6.1.08

Caridad

La esencia de la caridad. Cualidades de esta virtud. La caridad perdura eternamente. Aquí en la tierra es ya primicia y comienzo del Cielo.

1. El llamado himno de la caridad es una de las páginas más bellas de las Cartas de San Pablo (1 Cor 12, 31; 1 Cor 13). Nos habla de unas relaciones entre los hombres desconocidas para el mundo pagano, pues tienen un fundamento del todo nuevo: el amor a Cristo. “…todo lo que hicisteis por uno de mis hermanos pequeños, por mí lo hicisteis” (Mt 25, 40). Con la ayuda de la gracia, el cristiano descubre en su prójimo a Dios: sabe que todos somos hijos del mismo Padre y hermanos de Jesucristo. La virtud sobrenatural de la caridad nos acerca profundamente al prójimo; no es un mero humanitarismo. Nuestro Señor dio contenido nuevo e incomparablemente más alto al amor al prójimo, señalándolo como el Mandamiento Nuevo y distintivo de los cristianos (cfr. Jn 13, 34).

Es el amor divino –como yo os he amado– la medida del amor que debemos tener a los demás; es, por tanto, un amor sobrenatural, que Dios mismo pone en nuestros corazones. Es a la vez un amor hondamente humano, enriquecido y fortalecido por la gracia. La caridad se distingue de la sociabilidad natural, de la fraternidad que nace del vínculo de la sangre, de la misma compasión de la miseria ajena... Sin embargo, la virtud teologal de la caridad no excluye estos amores legítimos de la tierra, sino que los asume y sobrenaturaliza, los purifica y los hace más profundos y firmes. La caridad del cristiano se expresa ordinariamente en las virtudes de la convivencia humana, en las muestras de educación y cortesía, que así quedan elevadas a un orden superior y definitivo. Sin ella la vida se queda vacía... La elocuencia más sublime, y todas las buenas obras si pudieran darse, serían como “sonido de campana o de címbalo”, que apenas dura unos instantes y se apaga. Sin la caridad –nos lo dice el Apóstol–, de poco sirven los dones más apreciados: “si no tengo caridad, nada soy”. Muchos doctores y escribas en teoría sabían más de Dios, inmensamente más, que la mayoría de quienes acompañaban a Jesús, pero su ciencia quedó sin fruto. No entendieron lo fundamental: la presencia del Mesías en medio de ellos, y su mensaje de comprensión, de respeto y de amor.

De pocas cosas puedo ponerme de ejemplo. Sin embargo, en medio de todos mis errores personales pienso que puedo ponerme como ejemplo de hombre que sabe querer (Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, Vol. III, XXI, 3).

2. Las faltas de caridad embotan la inteligencia para el conocimiento de Dios, y también de la dignidad del hombre; el amor agudiza las potencias, las afina y despierta. Solamente la caridad –amor a Dios, y al prójimo por Dios– nos prepara y dispone para entender al Señor y lo que a Él se refiere, en la medida en que una criatura finita puede hacerlo. El que no ama no conoce a Dios –enseña San Juan–, porque “Dios es amor” (1 Jn 4, 8). También la virtud de la esperanza queda estéril sin la caridad; y todas las obras son baldías sin la caridad, aun las más costosas y las que comportan sacrificios: “si repartiere todos los bienes y entregara mi cuerpo al fuego, pero no tuviere caridad, de nada me aprovecha”. La caridad por nada puede ser sustituida. Es “el fundamento de las demás virtudes, a las que anima, inspira y ordena: sin ella no soy nada y nada me aprovecha” (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 388). Hoy podríamos preguntarnos en nuestra oración cómo vivimos esta virtud cada día: si tenemos detalles de servicio con quienes convivimos, si procuramos ser amables, si pedimos disculpas cuando no lo somos, si damos paz y alegría a nuestro alrededor, si ayudamos a los demás en su caminar hacia el Señor o si, por el contrario, nos mostramos indiferentes; si ponemos en práctica las obras de misericordia, con las visitas a los pobres y enfermos, para vivir la solidaridad cristiana con los que sufren; si atendemos a los ancianos, si nos preocupamos por los marginados. En una palabra, si nuestro trato habitual con el Señor se manifiesta en obras de comprensión y de servicio a quienes están cerca de nuestro vivir diario. San Pablo nos señala las cualidades que adornan la caridad. Nos dice, en primer lugar, que la caridad es paciente con los demás. Para hacer el bien se ha de saber primero soportar el mal, renunciando de antemano al enfado, al malhumor, al espíritu desabrido. La paciencia denota una gran fortaleza. La caridad necesitará frecuentemente de la paciencia para llevar con serenidad los posibles defectos, las suspicacias, el mal genio de quienes tratamos. Esta virtud nos llevará a dar a esos detalles la importancia que realmente tienen, sin agrandarlos; a esperar el momento oportuno, si es necesario corregir; a dar una buena contestación, que logrará en muchas ocasiones que nuestras palabras lleguen beneficiosamente al corazón de esas personas. La paciencia es una gran virtud para la convivencia. A través de ella imitamos a Dios, paciente con tantos errores nuestros y siempre lento a la ira.

3. La caridad es benigna, es decir, está dispuesta a hacer el bien a todos. La benignidad solo cabe en un corazón grande y generoso; lo mejor de nosotros debe ser para los demás. La caridad no es envidiosa, pues mientras la envidia se entristece del bien ajeno, la caridad se alegra de ese mismo bien. De la envidia nacen multitud de pecados contra la caridad: la murmuración, la detracción, el gozo en lo adverso y la aflicción en lo próspero del prójimo. Con mucha frecuencia, la envidia es la causa de que se resquebraje la amistad entre amigos y la fraternidad entre hermanos; es como un cáncer que corroe la convivencia.

4. La caridad no obra con soberbia, ni es jactanciosa. Muchas de las tentaciones contra la caridad se resumen en actitudes de soberbia hacia el prójimo, pues solo en la medida en que nos olvidamos de nosotros mismos podemos atender y preocuparnos de los demás. Sin humildad, no puede existir ninguna otra virtud, y de modo singular no puede haber amor. En muchas faltas de caridad, han existido previamente otras de vanidad y orgullo, de egoísmo, de deseos de sobresalir. También de otras muchas maneras se manifiesta la soberbia, que impide la caridad. “El horizonte del orgulloso es terriblemente limitado: se agota en él mismo. El orgulloso no logra mirar más allá de su persona, de sus cualidades, de sus virtudes, de su talento. El suyo es un horizonte sin Dios. Y en este panorama tan mezquino ni siquiera aparecen los demás: no hay sitio para ellos” (Ascética meditada, p. 87).

5. La caridad no es ambiciosa, no busca lo suyo. La caridad no pide nada para uno mismo; da sin calcular retribución alguna. Sabe que ama a Jesús en los demás, y esto le basta. No sólo no es ambiciosa, con un deseo desmesurado de ganancia, sino que ni siquiera busca lo suyo: busca a Jesús.

6. La caridad no toma en cuenta el mal, no guarda listas de agravios personales, todo lo excusa. - Decía –sin humildad de garabato– aquel amigo nuestro: "no he necesitado aprender a perdonar, porque el Señor me ha enseñado a querer" (Vázquez de Prada, A., El Fundador del Opus Dei, Vol. III, XXI, 4).

No solo pedimos ayuda al Señor para excusar la posible paja en el ojo ajeno, si se diera, sino que nos debe pesar la viga en el propio, las muchas infidelidades a nuestro Dios. La caridad todo lo cree, todo lo espera, todo lo sufre. Todo, sin exceptuar nada.

Acostúmbrate a poner tu pobre corazón en el Dulce e Inmaculado Corazón de María, para que te lo purifique de tanta escoria, y te lleve al Corazón Sacratísimo y Misericordioso de Jesús (Surco, 830).