1.1.08

Conversión

El Cardenal Ratzinger explicaba[1]:

“La palabra griega usada para "convertirse" significa: volver a pensar, poner en discusión el propio y el común modo de vivir; dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida; no juzgar más simplemente según las opiniones corrientes. Convertirse significa, por lo tanto, no vivir como viven todos, no hacer como hacen todos, no sentirse justificados en acciones dudosas, ambiguas, malvadas por el hecho que otros hacen lo mismo; comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios; buscar, por lo tanto, el bien, aún cuando es incómodo; no hacerlo pensando en el juicio de la mayoría, de los hombres, sino en el juicio de Dios, con otras palabras: buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva.

Todo esto no implica un moralismo, la reducción del cristianismo a la moralidad pierde de vista la esencia del mensaje de Cristo: el don de una nueva amistad, el don de la comunión con Jesús y, por lo tanto, con Dios. Quien se convierte a Cristo no entiende crearse una autarquía moral suya, no pretende reconstruir con sus propias fuerzas su propia bondad. "Conversión" (Metanoia) significa justamente lo contrario: salir de la propia suficiencia, descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los otros y del Otro, de su perdón, de su amistad. La vida no convertida es autojustificación (yo no soy peor de los demás); la conversión es la humildad de confiarse al amor del Otro, amor que se vuelve medida y criterio de mi propia vida.

En efecto, la conversión es, ante todo, un acto muy personal y es personalización. Yo me separo de la fórmula "vivir como todos" (no me siento más justificado por el hecho que todos hacen cuanto hago yo) y encuentro delante de Dios mi propio yo, mi responsabilidad personal.

El yo se abre de nuevo al tú, en toda su profundidad, de esta manera nace un nuevo Nosotros. Si el estilo de vida extendido en el mundo implica el peligro de la des-personalización, del vivir no mi propia vida, sino la vida de todos los demás, en la conversión debe realizarse un nuevo Nosotros del camino común con Dios”.

Carta del Cardenal Martínez-Sistach

“Se ha escrito que “la capacidad de silencio en el hombre es el termómetro de su calidad y su nobleza”. Por desgracia, hoy va aumentando el ruido y va disminuyendo el silencio. Y el silencio es lo que más necesitamos.

La sociedad actual está llena de ruidos, de mil objetos que distraen nuestra atención en una multitud de pequeños detalles intrascendentes. Hoy nada nos invita a la hreflexión. Si queremos hreflexionar, que es una actividad muy importante y muy necesaria, hemos de crear silencio en nuestro entorno y entrar en él sin miedo. El silencio concentra nuestra vida y nos ayuda a profundizar en ella y a vivirla en plenitud.


El silencio es necesario para encontrarnos con nosotros mismos y para autodescubrirnos auténticamente; nos ayuda a mirar hacia el pasado con ecuanimidad, a mirar el presente con realismo y el futuro con esperanza. El silencio nos permite contemplar a Dios, a los hermanos y a la naturaleza con una mirada nueva, y nos ayuda a proyectarnos hacia los demás con una mayor generosidad.


El silencio habla. Parece una contradicción, pero no lo es. No obstante, hay que saber escuchar el silencio, porque éste nos ofrece siempre un mensaje de sabiduría. En el silencio nos autodescubrimos, vemos con mayor claridad nuestra propia vida, lo que hacemos y los que dejamos de hacer, la calidad de nuestra existencia y aquello que Dios y el prójimo esperan de nosotros. En el silencio escuchamos nuestra conciencia.

Dios habla en el silencio. Dios, que nos ha creado y nos ha salvado por amor, quiere mantener un diálogo con toda persona humana. Sin hacer silencio en nuestra vida es difícil escuchar la voz amorosa de Dios. Y, ante la soledad que fomenta nuestra civilización, nos es muy necesario y muy provechoso este diálogo interpersonal con Dios. El silencio crea un clima propicio para la plegaria.


Benedicto XVI ha afirmado que “la profundización en las verdades cristianas, así como el estudio de la teología, suponen una educación en el silencio y la contemplación, porque es necesario desarrollar la capacidad de escuchar con el corazón a Dios que habla”. Nuestras palabras sólo pueden tener valor pleno y plena utilidad si provienen del silencio de la contemplación. El pensamiento siempre necesita purificación para poder entrar en la dimensión en la que Dios pronuncia su Palabra creadora y redentora, su Verbo “salido del silencio”, según una bella expresión de san Ignacio de Antioquía.


El silencio no es para soportarlo sino para escucharlo. Cuando sabemos escuchar el silencio, éste siempre es portador de un anuncio de paz interior y de crecimiento en nuestra vida. El silencio no es sinónimo de vacío o de aburrimiento. Todo lo contrario, a medida que nos educamos para captar todos sus mensajes, nos llenamos de riqueza interior y aumenta la creatividad que da mayor sentido a nuestra vida.

Se ha escrito que “el silencio es el gran arte de la conversación”. Esta sentencia es muy verdadera, porque en la conversación es muy importante saber escuchar verdaderamente al otro cuando habla, y esto pide una escucha silenciosa. Del silencio surgirán las palabras precisas que harán viable un diálogo fecundo”.
+ Lluís Martínez Sistach
Arzobispo metropolitano de Barcelona

[1] Fuente: Conferencia pronunciada el Congreso de catequistas y profesores de religión, Roma, 10.XII.2000, L'OSSERVATORE ROMANO, 19 de enero de 2001

No hay comentarios: