Compra venta de cristos
A mi Cristo roto, lo encontré en Sevilla. Dentro del arte me subyuga el tema de Cristo en la cruz. Se llevan mi preferencia los cristos barrocos españoles. La última vez, fui de compras en compañía de un buen amigo mío. Al cristo, ¡qué elección! se le puede encontrar entre tuercas y clavos, chatarra oxidada, ropa vieja, zapatos, libros, muñecas rotas o litografías románticas. La cosa, es saber buscarlo. Porque Cristo anda y está entre todas las cosas de éste revuelto e inverosímil rastro (bazar) que es la vida.
Pero aquella mañana nos aventuramos por la casa del artista. Es más fácil encontrar ahí al cristo, ¡Pero mucho más caro! Es zona ya de anticuarios. Es el cristo con impuesto de lujo, el cristo que han encarecido los turistas, porque desde que se intensificó el turismo, también cristo es más caro. Visitamos únicamente dos o tres tiendas y andábamos por la tercera o cuarta.
-Ehhmm ¿Quiere algo Padre?
-Dar una vuelta nada más por la tienda, mirar, ver.
De pronto, frente a mí, acostado sobre una mesa, vi un cristo sin cruz. Iba a lanzarme sobre él, pero frené mis ímpetus. Miré al cristo de reojo, me conquistó desde el primer instante. Claro que no era precisamente lo que yo buscaba, era un cristo roto. Pero esta misma circunstancia, me encadenó a él, no sé por qué. Fingí interés primero por los objetos que me rodeaban hasta que mis manos se apoderaron del cristo, ¡Dominé mis dedos para no acariciarlo! No me habían engañado los ojos, no. Debió de ser un cristo muy bello, era un impresionante despojo mutilado. Por supuesto, no tenía cruz, le faltaba media pierna, un brazo entero, y aunque conservaba la cabeza, había perdido la cara. Se acercó el anticuario, tomó el cristo roto en sus manos y me dijo:
-¡Oh, es una magnífica pieza, se ve que tiene usted gusto Padre! Fíjese que espléndida talla, qué buena factura.
-Pero está tan rota, tan mutilada.
-No tiene importancia, Padre. Aquí al lado hay un magnífico restaurador amigo mío y se lo va a dejar a usted nuevo. Volvió a ponderarlo, a alabarlo, lo acariciaba entre sus manos; pero no acariciaba al cristo, acariciaba la mercancía que se le iba a convertir en dinero.
Insistí; dudó, hizo una pausa, miró por última vez al cristo fingiendo que le costaba separarse de él y me lo alargó en un arranque de generosidad ficticia, diciéndome resignado y dolorido:
-Tenga Padre, lléveselo, por ser para usted y conste que no gano nada: 3000 pesetas nada más, ¡Se lleva usted una joya!.
El vendedor exaltaba las cualidades para mantener el precio. Yo, sacerdote, la mermaba méritos para rebajarlo. Me estremecí de pronto. ¡Disputábamos el precio de Cristo, como si fuera una simple mercancía!. ¡Y me acordé de Judas! ¿No era aquella también una compraventa de Cristo? ¡Pero cuántas veces vendemos y compramos a Cristo, no de madera, de carne, y en él a nuestros prójimos! Nuestra vida es muchas veces una compraventa de cristos.
Al final, cedimos los dos, lo rebajó a 800 pesetas. Antes de despedirme, le pregunté si sabía la procedencia del cristo y la razón de aquellas terribles mutilaciones. En información vaga e incompleta me dijo que creía procedía de la sierra de Aracena, y que las mutilaciones se debían a una profanación del tiempo de la Guerra. Apreté a mi cristo con cariño, y salí con él a la calle. Al fin, ya de noche, cerré la puerta de mi habitación y me encontré solo, cara a cara con mi cristo. ¡Qué ensangrentado despojo mutilado! Viéndolo así, me decidí a preguntarle:
-Cristo, ¿quién fue el que se atrevió contigo? ¿No le temblaron las manos cuando astilló las tuyas arrancándote de la cruz?! ¿Vive todavía? ¿Dónde? ¿Qué haría hoy si te viera en mis manos? ¿Se arrepintió?
-¡Cállate!, me cortó una voz tajante. ¡Cállate! Preguntas demasiado ¿Crees que tengo un corazón tan pequeño y mezquino como el tuyo? ¡Cállate! No me preguntes ni pienses más en el que me mutiló. Déjalo, ¿Qué sabes tú? ¡Respétalo!, yo ya lo perdoné. Yo me olvidé instantáneamente y para siempre de sus pecados. Cuando un hombre se arrepiente, Yo perdono de una vez, no por mezquinas entregas como vosotros. ¡Cállate! ¿Por qué ante mis miembros rotos, no se te ocurre recordar a seres que ofenden, hieren, explotan y mutilan a sus hermanos los hombres?. ¿Qué es mayor pecado? Mutilar una imagen de madera o mutilar una imagen mía viva, de carne, en la que palpito Yo por la gracia del bautismo. ¡Oh hipócritas! Os rasgáis las vestiduras ante el recuerdo del que mutiló mi imagen de madera, mientras le estrecháis la mano o le rendís honores a quien mutila física o moralmente a los cristos vivos que son sus hermanos.
Yo contesté:
-No puedo verte así, destrozado, aunque el restaurador me cobre lo que quiera ¡Todo te lo mereces! Me duele verte así. Mañana mismo te llevaré al taller. ¿Verdad que apruebas mi plan? ¿Verdad que te gusta?
