10.2.08

Ayuno y tentaciones de Jesús (Mt 4, 1-11)

Hay momentos en la vida de nuestro Señor en los que prefiere pasar oculto, y desaparece. Primero en Egipto; después en Nazareth, y ahora en un desierto.

Entonces, cuando se hubo alzado de las aguas del Jordán, inmediatamente Jesús, lleno del Espíritu Santo, fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo”.

Es sorprendente la energía que tiene el Espíritu Santo cuando se apodera de un alma: Jesús va desde las profundidades del Jordán hasta un monte. Probablemente el lugar al que lo llevó el demonio es un monte que hoy en día se llama de la Cuarentena, al oeste de Jericó; un lugar horroroso lleno de precipicios y cavernas. Y estuvo en ese lugar cuarenta días y cuarenta noches, sufriendo los ataques de Satanás.

Mientras Jesús está oculto en el desierto, la gentilidad se prepara para recibir su mensaje.

Jesús va a un desierto para humillarse. Estamos en pleno invierno. Son los meses de diciembre y enero cuando Jesús sale a retirarse. Las noches son largas. El clima es implacable. La naturaleza es estéril. La vida en un desierto es dura. Deja de comer durante cuarenta noches.

Y lo más duro no es la soledad, ni el hambre, ni el frío, ni el cansancio… Lo más duro que hace Jesús es permitir al diablo que se le ponga al lado y le tiente. Jesús quiere pasar por todo lo que un hombre puede pasar en esta tierra.

¿Cómo fueron las tentaciones de Jesús? Sabemos que las tentaciones del Señor no fueron “simbólicas”. Mel Gibson, en la película “The Passion” refleja muy bien el sufrimiento de Jesús ante el demonio. Fueron tentaciones reales. El hambre de Jesús no era un “hambre simbólica”, era un hambre real.

Jesús fue tentado igual que somos tentados nosotros. Jesús quiso ser probado para enseñarnos a nosotros a luchar.

La primera tentación es de gula. El demonio sospecha que Jesús es el Mesías. Lo ve hambriento. Satanás no tiene certeza de que esté delante del Salvador. Le induce a que coma. El ayuno que hizo Jesús era espantoso. También Moisés –antes de recibir la Ley- ayunó cuarenta días. Jesús, que debía promulgar la “ley nueva”, quiso ayunar también cuarenta días.

El ayuno hebreo consistía en no comer nada de sol a sol. El ayuno de Jesús no fue así: no comió nada ni de día ni de noche.

Jesús pasaba hambre. Y Satanás afilaba su audacia. Probablemente tomó forma humana, y le pide a Jesús que convierta unas piedras en panes. “Y acercándosele el tentador, le dijo: Si eres el Hijo de Dios, di que estas piedras se hagan panes”. Es la tentación de la desobediencia, como la del Paraíso. El demonio le dice: tu Padre te manda al desierto para que ayunes. Eso no se hace ni con el peor de los esclavos. Ya que eres el Hijo de Dios, rebélate y no consientas tal humillación, que rebaja tu dignidad.

Jesús vence. No le dice ni que es el Hijo de Dios, ni dialoga con el demonio. “Le respondió y dijo: escrito está, no sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Con estas palabras, Jesús recuerda un pasaje del Deuteronomio (8, 3) en el que Moisés –dirigiéndose al pueblo de Israel, en un momento de sufrimiento y penurias- les recuerda que Dios nunca les había fallado y que los alimentó con el maná en el desierto.

Las palabras de Jesús podrían interpretarse así: la vida del hombre está en las manos de Dios, así que no tiene sentido perder la esperanza cuando hay dificultades.

La segunda tentación es de orgullo y vanidad. En la primera tentación queda claro a Satanás la gran confianza que Jesús tiene en su Padre. Ahora el demonio intenta que esa confianza se convierta en presunción. El demonio –con el poder que tienen los espíritus sobre los cuerpos- toma a Jesús y lo lleva sobre los aires a la parte más alta del templo de Jerusalén, probablemente sobre el abismo del torrente Cedrón. “Entonces le tomó el diablo, y le llevó a la ciudad santa, Jerusalén, y le puso sobre la almena del templo”. Es la ciudad santa porque era el templo era el centro del culto del pueblo judío.

