6.1.08

El hijo pródigo

El pecado, la mayor tragedia del hombre. Consecuencia del pecado en el alma. La vuelta a Dios. Sinceridad y examen de conciencia. El encuentro con nuestro Padre Dios en la Confesión. La alegría en la casa paterna.

1. Cierto día en que se acercaban a Jesús muchos publicanos y pecadores, los fariseos comenzaron a murmurar porque Él los acogía a todos. Entonces, el Señor les propuso esta parábola: “Un hombre tenía dos hijos, y dijo el más joven al padre: padre, dame la parte de la herencia que me corresponde” (Lc 15, 11 y ss.).

Todos somos hijos de Dios, “Y si somos hijos, también herederos” (Rom 8, 17). La herencia es un conjunto de bienes incalculables y de felicidad sin límites, que sólo en el Cielo alcanzará su plenitud y la seguridad completa. Hasta entonces, tenemos la posibilidad de hacer con esa herencia lo mismo que el hijo menor de la parábola: “pasados pocos días, el más joven, reuniéndolo todo, partió a una tierra lejana, y allí disipó toda su herencia viviendo disolutamente. “¡Cuántos hombres en el curso de los siglos, cuántos de los de nuestro tiempo pueden encontrar en esta parábola los rasgos fundamentales de su propia historia ” (Juan Pablo II,?personal! Homilía 16-III-1980). Tenemos la posibilidad de marcharnos lejos de la casa paterna y malbaratar los bienes de modo indigno de nuestra condición de hijos de Dios.

Cuando el hombre peca gravemente, se pierde para Dios, y también para sí mismo, pues el pecado desorienta su camino hacia el Cielo; es la mayor tragedia que puede sucederle a un cristiano. Su vida honrada, las esperanzas que Dios había puesto en él; su vocación a la santidad, su pasado y su futuro se han venido abajo. Se aparta radicalmente del principio de vida, que es Dios, por la pérdida de la gracia santificante; pierde, además, los méritos adquiridos a lo largo de toda su vida y se incapacita para ganar otros nuevos, quedando sujeto de algún modo a la esclavitud del demonio.

Por lo que respecta al pecado venial, Juan Pablo II recordaba que, aunque no cause la muerte del alma, el hombre que lo comete se detiene y distancia en el camino que le lleva al conocimiento y amor de Dios, por lo que no debe ser considerado como algo secundario ni como un pecado de poca importancia (Exhor. Apost. Reconciliatio et Paenitentia, 17).

Aquél que un día, al salir de casa, se las prometía muy felices fuera de los límites de la finca, pronto comenzó a sentir necesidad. La satisfacción se acaba pronto, y el pecado no produce verdadera felicidad, porque el demonio carece de ella. Viene luego la soledad y el drama de la dignidad perdida, la conciencia de la filiación divina echada a perder: se tuvo que poner a guardar cerdos, lo más infamante para un judío. “Pasmaos, cielos, de esto y horrorizaos sobremanera, dice Yahvé. Un doble crimen ha cometido mi pueblo: dejarme a mí, fuente de agua viva, para ir a excavarse cisternas agrietadas, incapaces de retener el agua” (Jer 2, 12-13).

2. El hijo, lejos de la casa paterna, siente hambre. Entonces, volviendo en sí, recapacitando, se decidió a iniciar el camino de retorno. Así comienza también toda conversión, todo arrepentimiento: volviendo en sí, hace un parón, reflexiona y considera a dónde le ha llevado su mala aventura; hace, en definitiva, un examen de conciencia, que abarca desde que salió de la casa paterna hasta la lamentable situación en que ahora se encuentra. “La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron "animi cruciatus" (aflicción del espíritu) y "compunctio cordis" (arrepentimiento del corazón)” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1431).

En el examen de conciencia, se confronta nuestra vida con lo que Dios esperaba, y espera, de ella. Muchos autores espirituales han comparado el alma a una habitación cerrada. En la medida en que se abra la ventana y entre la luz se distinguen todos los desperfectos, la suciedad, todo lo feo y roto allí acumulado. En el examen, con la ayuda de la luz de la gracia, nos conocemos como en realidad somos (es decir, como somos delante de Dios). Los santos se han reconocido siempre pecadores porque, por su correspondencia a la gracia, han abierto las ventanas de par en par a la luz de Dios, y han podido conocer bien toda la estancia, su alma. Si se cierra la ventana, la habitación queda a oscuras y no se ve entonces el polvo, la silla mal colocada, el cuadro torcido y otros desperfectos y descuidos quizá graves.

3. Se levantó y fue a su padre. Desandar lo andado. Volver. El hombre continúa añorando, y poco a poco cobran fuerza otros sentimientos: el calor del hogar, el recuerdo insistente del rostro de su padre, el cariño filial. El dolor se vuelve más noble, y más sincera aquella frase preparada: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros”.

Todos nosotros somos también el hijo pródigo. La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que –por tanto– se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega. Volver hacia la casa del Padre, por medio de ese Sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios (Es Cristo que pasa, 64).

El hijo llega hambriento, sucio y lleno de andrajos. “Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y se compadeció; corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. El padre corrió...”. Mientras el arrepentimiento anda con frecuencia lentamente, la misericordia de nuestro Padre corre hacia nosotros en cuanto atisba en la lejanía nuestro más pequeño deseo de volver. Por eso la Confesión está impregnada de alegría y de esperanza. Es la alegría del perdón de Dios, mediante sus sacerdotes.

El Padre, que ha recuperado a su hijo perdido y envilecido, desborda de alegría. “Pronto, traed la túnica más rica y vestídsela, poned un anillo en su mano y unas sandalias en sus pies, y traed un becerro bien cebado y matadlo, y comamos y alegrémonos, porque este mi hijo, que había muerto, ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado”. La túnica más rica lo constituye en huésped de honor; con el anillo le es devuelto el poder de sellar, la autoridad, todos los derechos; las sandalias le declararon hombre libre.

El Señor nos devuelve en la Confesión lo que culpablemente perdimos: la gracia y la dignidad de hijos de Dios. Ha establecido este Sacramento para que podamos volver siempre al hogar paterno. Y la vuelta acaba siempre en una fiesta llena de alegría. “Tal es, os digo, la alegría entre los ángeles de Dios por un pecador que haga penitencia” (Lc 15, 10).

Acudamos a Santa María, Refugium peccatorum al terminar nuestra oración.