-¡No, no me gusta!, contestó el cristo, seca y duramente. ¡Eres igual que todos y hablas demasiado!
Hubo una pausa de silencio. Una orden, tajante como un rayo, vino a decapitar el silencio angustioso.
-¡No me restaures, te lo prohibo! ¿Lo oyes?
-Sí Señor. Te lo prometo: no te restauraré.
-Gracias, me contestó el cristo y su tono volvió a darme confianza.
-¿Por qué no quieres que te restaure? No te comprendo. ¿No comprendes Señor, que va a ser para mí un continuo dolor cada vez que te mire roto y mutilado? ¿No comprendes que me duele?
Eso es lo que quiero, que al verme roto te acuerdes siempre de tantos hermanos tuyos que conviven contigo; rotos, aplastados, indigentes, mutilados. Sin brazos, porque no tienen posibilidades de trabajo. Sin pies, porque les han cerrado los caminos. Sin cara, porque les han quitado la honra. Todos los olvidan y les vuelven la espalda. ¡No me restaures! A ver si, viéndome así, te acuerdas de ellos y te duele; a ver si así, roto y mutilado, te sirvo de clave para el dolor de los demás. Muchos cristianos se vuelven en devoción, en besos, en luces, en flores sobre un cristo bello, y se olvidan de sus hermanos los hombres, cristos feos, rotos y sufrientes. Hay muchos cristianos que tranquilizan su conciencia besando un cristo bello, una obra de arte, mientras ofenden al pequeño cristo de carne, que es su hermano. Esos besos me repugnan, me dan asco. Los tolero forzado en mis pies de imagen tallada en madera, pero me hieren el corazón. ¡Tenéis demasiados cristos bellos! Demasiadas obras de arte de mi imagen crucificada. Y estáis en peligro de quedaros en la obra de arte. Un cristo bello, puede ser un peligroso refugio donde esconderse en la huida del dolor ajeno, tranquilizando al mismo tiempo la conciencia, en un falso cristianismo. Por eso, deberían tener más cristos rotos, uno a la entrada de cada templo, que gritara siempre con sus miembros partidos y su cara sin forma, el dolor y la tragedia de mi segunda pasión, en mis hermanos los hombres Por eso te lo suplico, no me restaures, déjame roto junto a ti, aunque amargue un poco tu vida.
-Sí Señor, te lo prometo, contesté.
Y un beso sobre su único pie astillado, fue la firma de mi promesa. Desde hoy viviré con un cristo roto.
169. Coraje
En mi dual profesión de educadora y trabajadora de la salud, he tenido contacto con mucho niños infectados por el virus del sida. Las relaciones que mantuve con esos niños especiales han sido grandes dones en mi vida. Ellos me enseñaron muchas cosas, pero descubrí, en especial el gran coraje que se puede encontrar en el más pequeño de los envoltorios. Permíteme que te hable de Tyler.
Tyler nació infectado con el HIV; su madre también lo tenía. Desde el comienzo mismo de su vida, el niño dependió de los medicamentos para sobrevivir. Cuando tenía cinco años, le insertaron quirúrgicamente un tubo en una vena del pecho. Ese tubo estaba conectado a una bomba, que él llevaba a la espalda, en una pequeña mochila. Por allí se le suministraba una medicación constante que iba al torrente sanguíneo. A veces también necesitaba un suplemento de oxígeno para complementar la respiración.
Tyler no estaba dispuesto a renunciar un solo momento de su infancia por esa mortífera enfermedad. No era raro encontrarlo jugando y corriendo por su patio, con su mochila cargada de medicamentos y arrastrando un carrito con el tubo de oxígeno. Todo los que lo conocíamos nos maravillamos de su puro gozo de estar vivo y la energía que eso le brindaba. La madre solía bromear diciéndole que, por lo rápido que era, tendría que vestirlo de rojo para poder verlo desde la ventana cuando jugaba en el patio.
Con el tiempo, esa temible enfermedad acaba de gastar hasta a pequeñas dinamos como Tyler. El niño enfermó de gravedad. Por desgracia, sucedió lo mismo con su madre, también infectada con el HIV. Cuando se tornó evidente que Tyler no iba a sobrevivir, la mamá le habló de la muerte. Lo consoló diciéndole que ella también iba a morir y que pronto estarían juntos en el cielo.
Pocos días antes del deceso, Tyler hizo que me acercara a su cama del hospital para susurrarme:
-Es posible que muera pronto. No tengo miedo.
Cuando me muera vísteme de rojo, por favor. Mamá me prometió venir al cielo. Cuando ella llegue yo estaré jugando y quiero asegurarme que pueda encontrarme.
171. Amar la vida
Un profesor fue invitado a dar una conferencia en una base militar, y en el aeropuerto lo recibió un soldado llamado Ralph.
Mientras se encaminaban a recoger el equipaje, Ralph se separó del visitante en tres ocasiones: primero para ayudar a una anciana con su maleta; luego para cargar a dos pequeños a fin de que pudieran ver a Santa Claus, y después para orientar a una persona. Cada vez regresaba con una sonrisa en el rostro.
-¿Dónde aprendió a comportarse así?, preguntó el profesor.
-En la guerra, contestó Ralph.
Entonces le contó su experiencia en Vietnam. Allá su misión había sido limpiar campos minados. Durante ese tiempo había visto cómo varios amigos suyos, uno tras otro, encontraban una muerte prematura.
