9.5.08

Ideas sueltas (llamada)

El descubrimiento de la vocación es lo más importante que puede ocurrirnos, aunque aparentemente no cambie nada (es como un paisaje en el que sale el sol que nos permite contemplar maravillas ocultas hasta ese momento por la oscuridad de la noche).

La entrega. Es más la entrega que nos hace Jesús de su Amor, que la entrega que podamos hacer nosotros a Él de nuestra vida. Es Él quien toma la iniciativa, quien se nos da; nosotros, más que entregarnos, recibimos; nuestra entrega es abrir los brazos para acoger a Jesús.

Disfrutar con la vocación. Como el que disfruta con la limpieza, después de quitar la suciedad de una habitación, o de limpiar el coche y verlo, contemplarlo, reluciente; o como el que se ducha después de salir del mar, o de embarrarse y sudar en un partido de fútbol.

Generosidad con Dios. ¿Por qué piensas que eres como eres -alegre, servicial, etc.-, porque te crees mejor que los demás, o porque Dios te ha dado esas cualidades para que las pongas a su servicio y al de los otros?

Emociona ver a un niño pequeño colocando, lleno de amor, una rosa junto a la imagen de su Madre del Cielo... ¿no te ilusiona poder ofrecer tu vida entera a la Virgen y al Señor? ¡Qué sequedad cuando nos resistimos a entregarnos a Dios..., como la rosa que termina secándose, sin haber adornado nada, sin haber cumplido su misión!

Entrega. Para querer hay que querer (querer querer). Quien no quiere querer, quien no está dispuesto -en disposición- a querer, no puede querer, no querrá nunca..., pero por su culpa, porque lo ha decidido así, haciendo un mal uso de su libertad, atrofiando su corazón.

La entrega: o nos engrandece (nos hace mejores, y dignos de admiración), o nos envilece (si ponemos frenos, porque hemos sido cobardes, poco generosos), pero ya nada sigue igual, todo ha cambiado.

Generoso no es el que da algo para que le dejen en paz; es el que se da del todo y lo da todo, lo que Dios le pida, no lo que él esté dispuesto a dar. ¿Piensas que Dios no se lo merece todo?

Amar es estar dispuesto a sufrir. Pero quien no está dispuesto a sufrir, acaba experimentando la amargura de la soledad: sufre muchísimo más, pero sin el consuelo del amor.

En una cabeza (inteligencia) y corazón (afectos) cristianos, cumplir la voluntad de Dios (que se ve, y que se quiere) ha de ser lo normal, algo sobrenaturalmente natural, lo habitual, sin necesidad de grandes razonamientos o de prolongadas indecisiones a la hora de identificarse, con la cabeza y con el corazón, con toda la personalidad, con el querer de Dios, que muestra claramente el camino y la misión.

No veo. Osea, que estás ciego. Pues déjate ayudar, aconsejar. Y no olvides que para ver hay que querer mirar. Tienes ojos, y puede que no quieras abrirlos para mirar.

Cada teoría es un intento de explicación de la realidad, y cuando intentamos explicar por qué no somos mejores o no nos decidimos a ser totalmente generosos con Dios, en el fondo es un intento de justificar la cobardía, un modo “académico” de encubrir el egoísmo. Sé generoso con Dios, y déjate de teorías, di que sí, y ya verás qué claro lo ves todo, porque verás las cosas como son, sin el filtro subjetivo de tu comodidad y de tu falta de fe para las cosas de Dios, que lo deforma todo, porque en el fondo no quieres ver..., y por eso estás ciego y te sientes extraño. ¡Abre los ojos! Di que sí, y disfruta de la belleza del Amor de Dios.

La idea de la “elección” por parte de Dios, en principio, descartaría el concepto de “ver” tal como lo entienden algunos (de tenerlo que “ver” a nivel subjetivo), porque quien tiene que verlo claro y lo ha visto ya, antes de decidir a quién elige, es Él, no nosotros. Porque Él lo ve claro, nos llama (el Señor, después de toda una noche en oración, llamó a sus discípulos, a los que Él quiso); y no seguir su indicación significaría que nos fiamos más de nosotros que de Él (como si Él pudiera equivocarse al elegir a sus apóstoles). El Señor decía: “sígueme”; no, “si lo ves”, sígueme; ni “si lo ves como lo veo Yo”, sígueme. La condición es que lo vea Dios, no nosotros; se trata de fiarse de Dios, no de nosotros, que lo que tenemos que hacer es obedecer, sencillamente; ser dóciles (Señor, lo hago porque Tú me lo dices, no porque yo lo vea claro).

Vocación. Tienes que tomar la iniciativa, aunque la iniciativa sea siempre de Dios (es Él quien te llama, y quien te plantea tu posible vocación, a veces, a través de un amigo o del sacerdote). Dile: Señor, me he enterado de que necesitas gente, de que buscar personas que estén dispuestas a servirte, a obedecerte, a amarte, a hacer lo que convenga en cada momento..., me presento voluntario, aquí me tienes, puedes contar conmigo, quiero servirte, hoy, ahora y siempre. ¿Me aceptas? Señor, y perdóname por todas las veces que he dicho que no, excusándome en que no lo veía, cuando en realidad “no te quería”, abusando de tu exquisito respeto a la libertad de cada uno, que te lleva a no imponerte, y a no imponer tu voluntad.

