Sentido del pecado
Tiene que ser para nosotros un motivo de profunda meditación que los pecados de los hombres (y entre ellos, los nuestros) hayan merecido la pasión terrible de Cristo y su muerte afrentosa; el Hijo de Dios despreciado, insultado, despojado de todo, castigado el cuerpo y humillado el espíritu. Dios que ha nacido humildemente entre los hombres, muere humillado (anonadado) por los hombres (Flp. 2,6). En este misterio, se expresa y se resuelve el misterio del pecado.
Quienes no se acuerdan de Dios, apenas se dan cuenta de que en su vida hay pecados; no sienten necesidad de reconocerlos, ni de arrepentirse. Y acostumbrarse al pecado tiene siempre como consecuencia alejarse de Dios: olvidarlo.
La causa del alejamiento de Dios es el pecado
El pecado lleva consigo un engaño y una huída. Un engaño, porque se nos presenta adornada de bondad, alguna miseria de la tierra (un bien, pero desordenado). Una huída, porque reconocemos, en el fondo de nuestro ser, que aquello no está bien, que deberíamos obrar de otro modo, VaMo haciendo violencia a la conciencia y dejándonos poco a poco engañar. La huída de la conciencia (del juicio de la mente que nos dice lo que deberíamos hacer), es una huída de la rectitud, del deber, de la claridad y, en el fondo, una huída de Dios. El libro del Génesis nos cuenta que aquella primera pareja (Adán y Eva) después de haberse engañado y comido de un fruto que Dios les había prohibido, sintieron la necesidad de ocultarse de Dios, con quien hasta entonces tenían un trato confiado (Gen 3,8). Es el mismo impulso a huir y a ocultarse, que siente el niño pequeño cuando tiene conciencia de haber obrado mal. No sólo se trata del miedo al castigo, sino que hay también una huída de la realidad; un no querer reconocer los hechos, un huir de quien puede ponernos ante la verdad de lo sucedido. "Todo el que obra mal (advierte el Señor) odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprobadas" (Jn 3,20).
Quien se niega a reconocer sus pecados, quien no se arrepiente, quien no afronta la realidad; quien huye, sin quererla reconocer, se va separando de Dios. Llega un momento en que Dios no significa nada práctico para él. "El hombre animal (dice San Pablo) no percibe las cosas del Espíritu de Dios: son para él locura y no puede entenderlas" (1 Cor 2,14). Así, el sentido de Dios y el sentido del pecado van unidos.
Los grandes santos se han sentido grandes pecadores
Por el contrario, amar a Dios lleva a reconocer el pecado. Y a reconocerlo en lo qué es específico del pecado; es decir, como ofensa de Dios. Así se expresa bellamente en el salmo 51, que recoge el arrepentimiento de David: "Reconozco mi delito y mi pecado está sin cesar ante Ti; contra Ti, contra Ti solo he pecado, y he cometido la maldad que aborreces" (Sal 51, 5-6). Los fallos de nuestra vida, las equivocaciones de nuestra conducta, no son sólo fallos de estrategia o errores técnicos, sino que son ofensa a Dios: "Se siente que el pecado no se reduce a una pequeña 'falta de ortografía': es crucificar, desgarrar a martillazos las manos y los pies del Hijo de Dios, y hacerle saltar el corazón" (Surco 993). Detrás de cada pecado, está la ofensa a Dios: por un lado, como fundamento del orden moral que descubre nuestra conciencia; por otro, como Padre que espera la conducta leal de sus hijos. Y es ofendido en ambos sentidos, pero, sobre todo, en el segundo.
Al encuentro de Dios: primero, conversión; después contrición
Encontrarnos con Dios y vivir cara a El supone, por eso, llevar adelante esa tarea de reconocer y dolernos de las manifestaciones concretas del pecado en nuestra vida. Antes de la predicación pública de Cristo, Dios quiso que Juan el Bautista predicara la conversión de los pecados y la penitencia, como preparación adecuada para el encuentro con Cristo (cfr. Mt 3,1). También nosotros necesitamos la conversión y el arrepentimiento, antes de un nuevo encuentro con Dios, para vivir más cerca de El. Reconozcamos honradamente lo que en nuestra vida ofende a Dios y pidámosle perdón: "Si decimos que no tenemos pecado (escribe San Juan) nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es El para perdonarnos y limpiarnos de toda iniquidad" (1 Jn 1, 8-9).
