19.4.08

Humanidad Santísima del Señor

«Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: « Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él».

Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva (Benedicto XVI, Deus Caritas est, n. 1).

La respuesta plena y total a las inquietudes humanas que aspiran a la plenitud de la verdad y felicidad se encuentran en Jesucristo, que se presenta como el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6).

La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo, « imagen de Dios invisible » (Col 1, 15), « resplandor de su gloria » (Heb 1, 3), « lleno de gracia y de verdad » (Jn 1, 14): El es « el Camino, la Verdad y la Vida » (Jn 14, 6). Por esto la respuesta decisiva a cada interrogante del hombre, en particular a sus interrogantes religiosos y morales, la da Jesucristo; más aún, como recuerda el Concilio Vaticano II, la respuesta es la persona misma de Jesucristo: « Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación »” (Veritatis Splendor).

Muchas veces, para referirse a sí mismo, Jesús utiliza el título de “hijo del hombre” (Jn 3, 13-16). Con esa expresión quería explicarnos que había asumido completamente la naturaleza humana. Y eso era para Él una humillación. El sufrimiento y la muerte en la Pasión fueron la consecuencia de esa humillación.

Jesús asumió plenamente una naturaleza humana con todas sus consecuencias: nació y vivió en una familia normal y corriente, trabajó y se ganó el sustento con el sudor de su frente… El Evangelio no nos dice que Jesús se pusiera nunca enfermo, pero sintió la flaqueza propia de la condición humana (del mismo modo que sintió el pecado como si fuera propio de Él). Le conmovían las enfermedades porque veía en ellas las consecuencias del pecado (no en la persona que los padecía, sino en la humanidad en general). Lloró, al menos, tres veces.

Los evangelios presentan a Jesús especialmente atento a las debilidades y enfermedades humanas, en cualquiera de sus formas, para curarlas. Le vemos expulsar demonios, limpiar leprosos, sanar a ciegos, sordos, mudos y paralíticos, resucitar a muertos. Las gentes le seguían en grandísimo número atraídas por la belleza de su doctrina y también por su poder taumatúrgico. El mal y el dolor humanos, especialmente el espiritual -la ignorancia, el pecado- eran para Cristo como un imán: había venido a dar testimonio de la verdad para que todos la conocieran, a salvar lo que estaba perdido, a resucitar a todos después de la muerte” (Javier Echevarría, Eucaristía y vida cristiana).

La vida de Cristo es la luz que atrae como algo nuevo y consolador más allá de todo lo terreno. Jesús se encarna para mostrarnos el “hombre ideal” al que todos debemos parecernos.

Jesús nos dice de sí mismo que es:

  • Luz del mundo (Jn 8, 12) (sólo hay un sol para alumbrar al mundo físicamente. Jesús es la única luz del mundo en sentido espiritual).
  • Puerta (Jn 10, 7-9).
  • Buen pastor (Jn 10, 11-14).
  • La resurrección y la vida (Jn 11, 25)
  • El camino, la verdad y la vida (Jn 14, 16) (identifica su personalidad con la sabiduría).
  • Vid verdadera (Jn 11, 25).
  • Pan de vida (Jn 6, 35-41, 48-51)

El primer mandamiento de la Ley de Dios nos dice que debemos amar a Dios sobre todas las cosas. Ese mandamiento se materializa poniendo en el centro de nuestra vida y de nuestro día a Jesucristo. La vida cristiana consiste en enamorarse de Jesucristo. Ser santos es ser amigos de Jesús, conocerle, seguirle de cerca. “El secreto de la santidad es la amistad con Cristo y la adhesion fiel a su voluntad” (Benedicto XVI, encuentro con seminaristas, Iglesia de San Pantaleón, Colonia, 18/08/05).

La única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él nosotros queremos mirar, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro « Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna»” (Redemptor hominis).

Para conocer y amar a Jesús hemos de leer y meditar con mucha frecuencia el Evangelio, donde está escrita su vida. “Se trata de procurar comprender el significado de los gestos y de las palabras de Cristo, los signos realizados por Él mismo” (Catecismo de la Iglesia Católica, 426).

Para entender a Jesús resultan fundamentales las repetidas indicaciones de que se retiraba "al monte" y allí oraba noches enteras, "a solas" con el Padre. Estas breves anotaciones descorren un poco el velo del misterio, nos permiten asomarnos a la existencia filial de Jesús, entrever el origen último de sus acciones, de sus enseñanzas y de sus sufrimientos. Este "orar" de Jesús es la conversación del Hijo con su Padre, en la que están implicadas la conciencia y la voluntad humanas, el alma humana de Jesús, de forma que la "oración" del hombre pueda llegar a ser una participación en la comunión del Hijo con el Padre” (Benedicto XVI, Jesús de Nazareth).

Para un cristiano, que intenta imitar a Jesús, es indispensable la oración: “Ha llegado el momento de reafirmar la importancia de la oración ante el activismo y el secularismo” (Deus caritas est, n. 37).

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