El demonio falsea un texto de la Sagrada Escritura (Ps 90, 11-12) en el que Dios promete que a las personas santas las asiste especialmente cuando pasan por circunstancias más difíciles cuando tienen que cumplir con sus obligaciones. “Y le dijo: Si eres el Hijo de Dios, échate aquí abajo, porque escrito está: que mandó a sus ángeles cerca de ti, y te tomarán en sus palmas, porque no tropieces en piedra por tu pie”.

El diablo es un mal intérprete de las Escrituras: le pide a Jesús que haga una temeridad. Le pide a Jesús que ponga a prueba a Dios y haga un milagro ostentoso, justo en el lugar más importante para los judíos. Satanás está provocando a Jesús para que demuestre que es el Mesías, y que la gente le aplauda.

Pero Jesús quiere cumplir su misión de otra manera: siendo despreciado y humillado por los hombres, no aplaudido.

Jesús acude también a la Escritura, pero interpretándola bien: “Jesús le dijo: también está escrito, no tentarás al Señor, tu Dios”. Jesús se refiere a lo que cuenta el Deuteronomio (6, 16), cuando los israelitas, en el desierto, se quedaron sin agua y murmuraron contra Dios exigiéndole que hiciera un milagro.

Tienta a Dios quien desconfía de Él, o confía erróneamente: el presuntuoso y el pusilánime. Tirarse del pináculo del templo habría sido presunción.

La tercera tentación. Dios prometió al Mesías que dominaría todas las naciones (Ps 2, 8; 71, 8, 11), pero tendría que conquistarlos a base de sacrificio y sufrimiento. El demonio intenta convencerle de que consiga conquistar la tierra sin dolor, haciendo un pacto con el mal. “De nuevo le subió el diablo a un monte muy alto”, que no sabemos cuál es. “Y le mostró todos los reinos del mundo y la gloria de ellos”. Tal monte debía ser algo curioso, porque no existe en toda la tierra una montaña desde donde se vea tal cosa. Puede que una artimaña del diablo formara esa imagen ante Jesús, y para darle verosimilitud le transporta a lo alto de una montaña.

Mientras Jesús tiene ese engaño o efecto óptico, el diablo le propone un pacto: “te daré todas estas cosas y todo el imperio y la gloria de ellas, porque me han sido dadas y las doy a quien quiero, si tú, postrándote me adoras, te daré todas las cosas”.

Jesús se indigna: “vete, Satanás”. Le llama Satanás, que significa “adversario”, dándole a entender que sabe muy bien quién es.

Jesús manda al demonio a que huya. En las otras dos tentaciones no lo hizo. Y cita Jesús la Escritura: “porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a Él servirás (Deuteronomio 6, 13)”. Le manda al diablo que reconozca la suprema soberanía de Dios.

Entonces, acabada toda tentación, le dejó el diablo”.

Las tres tentaciones que soportó Jesús representan las tres concupiscencias: la de la carne, la de los ojos y la soberbia de la vida, que son las tres fuentes de pecado de los hombres.

Nosotros hemos de prepararnos para combatir las tentaciones del demonio con los mismos medios que utilizó Jesús: la oración y la mortificación. La oración multiplica nuestras fuerzas. Cuando confiamos en Dios le decimos: “no nos dejes caer en la tentación”. La mortificación es la única manera de tener a raya las concupiscencias, y además una forma de purificarse.

Jesús es nuestro modelo en la forma de vencer las tentaciones. Cuando hacemos el mal y cometemos pecados, imitamos a nuestros primeros padres, que fueron vencidos en las tres concupiscencias. Hemos de imitar a Jesús –además de en la oración y la penitencia- en la confianza ilimitada en Dios, que no consentirá que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas.

Cada tentación que superamos nos fortalece, tenemos la alegría del que vence, acopiamos fuerzas para la lucha y más experiencia.

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