-Me acostumbré a vivir paso a paso. Nunca sabía si el siguiente iba a ser el último; por eso tenía que sacar el mayor provecho posible del momento que transcurría entre alzar un pie y volver a apoyarlo en el suelo. Me parecía que cada paso era toda una vida.
175. Auxilio bajo la lluvia
Una noche, a las 11:30 p.m., una mujer afroamericana, de edad avanzada estaba parada en el hombrillo de una autopista de Alabama, tratando de soportar una fuerte tormenta. Su carro se había descompuesto y ella necesitaba desesperadamente que la llevaran. Toda mojada, ella decidió detener el próximo carro. Un joven blanco se detuvo a ayudarla, a pesar de todo los conflictos que habían ocurrido durante los 60. El joven la llevó a un lugar seguro, la ayudo a obtener asistencia y la puso en un taxi.
Ella parecía estar bastante apurada. Ella anotó la dirección del joven, le agradeció y se fue. Siete días pasaron, cuando tocaron la puerta de su casa. Para su sorpresa, un televisor pantalla gigante a color le fue entregado por correo a su casa. Tenia una nota especial adjunta al paquete. Esta decía: "Muchísimas gracias por ayudarme en la autopista la otra noche. La lluvia anegó no sólo mi ropa sino mi espíritu. Entonces apareció usted. Gracias a usted, pude llegar al lado de la cama de mi marido agonizante, justo antes de que muriera. Dios lo bendiga por ayudarme y por servir a otros desinteresadamente. Sinceramente, la señora de Nat King Cole".
176. Comodidad
Un día, un hombre sabio y piadoso clamó al cielo por una respuesta. El hombre aquel encabezaba un grupo de misioneros que oraban por la paz del mundo, para lograr que las fronteras no existieran y que toda la gente viviera feliz. La pregunta que hacían era:
-¿Cuál es la clave, Señor, para que el mundo viva en armonía?
Entonces, los cielos se abrieron y después de un magnifico estruendo, la voz de Dios les dijo:
-Comodidad.
Todos los misioneros se veían entre sí, sorprendidos y extrañados de escuchar tal termino de la propia voz de Dios. El hombre sabio y piadoso pregunto de nuevo:
-¿Comodidad Señor? ¿Qué quieres decir con eso?
Dios respondió:
-La clave para un mundo pleno es: Como di, dad. Es decir, así como yo les di, dad vosotros a vuestro prójimo. Como di, dad vosotros fe; como di, dad vosotros esperanza; como di, dad vosotros caridad; como di, sin limites, sin pensar en nada mas que dar, dad vosotros al mundo... y el mundo, será un paraíso. Sigamos la clave de COMO-DI,-DAD
195. Amor en los detalles
Él había fallecido hace un año, y se acercaba una fecha importante, el día de San Valentín, todos los años él le enviaba un ramo de rosas a su casa, con una tarjeta que decía, "Te amo más que el año pasado, mi amor crecerá más cada año", pero éste sería el primer año de que Rosa no las recibiría, extrañándolas estaba cuando llamaron a su puerta, y para su sorpresa al abrir estaba un ramo de rosas frente a ella, con una tarjeta que decía "Te Amo", por supuesto, que se molestó pensando que había sido una broma de mal gusto, habló a la florería, para reclamar el hecho, y al contestarle, la atendió el dueño, él le dijo que ya sabía que su esposo había fallecido hace un año, y le preguntó si había leído el interior de la tarjeta, y le explicó que esas rosas estaban pagadas por su esposo por adelantado, así como todas la demás para todos los años por el resto de su vida. Al colgar el teléfono a Rosa se le llenaron sus ojos de lágrimas y al abrir la tarjeta vio que estaba escrita por su esposo y decía: "Hola mi amor, sé que ha sido un año difícil para ti, espero te puedas reponer pronto, pero quería decirte, que te amaré por el resto de los tiempos y que volveremos a estar juntos otra vez, se te enviaran rosas todos los años, el día que no contesten a la puerta harán cinco intentos en el día, y si aún no contestas, estarán seguros de llevarlas a donde tú estés que será junto a mí, te ama tu esposo"
Esto es verídico, sucedió en Monterrey.
207. Dios sabe lo que hace
Se cuenta que alguna una vez, en Inglaterra, existía una pareja que gustaba de visitar las pequeñas tiendas del centro de Londres. Una de sus tiendas favoritas era una en donde vendían vajillas antiguas. En una de sus visitas a la tienda vieron una hermosa tacita.
-¿Me permite ver esa taza?, preguntó la Señora,.Nunca he visto nada tan fino como eso.
En cuanto tuvo en sus manos la taza, escuchó que la tacita comenzó a hablar.
-Usted no entiende. Yo no siempre he sido esta taza que usted está sosteniendo. Hace mucho tiempo yo sólo era un montón de barro amorfo. Mi creador me tomó entre sus manos y me golpeó y me amoldó cariñosamente. Llegó un momento en que me desesperé y le grité: "Por favor!! Ya déjame en Paz!". Pero sólo me sonrió y me dijo: "Aguanta un poco más, todavía no es tiempo."
Después me puso en un horno. Yo nunca había sentido tanto calor! Me pregunté por qué mi creador querría quemarme, así que toqué la puerta del horno. A través de la ventana del horno pude leer los labios de mi creador que me decían: "Aguanta un poco más, todavía no es tiempo." Finalmente se abrió la puerta.