El corazón debe mantener su sensibilidad sin permitir que nos vayamos acostumbrando a nuestras miserias. "Si alguien tiene sano el olfato del alma, sentirá como hieden los pecados" comenta San Agustín (Com. super ps. 37). Y añade en otro lugar: "No tengáis en poco esas faltas a las que ya quizá os habéis acostumbrado. La costumbre llega a conseguir que no se aprecie la gravedad del pecado. Lo que se endurece pierde la sensibilidad. Lo que se halla en estado de putrefacción no duele; no porque esté sano, sino porque está muerto. Si al pincharnos en algún sitio nos duele, es que esa parte está sana u ofrece posibilidad de curación. Si no nos duele, es que ya está muerta: hay que amputarla" (Sermón 17).
El resumen de la vida cristiana: hacer el bien y evitar el mal
El pecado es una realidad ordinaria en nuestra vida; y una parte importante de la lucha ascética, junto con la de intentar hacer cosas buenas (trabajar, servir a los demás, hacer oración, etc), está en combatir lo que hacemos mal. En realidad,ambas cosas están unidas. El pecado no es otra cosa que el desorden en el bien, que obstaculiza nuestro amor de Dios. Unas veces porque buscamos bienes de una manera desordenada (la comodidad, el dinero, el placer); otras, porque obramos de una manera imperfecta (incumplimiento de deberes, etc), pero el pecado siempre está presente en nuestra vida. Por eso, una constante de la vida ascética es arrepentirse: "Nunca falta algo que perdonar (dice San Agustín): somos hombres. Hablé más de la cuenta; dije algo que no debía; reí con exceso; bebí demasiado; comí sin moderación; oí de buena gana lo que no está bien oir; vi con gusto lo que no era bueno ver; pensé con deleite en lo que no debía pensar..." (Sermón 57).
La esencia del pecado: el apartamiento de Dios
La malicia del pecado (y de lo que más hay que arrepentirse) está en ese voluntario apartarse de lo que vemos que Dios nos pide. Somos nosotros mismos (y no algo de nosotros) lo que decide ofender a Dios. En ese apartarse, está el núcleo de la maldad, porque preferimos antes otras cosas (en el fondo, a nosotros mismos) que a Dios. Por eso, se ha definido clásicamente el pecado como un apartarse de Dios para volverse hacia las criaturas (aversio a Deo et conversio ad creaturas).
El apartarse de Dios supone siempre un desprecio a la ley o al amor de Dios y puede tener diversos grados de gravedad, según la medida en que nos apartamos.
Hay pecados que apartan radicalmente del amor de Dios; tanto, que perdemos la vida de la gracia (la presencia del Espíritu Santo en el alma) y merecemos ser apartados de la vida eterna que Dios ha preparado para los que le aman. Podemos reconocer cuáles son esos pecados, bien porque advertimos, naturalmente, el grave daño que producen (pecados de injusticia); o bien porque Dios mismo ha querido revelar la gravedad que tienen para nosotros: así, por ejemplo, las palabras de San Pablo: "No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los ebrios, ni los maldicientes, ni los rapaces poseerán el reino de Dios" (1 Cor 6, 9-10). De este modo, conocemos que también son pecados graves algunos, cuyas consecuencias graves no son tan claras (como los pecados contra la castidad, la avaricia, o la blasfemia), pero que son juzgados por Dios como una ofensa grave.
Dentro de estos pecados (que se llaman graves o mortales) están, por ejemplo, las borracheras, el consumo de estupefacientes, los robos de cantidades importantes (por ejemplo, diez mil pesetas); las peleas graves, las palizas y los enfados de varios días de duración en el seno de una familia; las riñas que llevan a romper las relaciones familiares (por ejemplo, entre hermanos, con ocasión de una herencia); violar el juramento dado; injurias fuertes a una persona en público; calumnias que dañan seriamente la fama de alguien; daños corporales (heridas, contusiones serias); descuido prolongado de obligaciones familiares (falta de cuidado para los hijos o los padres, mal trato entre los cónyuges) o profesionales (falta de horas de trabajo o de estudio, negligencias serias). Muchas faltas de justicia y honradez en el ejercicio profesional (fraudes, vender productos con engaño, competencia desleal, sobornos, etc). También están, ya lo hemos dicho, las faltas contra la castidad (buscar ilícitamente el placer sexual), bien sean de obra (con otras personas o uno solo) o de pensamiento (malos deseos o recuerdos). Y también son graves las blasfemias (injurias contra Dios o las cosas de Dios), recibir indignamente los Sacramentos, y la falta voluntaria de asistencia a la Eucaristía los días de precepto.
