En ninguna religión encontramos algo tan grandioso como en la nuestra: Dios tiene un rostro humano. Dios se ha encarnado. Dios se ha hecho hombre. Dios nos ha manifestado su amor enviando a Jesús al mundo. Dios es el Amor Encarnado.
"El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima" (Es Cristo que pasa, 84).
Ese vivo sentido de nuestra filiación divina empapa toda nuestra vida, porque nos lleva a imitar a Jesucristo, como Hermano nuestro.
Dios está muy cerca de nuestros corazones y nos dejaremos conducir como un hijo se deja conducir por la mano cariñosa de su padre.
"Hijos de Dios. Eso somos, y así lo proclama el Evangelio, aunque desgraciadamente no pocas personas lo ignoran. La filiación divina, la llamada de Dios a ser hijos suyos en Jesucristo es un tesoro que no tiene comparación, por su riqueza, con el bien más precioso de la tierra. Si los hombres fueran conscientes de esta realidad, nuestro mundo sería muy distinto: sería un mundo sin odios ni discriminaciones; desaparecerían las murmuraciones y las calumnias, y se abriría paso la verdad sencilla y clara; no habría lugar para abusos ni manipulaciones, y crecería la solidaridad, porque saberse hijos de Dios Padre trae como consecuencia inmediata la fraternidad" (Itinerarios de vida cristiana).
Descubrir el infinito cariño que nos tiene Dios: en esto consiste la vida cristiana.
"Dios es Padre: nos comunica la vida, se ocupa con cariño infinito de todo lo nuestro, cuida en cada momento de nosotros, nos sigue día a día con una providencia cuyos caminos a veces permanecen ocultos, incluso incomprensibles para nosotros, pero en la que debemos apoyarnos y confiar siempre. Sostenida por esta luz, la vida ordinaria, nuestra vida de hombres y mujeres corrientes, se revela en su auténtico y profundo sentido, rebosante de riqueza sobrenatural y humana. Desaparecen la trivialidad, la monotonía, la consideración de los quehaceres cotidianos como necesidades inevitables, pero rutinarias y sin valor. La vida de familia, el ir y venir de cada jornada, el trabajo y las diversas ocupaciones se nos presentan, por el contrario, como un don divino que se asume gustosamente a título de servicio. Ya no hay entonces espacio para la actitud fría y encogida, entre farisaica y puritana, que reduce la religiosidad a un mero intentar estar en regla con un Dios de la severidad. Ni tampoco para la superficialidad o la rutina en el trato con Dios. Para quien interioriza con hondura la realidad de la filiación divina, para quien es consciente de la cercanía constante y solícita de Dios, ese esquema de la religión carece de sentido" (Itinerarios de vida cristiana).
La confianza en Dios necesita cultivarse con el trato personal e íntimo. Cuando sabemos que Dios es nuestro Padre, le buscamos, le tratamos.
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