Mi creador me tomó y me puso en una repisa para que me enfriara. "¡Así está mucho mejor!", me dije a mí misma, pero apenas me había refrescado cuando mi creador ya me estaba cepillando y pintándome. ¡El olor de la pintura era horrible! Sentía que me ahogaría! "Por favor detente!" le gritaba yo a mi creador, pero él sólo movía la cabeza haciendo un gesto negativo y decía "Aguanta un poco más, todavía no es tiempo."
Al fin dejó de pintarme; pero esta vez me tomó y me metió nuevamente a otro horno. No era un horno como el primero, sino que era mucho más caliente. Ahora sí estaba segura que me sofocaría. Le rogué y le imploré que me sacara. Grité, lloré, pero mi creador sólo me miraba diciendo "Aguanta un poco más, todavía no es tiempo."
En ese momento me di cuenta que no había esperanza. Nunca lograría sobrevivir a ese horno. Justo cuando estaba a punto de darme por vencida se abrió la puerta y mi creador me tomó cariñosamente y me puso en una repisa que era aún más alta que la primera. Allí me dejó un momento para que me refrescara.
Después de una hora de haber salido del segundo horno, me dio un espejo y me dijo: "¡Mírate! ¡Ésta eres tú!". ¡No podía creerlo! ¡Ésa no podía ser yo! Lo que veía era hermoso. Mi creador nuevamente me dijo: "Yo sé que te dolió haber sido golpeada y amoldada por mis manos, pero si te hubiera dejado como estabas, te hubieras secado. Sé que te causó mucho calor y dolor estar en el primer horno, pero de no haberte puesto allí, seguramente te hubieras estrellado. También sé que los gases de la pintura te provocaron muchas molestias, pero de no haberte pintado tu vida no tendría color. Y si yo no te hubiera puesto en ese segundo horno, no hubieras sobrevivido mucho tiempo, porque tu dureza no habría sido la suficiente para que subsistieras. Ahora tú eres un producto terminado! Eres lo que yo tenía en mente cuando te comencé a formar!".
303. Amor sin condición
Una historia que fue contada por un soldado que pudo regresar a casa después de haber peleado en la guerra de Vietnam. Le hablo a sus padres desde San Francisco.
-Mamá, papá, voy de regreso a casa, pero les tengo que pedir un favor: Traigo a un amigo que me gustaría que se quedara con nosotros.
-Claro, le contestaron. Nos encantaría conocerlo.
-Hay algo que deben de saber, siguió diciendo el hijo: él fue herido en la guerra. Pisó una mina de tierra y perdió un brazo y una pierna. No tiene a donde ir, y quiero que se venga a vivir con nosotros a casa.
-Siento mucho el escuchar eso hijo. A lo mejor podemos encontrar un lugar en donde el se pueda quedar.
-No, mamá y papá, yo quiero que él viva con nosotros.
-Hijo, le dijo el padre, tu no sabes lo que estás pidiendo. Alguien que este tan limitado físicamente puede ser un gran peso para nosotros. Nosotros tenemos nuestras propias vidas que vivir, y no podemos dejar que algo como esto interfiera con nuestras vidas. Yo pienso que tu deberías de regresar a casa y olvidarte de esta persona. Él encontrará una manera en la que pueda vivir el solo.
En ese momento el hijo colgó el teléfono. Los padres ya no volvieron a escucharle. Unos cuantos días después, los padres recibieron una llamada telefónica de la policía de San Francisco. Su hijo había muerto después de que se había caído de un edificio, fue lo que les dijeron. La policía creía que era un suicidio. Los padres destrozados de la noticia volaron a San Francisco y fueron llevados para que identificaran a su hijo. Ellos lo reconocieron, para su horror ellos descubrieron algo que no sabían, su hijo tan solo tenia un brazo y una pierna.
309. Círculo 99
Había una vez un rey muy triste que tenía un sirviente, que como todo sirviente de rey triste, era muy feliz. Todas las mañanas llegaba a traer el desayuno y despertar al rey cantando y tarareando alegres canciones de juglares. Una gran sonrisa se dibujaba en su distendida cara y su actitud para con la vida era siempre serena y alegre. Un día el rey lo mandó llamar.
-Paje – le dijo – ¿Cuál es el secreto?
-¿Qué secreto, majestad?
-¿Cuál es el secreto de tu alegría?
-No hay ningún secreto, Alteza.
-No me mientas, paje. He mandado cortar cabezas por ofensas menores que una mentira.
-No miento, Alteza. No guardó ningún secreto.
-¿Por qué estas siempre alegre y feliz? ¿Eh? ¿Por qué?
-Majestad, no tengo razones para estar triste. Su Alteza me honra permitiéndome atenderlo. Tengo una esposa y mis hijos viviendo en la casa que la Corte nos ha asignado. Somos vestidos y alimentados y además su alteza me premia de vez en cuando con algunas monedas para darnos algunos gustos. ¿Cómo no estar feliz?
-Si no me dices ya mismo el secreto, te haré decapitar, dijo el rey. Nadie puede ser tan feliz por esas razones que me has dado.
-Pero Majestad, no hay secreto. Nada me gustaría más que complacerlo, pero no hay nada que yo esté ocultando.
-¡Vete! ¡Vete antes que llame al verdugo!
El sirviente sonrió, hizo una reverencia y salió de la habitación. El rey estaba como loco. No consiguió explicarse como el paje estaba feliz viviendo de prestado, usando ropa usada y alimentándose de las sobras de los cortesanos.