Se trata sólo de poner algunos ejemplos que permitan reconocer los pecados para arrepentirse. Esto no agota los posibles pecados graves. Hay maneras de vivir que, sin que sea fácil determinar como pecado grave en un momento dado, llevan a apartarse gravemente de Dios a lo largo de la vida; por ejemplo, vivir para uno mismo, procurando, por encima de todo, satisfacer las ambiciones de poder, de prestigio o de dinero (avaricia).
Un remedio contra el pecado: el arrepentimiento
El arrepentimiento ante un pecado grave tiene que ser muy serio, sabiendo lo que está en juego. Hay que arrepentirse pronto para evitar que un pecado arrastre otros. Y hay que determinarse a hacer lo posible para evitar que vuelva a suceder. Para eso sirve la misma experiencia del pecado: saber qué es lo que nos induce a pecar, nos permite evitar las ocasiones (esta situación, este lugar, esta persona, este trabajo, estas circunstancias). A veces, hay que tomar resoluciones radicales porque el amor de Dios y la vida eterna vale más que nada (dejar el trabajo, cambiar de vivienda, etc.). No hay que olvidar la seriedad de las palabras del Señor: "Si tu ojo derecho te escandaliza, arráncatelo y tíralo lejos; porque más te vale que se pierda uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno" (Mt 5,29).
Tras los graves, están los que se llaman pecados leves. Se trata de ofensas a Dios menos serias y que no llevan a perder su amistad, aunque son efectivamente ofensas a su amor. Entre éstos, pueden contarse muchos de los que hemos citado antes cuando son de menor importancia (pequeños fraudes, robos, injusticias, insultos, golpes, etc.) o se han hecho de manera imperfecta (malos pensamientos apenas consentidos, etc.). También el anteponer alguna satisfacción al cumplimiento del deber: desorden en el trabajo (hacer lo fácil); eludir deberes familiares o profesionales por pereza; faltas de puntualidad; buscarse a sí mismo en el trabajo, etc. Otros pueden ser faltas de sobriedad (comer y beber con exceso); gastos innecesarios por capricho; enfados, envidias, rencores, juicios temerarios, afán de contradecir; apegamiento al propio juicio, vanidad, desobediencia; murmuraciones; mentiras para quedar bien; faltas de prudencia (al conducir, al gobernar, aunque a veces pueden ser también graves); quejas contra Dios; tratar las cosas de Dios sin suficiente respeto; etc.
Tampoco aquí tratamos de hacer un elenco exhaustivo, que sería imposible, sino de poner algunos ejemplos. El que estos pecados sean veniales no significa que no tengan importancia. El amor es una cosa muy seria. Y no se puede estar humillándolo continuamente, aunque sea en cosas de poca monta. Hay que arrepentirse y, como sucedía en los pecados graves, hacer lo posible por evitarlos: "No puede el hombre en esta vida, no tener pecados, aunque sean leves (comenta San Agustín), pero no desprecies estos pecados leves de que hablamos. Muchas cosas pequeñas hacen una grande; muchas gotas llenan un río; muchos granos hacen un monte" (Trat. super I Ep. Joh.1).
La falta de sensibilidad hacia el pecado lleva a la tibieza
El acostumbrarse al pecado venial, a la ofensa voluntaria a Dios, aunque sea leve, lleva a una inevitable pendiente hacia abajo, hacia la tibieza (la falta de sensibilidad ante la ofensa a Dios), y hacia pecados más graves; en cambio, es una señal inequívoca de amor a Dios el luchar de verdad contra estos pecados: "¡Qué pena me das mientras no sientas dolor de tus pecados veniales!. Porque hasta entonces, no habrás comenzado a tener verdadera vida interior" (Camino 330).
Dentro de los pecados leves, están los pecados hechos con poca voluntariedad (si no hubiera ninguna, no serían pecados): por ligereza (por ejemplo, al hablar); o por descuido (por ejemplo, una mala respuesta). Aunque son menos graves que los anteriores, donde la voluntad ha decidido libremente hacer algo que ofende a Dios, hay que procurar quitarlos de nuestra vida. Son signos de que todavía hay en nosotros mucha falta de amor de Dios y que permanecen en el fondo inclinaciones torcidas que hay que corregir. Hemos de saber que a Dios le duelen más las ofensas (incluso las que son más o menos involuntarias) de los que están más cerca de El, que las de otros.
