La inconstancia de nuestra voluntad nos expone a fracasos continuos en la lucha por ser santos.
Quizás es que no hemos entendido bien lo que significa "luchar por ser santos".
El obstáculo principal para crecer interiormente y tener vida sobrenatural, para ser eficaces apostólicamente no es que tengamos dificultades y fracasemos continuamente. Ni siquiera es un obstáculo los continuos retrocesos por el miedo al sacrificio. En estos casos, no pasa nada, uno puede rehacerse y volver a empezar.
El momento crítico del alma no es cuando la voluntad se doblega (por dificultades, cansancio, o lo que sea), sino cuando se retracta, cuando dice "no quiero". Entoces no hay nada que hacer. Es el "non serviam" que se le vuelve a decir a Dios.
Lo más duro ocurre cuando uno se deja llevar por el desánimo. Todo se pone en tela de juicio. Se duda de todo. Uno se pregunta si no ha sido demasiado presuntuoso, si no se ha ido demasiado lejos, si no nos hemos embarcado en un proyecto que exige unas energías y una perseverancia poco comunes.
Y esto ocurre, muchas veces, porque nuestra confianza en Dios es demasiado mezquina. Nos falta fe.
Siempre se siente la alegría al comenzar una nueva acción. La novedad nos encanta. Pero nuestra voluntad se cansa pronto al tener que repetir una y otra vez la misma tarea monótona.
Cuando desaparece el entusiasmo, aparece la duda.
La virtud de la fortalezaes indispensable para perseverar en nuestro camino cristiano. Y podemos considerarla leyendo el Evangelio y considerando lo que ocurrió a San Pedro.
Jn 13, 37-38 "Yo daré mi vida por Ti", dice Pedro a Jesús.
Pedro se muere de ganas de entregar su vida por Jesucristo. Y, paradójicamente, ese deseo es lo que le pierde (Mt 26, 31).
Los cuatro evangelistas narran la predicción que hace Jesús a Pedro de que le negaría tres veces.
Pedro tiene un deseo sincero de morir por Jesús. No se puede negar su sinceridad. Pedro tiene un carácter que no le hace ser de las personas que prometen en el aire. Cuando se compromete, se compromete de verdad: "mi vida daré por Ti". No lo decía para quedar bien.
Pedro decía la verdad. Y Jesús también decía la verdad cuando advirtió de que le negaría.
El error de Pedro es que su "promesa" no es al mismo tiempo una "oración" auténtica. Pedro tiene buenos deseos, pero sólo cuenta con sus propias fuerzas para ponerlos en práctica. Su generosidad se queda encerrada en los límites de su debilidad humana. Pedro "presumió" de sus fuerzas.
Jesús le advierte: "Simón, Simón, Satanás os busca para ahecharos como al trigo". Jesús avisa de que el diablo está como un león rugiente, y de que sería zarandeado por la tentación como los granos son agitados en la criba.
Pero Pedro se siente superior a los demás. Pedro se ensalza, y es humillado. Se ve preparado para ir a la muerte con Jesús (Mt 26, 31).
Pedro se deja llevar de un buen sentimiento. Tiene deshecho el corazón ante lo que acaba de oir a Jesús sobre su propia muerte; ha vivido la traición de Judas; ama a Jesús con locura y de verdad. Todo esto le lleva a gritar: "Aunque todos te abandonen, yo no..." Es un hombre de personalidad recia. No quiere hacer lo que la masa.
Las palabras de Pedro son las palabras de un valiente, de un héroe. Como aquellas que pronunciaba un militar a punto de ser ajusticiado en una batalla poco antes de ser acribillado por una bayoneta: "un oficial francés no se rinde". Esta era la actitud de Pedro.
Se siente superior a los demás. Cree que sería más fuerte que todos y resistiría cuando los demás iban a sucumbir. Tenía una confianza presuntuosa en sí mismo. Está tan convencido de él mismo, que duda de Jesús. Este es el gran pecado de Pedro.
Pedro no hubiera dudado de Jesús si hubiera dudado de sí mismo.
Su presunción proviene de su poca humildad y del poco conocimiento propio.
A nosotros nos pasa igual. El pecado que más cometemos es del que nos creemos incapaces.
Evitaríamos el mal y el pecado con más seguridad, si estuviáramos más convencidos de que somos capaces de cometerlo.
San Josemaría estaba convencido de que era capaz de todos los errores y de todos los horrores que pudiera cometer la criatura más vil. Aquí está su fortaleza, porque añadía: "si Dios me deja de su mano".