Cuando se calmó, llamo al más sabio de sus asesores y le contó su conversación de la mañana.
-¿Por qué él es feliz?
-Ah Majestad, lo que sucede es que él está fuera del círculo.
-¿Fuera del círculo?
-Así es.
-¿Y eso lo hace tan feliz?
-No, Majestad, eso no lo hace tan infeliz.
-A ver no entiendo, estar en él círculo te hace infeliz
-Así es.
-Y él ¿ no está?
-¡Nunca entró!
-¿Qué círculo es ése?
-El círculo noventa y nueve
-Verdaderamente no entiendo nada.
-La única manera para que me entendiera sería mostrándoselo en los hechos. Haciendo entrar el paje al círculo.
-Eso, obliguémoslo a entrar.
-No, alteza, nadie puede obligar a nadie a entrar al círculo.
-Entonces habrá que engañarlo.
-No hace falta, Su Majestad. Si le damos la oportunidad entrara solito, solito.
-¿Pero, no se dará cuenta de que eso es su infelicidad?
-Sí se dará cuenta.
-Entonces no entrará.
-No lo podrá evitar.
-¿Dices que se dará cuenta de la infelicidad que le causará entrar a ese ridículo círculo, y de todos modos entrará en él y no podrá salir?
-Tal cual Majestad, ¿Está dispuesto a perder un excelente sirviente para poder entender la estructura del círculo?
-Sí.
-Bien esta noche le pasaré a buscar. Debe tener preparada una bolsa de cuero con noventa y nueve monedas de oro, ni una más ni una menos. ¡noventa y nueve!
-¿Qué más? ¿Llevo guardias por sí acaso?
-Nada más que la bolsa de cuero. Majestad, hasta la noche.
-Hasta la noche.
Así fue. Esa noche el sabio pasó a buscar al rey, juntos se escurrieron hasta los patios de palacio y se ocultaron junto a la casa del paje. Allí esperaron al alba. Cuando dentro de la casa se encendió la primera vela el sabio agarró la bolsa y le pinchó un papel que decía: "Este tesoro es tuyo. Es el premio por ser un buen hombre, disfrútalo y no se lo cuente a nadie como lo encontraste".
Luego ató la bolsa con el papel, en la puerta del sirviente, golpeó y volvió a esconderse. Cuando el paje salió, el sabio y el rey espiaban desde unas matas. El sirviente vio la bolsa, leyó el papel, agitó la bolsa y al escuchar el sonido metálico se estremeció, apretó la bolsa contra el pecho, miró a todos lados y entró a la casa. Desde afuera escucharon la tranca de la puerta, y se arrimaron a la ventana para ver la escena.
El sirviente había tirado todo lo que había sobre la mesa dejando sólo la vela. Se había sentado y había vaciado el contenido en la mesa. Sus ojos no podían creer lo que veían ¡Era una montaña de monedas de oro! Él nunca había tocado una de esas monedas, tenía hoy una montaña de ellas para él. El paje las tocaba y las amontonaba, las acariciaba y hacia brillar la luz de la vela sobre ellas. Las juntaba y desparramaba, hacía pilas de monedas. Así jugando y jugando empezó hacer pilas de 10 monedas: Una pila de 10, dos pilas de 10, tres, cuatro, cinco, seis y mientras sumaba 10,20,30,40,50,60... hasta que formó la última pila: ¡9 monedas! Su mirada recorrió la mesa primero, buscando una moneda más, luego el piso y finalmente la bolsa.
No puede ser, pensó. Puso la última pila al lado de las otras y confirmó que era más baja
-Me robaron – gritó -. Me robaron malditos.
Una vez más buscó en la mesa, en el piso, en la bolsa, en sus ropas, vació sus bolsillos, corrió los muebles, pero no encontró lo que buscaba. Sobre la mesa, como burlándose de él una monedita resplandeciente le recordaba que había noventa y nueve monedas de oro. Sólo noventa y nueve, noventa y nueve monedas de oro.
-Es mucho dinero, pensó. Pero me falta una moneda. Noventa y nueve no es un número completo -pensaba-. Cien es un número completo pero noventa y nueve no.
El rey y el asesor miraban por la ventana. La cara del paje ya no era la misma, estaba con el ceño fruncido y los rasgos tiesos, los ojos se habían vuelto pequeños y arrugados y la boca mostraba un horrible rictus, por el que se asomaban los dientes. El sirviente guardó las monedas en la bolsa y mirando para todos lados para ver si alguien de la casa lo veía, escondió la bolsa entre la leña. Luego tomó papel y pluma y se sentó a hacer cálculos. ¿ Cuánto tiempo tendría que ahorrar el sirviente para comprar su moneda numero 100? Todo el tiempo hablaba solo, en voz alta. Estaba dispuesto a trabajar duro hasta conseguirla. Después quizás no necesitaría trabajar más. Con 100 monedas de oro, un hombre puede dejar de trabajar. Con 100 monedas de oro un hombre es rico. Con 100 monedas de oro se puede vivir tranquilo. Sacó el cálculo. Si trabajaba y ahorraba su salario, y algún dinero extra que recibía, en once o doce años juntaría lo necesario ¨ Doce años es mucho tiempo, pensó. Quizás pudiera pedirle a mi esposa que trabaje en el pueblo por un tiempo. Y el mismo, después de todo, el terminaba sus tareas en palacio a la cinco de la tarde, podría trabajar hasta la noche y recibir alguna paga extra por ello. Sacó las cuentas: sumando su trabajo en el pueblo, y el de su esposa, en siete años reuniría el dinero. Era demasiado tiempo!!!!. Quizás pudiera llevar al pueblo lo que le quedaba de comida todas las noches y venderlo por unas monedas. De hecho cuanto menos comieran, más comida habría para vender... vender... vender... Estaba haciendo calor, ¿Para qué tanta ropa de invierno? Era un sacrificio pero en cuatro años de sacrificios llegaría su moneda numero 100. El rey y el sabio volvieron al palacio. El paje había entrado al circulo del noventa y nueve...
