El padre, pretendiendo iniciar una aproximación, le decía a su hijo: ¡Mira, hijo!, tú y yo tenemos que llegar a ser amigos... La respuesta rotunda del adolescente: ¡Por favor, Papá! Amigos ya tengo, lo que necesito es un padre.
Este padre no debe desanimarse: “con los hijos, siempre hay tiempo”. El adolescente no quiere un padre-colega. No le importaría que su padre le exigiese, siempre que fuera consecuente, le sirviera de ejemplo y no le mandase cosas que él no hace; que le pudiera decir: Qué sepas que cuando llego del trabajo, lo que me apetece es tomar un whisky, “repanchingarme” en el sillón y ver la tele; pero tengo que ayudar a tu madre y atenderos a vosotros.
RECETAS URGENTES...
Muchos padres no ven la manera de entenderse con sus hijos adolescentes y piden con urgencia que se les diga cómo deben hablar con ellos. No hay ninguna receta que sea la solución definitiva para resolver todos los problemas, pero ofrecemos algunas ideas que pueden ayudar en muchos casos.
No podemos olvidar que el adolescente atraviesa una crisis muy importante, pues está sufriendo en su ser los cambios para pasar de la infancia a la juventud; es una época agitada, pero necesaria para madurar y enfrentarse con la vida. Es una crisis compleja y las características que afectan más directamente a la relación con sus padres podrían ser:
* Desajustes emocionales. Más que tristes, suelen sentirse irritados y malhumorados. Con altibajos en la “autoestima”. Supercríticos.
* Una gran conciencia del “yo” y deseos de independencia, lo que les lleva a oponerse y llevar la contraria, como forma de fortalecer su naciente personalidad. Junto a eso, en situaciones nuevas muestran inseguridad ante las personas y grupos.
* Además de esto, son muy gregarios, esclavizados por el grupo, preocupados por su imagen ante los demás y por ser aceptados; con gran sentido del ridículo.
PAPÁ, ¡NO DIGAS TONTERÍAS!
En ocasiones, valoran a sus padres con crueldad: Mi padre está anticuado. A su madre no le perdonan el más mínimo desliz: ¡Oh, Mamá!... Con desplantes ante las actitudes cariñosas del padre o de la madre: Mamá, ¡déjame tranquilo que no soy un niño chico!; incluso se atreven a: Papá, ¡no digas tonterías! Estas actitudes de frialdad, despego o falta de respeto, que no deberían habérseles consentido cuando se iniciaron y que tanto duelen a los padres, sólo podrían disculpárseles, achacándolo a despistes producidos por la perdida del sentido de la autoridad y el egoísmo de que sólo piensan en sus propias cosas.
A pesar de todo, conciben la familia como algo suyo, por eso, llegan a pensar y conceder, a veces, que: Mamá tenía razón; o aceptan que: no es mala idea esa insistencia de Papá de que debo mejorar... Pero siempre se revuelven con sus críticas: El gran problema de mi madre es que no recuerda cómo eran las cosas cuando tenía mi edad; Son unos “rancios”, creen que todavía estamos en el siglo pasado. Se rebelan, cuando se les exige algo incómodo o desagradable.
Si la madre, a la pregunta de cómo son sus relaciones con su hija, responde: supongo que nos toleramos... o un parece que todavía nos dirigimos la palabra..., quiere decir que la adolescente no ha comenzado a percibir una actitud receptiva y comprensiva en su madre. Sin embargo, cuando existe una actitud positiva, la hija se confía para consultarle sus problemas con los demás y, en concreto, con los chicos que trata. Por otra parte, es una pena que las hijas –que suelen admirar y llevarse mejor con el padre, que los hijos varones-, le pierdan, en ocasiones, el respeto al padre por la torpeza propia de algunos hombres en el trato con ellas o su escasa comprensión de las necesidades sociales de las mujeres.
PON AMOR DONDE NO HAY AMOR...
Si se quisiera dar una fórmula mágica para que el trato con los hijos adolescentes sea armonioso sería: la comunicación, el diálogo, apoyándose en el afecto, para llegar a una forma de amistad propia de padres e hijos, que obliga a aprender a escucharse, a dialogar y a negociar lo negociable.
Un principio educativo general para todas las etapas de la educación es aquel que responde a la pregunta: “¿Para enseñar Matemáticas a Juan, qué es más importante: saber matemáticas o conocer a Juan? Lo importante para que Juan, o cualquier adolescente mejore en algo, es quererle”. Lo básico para una educación acertada está en el afecto. Y eso es lo que muchas veces falla con el adolescente; se le soporta porque es un hijo o una hija, pero se ha enfriado el cariño anterior, propio de la infancia. Parece ¡que no hay amor!, porque no saludan cuando entran o salen de casa, y todas sus contestaciones son con monosílabos: “sí” o “no”.
Para cambiar los comportamientos hay que aplicar aquello de: “pon amor, donde no hay amor, y sacarás amor”. Para que la relación padres-hijos sea parecida a la que se da en la amistad es necesario hablar y entenderse. La amistad surge cuando se tienen cosas en común: en el caso de la familia puede ser fácil porque son de “la misma sangre”, tienen intereses comunes y bastantes puntos de vista parecidos que han respirado en el ambiente de la casa.
