6.1.08

El joven rico

Desprendimiento. La alegría de la entrega. El Señor pasa y pide. Buscar la alegría a través de la generosidad.

1. En el desierto. Un poderoso sultán viajaba por el desierto seguido de una larga comitiva que trasportaba su tesoro favorito de oro y piedras preciosas.

A mitad del camino, un camello de la caravana, agotado por el ardiente reverbero de la arena, se desplomó agonizante y no volvió a levantarse.

El cofre que trasportaba rodó por la falda de la duna, reventó y derramó todo su contenido de perlas y piedras preciosas, entre la arena.

El sultán no quería aflojar la marcha; tampoco tenía unos cofres de repuesto y los camellos iban con más carga de la que podían soportar. Con un gesto, entre molesto y generoso, invitó a sus pajes y escuderos a recoger las piedras preciosas que pudieran y a quedarse con ellas.

Mientras los jóvenes se lanzaban con avaricia sobre el rico botín y escarbaban afanosamente en la arena, el sultán continúo su viaje por el desierto. Pasado un tiempo, se dio cuenta de que alguien le seguía caminando detrás de él. Se volvió y vio que era uno de los pajes que lo seguía, sudoroso y jadeante.

-¿Y tú?, le preguntó el sultán, ¿ no te has parado a recoger nada?

El joven le respondió con dignidad y orgullo:

- Yo sigo a mi rey.

2. En la sinagoga de Cafarnaún, Jesús se quedó solo con sus más íntimos. Muchos lo han dejado. Les preguntó: ¿Y vosotros….?

Pedro le contestó: “Señor, ¿a quién iremos? Tú solo tienes palabras de vida eterna” (cfr. Jn 6, 66-69). Y se quedaron con Él. ¿A dónde iban a ir? ¿A dónde vamos a ir…?

3. En el camino. Después de bendecir a unos niños, Jesús partió de aquel lugar, y cuando estaba ya en camino llegó un joven, se postró de rodillas (Mc 10, 17) y le preguntó: “Maestro, ¿qué cosas buenas debo hacer para alcanzar la vida eterna?” Jesús, de pie, contempla a aquel joven con una gran esperanza; los discípulos, que se han detenido, callan y miran. La escena es de una gran belleza. Quizá el joven ha escuchado a Jesús en alguna otra ocasión, y hasta ahora no se ha atrevido a comunicarse directamente con Él; en su alma, hay deseos de entrega, de amar más..., quizá está insatisfecho con su vida. Por eso, cuando el Señor le dice que debe guardar los Mandamientos, contesta que ya los cumple, y pregunta: “Quid adhuc mihi de est?”. ¿Qué me falta aún? Es la pregunta que tantos y tantas se han hecho al comprobar que no les llena la vida que llevan.

Jesús, tan atento a los menores movimientos de las almas, se conmovió al contemplar los deseos y la limpieza de aquel corazón. Fue entonces cuando le dirigió la mirada de la que nos habla San Marcos, y lo amó (Mc 10, 21). La mirada de Jesús, una mirada honda, imborrable, es por sí sola una llamada. Y le invitó a seguirlo dejando atrás todos sus tesoros. Es una invitación a dejar libre el corazón para llenarlo todo de Dios. Se trata de cambiar el amor a los bienes por el amor a Jesús, se trata de dejar las posesiones materiales para enriquecerse, de una manera real y efectiva, con bienes eternos. No fue generoso este joven: se quedó con sus riquezas, de las que disfrutaría unos años, y perdió a Jesús, que siguió su camino.

Al oír el joven estas palabras de Jesús se marchó triste, pues tenía muchas posesiones. Todos vieron cómo resistía aquella amable y amorosa invitación del Señor y se marchaba con la huella de la tristeza en la cara. Posiblemente, más tarde, este joven encontraría falsas justificaciones a su falta de generosidad, que le devolverían al menos la tranquilidad perdida (nunca la paz, que es fruto de la entrega): quizá pensó que era muy joven, o que más tarde vería todo con más claridad y buscaría al Maestro. ¡Qué fracaso! ¡Qué ocasión desaprovechada!, pues a Jesús, o se le sigue o se le pierde. Cada encuentro con Él lleva consigo unas claras exigencias, y también un gran enriquecimiento de toda la persona. Jesús nunca nos deja indiferentes.

Cristo que pasa y llama. La vida se llena de gozo y de paz en esa disponibilidad absoluta ante la voluntad de Dios que se manifiesta en momentos bien precisos de nuestra vida; quizá ahora.

Muchas veces hemos oído las pisadas de Jesús que se nos acerca. Alguna vez nos pedirá mucho, para darnos más; otras, cosas pequeñas: el cumplimiento del deber, llevar a cabo en la hora prevista las prácticas de piedad que tenemos señaladas en nuestro plan de vida, sin dar cabida a la pereza; mortificar la imaginación y el recuerdo en asuntos banales; vivir con esmero la caridad con quienes están a nuestro lado; indicar con afabilidad la dirección que nos han pedido... Quizá se presente el Señor –tal vez cuando menos lo esperábamos– para invitarnos a seguirle aún más de cerca, con la plena entrega del corazón, sin poner límites ni condiciones. La llamada que Jesús nos dirige a cada uno es el asunto más importante de la vida.

4. Se marchó triste. Nada más sabemos de él. ¿Quieres tú pensar –yo también hago mi examen– si mantienes inmutable y firme tu elección de Vida? ¿Si al oír esa voz de Dios, amabilísima, que te estimula a la santidad, respondes libremente que sí? Volvamos la mirada a nuestro Jesús, cuando hablaba a las gentes por las ciudades y los campos de Palestina. No pretende imponerse. Si quieres ser perfecto... (Mt XIX, 21.), dice al joven rico. Aquel muchacho rechazó la insinuación, y cuenta el Evangelio que abiit tristis (MT XIX, 22.), que se retiró entristecido. Por eso alguna vez lo he llamado el ave triste: perdió la alegría porque se negó a entregar su libertad a Dios (Amigos de Dios, 24).

Su historia termina envuelta en un manto de tristeza; quizá podría haber sido uno de los Doce. Pero no quiso; y Jesús respetó su libertad. Una libertad que no supo emplear: prefirió conservar el polvo –eso son todas las posesiones y riquezas– en vez de elegir la vida perdurable que le ofrecía Cristo, prefirió quedarse con el polvo en que se convirtieron éstas al cabo de unos años, no demasiados.

Si nuestra vida consiste realmente en seguir a Cristo, es lógico que siempre estemos alegres: es la única alegría verdadera del mundo, sin límite y sin medida; compatible, por otra parte, con el dolor, con la enfermedad, con el fracaso.

Si alguna vez nos sentimos con el alma entristecida, preguntémonos: ¿en qué no estoy yo siendo generoso con Dios?, ¿en qué no soy desprendido con los demás?, ¿me preocupo excesivamente de mí mismo, de mis cosas, de mi salud, de mi futuro, de mis pequeñeces?... Es posible que encontremos enseguida la causa y el remedio. Mientras tanto, procuremos afinar en el trato con el Señor, intentemos darnos sin cálculo a quienes están cerca, aunque sea en pequeños servicios; abramos el corazón a quien nos conoce y aprecia, a quien tenemos encomendada la dirección espiritual del alma.

La respuesta de Santa María (ecce Ancilla Domini) al Ángel en la Anunciación, será guía en las decisiones que tomemos ante los requerimientos de Dios en nuestra vida.