24.2.08

Curación del paralítico de la piscina (Jn 5, 1-15)

El día de la fiesta de los judíos, que, probablemente era la fiesta de la Pascua, Jesús sube a Jerusalén. El Señor iba para predicar y dar testimonio entre la multitud.

Y subió Jesús a Jerusalén, nos dice el evangelista. Probablemente iría en una de las caravanas que desde Galilea iban hacia Jerusalén para celebrar esa solemnidad tan importante para los judíos.

En el noroeste del Templo de Jerusalén se situaba la “puerta de las ovejas”, que en griego se dice “probática”. Se llamaba así la puerta porque por ella pasaban los animales que se destinaban a sacrificios. Al lado de la puerta había una piscina, que también se llamaba “probática”, probablemente porque a ella iban los sacerdotes a lavar las ovejas y limpiarlas un poco antes de ofrecerlas a Dios como sacrificio. En esa piscina también se bañaban enfermos que querían curarse, y por eso se llamaba también –en hebreo- “Bethsaida”, o “Bethseda”, que significa “casa de misericordia”.

La piscina tenía cinco pórticos o galerías para recibir a los enfermos.

Y en Jerusalén está la piscina probática, que en hebreo se llama Betsaida, la cual tiene cinco pórticos, nos cuenta San Juan.

Es fácil imaginar la escena que narra el evangelista: yacía un gran número de enfermos en los pórticos, recostados o tumbados sobre sus camillas destartaladas- ciegos, cojos, paralíticos, esperando el movimiento del agua.

El espectáculo sería patético: una aglomeración de desgraciados con un hilillo de esperanza. Las aguas de la piscina se movían de vez en cuando porque un ángel del Señor descendía de tiempo en tiempo a la piscina y se movía el agua.

Probablemente ese Ángel del Señor, además de remover las aguas, las limpiaría un poco, porque la piscina era un lugar en el que metían el ganado para lavarlo antes de ofrecerlo como sacrificio. Serían aguas pestilentes y sucias.

Los enfermos estaban ansiosos esperando el movimiento del agua, porque el primero de ellos que entraba en la piscina, después del movimiento del agua, quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviese.

No existe en el mundo ninguna fuente medicinal, ni piscina de aguas calientes que pueda curar todas las enfermedades. En aquella piscina ocurría algo muy extraordinario. ¿Por qué sólo se curaba el primero que entraba? No lo sabemos.

Y se produce el milagro. Entre tantos enfermos que esperan que las aguas se agiten un poco hay un paralítico que llevaba postrado en su camilla treinta y ocho años. Tiene la suerte de que Jesús se fije en él. Se conmueve al mirarlo. Se le acerca y le hace una pregunta aparentemente absurda: ¿Quieres curarte? El Señor quiere excitar la fe y la esperanza de ese hombre.

¿Quién no querría curarse en esas circunstancias? ¿Qué hacía esperando tantos años, si no quería curarse?

Claro que quería curarse, pero no tenía a nadie que le ayudara a meterse en la piscina cuando el agua se movía. Y como nunca era el primero, quedaba sin curarse. Pero no se desanimaba.

Señor, no tengo hombre que me meta en la piscina cuando el agua está revuelta: porque mientras yo voy, llega otro antes que yo. A Jesús se le haría un nudo en el estómago al oír este relato lleno de amargura de labios de un hombre que está en una situación muy triste, tirado en el suelo, que sólo podía moverse arrastrándose por el como los animales, pero con deseos de recuperar la movilidad y ser “normal”. Además le responde a Jesús con un profundo respeto. Le dice “Señor”.

Cuando le ha contado a Jesús su miseria, el Señor lo cura totalmente: Levántate, toma tu lecho y anda. Y al punto fue curado aquel hombre y tomó su camilla y caminaba.

Y esto lo hizo Jesús en un día de fiesta: un sábado. Dice San Juan Crisóstomo que Jesús mandó al paralítico que cogiera su camilla para hacer el milagro creíble, y que la gente no pensara que la curación era una fantasía, y así, el enfermo no habría podido transportar realmente la camilla si no hubiera sido curado.

El hombre, como le había dicho Jesús, cogió su camilla y se marchó a su casa. Pero en sábado estaba prohibido llevar cualquier tipo de carga encima (lo prohibía la ley judía –Jer 17, 21-22-). Entonces, los judíos puritanos cumplidores de la ley le piden explicación al paralítico recién curado: Dijeron entonces los judíos al hombre que había sido curado: es sábado y no está permitido que lleves tu camilla.

Probablemente, al paralítico poco le importaba que fuera sábado. Además, Jesús le había dicho que tomara su camilla y se fuera a casa. ¿A quién iba a obedecer antes, a esos judíos y su ley, o a Jesús que lo acababa de curar? Además, la ley judía también mandaba obedecer a un profeta aunque mandara cosas contrarias a la ley. Y aquel hombre que lo había curado, parecía tener, por lo menos, los poderes de un profeta (por sus predicaciones y sus milagros).

La envidia cegaba a aquellos judíos, y le preguntan al recién curado no quién lo ha sanado, sino quién le ha mandado infringir una ley. Le preguntaron: ¿quién es aquél hombre que te dijo “toma tu camilla y anda”?

Jesús ya se había retirado de aquel lugar, porque no le gusta el espectáculo, ni llamar la atención. Y el que había sido curado, no sabía quién era: porque Jesús se había retirado del tropel de gente que había en aquel lugar.

El paralítico subió al templo para darle gracias a Dios. No se fue “de fiesta”, a sus negocios, después de haber sido curado. Se fue a rezar. Y como premio a esa actitud, se encuentra nuevamente con Jesús, que le hizo un milagro mucho más grande que el de la curación corporal. Cuando somos agradecidos con Dios, se aumentan el número de gracias que recibimos. La persona agradecida es generosa. Y Dios se conmueve ante la generosidad.

Después, le halló Jesús en el templo, y le dijo: mira, que ya estás curado. No quieras pecar más, para que no suceda una cosa peor. Dice San Agustín que “es mucho mayor que curara Cristo las dolencias de las almas inmortales (el pecado) que las enfermedades de los cuerpos, que son mortales”.

Con ese “algo peor”, quizás Jesús se está refiriendo a la vida eterna, porque es mucho peor que estar treinta y ocho años en una camilla pasarse una eternidad en el infierno.

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