Pecaríamos menos si estuviáramos realmente convencidos de nuestra poquedad y rezáramos más confiando en el poder de Dios.
Aquí está nuestra fortaleza: en el convencimiento de nuestra flaqueza, que nos hace ser más prudentes y que acudamos a la oración.
"Cuando soy débil, entonces soy fuerte".
"Simón, Yo he rogado por ti, para que no desfallezca tu fe". Jesús rogó para que Pedro se levantara.
Este es el fundamento de la fortaleza cristiana: la oración de Jesús, que ha rogado por nosotros, no para que seamos impecables, sino para que nos levantemos siempre.
Somos fuertes porque Jesús ha rezado y reza por nosotros. En nuestra oración nos unimos a la Suya y nos hacemos fuertes.
Dudamos de nosotros mismos y confiamos en Dios, en la oración de Jesús. Aquí está nuestra fortaleza. Nosotros somos débiles, y cuando nos sentimos débiles, entonces somos fuertes, porque confiamos en Dios.
Jesús no ha pedido para nosotros un valor sobrehumano que no correspondería a nuestra naturaleza; ha pedido al Padre que tengamos el valor suficiente para levantarnos después de cada caída. Nuestras faltas son una desgracia, pero otra desgracia mayor sería que no nos levantáramos. Dios siempre saca bienes de los "males".
En los "momentos terribles", de tentación, de dificultad, nuestra fe tiene que ser operativa. Jesús ha rogado por nosotros para que nuestra fe no desfallezca.
Cuando las tentaciones nos asalten, hemos de pensar que Jesús ha rezado por nosotros, y todo lo podemos en Aquél que nos conforta.
El Señor guarda a su pueblo como a la niña de sus ojos... (Salmo 120).
No tendrán hambre ni sed; no les molestará el sol ni calor alguno. (Ap 7, 16)
"Levanto mis ojos a los montes:
¿de dónde me vendrá el auxilio?
El auxilio me viene del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.
No permitirá que resbale tu pie,
tu guardián no duerme;
no duerme ni reposa
el guardián de Israel.
El Señor te aguarda a su sombra,
está a tu derecha;
de día el sol no te hará daño,
ni la luna de noche.
El Señor te guarda de todo mal,
él guarda tu alma;
el Señor guarda tus entradas y salidas, ahora y por siempre".
Cuando nos unimos a la oración de Jesús, entonces somos realmente fuertes. Nuestra fortaleza es prestada porque es la fortaleza de la gracia, la fortaleza de la oración de Cristo.
"Auxílianos contra el enemigo,
que la ayuda del hombre es inútil.
Con Dios haremos proezas,
él pisoteará a nuestros enemigos" (Salmo 69).
En el Padrenuestro Jesús nos enseña que la fortaleza es prestada: 'no nos dejes caer en la tentación'.
Las tentaciones son pruebas. "Bienaventurdo el varón que soporta la tentación porque, probado, recibirá la corona de la vida" (Santiago 1, 12).
Lc 12, 22. Jesús agradece a los apóstoles ser fuertes en las tentaciones.
Las tentaciones son las dificultades que encontramos, exteriores, y las dificultades para practicar las virtudes. Dios nos hará, en uno y otro caso, fuertes.
Los deseos de amar a Dios, de santidad, de hacer apostolado, tienen que ser al mismo tiempo una "oración", para que sean fecundos, porque nos unimos a esa oración que Jesús hace por nosotros.
Todo lo podemos con Jesús: esto es lo que justifica nuestras ambiciones, porque tenemos una profunda convicción de nuestra insuficiencia, "sin Mi, no podéis hacer nada"...
No podemos decir nunca "no puedo". No hay ninguna tentación que no podamos asociarla a la agonía de Nuestro Señor en Getsemaní. En aquel gigantesco conflicto que tuvo que entablar contra todos los pecados de los hombres, un combate abrumador que bañó su frente de sangre, Nuestro Señor nos alcanzó a cada uno de nosotros una fortaleza capaz de triunfar de todas las solicitaciones del mal.
Jesús cayó en tierra aplastado por el peso de nuestros pecados para facilitar a todos los pecadores que se levanten victoriosamente de sus caídas.
No tenemos excusas para vivir como si Jesús no hubiese padecido por librarnos de nuestros pecados, como si no hubiese luchado como nosotros, por nosotros, con nosotros, a fin de que no sucumbiésemos a la tentación.
