

La liturgia de las horas de la fiesta de hoy nos ayuda a rezar con un himno[1] que dice así:
Cuantos buscáis a Cristo, levantad vuestros ojos a lo alto: allí podréis contemplar una señal de su gloria eterna.
Una estrella que supera al sol en luz y hermosura, anuncia que, con carne humana, Dios ha venido a la tierra.
Desde los mares pérsicos, en donde el sol abre su puerta, los Magos, como sabios astrónomos contemplan la bandera del Rey.
«¿Quién es —dicen— este Rey tan grande que gobierna los astros, ante quien tiemblan las estrellas, al que la ley y el cielo obedecen?
Vemos un esplendor que no tiene ocaso, sublime, excelso, infinito, anterior al cielo y a la tierra.
Éste es aquel Rey de las naciones y Rey del pueblo judío, prometido al Patriarca Abraham y a su descendencia para siempre.»
Para encontrar a Cristo –como nos dice el himno- hay que levantar la mirada, hay que salir de nosotros mismos.
A nuestro alrededor hay muchas personas que no ven a Jesús porque tienen la mirada perdida en las cosas de la tierra. Hemos leído en la primera lectura de la Misa de hoy lo que nos dice Isaías: «Mira: las tinieblas cubren la tierra, y la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti».
Jesús es la luz del mundo, que ilumina a la tierra.
Una estrella anunció a los magos el camino hacia Jesús.
Ahora, esa estrella que anuncia al Mesías sigue encendida: somos cada uno de los cristianos. Nos lo recordaba Juan Pablo II en una de sus encíclicas[2]:
“Llamados a la salvación mediante la fe en Jesucristo, «luz verdadera que ilumina a todo hombre » (Jn 1, 9), los hombres llegan a ser «luz en el Señor» e «hijos de la luz» (Ef 5, 8), y se santifican «obedeciendo a la verdad» (1 Pe 1, 22).
Mas esta obediencia no siempre es fácil. Debido al misterioso pecado del principio, cometido por instigación de Satanás, que es «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 44), el hombre es tentado continuamente a apartar su mirada del Dios vivo y verdadero y dirigirla a los ídolos (cf. 1 Tes 1, 9), cambiando «la verdad de Dios por la mentira» (Rom 1,25); de esta manera su capacidad para conocer la verdad queda ofuscada y debilitada su voluntad para someterse a ella. Y así, abandonándose al relativismo y al escepticismo (cf. Jn 18, 38), busca una libertad ilusoria fuera de la verdad misma”.
San Josemaría nos dejó escrita una consideración semejante:
“Hijos de Dios. —Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras.
—El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine... De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna”[3].
Nuestra vocación de cristianos es una luz, es como un lucero:
“Cristo Jesús os ha llamado desde la eternidad, No sólo os ha señalado con el dedo, sino que os ha besado en la frente. Por eso, para mí, vuestra cabeza reluce como un lucero. También tiene su historia lo del lucero... Son esas grandes estrellas que parpadean por la noche, allá arriba, en la altura, en el cielo azulado y oscuro, como grandes diamantes de una claridad fabulosa. Así es de clara vuestra vocación: la de cada uno y la mía. Yo, que soy un miserable y he ofendido mucho a Nuestro Señor, que no he sabido corresponder y he sido un cobarde, tengo que agradecer a Dios no haber dudado nunca de mi vocación, ni de la divinidad de mi vocación. Vosotros tampoco debéis dudar” (Historia del borrico, VIII).
Y para ser luz, para alumbrar a otros y ayudarles a que alcen la mirada y se encuentren con Jesucristo, necesitamos dos cualidades:
a) Tener vida interior. Nadie da lo que no tiene. San Josemaría tenía verdadera “hambre” de tratar a Jesús. En una catalina del año 31 escribe:
“Niño: tú eres el último burro, digo el último gato de los amadores de Jesús. A ti te toca, por derecho propio, mandar en el Cielo. Suelta esa imaginación, deja que tu corazón se desate también... Yo quiero que Jesús me indulte... del todo. Que todas las ánimas benditas del purgatorio, purificadas en menos de un segundo, suban a gozar de nuestro Dios..., porque hoy hago yo sus veces. Quiero... reñir a unos Ángeles Custodios que yo sé —de broma, ¿eh?, aunque también un poco de veras— y les mando que obedezcan, así, que obedezcan al borrico de Jesús en cosas que son para toda la gloria de nuestro ReyCristo. Y después de mandar mucho, mucho, le diría a mi Madre Santa María: Señora, ni por juego quiero que dejes de ser la Dueña y Emperadora de todo lo creado. Entonces Ella me besaría en la frente, quedándome, por señal de tal merced, un gran lucero encima de los ojos. Y, con esta nueva luz, vería a todos los hijos de Dios que serán hasta el fin del mundo, peleando las peleas del Señor, siempre vencedores con El... y oiría una voz más que celestial, como rumor de muchas aguas y estampido de un gran trueno, suave, a pesar de su intensidad, como el sonar de muchas cítaras tocadas acordemente por un número de músicos infinito, diciendo: ¡queremos que reine! ¡para Dios toda la gloria! ¡Todos, con Pedro, a Jesús por María!...
Y antes de que este día asombroso llegue al final, ¡Oh, Jesús —le diré— quiero ser una hoguera de locura de Amor! Quiero que mi presencia sola sea bastante para encender al mundo, en muchos kilómetros a la redonda, con incendio inextinguible. Quiero saber que soy tuyo. Después, venga Cruz: nunca tendré miedo a la expiación... Sufrir y amar. Amar y sufrir. ¡Magnífico camino! Sufrir, amar y creer: fe y amor. Fe de Pedro. Amor de Juan. Celo de Pablo. Aún quedan al borrico tres minutos de endiosamiento, buen Jesús, y manda... que le des más Celo que a Pablo, más Amor que a Juan, más Fe que a Pedro: El último deseo: Jesús, que nunca me falte la Santa Cruz”[4].
b) Estar dispuestos a renunciar a nosotros mismos.
Es bonito leer en una biografía del Papa actual cómo cuenta, con sencillez, sus disposiciones de servicio a la Iglesia:
“Normalmente, todos los cargos suelen exigir el pago de un precio. Mucho más si es tan relevante como el de estar al servicio de la verdad. (Le pregunta el entrevistador).
Respuesta del Papa. Estar al servicio de la verdad es algo realmente grandioso y el más "relevante" deseo de mi vocación. Pero y aunque el precio sea muy alto, se paga en moneda pequeña- Se manifiesta en cosas muy pequeñas, en cosas muy simples y de un segundo plano. En el fondo permanece siempre el deseo de la verdad, pero después hay que corresponder a esos deseos con los hechos. Y esto suele manifestarse en tener que leer actas, dirigir conversaciones, cétera, cosas muy normales.
El precio que yo tuve que pagar fue, sencillamente, renunciar a lo que a mí realmente me hubiera gustado hacer: mantener conversaciones elevadas a nivel intelectual, reflexionar sobre temas espirituales y discutirlos, producir una obra propia en estos tiempos nuestros. Pero tuve que dedicarme a otros asuntos muy distintos, conocer conflictos y aconteceres a niveles fácticos de los cuales muchos llegaron realmente a interesarme, pero también tuve que dejarlos pasar para poder estar al servicio de otras cosas más propias de mi cargo y que requerían mi atención. Poco a poco me fui dando cuenta de que tenía que dejar de pensar "tengo que escribir tal o cual cosa", "tengo que leer esto y lo otro", porque había que reconocer que mi principal tarea era exactamente ésta, la de estar donde estoy" (La sal de la tierra, p. 24).
En la vida del Papa se ha cumplido a la letra una de las paradojas de la vida cristiana: para dar fruto hay que morir a uno mismo.
Tantas veces hemos considerado esas palabras de San Josemaría: De que tú y yo nos portemos como Dios quiere, no lo olvides, dependen muchas cosas grandes.
Chesterton, en tono irónico, escribió que “cuando nuestra civilización quiere catalogar una biblioteca o descubrir un sistema solar, o alguna otra fruslería de este genero, recurre a sus especialistas. Pero cuando desea hacer algo realmente serio reune a doce de las personas corrientes que encuentra a su alrededor. Esto mismo es lo que hizo, si mal no recuerdo, el fundador del cristianismo”[5].
Podemos rezar ahora con un texto de nuestro Padre: “A los pies de Jesús Niño, en el día de la Epifanía, ante un Rey sin señales exteriores de realeza, podéis decirle: Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este querer afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo”[6].