Durante los siguientes meses, el sirviente siguió sus planes tal y como los había pensado aquella noche. Una mañana, el paje entra a la alcoba del real golpeando puertas, refunfuñando y de pocas pulgas.
-¿Que té pasa?, preguntó el rey de buen modo.
-Nada me pasa, nada me pasa.
-Antes, no hace mucho, reías y cantabas todo el tiempo.
-¿Hago mi trabajo, no? ¿Qué quería su Alteza? ¿Que fuera su bufón y su juglar también?
No pasó mucho tiempo antes que el rey despidiera al sirviente. No era agradable tener un paje que estuviera siempre de mal humor.
474. Incendio
Una vez se estaba incendiando un edificio de 9 pisos en el centro de una ciudad muy importante. Las personas del edificio, al enterarse de que el edificio estaba en llamas, salieron de sus apartamentos, a excepción de un niño de 8 años de edad que dormía en el octavo piso, pues su papá había salido a comprar y su mamá estaba de viaje. El fuego crecía cada vez más e iba subiendo piso por piso. Los bomberos intentaban apagarlo pero sus esfuerzos eran infructuosos y pidieron refuerzos a otras unidades de la ciudad y de ciudades vecinas.
El drama aumento cuando los bomberos se dieron cuenta que había un niño en el octavo piso. El fuego crecía; iba ya por el quinto piso, cuando apareció el padre del niño preocupado por su hijo. Los bomberos hicieron un último intento, pero las escaleras no podían llegar hasta las paredes del edificio por haber fuego en todas ellas. Entonces se escuchó los llantos del niño, gritando:
-¡Papi, tengo miedo!
El padre le escuchó y, llorando, le dijo:
-Hijo, no tengas miedo. Yo estoy aquí abajo. No tengas miedo.
Pero el niño no lo miraba:
-Papi, no te veo, solo veo humo y fuego.
El padre sabe que esta ahí, en la ventana porque el fuego lo ilumina.
-Pero yo sí te veo, hijo. Sabes qué debes hacer: tírate que aquí te agarramos entre todos. ¡Tírate!
El hijo le dice:
-Pero yo no te veo.
-Sabes cómo debes hacer: cierra los ojos y tírate.
-Papi, no te veo, pero allá voy.
Y cuando el niño se lanzó, los bomberos lo rescataron antes de que llegase al suelo. El Padre lo abrazó, y lloró con su hijo.
Acuérdese de mí
Casi no la había visto. Era una señora anciana con el auto varado en el camino. El día estaba frió, lluvioso y gris. Alberto se pudo dar cuenta que la anciana necesitaba ayuda.
Estacionó su auto Pontiac delante del Mercedes de la anciana, aún estaba tosiendo cuando se le acercó. Aunque con una sonrisa nerviosa en el rostro, se dio cuenta que la anciana estaba preocupada. Nadie se había detenido desde hacía más de una hora, cuando se detuvo en aquella transitada carretera.
Realmente, para la anciana, ese hombre que se aproximaba no tenía muy buen aspecto, podría tratarse de un delincuente. Más no había nada por hacer, estaba a su merced. Se veía pobre y hambriento.
Alberto pudo percibir cómo se sentía. Su rostro reflejaba cierto temor. Así que se adelantó a tomar la iniciativa en el diálogo:
-Aquí vengo para ayudarla señora. Entre a su vehículo que estará protegida del clima. Mi nombre es Alberto.
Gracias a Dios solo se trataba de un neumático bajo, pero para la anciana se trataba de una situación difícil. Alberto se metió bajo el carro buscando un lugar donde poner el "gato" y en la maniobra se lastimó varias veces los nudillos.
Estaba apretando las últimas tuercas, cuando la señora bajó la ventana y comenzó a platicar con él. Le contó de dónde venía; que tan sólo estaba de paso por allí, y que no sabía cómo agradecerle. Alberto sonreía mientras cerraba el baúl del coche guardando las herramientas.
Le preguntó cuanto le debía, pues cualquier suma sería correcta dadas las circunstancias, pues pensaba las cosas terribles que le hubiese pasado de no haber contado con la gentileza de Alberto. Él no había pensado en dinero. Esto no se trataba de ningún trabajo para él. Ayudar a alguien en necesidad era la mejor forma de pagar por las veces que a él, a su vez, lo habían ayudado cuando se encontraba en situaciones similares.
Alberto estaba acostumbrado a vivir así. Le dijo a la anciana que si quería pagarle, la mejor forma de hacerlo sería que la próxima vez que viera a alguien en necesidad, y estuviera a su alcance poder asistirla, lo hiciera de manera desinteresada.
-Tan sólo piense en mi, agregó despidiéndose.
Alberto esperó hasta que al auto se fuera. Había sido un día frió, gris y depresivo, pero se sintió bien en terminarlo de esa forma, éstas eran las cosas que más satisfacción le traían. Entró en su coche y se fue.