¿Qué por qué tienes que decir que sí? Lo que no entiendo, de ninguna manera, es como intentas justificar tu no. Sé sincero, llama a las cosas por su nombre (soy egoísta, tengo miedo, me da pereza, soy un desagradecido con Dios, etc.), y entonces, le dirás que sí al Señor, porque Él es la Verdad (y el Camino y la Vida, que dan la felicidad).

Hablas y hablas y hablas. Tengo la sensación de que hablas demasiado. Y de que hablas con demasiada gente..., menos con Él. Me parece que todo ese parloteo (venga a hablar de vocación con el sacerdote, con el amigo, y con no se sabe quién) es un intento más o menos consciente, o inconsciente, de que no quieres hablar con Dios, y de que en el fondo te da miedo el silencio..., el silencio de la verdad, el silencio del tu a TÚ (Dios); porque ese sentirse sólo, a solas, delante de Dios, es muy arriesgado y muy comprometido. ¿Tengo razón o no? Habla menos con los demás de vocación (incluso de tu posible vocación), y decídete de una vez a hablar con sinceridad con Dios: ¿Señor, qué quieres de mí, me necesitas, cuentas conmigo para algo, puedo ayudarte..., quieres que te ofrezca mi vida? Y no olvides lo que nos dice la Virgen: “haced lo que Él os diga”. Y no me digas que no te dice nada (no me lo creo, porque no es verdad), porque Dios no es “mudo”, y tú tampoco eres “sordo”. Después de hablar, ¡por fin!, con Él, ahora sí que puedes ir a hablar con el sacerdote, y con tu amigo, y con quien quieras..., para decirles: me ha dicho que le diga que sí, hemos hablado de vocación (Él y yo, sin intermediarios), y le he dicho que sí..., ¡qué facil era, y qué lejos estaba de entenderlo!

La presencia de la Virgen facilita muchísimo el cumplimiento de la voluntad de Dios. A veces, sabemos qué nos pide Dios, qué quiere de nosotros, pero no nos decidimos a hacerlo, excusándonos en mil tonterías con las que intentamos engañarnos para recuperar una falsa paz. Acude a la Virgen, y Ella hará del camino de tu entrega algo fácil, amable, simpático, alegre y suave. El “haced lo que Él os diga”, dicho por Ella, con su sonrisa y su cariño, lo cambia todo: pasa de ser una obligación (que lo es), a ser un deber gustoso, buscado, deseado.

Para decirle que sí a Dios hay que decirle que sí, por simple que te parezca. No lo olvides. Para decidirse a decir que sí hay que decir que sí. Si le dices que no, es difícil que te decidas.

“Entregarse” significa también “rendirse”; exige un acto de “humildad”: entregar toda la vida a Dios; ponerla a su entera disposición. Ese “sí”, “soy todo tuyo”, es lo que hizo la Virgen María, y por su humildad fue la elegida.

Aunque tienes que cambiar en muchas cosas, y es bueno que luches cuanto antes, pienso que deberías decidirte ya (escribir), para que con la ayuda de Dios y de la Virgen, llegue ese momento ideal, en el que estés mejor preparado y más disponible. Como tienes condiciones puedes dar ya el paso, y Dios te ayudará a caminar más deprisa; retrasarlo, esperar, demorar esa decisión, en el fondo es confiar más en ti y en tus fuerzas que en la ayuda de Dios, que ya te ofrece ahora.

El ¿aceptas?, no es una invitación a esperar a que Dios diga algo más, sino una pregunta directa de Dios a cada uno de nosotros, que exige una respuesta. Decir “es que no veo” no es responder. El Señor pide una decisión, un acto de generosidad, un sí.

El dar nos enriquece, sin que perdamos. Y el no darnos, nos convierte en un absurdo. Quien tiene un reloj, y da la hora a quien se la pide, hace el bien y no pierde nada. Quien nunca mirase la hora del reloj haría de ese reloj un instrumento inútil. Si no cumples la misión para la que Dios te ha traido a este mundo, estás perdiendo el tiempo, y tu vida es un absurdo, aunque hagas cosas lógicas, porque funcionas al margen del plan de Dios, de la sabiduría de Dios, de aquello para lo que Dios te quiere realmente, y que es lo único que justifica de verdad tu existencia, en esta vida y en la otra (la situación de los “inútiles”, en la otra vida, debe ser realmente bochornosa..., como en la parábola de los talentos: y a éste siervo inútil, arrojadlo fuera).

Dios nos pide un sí “incondicional” como el de la Virgen; sin condiciones, sin saber lo que vendrá después (huida a Egipto, etc.); porque el sí, es el inicio de una historia de amor, basada en la confianza mutua (Dios ha querido fiarse de mí, y yo me fío de Él). ¿Puedo contar contigo? El ¿para qué? vendrá después, no antes. De hecho, Jesús, cuando llama a sus discípulos, les dice: sígueme, no les expone un plan de viaje, para que después ellos decidan seguirle o no. Quien tiene planteado el tema de su posible vocación y contesta con un “no lo veo”, en el fondo le está diciendo que no a Dios. Si Dios no me llamase, eso sí que me lo haría ver inmediatamente, no permitiría que yo, equivocadamente, pensase que tengo vocación, cuando Dios no me llama, y me lo advertiría a través del sacerdote, de un amigo, de un libro en la oración, etc. Pero la invitación al sí es menos clara, para respetar el margen de libertad en mi respuesta, que está basada en la confianza.

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