Pascal escuchó una vez en su oración: "En ti pensé en mi agonía, derramé tales gotas de sangre por ti".
El obstáculo principal para crecer interiormente y tener vida sobrenatural, para ser eficaces apostólicamente no es que tengamos dificultades y fracasemos continuamente. Ni siquiera es un obstáculo los continuos retrocesos por el miedo al sacrificio. En estos casos, no pasa nada, uno puede rehacerse y volver a empezar.
El momento crítico del alma no es cuando la voluntad se doblega (por dificultades, cansancio, o lo que sea), sino cuando se retracta, cuando dice "no quiero". Entoces no hay nada que hacer. Es el "non serviam" que se le vuelve a decir a Dios.
Lo más duro ocurre cuando uno se deja llevar por el desánimo. Todo se pone en tela de juicio. Se duda de todo. Uno se pregunta si no ha sido demasiado presuntuoso, si no se ha ido demasiado lejos, si no nos hemos embarcado en un proyecto que exige unas energías y una perseverancia poco comunes.
Y esto ocurre, muchas veces, porque nuestra confianza en Dios es demasiado mezquina. Nos falta fe.
Siempre se siente la alegría al comenzar una nueva acción. La novedad nos encanta. Pero nuestra voluntad se cansa pronto al tener que repetir una y otra vez la misma tarea monótona.
Cuando desaparece el entusiasmo, aparece la duda.
La virtud de la fortalezaes indispensable para perseverar en nuestro camino cristiano. Y podemos considerarla leyendo el Evangelio y considerando lo que ocurrió a San Pedro.
Jn 13, 37-38 "Yo daré mi vida por Ti", dice Pedro a Jesús.
Pedro se muere de ganas de entregar su vida por Jesucristo. Y, paradójicamente, ese deseo es lo que le pierde (Mt 26, 31).
Los cuatro evangelistas narran la predicción que hace Jesús a Pedro de que le negaría tres veces.
Pedro tiene un deseo sincero de morir por Jesús. No se puede negar su sinceridad. Pedro tiene un carácter que no le hace ser de las personas que prometen en el aire. Cuando se compromete, se compromete de verdad: "mi vida daré por Ti". No lo decía para quedar bien.
Pedro decía la verdad. Y Jesús también decía la verdad cuando advirtió de que le negaría.
El error de Pedro es que su "promesa" no es al mismo tiempo una "oración" auténtica. Pedro tiene buenos deseos, pero sólo cuenta con sus propias fuerzas para ponerlos en práctica. Su generosidad se queda encerrada en los límites de su debilidad humana. Pedro "presumió" de sus fuerzas.
Jesús le advierte: "Simón, Simón, Satanás os busca para ahecharos como al trigo". Jesús avisa de que el diablo está como un león rugiente, y de que sería zarandeado por la tentación como los granos son agitados en la criba.
Pero Pedro se siente superior a los demás. Pedro se ensalza, y es humillado. Se ve preparado para ir a la muerte con Jesús (Mt 26, 31).
Pedro se deja llevar de un buen sentimiento. Tiene deshecho el corazón ante lo que acaba de oir a Jesús sobre su propia muerte; ha vivido la traición de Judas; ama a Jesús con locura y de verdad. Todo esto le lleva a gritar: "Aunque todos te abandonen, yo no..." Es un hombre de personalidad recia. No quiere hacer lo que la masa.
Las palabras de Pedro son las palabras de un valiente, de un héroe. Como aquellas que pronunciaba un militar a punto de ser ajusticiado en una batalla poco antes de ser acribillado por una bayoneta: "un oficial francés no se rinde". Esta era la actitud de Pedro.
Se siente superior a los demás. Cree que sería más fuerte que todos y resistiría cuando los demás iban a sucumbir. Tenía una confianza presuntuosa en sí mismo. Está tan convencido de él mismo, que duda de Jesús. Este es el gran pecado de Pedro.
Pedro no hubiera dudado de Jesús si hubiera dudado de sí mismo.
Su presunción proviene de su poca humildad y del poco conocimiento propio.
A nosotros nos pasa igual. El pecado que más cometemos es del que nos creemos incapaces.
Evitaríamos el mal y el pecado con más seguridad, si estuviáramos más convencidos de que somos capaces de cometerlo.
San Josemaría estaba convencido de que era capaz de todos los errores y de todos los horrores que pudiera cometer la criatura más vil. Aquí está su fortaleza, porque añadía: "si Dios me deja de su mano".
