“Sed imitadores de Dios, como hijos queridísimos y caminad en el amor” (Ef 5, 1-2).
Consejo difícil de cumplir, pero fácil cuando se tiene conciencia de que somos hijos de Dios. Nuestra filiación es el fundamento del trato con Dios.
La piedad es aquella disposición habitual de nuesta alma que, bajo el influjo del Espíritu Santo, nos mueve a sentir afecto filial a nuestro Padre-Dios y a tratarle como hijos suyos.
La piedad es aquella disposición habitual de nuesta alma que, bajo el influjo del Espíritu Santo, nos mueve a sentir afecto filial a nuestro Padre-Dios y a tratarle como hijos suyos.
“La piedad que nace de la filiación divina es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos” (San Josemaría, Amigos de Dios 146).
La piedad es un don divino: fruto de nuestro esfuerzo por tratar al Señor.
El peligro del activismo.
“El secreto de nuestra eficacia es ser sinceramente piadosos” (San Josemaría, Es Cristo que pasa 8). Esto lleva a buscar a Dios en todo, con una disposición clara, decidida y práctica. La piedad evita la dispersión y el activismo y da unidad a todas nuestras tareas.
“El activismo, si no se combate decididamente, acaba por recluir a las personas en un monólogo egoísta y por difuminar nuestra conciencia de la filiación divina”.
La aridez interior.
La entereza del alma en el trato con Dios se pone de manifiesto en la aridez, cuando no hay sensiblerías, cuando no se encuentra gusto ni sabor en las realidades sobrenaturales.
El que es piadoso sólo porque se encuentra a gusto, se busca a sí mismo. Los que se saben hijos de Dios no se acomodan a los vaivenes del sentimiento, ni al estado de ánimo o de salud, ni a las dificultades del ambiente.
Debemos ser tenaces, con la constancia de la fe y el empuje del amor (Forja, 447).
Útil para todo.
La piedad nos hace fuertes, nos da la capacidad para afrontar deberes, resolver problemas… promueve la atención a las personas y a las cosas, a trabajar con perfección, aprovechar el tiempo… (no nos hace huir de la lucha –evadirnos-, ni es nube que oscurezca la realidad).
La piedad lleva a la madurez. Exige una voluntad recia, una madurez templada, un carácter firme y abierto; lleva a ejercitar virtudes que agradan a Dios.
La piedad se manifiesta en el modo de ser y de actuar, lleva a dominar las faltas de carácter, altibajos, estados de ánimo, fatigas, prisas. Nos ayuda a acabar bien el trabajo, con puntualidad. “Hay una íntima unión entre ese fondo sobrenatural interior (contemplativos) y esas manifestaciones externas del quehacer humano”.
Pietas ad omnia utilitas est (1 Tim 4, 8).
- Enseña a descubrir la senda de la voluntad de Dios.
- Da los modos –recios y delicados- de los buenos hijos.
- Espolea la diligencia de los servidores fieles.
Forja 35. “Con tu piedad sincera aprenderás a practicar las virtudes propias de tu condición de hijo de Dios, de cristiano. Y junto a esas virtudes, adquirirás toda esa gama de valores espirituales que parecen pequeños y son grandes; piedras preciosas que brillan, que hemos de recoger por el camino, para llevarlas a los pies del trono de Dios, en servicio de los hombres: la sencillez, la alegría, la lealtad, la paz, las menudas renuncias, los servicios que pasan inadvertidos, el fiel cumplimiento del deber, la amabilidad…”
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