez, fruto y manifestación de lo que se cree. Dios nos pide servirle con la vida, con las obras, con todas las fuerzas del cuerpo y del alma. La fe es algo referido a la vida, a la vida de todos los días, y la existencia cristiana aparece como un despliegue de la fe, como un vivir con arreglo a lo que se cree, a lo que se conoce como querer de Dios para la propia vida[3].

La fe cristiana conduce a la reforma de la propia vida, exigiéndonos una continua rectificación de la conducta, una mejora en el modo de ser y de actuar. Entre otras consecuencias, la fe nos llevará a imitar a Jesucristo, que fue "perfecto Dios, y hombre perfecto" (Symbolo Quicumque), a ser hombres y mujeres de temple, sin complejos, sin respetos humanos, veraces, honrados, justos en los juicios, en sus negocios, en la conversación... Las virtudes humanas son las propias del hombre en cuanto hombre, y por eso Jesucristo, perfecto hombre, las vivió en plenitud. Hasta sus propios enemigos estaban asombrados del vigor humano de su figura: Maestro -le dicen en cierta ocasión, sabemos que eres veraz, y que no tienes respetos humanos, y que enseñas el camino de Dios con autoridad... (Mt 22, 16). "Lo primero que llama la atención al estudiar la fisonomía humana de Jesús es su clarividencia viril en la acción, su lealtad impresionante, su áspera sinceridad, en una palabra, el carácter heroico de su personalidad. Esto era, en primer término, lo que atraía a sus discípulos"[4].

Él nos dio ejemplo de una serie de cualidades humanas bien entrelazadas, que compete vivir a cualquier cristiano. Considera tan importante la perfección de las virtudes humanas que apremia a sus discípulos: si no entendéis las cosas de la tierra, ¿cómo entenderéis las celestiales? (Jn 3, 5). Si no se vive la reciedumbre humana ante una dificultad, el frío o el calor, ante una pequeña enfermedad, ¿dónde se podrá asentar la virtud cardinal de la fortaleza? ¿Cómo puede ser fuerte una persona que se queja continuamente? ¿Cómo llegará a ser responsable y prudente un estudiante que deja a un lado su estudio? O ¿cómo podrá vivir la caridad quien descuida la cordialidad, la afabilidad o los detalles de educación? Aunque la gracia de Dios puede transformar enteramente a una persona -y encontramos ejemplos en la Sagrada Escritura y en la vida de la Iglesia-, lo normal es que el Señor cuente con la colaboración de las virtudes humanas.
Formación doctrinal
Para dar la doctrina de Jesucristo es necesario tenerla en el entendimiento y en el corazón: meditarla y amarla. Todos los cristianos, cada uno según los dones que ha recibido -talento, estudios, circunstancias...-, necesita poner los medios para adquirirla. En ocasiones, esta formación comenzará por conocer bien el Catecismo, que son esos libros "fieles a los contenidos esenciales de la Revelación y puestos al día en lo que se refiere al método, capaces de educar en una fe robusta a las generaciones cristianas de los tiempos nuevos"[5].
Los “problemas de fe” provienen, a veces, del desequilibrio en la formación. No es difícil encontrarse cristianos que son brillantes en su profesión, incluso cultos, muy leídos y muy viajados, con grandes experiencias quizá, pero absolutamente ignorantes en lo referente a su fe. Hombres o mujeres que abandonaron el estudio de los fundamentos de sus creencias con el final de sus estudios primarios o con las primeras crisis de la adolescencia, y que conservan una imagen de la teología que bien podría servir para un cuento de hadas, cuando la teología es sin duda la ciencia sobre la que más se ha hablado, escrito, investigado y debatido a lo largo de los siglos. Les falta estudio de su propia fe, que es equilibrio en su formación.
Esa ignorancia es un formidable enemigo de la fe, puesto que la fe en cualquier cosa exige siempre un suficiente conocimiento previo. Y esa fe débil bien puede tener su causa en haber recibido una formación religiosa poco afortunada o impartida por personas que no han sabido mostrar su grandeza. Por eso, hemos de ser consecuentes y dedicar el tiempo que sea preciso para tener un conocimiento de nuestra fe adecuado a nuestro nivel cultural e intelectual. De esta forma, la experiencia de tantos siglos en la vida de tantas personas s nos ayudará a vivir esas exigencias y a superar las dificultades que se nos presenten, que quizá no sean tan nuevas.
Es cierto que hay muchos que creen poco, o que no practican, pero sí quieren que sus hijos reciban una buena formación cristiana, pues el valor de la formación moral cristiana es algo bastante reconocido, afortunadamente. Esa preocupación de esos padres es loable y positiva. Pero los padres que quieren que sus hijos crean, y, sin embargo, ellos mismos no practican, suelen fracasar. Si no tienen la fe como s parte esencial de su vida, o si luego desmienten sus palabras con los hechos, es difícil que las cosas salgan bien.
Sin embargo, para muchos otros padres ha sido precisamente la preocupación por educar correctamente a sus hijos y darles un buen ejemplo, lo que les ha llevado por un camino de mayor cercanía a Dios y más profundo conocimiento de la fe, que ha venido a facilitar su propia coherencia y, en cierta manera, su conversión[6].
Sansueña, 12 de marzo de 2009
(Aula Permanente 1 ESO)



[1] BENEDICTO XVI, Discurso en la apertura de la asamblea eclesial de la diócesis de Roma, 6-VI-2005.
[2] Reg., 19, 7.
[3] Cfr. P. RODRIGUEZ, Fe y vida de fe, Eunsa, Pamplona 1974, p. 172.
[4] J. ADAM, Jesucristo, Herder, Barcelona 1953, p. 110.
[5] JUAN PABLO II, Exhor. Apost. Catechesi tradendae, 16-X-1979, 50.
[6] Cfr. A. AGUILÓ., Interrogantes en torno a la fe, Palabra, 2002.

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