Someter la enseñanza a la ley de la oferta y la demanda tiene claras ventajas. Introducir la competencia permite a las familias valorar y elegir los colegios según sus resultados, lo que estimula la calidad.
En la práctica de algunos países, cuando se ha abierto la mano a a partir de una situación previa de imposibilidad de elegir escuela, ha resultado una diversidad menor de la que cabría esperar. La razón parece ser que entonces los centros empiezan a competir por un aumento "marginal" de alumnos, en lugar de redefinirse para adquirir un estilo propio y así hacerse con un "nicho" de mercado. De modo que, en vez de surgir escuelas caracterizadas por los idiomas, o un tipo de formación moral, u otras especialidades adecuadas a las diversas preferencias de las familias, los centros rivalizan en calidad dentro de una misma configuración "clásica" de la enseñanza.
No es poca ganancia; pero también podemos ver algún inconveniente. Si todos los centros compiten en lo mismo se producirá una jerarquía en la que los de mejor reputación acabarían seleccionando a sus alumnos, y no al revés. Sin embargo, esta situación no tiene por qué darse siempre, y probablemente aumentará la varidedad de escuelas a medida que se vaya extendiendo la libertad de elección. Al fin y al cabo, ese problema es propio de los comienzos, ya que los colegios, al enfrentarse de pronto con la concurrencia, no pueden arriesgarse a hacer experimentos.
Por otra parte, la libertad no se compagina con el uniformismo. No se debe olvidar que la mayoría de las innovaciones pedagógicas han surgido precisamente en la enseñanza privada. Basten como ejemplos las escuelas Piaget o Montessori. A la larga, la pugna por ofrecer a los padres idearios atractivos y calidad tendrá el efecto de estimular la diversificación, pues cada escuela tenderá a definirse por algo especial que la haga preferible para un tipo de familias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario