2.10.08

La autoayuda y el autoengaño

El mercado –analizar lo que se vende y se compra- es un buen indicador para saber qué pasa en la sociedad. Y una de las cosas que indica es la gran difusión y el alza de toda una serie de productos etiquetados como de “autoayuda”. El más típico son los libros dedicados expresamente al tema: en castellano, títulos como Déjame que te cuente del argentino Jorge Bucay, o La ciencia de la felicidad del español Ramiro A. Calle, son unos buenos ejemplos que ya permiten hacerse una primera idea del propósito de esta literatura.


El MERCADO DE LA AUTOAYUDA

La autoayuda de que se trata es fundamentalmente psicológica, dirigida a afrontar los males más frecuentes en este terreno, como puede ser la angustia, el estrés, los vicios de carácter, la tristeza... Lo que se propone también es variado: consejos sacados del sentido común o de la experiencia generalizada, ejercicios mentales o físicos relajantes, una especie de meditación, un encuentro con la naturaleza, etc.

La pregunta obligada, claro está, es si todo esto sirve para algo. Pero esta pregunta es engañosa. Muchas cosas sirven. El sentido común siempre ayuda, la relajación o la meditación vienen siempre bien para tantas personas que viven una vida acelerada y saturada de reclamos de todo tipo. En este sentido, el principal argumento de venta de todo esto es el testimonio de que sienta bien a los clientes. Sin embargo, argumentar de ese modo oculta la cuestión fundamental, que es preguntarse si de verdad resuelve los problemas que se pretenden resolver, si se cumple lo que se promete. ¿Hemos encontrado en la autoayuda la panacea para los males que aquejan al espíritu humano?


AUTOAYUDA Y MADUREZ

En principio, no hay dificultad en reconocer que la autoayuda es una buena cosa. Más aún, puede decirse que es un signo de madurez. Si siempre, en la formación de una persona, es ella misma el principal protagonista de su educación, con el correr del tiempo está llamada a asumir un mayor protagonismo. Es del todo lógico que, conforme se avanza, se aprende a resolver por uno mismo los problemas, y a mejorar. En caso contrario, la educación misma habría constituido un fracaso. Dicho con otras palabras, conforme se crece debe aumentar la autonomía, y mayor autonomía significa mayor autoayuda.

Por esta razón, el hombre siempre ha apreciado la autoayuda. Desde siempre se han puesto ejemplos como modelos a imitar. Quizás el más famoso sea el del griego Demóstenes (siglo IV antes de Cristo). Se cuenta del mismo que, ante unos problemas de dicción, se propuso superarlos, y con tesón y métodos un tanto pedestres como gritar en una playa solitaria con algún guijarro en la boca, tuvo tanto éxito que acabó convertido en el mejor orador de toda la Grecia clásica. Ejemplo admirable, qué duda cabe, que muestra el valor de la autoayuda, pero también. si se conocen las circunstancias, sus limitaciones.


LA ILUSIÓN DE LA AUTONOMÍA

Lo primero que se deduce de un examen de toda esta industria de la autoayuda, es que es tal sólo hasta cierto punto. Se asemeja a lo que hacían algunos grupos evangélicos: vendían biblias sin nota alguna porque sostenían la libre –autónoma- interpretación de la Biblia... para acto seguido vender un libro sobre cómo entender la Biblia. Con la autoayuda, resulta que se trata de seguir unas instrucciones y recibir unas lecciones, de un modo generalmente más informal que en el colegio, pero no por ello menos cierto. A veces, se trata de instrucciones muy detalladas. Pero, en todo caso, hay profesor y alumno, por mucho que quiera disimularse esta realidad.

¿Por qué, entonces, la insistencia en la autoayuda? En el fondo, no es más que una faceta de la ilusión del hombre autónomo. La misma que pone de moda en las aulas un constructivismo según el cual cada uno debe dar su propio significado a las cosas, cuando en realidad se enseña a que las entiendan según la ideología en boga. En el fondo, la pretensión de autonomía absoluta convierte a la persona en un ser particularmente vulnerable y dependiente. De hecho, una buena parte de lo que se enseña en los libros o cursillos de autoayuda son cosas que un adulto con una buena formación, apoyo y vida equilibrada no necesita aprender, porque ya lo sabe.

Para vivir satisfactoriamente y resolver los problemas que se presentan, necesitamos hacer equipos –familia, empresa, amistades-, necesitamos apoyarnos en los demás y aprender de los demás. “Los demás” son en primer lugar la gente cercana, sobre todo afectivamente cercana. Cuando no queda más remedio que acudir a extraños o personas lejanas para resolver cuestiones ordinarias de la vida, lo que se pone de manifiesto no es precisamente un ideal, sino más bien unas carencias lamentables, quizás motivadas por el deseo de no vincularse a nadie. Eso también lo sabía Demóstenes. Lo de las piedrecitas y la playa es incierto; más cierto históricamente es que buscó los mejores maestros de su confianza que encontró, como Iseo e Isócrates.


LA “TÉCNICA” QUE RESUELVE TODO
Circulaba hace años un chiste según el cual entraba un tipo en una librería y le decía al dependiente: “¿tiene algún libro sobre cómo hacer amigos..., calvo asqueroso?”. Se trae a colación porque refleja bien uno de los problemas fundamentales que subyacen a esta proliferación de productos de autoayuda: se buscan soluciones puramente técnicas a problemas profundamente humanos. Subyace una mentalidad según la cual debe existir una solución técnica para todo. Todo se reduce a encontrar el resorte, el fármaco o el procedimiento adecuados.