En el último estrato de la vida moral están las faltas. Se trata de actos en los que ha faltado generosidad para responder a lo que Dios pedía. Por ejemplo, a veces sentimos que Dios pide que renunciemos a algo que nos apetece: ver una película, comer o beber un pastel o beber un licor, etc.; o que hagamos algo determinado: rezar un poco más en este día, acabar un trabajo, ocuparse de una persona, etc. Otras veces, se trata de que no cumplimos los propósitos de vida cristiana que hemos hecho por amor de Dios. Cuando la vida moral se centra en esto, es señal de que Dios está muy cerca. Pero, por eso mismo, hay que tener la generosidad de responder a lo que nos pide (amor, con amor se paga), y de dolerse de verdad cuando vemos que no hemos sido capaces.
Otro remedio al pecado: la lucha deportiva. Comenzar y recomenzar
Durante toda nuestra vida arrastraremos defectos -a veces, más de los que imaginamos-. Por eso, tendremos siempre cosas de las que arrepentirnos. La vida cristiana necesita un continuo volver a empezar ("comenzar y recomenzar", enseñaba el Fundador del Opus Dei). A medida que aumenta nuestra sensibilidad para Dios, El nos va mostrando nuevos campos donde debemos trabajar. Ante la luz nueva de Dios, advertimos pecados y faltas que antes no veíamos. El crecimiento de la vida interior va acompañado de esa penetración progresiva en nuestras miserias. Por eso, se entiende bien que los santos se hayan sentido muy pecadores. Se ha comparado este fenómeno al de la luz que ilumina una habitación: a medida que crece la iluminación y se mira con más detalle, se descubren puntos de suciedad y polvo que antes (con menos luz y atención) no se habían visto.
Lo ordinario es descubrir primero los grandes deberes morales, detrás de lo cual está Dios como fundamento del orden moral. Después, se van descubriendo los deberes del Amor, detrás de los cuales entrevemos a Dios como Padre.
Primero se lucha en cumplir los grandes preceptos de Dios y se tiene sensibilidad para ver los fallos más graves contra la moral; incumplimiento de los deberes profesionales y familiares por pereza; riñas y maltrato en familia; faltas de caridad y de sobriedad en las comidas; pecados contra la castidad; etc. Con la mejora del trato con Dios, se agudiza el sentido de los deberes profesionales y familiares (se descubren algunos en los que antes nunca se había pensado); duelen las omisiones y el haber preferido los propios gustos al cumplimiento fiel del deber; se advierten faltas más pequeñas de sobriedad y de desprendimiento; se descubre ahora la soberbia que está detrás de muchas ambiciones más o menos rectas, de tristezas, enfados, rencores, vanidad, búsqueda de sí mismo en el trabajo; etc.
En un tercer grado, va creciendo el sentido de responsabilidad, pero ya no se ven los deberes sólo en relación a la familia o al trabajo, sino que esos mismos deberes se ven en relación con Dios; y se sienten nuevos deberes que tienen que ver directamente con Dios (participar en la misión de la Iglesia de difundir el mensaje de Cristo, etc.). Se empiezan a notar las manifestaciones más sutiles de la soberbia (que es el campo donde hay que luchar más, a medida que la vida interior madura): duele el haber obrado para quedar bien; hablar demasiado de sí mismo, atribuirse los éxitos; tener sentimientos de vanidad ante las alabanzas. Crece también la sensibilidad en el ejercicio de la caridad; duelen las omisiones: el haber desatendido a una persona, no haber estado atento para ayudar a quien lo necesitaba, haber mostrado preferencias en el trato, etc.
Desde entonces, la vida interior se centrará cada vez más en la lucha contra las manifestaciones de la soberbia y en la caridad. Crece entonces, poco a poco, el dolor ante el incumplimiento de lo que se refiere directamente a Dios: distracciones en las oraciones, las faltas de generosidad ante lo que se ve que Dios pide. Duelen las faltas de omisión involuntarias (no haber llegado a algo o alguien), porque se desearía ser mejor para servir a Dios con mayor eficacia: se cae en la cuenta de que se podrían haber prestado muchos servicios. Al ver la vida de otras personas (o al leer libros de lectura espiritual) se descubren aspectos donde se debería ser más fiel y se percibe lo lejos que se está de servir a Dios como debe ser servido.
Este es, a grandes rasgos, el itinerario (todavía no completo) del sentido del pecado. Ninguno de los pasos que hemos descrito es un compartimento estanco: muchas veces, permanecen defectos de etapas anteriores y se ven antes exigencias de Dios que quizás hemos descrito después. Es una característica del crecimiento del amor de Dios ese crecimiento del sentido de la ofensa, y del dolor que produce no servirle bien. "Ten piedad de mi, Señor, según tu gran misericordia, según tu inmensa piedad borra mi culpa. Lava profundamente mi delito y purifícame de mi pecado" (Sal 51, 3-4).
Hemos de lograr que nos duelan de verdad las ofensas y omisiones al amor de Dios. Tendremos que estar, para eso, dispuestos a arrepentirnos continuamente. De hecho, es algo que viene dado con la misma vida cristiana; pero en la medida en que nos arrepintamos con mayor verdad, nuestro amor de Dios mejorará: "Imitad a los navegantes (recomienda San Agustín): sus manos no cesan hasta secar el hondón del barco; no cesan tampoco las vuestras de obrar el bien. Sin embargo, a pesar de todo, volverá a llenarse otra vez el fondo de la nave, porque persisten las rendijas de la flaqueza humana; y de nuevo será necesario achicar el agua" (Sermón 16).
La conciencia de que será necesario arrepentirse muchas veces, porque caeremos muchas veces en lo mismo, no quita para que crezca en nosotros la determinación de evitar el pecado: "Reciamente, con sinceridad, hemos de sentir (en el corazón y en la cabeza) horror al pecado grave. Y también ha de ser nuestra la actitud, hondamente arraigada, de abominar del pecado venial deliberado, de esas claudicaciones que no nos privan de la gracia divina, pero debilitan los cauces por los que nos llega" (Amigos de Dios, 243).
Tener la conciencia fina para descubrir el pecado o la falta de amor de Dios no significa vivir tristes o amargados. Es característico de la vida interior que los desamores duelen, pero no agobian. Se comprende con nueva luz que Dios nos ama como Padre, y que somos tan poca cosa (hijos muy pequeños) que es lógico hacer las cosas mal: "Sigues teniendo despistes o faltas, ¡y te duelen! A la vez, caminas con una alegría que parece que te va a hacer estallar. Por eso, porque te duelen (dolor de amor), tus fracasos ya no te quitan la paz" (Surco, 861). Debemos confiar en Dios, apoyarnos en su ayuda; y aceptar humildemente ser tan poca cosa. No pretendamos ser impecables, sino amar a Dios de verdad. Y ese afán de amar nos dará paz y alegría.
La conciencia delicada ante el pecado se distingue muy bien de lo que son los escrúpulos; una enfermedad de la vida interior. Los escrúpulos surgen de una inadecuada relación con Dios. No se ha descubierto que el motor de la vida cristiana es el amor de Dios (caridad) y la confianza en El (esperanza); y se piensa, más bien, en una relación mecánica entre pecado y castigo. Esto lleva a intentar quitarse de encima inmediatamente (también, "mecánicamente", en la confesión) todo lo que parece pecado (a veces, ni siquiera objetivo). La manera de proceder en estos casos, es confiarse a un buen confesor y decidirse a obedecerle ciegamente, pues nada hace más daño que andar de un confesor a otro. Hay que convencerse de que se padece una enfermedad (a veces, con fundamento fisiológico), y dejarse llevar por una mano experta.
También se distingue la paz y confianza en Dios propia de una conciencia fina, de la insensibilidad propia de la tibieza. Con la tibieza hay también paz, pero no viene del amor, sino del abandono. Se acepta la propia condición, pero claudicando ante los propios defectos; poco a poco se dejan de ver. La causa es la falta de examen y la falta de dolor: no se pide perdón, y se distancias con respecto a Dios. Nace un egoísmo cada vez más brutal y un afán creciente de compensaciones, porque se echan de menos inconscientemente las alegrías del amor de Dios. Ya hemos hablado de tibieza antes. La solución es volver a caminar, descubrir el pecado, pedir perdón y exigirse más.
El pecado es el gran obstáculo que nos separa de Dios. Si sabemos reconocer y combatir nuestros pecados, el amor de Dios se derramará en nuestros corazones y nos llenará de su paz y de su alegría; entonces experimentaremos la verdad de las palabras del Señor: "La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo" (Jn 14,27); entonces "la paz de Dios que sobrepuja todo conocimiento custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús" (Flp 4,7).