Unos kilómetros más adelante la señora divisó una pequeña cafetería. Pensó que sería muy bueno quitarse el frío con una taza de café caliente antes de continuar el último tramo de su viaje.
Se trataba de un pequeño lugar un poco desvencijado. Por fuera había dos bombas viejas de gasolina que no se habían usado por años. Al entrar se fijó en la escena del interior. La caja registradora se parecía a aquellas de cuerda que había usado en su juventud. Una cortés camarera se le acercó y le extendió una toalla de papel para que se secara el cabello, mojado por la lluvia. Tenía un rostro agradable con una hermosa sonrisa. Aquel tipo de sonrisa que no se borra aunque estuviera muchas horas de pie. La anciana notó que la camarera estaría de ocho meses de dulce espera. Y sin embargo esto no le hacia cambiar su simpática actitud. Pensó en cómo, gente que tiene tan poco, pueda ser tan generosa con los extraños. Entonces se acordó de Alberto...
Luego de terminar su café caliente y su comida, le alcanzó a la camarera el precio de la cuenta con un billete de cien dólares. Cuando la muchacha regresó con el cambio constató que la señora se había ido. Pretendió alcanzarla. Al correr hacia la puerta vio en la mesa algo escrito en una servilleta de papel al lado de 4 billetes de $100.
Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando leyó la nota: "No me debes nada, yo estuve una vez donde tú estás. Alguien me ayudó como hoy te estoy ayudando a ti. Si quieres pagarme, esto es lo que puedes hacer: No dejes de asistir y ser bendición a otros como hoy lo hago contigo. Continua dando de tu amor y no permitas que esta cadena de bendiciones se rompa.
Aunque había mesas que limpiar y azucareras que llenar, aquél día se le fue volando. Esa noche, ya en su casa, mientras la camarera entraba sigilosamente en su cama, para no despertar a su agotado esposo que debía levantarse muy temprano, pensó en lo que la anciana había hecho con ella. ¿Cómo sabría ella las necesidades que tenían con su esposo, los problemas económicos que estaban pasando, máxime ahora con la llegada del bebé? Era consciente de cuan preocupado estaba su esposo por todo esto. Acercándose suavemente hacia él, para no despertarlo, mientras lo besaba tiernamente, le susurró al oído:
-Todo va a estar bien, te amo... Alberto.
Agricultor
-No, yo no puedo aceptar una recompensa por lo que hice, respondió el agricultor inglés, rechazando la oferta.
En ese momento el propio hijo del agricultor salió a la puerta de la casa de la familia.
-¿Es ese su hijo?" preguntó el noble inglés.
-Sí, respondió el agricultor lleno de orgullo.
-Le voy a proponer un trato. Déjeme llevarme a su hijo y ofrecerle una buena educación. Si él es parecido a su padre, crecerá hasta convertirse en un hombre del cual usted estará muy orgulloso.
El agricultor aceptó. Con el paso del tiempo, el hijo de Fleming, el agricultor, se graduó de la Escuela de Medicina de St. Mary's Hospital en Londres, y se convirtió en un personaje conocido a través del mundo: el famoso Sir Alexander Fleming, el descubridor de la penicilina. Algunos años después, el hijo del noble inglés, cayó enfermo de pulmonía. ¿Que le salvó? La Penicilina.
¿El nombre del noble inglés? Randolph Churchill. ¿El nombre de su hijo? Sir Winston Churchill.
Alguien dijo una vez: Siempre recibimos a cambio lo mismo que ofrecemos. Trabaja como si no necesitaras el dinero. Ama como si nunca te hubieran herido. Baila como si nadie te estuviera mirando.
Ahí está el poder
Sucedió en Helmbridge Club, Lagos, Nigeria. Había un niño musulmán, Babátunde, de la tribu Yorubá, que venía a menudo por el centro. Como es costumbre en estos casos, se le pidió que trajera a sus padres para formalizar la admisión. Nos dijo que no vivía con sus padres...
-¿Y con quién vives?
-Con mi abuela.
-Pues dile que venga.
-Es que no es cristiana y no sabe hablar inglés; sólo entiende el Yorubá y el Pidgin English.
-Sí, debe ser musulmana como tú...
-No - dijo Btunde -: es animista. Es una Profetess (profetisa y jefa de sacerdotisas; hacen sacrificios a Oshún y a Ogún; también sacrificios pacificadores de Satán).
-Bueno, no importa, dile que venga...
Al día siguiente llegó vestida de Profetisa, con una túnica de color púrpura, collares de conchas; un aspecto siniestro y un aire nervioso, escudriñándolo todo. Cuando le empezamos a enseñar el Centro, ella iba buscando algo, miraba, rehuía: las clases, el laboratorio, la sala de conferencias... Al final le mostramos el oratorio. Ella, aunque nunca había visitado una capilla católica aparecía visiblemente ansiosa y excitada: sin mediar palabra y como quien encuentra lo que estaba buscando señaló el tabernáculo diciendo segura y lentamente: ahí está el poder. Tenía fe en la Eucaristía, aún sin conocerla: porque la presencia de Cristo es real.
Amar no es un sentimiento
Un hombre fue a visitar a un psicólogo y le dijo que ya no quería a su esposa y que pensaba separarse. El psicólogo lo escuchó, lo miró a los ojos y solamente le dijo una palabra: ámela. Luego se calló.
-Pero es que ya no siento nada por ella.
-¡Ámela!, volvió a decir.