Se podrá hablar de “técnicas espirituales” o “del espíritu”, pero lo cierto es que esta mentalidad es más propia del materialismo. Cuando todo se reduce a un mecanismo vital –genético, biológico o del tipo que se quiera-, siempre se puede hallar una técnica para corregir fallos. En cambio, cuando se educa de verdad el espíritu, lo que se busca es generar virtud. Ésta es un hábito, pero, contrariamente a la idea que más de uno tiene, no es un mecanismo, ni se logra a través de una mecánica. O sea, que si bien es cierto que hay unos condicionantes corporales, y por tanto tienen cabida tanto la medicina como las técnicas de conducta, no lo son todo en el hombre, ni por tanto en los problemas humanos.

Por tanto, para ver si el recurso al mercado de la autoayuda es eficaz, es necesario ver para qué se necesita esa ayuda. Si se trata de patologías, el sitio adecuado es la consulta del psiquiatra. Si lo es el aprendizaje de habilidades, lo propio será algo o alguien especializado en ello (como hizo Demóstenes). Si, como es frecuente, son cuestiones derivadas de la soledad o la desesperanza, la autoayuda “técnica” no las resuelve, por lo que no sirve de mucho. El terreno donde puede ser eficaz queda así bastante reducido, por mucho que la propaganda diga otra cosa.


LA “ESPIRITUALIDAD” SIN RELIGIÓN

Para las cuestiones más directamente espirituales, hay toda una oferta –gurús orientales, maestros del New Age, etc.- que declara proporcionar “espiritualidad”. Ofrece medios para que cada cual se pueda construir su propia espiritualidad, y se insiste en que no va ligada a religión alguna. Y su clientela va creciendo, hasta el punto que genera un mercado que factura, sólo en Estados Unidos, más de seis mil millones de dólares al año. Después de la etapa de “religión sin iglesia”, parece que la postmodernidad ofrece una nueva etapa: espiritualidad sin religión.

Enseguida surge la pregunta: ¿en qué consiste esa “espiritualidad”? Se trata fundamentalmente de técnicas psíquicas de relajación y meditación, variadas pero con un objetivo común: el bienestar psíquico. Su atractivo está en ser un intento de obtener los beneficios interiores que da la religión evitando los compromisos que supone la aceptación de una fe y una moral. Es por tanto una pseudorreligión. ¿Y consigue su propósito? Consigue un efecto benigno –tranquilizar sienta bien-, pero pasajero, porque el simple bienestar es pasajero, a diferencia de la alegría y la felicidad.

La religión no consiste solamente en un cúmulo de deberes, sino que principalmente da respuesta a las cuestiones fundamentales de la vida, las que le dan su sentido. Sin ella, el terreno de la vida está sembrado para la falta de esperanza y la soledad, y todo intento de combatir éstas sin afrontar la cuestión y encontrar esas respuestas está abocado al fracaso. Toda esta religión de la autoayuda no es por tanto más que un sedante pseudorreligioso que no conduce a ninguna parte, por mucho que una propaganda de imagen muy cuidada intente convencer al potencial cliente que remedia todos sus males existenciales.


UN BALANCE DE LA AUTOAYUDA

Dar y recibir consejos con el fin de permitir asumir y enfrentar los problemas de la vida es algo bueno, siempre que los consejos sean acertados (de hecho, hay de todo). Es hasta necesario si se piensa en lo complicada que puede hacerse la vida actualmente. Lo que ya no es tan conveniente es convertir esta autoayuda en la panacea que puede resolver todos los males. Se convierte así en un sucedáneo de las auténticas soluciones.

Hay mucha gente imbuida del ambiente individualista que, quiérase o no, conduce al aislamiento psíquico, aunque estén siempre rodeadas de personas. Para ellos, la más genuina solución a sus carencias interiores pasa por el descubrimiento de los demás y del genuino sentido del amor, con sus consecuencias de abnegación, compromiso y entrega. Un pretendido remedio sin salir de su mundo egocéntrico sólo puede ser un parche temporal, que quizás sólo sirva para que aparezcan después con más crudeza las secuelas de esa soledad.

Lo mismo sucede con el vacío de Dios. Una espiritualidad auténtica introduce en un silencio interior donde afloran las cuestiones fundamentales cuya respuesta da sentido a la vida. Pero se intuye fácilmente que esa postura es comprometedora, y por ello mucha gente huye de ello, ahogándose en un mundo de ruido e imagen. Con todo, se añora: no se puede sofocar del todo esa voz interior.

En este contexto, no es de extrañar que sean atractivas fórmulas que prometen satisfacer ese anhelo sin compromiso alguno, aunque una mirada sensata enseguida las perciba en muchos casos como estrafalarias o como un montaje comercial vacío, una versión contemporánea de la venta del elixir mágico que da la felicidad. Sus efectos, si es que los tienen, sólo pueden ser transitorios, de forma que aquí tampoco tarda en aflorar la angustia que produce el vacío de trascendencia, el vacío de Dios. Ya lo avisaba el Génesis: “no es bueno que el hombre esté solo”. Y contra el mal de la soledad no hay autoayuda que sirva.



Julio de la Vega-Hazas

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