1.3.08

Curación del ciego de nacimiento (Jn 9, 1-12)

En tiempos de nuestro Señor había una creencia común entre los judíos acerca de las dolencias físicas o los males que una persona pudiera padecer: eran fruto del pecado.

El origen de semejante consideración no es la superstición o la cábala, sino la mismísima Sagrada Escritura, que en el libro del Deuteronomio decía: “los hijos pueden ser castigados por los pecados de los padres” (Deut 5, 1).

Es verdad lo que dice el Deuteronomio: en los pecados de los padres hay como una raíz del mal, que puede propagarse a los hijos. Los pecados de los padres pueden repercutir en la vida de los hijos (el temperamento de los padres puede repercutir en la formación de los caracteres de los hijos). “De tal palo, tal astilla”, dice el refrán, cargado de sabiduría popular, y “los padres comieron agrazones, y los hijos sufrieron dentera” dice el profeta Jeremías (Jer 31, 29) cargado de sabiduría divina.

El milagro de contemplamos es el de la curación de un ciego de nacimiento que recupera la vista. Jesús se conmueve ante el sufrimiento humano. Al pasar por delante de aquella persona, sintió compasión. ¡Qué distintos son los juicios humanos sobre las personas! También pasaron junto al ciego los discípulos, pero juzgaron de otra manera: “¿qué pecados son la causa de que éste naciera ciego, los suyos o los de sus padres?”. ¡Vaya razonamiento tan poco caritativo!

Jesús realizó ese milagro un sábado. Y quiso que se le diese la mayor publicidad posible: obligó al ciego a que fuera con los ojos llenos de fango, atravesando Jerusalén, hasta la piscina de Siloé.

Jesús se encuentra ante una persona que padece un mal físico: la ceguera.

A todos nos mueve a compasión ver a una persona que sufre en su cuerpo, y nos hace preguntarnos ¿por qué existe el mal físico en el mundo?

El ciego del Evangelio era un pobre desgraciado que pasaba sus días pidiendo limosna. ¡Qué humillación! No podía trabajar. No era una persona útil a la sociedad de entonces. Estaba confinado en un camino, apartado de la multitud del pueblo, reclamando caridad.

El dolor y el sufrimiento físico son una de las mayores causas de rebeldía contra Dios. Incluso el mismo Papa Benedicto XVI, cuando consideraba los horrores de Austwitch, se preguntaba ¿dónde estaba Dios?

El sufrimiento y el dolor son un misterio, y por tanto no tienen explicación. Es cierto, también, que Dios siempre saca bienes de los males.

Considerar el dolor físico y el sufrimiento nos ha de mover a agradecer lo que tenemos: la salud, los bienes temporales, la libertad, la familia… Mira lo que nos recuerda San Josemaría: “Muchas veces te preguntas por qué almas, que han tenido la dicha de conocer al verdadero Jesús desde niños, vacilan tanto en corresponder con lo mejor que poseen: su vida, su familia, sus ilusiones.

Mira: tú, precisamente porque has recibido "todo" de golpe, estás obligado a mostrarte muy agradecido al Señor; como reaccionaría un ciego que recobrara la vista de repente, mientras a los demás ni siquiera se les ocurre que han de dar gracias porque ven.

Pero... no es suficiente. A diario, has de ayudar a los que te rodean, para que se comporten con gratitud por su condición de hijos de Dios. Si no, no me digas que eres agradecido” (Surco, n. 4).

Jesús hace el milagro que consideramos “amasando barro”. Jesús formó lodo con saliva divina, mezclando algo tan bajo y de tan poco valor con algo tan digno como su saliva. Esto que hizo Jesús nos ayuda a intuir lo que son los sacramentos en la Iglesia, y a valorarlos: Jesús comunica su gracia de una forma misteriosa y fácil, valiéndose de instrumentos de uso ordinario y corriente, de cosas sensibles (en el Bautismo se emplea agua, en la Confirmación aceite, en el Eucaristía pan y vino, en la Confesión, las palabras de la absolución…).

Jesús se sirve de cosas que aparentemente tienen poco valor para hacer algo realmente grandioso. Tú y yo también podemos ser instrumentos en las manos de Dios para ayudar a otros a que descubran la luz de Cristo.

Ante el inmenso panorama de almas que nos espera, ante esa preciosa y tremenda responsabilidad, quizá se te ocurra pensar lo mismo que a veces pienso yo: ¿conmigo, toda esa labor?, ¿conmigo, que soy tan poca cosa?

—Hemos de abrir entonces el Evangelio, y contemplar cómo Jesús cura al ciego de nacimiento: con barro hecho de polvo de la tierra y de saliva. ¡Y ése es el colirio que da la luz a unos ojos ciegos!

Eso somos tú y yo. Con el conocimiento de nuestra flaqueza, de nuestro ningún valer, pero —con la gracia de Dios y nuestra buena voluntad— ¡somos colirio!, para iluminar, para prestar nuestra fortaleza a los demás y a nosotros mismos” (Forja, n. 370).

En este milagro de Jesús también sorprende la actitud farisaica, el espíritu farisaico de algunos: los escribas consentían en que se derramara agua en sábado, pero no se podía “amasar”. Jesús, al preparar el lodo, ha infringido la ley sabática. ¡Qué cretinos! Jesús sufrió la crítica mordaz y punzante de los fariseos. No es raro que reciban el mismo trato, hoy en día, quienes quieren tomarse en serio la vida cristiana y seguir a Jesús. Para la gente criticona y juiciosa hay un consejo de San Agustín (Enarrationes in salmos, 30, 2, 7 (PL 36, 243)) que les vendría muy bien meditar a menudo: “procurad adquirir las virtudes que creéis que faltan en vuestros hermanos, y ya no veréis sus defectos, porque no los tendréis vosotros”.

“El pecado de los fariseos no consistía en no ver en Cristo a Dios, sino en encerrarse voluntariamente en sí mismos; en no tolerar que Jesús, que es la luz, les abriera los ojos. Esta cerrazón tiene resultados inmediatos en la vida de relación con nuestros semejantes. El fariseo que, creyéndose luz, no deja que Dios le abra los ojos, es el mismo que tratará soberbia e injustamente al prójimo: yo te doy gracias de que no soy como los otros hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano, reza. Y al ciego de nacimiento, que persiste en contar la verdad de la cura milagrosa, le ofenden: saliste del vientre de tu madre envuelto en pecados, ¿y tú nos das lecciones? Y le arrojaron fuera” (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 71).

Cuando el ciego descubre la luz, le cambia la vida. Así lo hemos visto también en la vida de tantos amigos nuestros que andan por el mundos distraídos espiritualmente, pero que al encontrarse con Jesús cambian radicalmente.

¡Qué compasión te inspiran!... Querrías gritarles que están perdiendo el tiempo... ¿Por qué son tan ciegos, y no perciben lo que tú —miserable— has visto? ¿Por qué no han de preferir lo mejor?

—Reza, mortifícate, y luego —¡tienes obligación!— despiértales uno a uno, explicándoles —también uno a uno— que, lo mismo que tú, pueden encontrar un camino divino, sin abandonar el lugar que ocupan en la sociedad” (Surco, n. 182).

Todos vamos por la vida muchas veces ciegos, o dando palos de ciego, sin saber muy bien qué rumbo tomar, o hacia donde ir. A San Josemaría también le pasó, y entonces comenzó a repetir una jaculatoria muy bonita: “¡Señor, que vea!”. En el caso de San Josemaría, era el grito de un alma generosa que deseaba hacer la Voluntad de Dios. Y acudía también a la Virgen Santísima: “¡Señora, que vea!”.

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