Y ante el desconcierto del señor, después de un oportuno silencio, dijo lo siguiente:
-Amar es una decisión, no un sentimiento; amar es dedicación y entrega. Amar es un verbo y el fruto de esa acción es el amor. El amor es un ejercicio de jardinería: arranque lo que hace daño, prepare el terreno, siembre, sea paciente, riegue y cuide. Esté preparado porque habrá plagas, sequías o excesos de lluvia, mas no por eso abandone su jardín. Ame a su pareja, es decir, acéptela, valórela, respétela, déle afecto y ternura, admírela y compréndala. Eso es todo, ámela.
Anillo
-Vengo, maestro, porque me siento tan poca cosa que no tengo fuerzas para hacer nada. Me dicen que no sirvo, que no hago nada bien, que soy torpe y bastante tonto. ¿Cómo puedo mejorar? ¿Qué puedo hacer para que me valoren más?
El maestro sin mirarlo, le, dijo:
-¡Cuánto lo siento muchacho! No puedo ayudarte. Debo resolver primero mi propio problema. Quizás después...
Y haciendo una pausa, agregó:
-Si quisieras ayudarme tú a mí, yo podría resolver este problema con más rapidez y después tal vez te pueda ayudar.
-Encantado, maestro- titubeó el joven, sintiendo que otra vez era desvalorizado, y sus necesidades postergadas.
-Bien, asintió el maestro.
Se quitó un anillo que llevaba en el dedo pequeño y dándoselo al muchacho, agregó:
-Toma el caballo que está allí afuera y cabalga hasta el mercado. Debo vender este anillo porque tengo que pagar una deuda. Es necesario que obtengas por él la mayor suma posible, pero no aceptes menos de una moneda de oro. Ve y regresa con esa moneda lo más rápido que puedas.
El joven tomó el anillo y partió. Apenas llegó empezó a ofrecer el anillo a los mercaderes. Estos lo miraban con algún interés, hasta que el joven decía lo que pretendía por el anillo. Cuando el joven mencionaba la moneda de oro, algunos reían, otros le daban vuelta la cara y sólo un anciano fue tan amable como para tomarse la molestia de explicarle que una moneda de oro era muy valiosa para entregarla a cambio de un anillo.
Alguien le ofreció una moneda de plata y un cacharro de cobre, pero el joven tenía instrucciones de no aceptar menos de una moneda de oro rechazó la oferta.
Después de ofrecer su joya a toda persona que se cruzaba en el mercado - más de cien personas - y abatido por su fracaso, montó su caballo y regresó. Cuánto hubiera deseado el joven tener él mismo esa moneda de oro. Podría entonces habérsela entregado al maestro para liberarlo de su preocupación y recibir entonces su consejo y ayuda. Entró en la habitación.
-Maestro- dijo- lo siento, no se puede conseguir lo que me pediste. Quizá pudiera conseguir dos o tres monedas de plata, pero no creo que yo pueda engañar a nadie respecto del verdadero valor del anillo.
-¡Qué importante es lo que dijiste!, contestó sonriente el maestro. Debemos saber primero el verdadero valor del anillo. Vuelve a montar y vete al joyero. ¿Quién mejor que él para saberlo? Dile que quisieras vender el anillo y pregúntale cuánto te da por él. Pero no importa lo que ofrezca, no se lo vendas. Vuelve aquí con mi anillo.
El joven volvió a cabalgar. El joyero examinó el anillo a la luz del candil con su lupa, lo pesó y luego le dijo:
-Dile al maestro, muchacho, que si lo quiere vender ya, no puedo darle más que 58 monedas de oro por su anillo.
-¡58 monedas!, exclamó el chico.
-Sí, replicó el joyero- yo sé que con tiempo podríamos obtener por él cerca de 70 monedas, pero si la venta es urgente...
El muchacho corrió emocionado a la casa del maestro a contarle lo sucedido.
-Siéntate- dijo el maestro después de escucharlo. Tú eres como este anillo: una joya, valiosa y única. Y como tal, sólo puede evaluarte verdaderamente un experto. ¿Qué haces por la vida pretendiendo que cualquiera descubra tu verdadero valor? Y diciendo esto, volvió a ponerse el anillo en el dedo pequeño.
Apostolado: Dios confía en nosotros
25 enero 2000, Basílica de San Pablo Extramuros, celebración de las Vísperas presidida por el Cardenal Roger Etchegaray. La liturgia sirvió de clausura de la Semana de oración por la unidad e los cristianos que ha convocado a los dos mil millones de bautizados del planeta.
El Cardenal Etchegaray narró una significativa leyenda que le había contado un sacerdote ortodoxo.
-Cuando Cristo, después de la Pascua, estaba a punto de subir al cielo, bajó la mirada hacia la tierra y la vio sumergida en la oscuridad, a excepción de una lucecillas que iluminaban la ciudad de Jerusalén.
En plena Ascensión, se cruzó con el arcángel Gabriel, quien estaba acostumbrado a realizar misiones terrestres. El mensajero divino le preguntó:
-¿Qué son esas lucecillas?.
-Son los apóstoles reunidos en tono a mi Madre. Mi plan es que, una vez que regrese al cielo, les envíe el Espíritu Santo para que estos pequeños fuegos se conviertan en una gran brasa que inflame de amor toda la tierra.
El arcángel se atrevió a replicarle: "
-Y, ¿qué harás si el plan no funciona?
Tras un momento de silencio, el Señor respondió:
-¡No tengo otros planes!.
No hay comentarios:
Publicar un comentario