20.4.08

Oración

Vamos a considerar las últimas horas de Jesús en la tierra.

Nos situamos en Getsemaní. Meditar la oración de Jesús tiene muchas consecuencias prácticas para nuestras vidas.

Es la oración en que Cristo se viene abajo. Sabe lo que le va a ocurrir.

Nadie ha sufrido más que Cristo. Ningún hombre sobre la tierra ha pasado los padecimientos de Jesús, porque todos los hombres hemos de morir y, en cambio, a Cristo nadie le puede quitar la vid: Él la entrega porque quiere. El hombre está hecho para morir. Cristo es la vida.

Juan Pablo II explicaba que Jesús sabe que no puede evitar el cáliz de la Cruz porque ya había instituido la Eucaristía, que es el anticipo del sacrificio del Calvario. Pero Jesús -verdadero hombre- siente la necesidad de que pase ese cáliz.

"Se arrodilló... Aleja... la Tuya... Agonía... corre la sangre...”.

Un ángel entra en escena reconfortándole.

Fijémonos en el Ángel que reconfortó a Jesús.

Es un ángel muy importante en la historia de la Salvación. No sabemos su nombre. Es un ángel al que nosotros podríamos invocar con frecuencia (en los momentos de angustia, de debilidad, de tentación...). Es el ángel de la consolación. Es un ángel con una misión grandiosa: hacerle ver a Jesús, en un momento durísimo, el valor infinito de la Redención.

"¿Por qué dormís?" “¿No habéis podido velar una hora conmigo?”

Desde aquella siesta de los apóstoles la Iglesia tiene una deuda con Cristo.

Podemos recuperar con nuestra oración aquel tiempo perdido y falta de gratitud de los apóstoles. En nuestras oraciones recuperamos esa hora de oración.

El ángel de la Consolación presentaría a Cristo nuestras oraciones.

Podemos recuperar cada día esa hora perdida.

Que seamos hombres de oración. Cuidar las medias horas.

La oración no es una carga, sino un privilegio de hijos de Dios. A un grupo de hijos suyos, Dios nos pide esa hora de oración.

Gracias a nuestra oración, y a la Comunión, se produce como un canal de gracia que va de la Trinidad a nosotros. Vivimos en una corriente de amor de Dios, y nuestra oración se une a la oración de Cristo, y es prolongación de la oración de Cristo en el mundo.

"Jesús es nuestra oración..." (Juan Pablo II). Jesús nos pide prestados nuestra mente, nuestro corazón y nuestros labios para continuar en la Tierra la oración que comenzó al encarnarse.

Hemos de ir de puntillas a 'hacer' la oración, porque hacemos algo grandioso: entrar en comunión con Cristo, unirnos más conscientemente a Cristo.

Cristo nos pide prestados nuestra mente, nuestro corazón y nuestros labios. Jesús nos asocia a su oración.

"Oh Cristo, Rey clementísimo dígnate adueñarte de nuestros corazones, para que podamos rendirte en todo momento, la alabanza que Tú mereces" (Himno de laudes. Común de Apóstoles).

Nuestro Padre estaba convencido de que cuando decimos "no sé hacer oración", ya estamos haciendo oración.

"No me he cansado nunca y, con la gracia de Dios, nunca me cansaré de hablar de oración. Hacia 1930, cuando se acercaban a mí, sacerdote joven, personas de todas las condiciones —universitarios, obreros, sanos y enfermos, ricos y pobres, sacerdotes y seglares—, que intentaban acompañar más de cerca al Señor, les aconsejaba siempre: rezad. Y si alguno me contestaba: no sé ni siquiera cómo empezar, le recomendaba que se pusiera en la presencia del Señor y le manifestase su inquietud, su ahogo, con esa misma queja: Señor, ¡que no sé! Y, tantas veces, en aquellas humildes confidencias se concretaba la intimidad con Cristo, un trato asiduo con El.

Han transcurrido muchos años, y no conozco otra receta. Si no te consideras preparado, acude a Jesús como acudían sus discípulos: ¡enséñanos a hacer oración!

Comprobarás cómo el Espíritu Santo ayuda a nuestra flaqueza, pues no sabiendo siquiera qué hemos de pedir en nuestras oraciones, ni cómo conviene expresarse, el mismo Espíritu facilita nuestros ruegos con gemidos que son inexplicables, que no pueden contarse, porque no existen modos apropiados para describir su hondura.

¡Qué firmeza nos debe producir la Palabra divina! No me he inventado nada, cuando —a lo largo de mi ministerio sacerdotal— he repetido y repito incansablemente ese consejo. Está recogido de la Escritura Santa, de ahí lo he aprendido: ¡Señor, que no sé dirigirme a Ti! ¡Señor, enséñanos a orar! Y viene toda esa asistencia amorosa —luz, fuego, viento impetuoso— del Espíritu Santo, que alumbra la llama y la vuelve capaz de provocar incendios de amor".

"Gemidos inexplicables". La oración es una experiencia imposible de transmitir. No existen modos apropiados de describir lo que ocurre (lo extraordinario de lo ordinario).

El Señor nos coge y nos lleva por donde quiere.

No conformarnos con la oración "de siempre". Nuestra oración tiene que ser la verdadera oración.

"No se me ocurre nada..." Dile: 'yo digo lo que digas Tú, y me uno a Tu oración'. El Espíritu Santo nos llevará de la mano.

Vivir el consejo de nuestro Padre: "Señor enséñame a orar".

La oración tiene que provocar incendios de amor; es luz, fuego impetuoso del Espíritu Santo.

Esto es mística, pero que necesita de la ascética de nuestros pequeños esfuerzos (puntualidad, recogimiento de los sentidos).

En la Carta 02/74 nuestro Padre dice que está seguro de que el diablo se dirige a apartar a las almas de la oración. Un alma que abandona la oración, la tiene ganada.

Si rezamos, estamos "blindados": "Pues quien lleva a Cristo en su corazón, guarda limpios sus sentidos y, con sus deseos, se esmera en hacerse merecedor del Espíritu Santo" (Himno hora tercia Común de Apóstoles).

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