Pecaríamos menos si estuviáramos realmente convencidos de nuestra poquedad y rezáramos más confiando en el poder de Dios.
Aquí está nuestra fortaleza: en el convencimiento de nuestra flaqueza, que nos hace ser más prudentes y que acudamos a la oración.
"Cuando soy débil, entonces soy fuerte".
"Simón, Yo he rogado por ti, para que no desfallezca tu fe". Jesús rogó para que Pedro se levantara.
Este es el fundamento de la fortaleza cristiana: la oración de Jesús, que ha rogado por nosotros, no para que seamos impecables, sino para que nos levantemos siempre.
Somos fuertes porque Jesús ha rezado y reza por nosotros. En nuestra oración nos unimos a la Suya y nos hacemos fuertes.
Dudamos de nosotros mismos y confiamos en Dios, en la oración de Jesús. Aquí está nuestra fortaleza. Nosotros somos débiles, y cuando nos sentimos débiles, entonces somos fuertes, porque confiamos en Dios.
Jesús no ha pedido para nosotros un valor sobrehumano que no correspondería a nuestra naturaleza; ha pedido al Padre que tengamos el valor suficiente para levantarnos después de cada caída. Nuestras faltas son una desgracia, pero otra desgracia mayor sería que no nos levantáramos. Dios siempre saca bienes de los "males".
En los "momentos terribles", de tentación, de dificultad, nuestra fe tiene que ser operativa. Jesús ha rogado por nosotros para que nuestra fe no desfallezca.
Cuando las tentaciones nos asalten, hemos de pensar que Jesús ha rezado por nosotros, y todo lo podemos en Aquél que nos conforta.
El Señor guarda a su pueblo como a la niña de sus ojos... (Salmo 120).
No tendrán hambre ni sed; no les molestará el sol ni calor alguno. (Ap 7, 16)
"Levanto mis ojos a los montes:
¿de dónde me vendrá el auxilio?
El auxilio me viene del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.
No permitirá que resbale tu pie,
tu guardián no duerme;
no duerme ni reposa
el guardián de Israel.
El Señor te aguarda a su sombra,
está a tu derecha;
de día el sol no te hará daño,
ni la luna de noche.
El Señor te guarda de todo mal,
él guarda tu alma;
el Señor guarda tus entradas y salidas, ahora y por siempre".
Cuando nos unimos a la oración de Jesús, entonces somos realmente fuertes. Nuestra fortaleza es prestada porque es la fortaleza de la gracia, la fortaleza de la oración de Cristo.
"Auxílianos contra el enemigo,
que la ayuda del hombre es inútil.
Con Dios haremos proezas,
él pisoteará a nuestros enemigos" (Salmo 69).
En el Padrenuestro Jesús nos enseña que la fortaleza es prestada: 'no nos dejes caer en la tentación'.
Las tentaciones son pruebas. "Bienaventurdo el varón que soporta la tentación porque, probado, recibirá la corona de la vida" (Santiago 1, 12).
Lc 12, 22. Jesús agradece a los apóstoles ser fuertes en las tentaciones.
Las tentaciones son las dificultades que encontramos, exteriores, y las dificultades para practicar las virtudes. Dios nos hará, en uno y otro caso, fuertes.
Los deseos de amar a Dios, de santidad, de hacer apostolado, tienen que ser al mismo tiempo una "oración", para que sean fecundos, porque nos unimos a esa oración que Jesús hace por nosotros.
Todo lo podemos con Jesús: esto es lo que justifica nuestras ambiciones, porque tenemos una profunda convicción de nuestra insuficiencia, "sin Mi, no podéis hacer nada"...
No podemos decir nunca "no puedo". No hay ninguna tentación que no podamos asociarla a la agonía de Nuestro Señor en Getsemaní. En aquel gigantesco conflicto que tuvo que entablar contra todos los pecados de los hombres, un combate abrumador que bañó su frente de sangre, Nuestro Señor nos alcanzó a cada uno de nosotros una fortaleza capaz de triunfar de todas las solicitaciones del mal.
Jesús cayó en tierra aplastado por el peso de nuestros pecados para facilitar a todos los pecadores que se levanten victoriosamente de sus caídas.
No tenemos excusas para vivir como si Jesús no hubiese padecido por librarnos de nuestros pecados, como si no hubiese luchado como nosotros, por nosotros, con nosotros, a fin de que no sucumbiésemos a la tentación.
Pascal escuchó una vez en su oración: "En ti pensé en mi agonía, derramé tales gotas de sangre por ti".
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