SABER COMPRENDER Y ESCUCHAR
Es importante, que no puedan pensar: “Tienen una idea equivocada de mí”. “Lo que hago o digo, no les gusta”. “No tienen confianza en mí”. Tienen que percibir que los aceptamos como son.
“¿Qué has hecho? ¿Dónde has estado? ¿Con quién has ido?...” Sobre todo las madres, preguntan demasiado: les aturden. Los padres les sermonean, y es mejor dejarles hablar. Aprovechar esos momentos del final del día, cuando se les ve con deseos de revelar confidencias; o merodean por la cocina queriendo encontrar a alguien que les atienda.
Escuchar atentamente, procurar no hacerles preguntas que les distraigan de lo que están contando. Cuando se paran: ¡esperar! (seguro que están pensando cómo decir lo siguiente; o no saben cómo continuar). Les facilita seguir, repetirles, de alguna manera, lo último que han dicho; por ejemplo: “O sea, que tú crees que todo el mundo no es como ese profe…”. Nunca escandalizarse de nada que cuenten: “has hecho bien en decírmelo, porque así podemos tratar de darle solución…”
Si hay que regañarles por algo, se les puede regañar, pero evitando los planteamientos negativos: “eres un mentiroso”. Es mejor suponer en ellos eso bueno que pretendemos que consigan: “Tú cuando quieres, dices la verdad; ahora espero que seas sincero, como sabes serlo…”
No enfadarse si mantienen puntos de vista en apariencia desorbitados en sus juicios sobre las personas o en temas sociales o políticos -por ejemplo , refiriéndose a Hitler o al comunismo-. Expresan sus ideas con gran seguridad y quieren “dárselas de enterados” como una forma más de reafirmar su personalidad. Hay que escucharles y, si es necesario, decirles que no estamos de acuerdo.
Se les puede decir que una amistad les va a hacer daño, razonándolo, pero nunca hablándoles mal de un amigo o una amiga, porque son muy leales y muy fieles a la amistad.
FORTALECER LA AMISTAD
Tener, de vez en cuando, alguna conversación, con Coca-cola o con cerveza por delante, de hombre a hombre, o de madre a hija; aunque parezca un planteamiento demasiado serio o formal, es muy eficaz porque se sienten queridos y escuchados, importantes; que se les toma en consideración. Las conversaciones en apariencia informales, padre e hijo en el coche, o de compras la madre con la hija, sirven, si coinciden solos, para fortalecer los lazos de amistad.
Los estudios no tienen por qué ser el único tema de conversación con los hijos. Puede hablarse también del ambiente de la clase, de los profesores; de los amigos, de la música -que casi todos tienen alguna preferida-, de otras aficiones, de los deportes: en especial, les gusta contar de los que practican.
¡Claro, que se pueden comentar las notas de los estudios!; pero debe empezarse por las buenas: ¡Bien, dos notables! –aunque sean Música y Educación Física-. Después ya se va pasando por las demás asignaturas, sin grandes enfados en cada mala nota. Luego, en un ambiente relajado, preguntarle cómo ve él su ambiente de estudio, y qué se le ocurre para progresar en la próxima evaluación.
Saben lo que esperamos de ellos y cómo nos gustaría que se comportasen, porque nos lo han oído muchas veces; es mejor tratar de conseguir que sean ellos mismos los que se paren a pensar y nos digan cómo ven las cosas y qué planes proponen para mejorar.
Alguna vez, puede ser interesante que la madre y el padre, con el tutor del colegio, estando la hija o el hijo delante, tengan una conversación, no para regañar, sino para hacer un plan de mejora, el trato con cada hijo debe ser personal y no permitirse ni comparaciones con otro hermano o primo; y no sacar los asuntos delicados de un hijo en presencia de otro hermano o familiar.
SIEMPRE EL DIÁLOGO
Un trato de confianza y un diálogo sereno será necesario cuando la madre y el padre, mejor cada uno por su parte, tengan que explicarles cómo han de ser las relaciones con sus amigos y cuál es la psicología de las personas del otro sexo, cómo se enamoraron sus padres, cuándo se está de verdad enamorado, cómo se debe llevar el noviazgo; y qué sería necesario para llegar a un matrimonio feliz y duradero... Delicado es también cuando hay que adentrarse en el tema de cómo vivir con un verdadero sentido religioso. En estas cuestiones y a estas edades en especial, es importante razonar el “porqué” de las cosas que se les dicen o se les exigen.
Las cosas se complican cuando se llega a la adolescencia y no se han puesto con anterioridad los medios para que siempre esté afianzada la autoridad de los padres. A los padres, por ejemplo, les puede parecer que ya es un problema imposible de resolver la hora de regreso a casa los días del fin de semana. Para este problema y otros más que a los padres les parecen irresolubles, porque vienen de atrás, a muchos matrimonios les da resultado el plantear una negociación con el hijo, haciendo un pacto, en el que se cede algo, pero también se exige algo.
La solución, en todos estos temas de enfrentamiento entre la autoridad de los padres y los deseos de libertad sin límites de los hijos, es el diálogo; y si alguien tiene que iniciarlo, en actitud conciliadora y en el momento oportuno, parece que han de ser los padres, que para eso son más maduros.
José Luis Mota Garay
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