6.1.08

El valor de lo poco en el apostolado

El Señor se vale de lo pequeño para actuar en el mundo y en las almas. No nos desaniman las dificultades. El Señor cuenta con nosotros para transformar y santificar el lugar donde se desenvuelve nuestro vivir cotidiano.

1. “Se parece a un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas” (Mc 4, 31-32).

El Señor eligió a unos pocos hombres para instaurar su reinado en el mundo. Eran la mayoría de ellos humildes pescadores con escasa cultura, llenos de defectos y sin medios materiales: “eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes” (1 Cor 1, 27). Con miras humanas, es incomprensible que estos hombres llegaran a difundir la doctrina de Cristo por toda la tierra en tan corto tiempo y teniendo enfrente innumerables trabas y contradicciones. Un análisis sociológico de la situación del Imperio habría dado como resultado que sería imposible evangelizarlo hasta sus mismas entrañas.

Somos nosotros también ese grano de mostaza en relación con la tarea que nos encomienda el Señor en medio de un mundo no demasiado diferente al que se encontraron los primeros evangelizadores. No debemos olvidar la desproporción entre los medios a nuestro alcance, nuestros escasos talentos y la magnitud del apostolado que hemos de realizar; pero tampoco debemos dejar a un lado que tendremos siempre la ayuda del Señor, que mueve los corazones a través de su Espíritu.

Surgirán dificultades, y seremos entonces más conscientes de nuestra poquedad. Esto nos debe llevar a confiar más en la oración y en el carácter sobrenatural de la obra que el Señor mismo nos encomienda. En las horas de lucha y contradicción, cuando quizá "los buenos" llenen de obstáculos tu camino, alza tu corazón de apóstol: oye a Jesús que habla del grano de mostaza y de la levadura. -Y dile: "edissere nobis parabolam" -explícame la parábola.

Y sentirás el gozo de contemplar la victoria futura: aves del cielo, en el cobijo de tu apostolado, ahora incipiente; y toda la masa fermentada (Camino, 695).

2. Los cristianos de los comienzos encontraron una sociedad minada en sus cimientos, sobre la que era prácticamente imposible construir ningún ideal. San Pablo describe así la sociedad romana y el mundo pagano en general, que había oscurecido enormemente, en muchos aspectos, la luz natural de la razón y se había quedado como ciego para ver la misma dignidad del hombre: “Por lo cual, Dios los abandonó a los deseos de su corazón, a los vicios de la impureza (...). Por eso los entregó Dios a pasiones infames (...). Pues como no quisieron reconocer a Dios, los entregó a un réprobo sentido, de suerte que han hecho cosas indignas de hombre, quedando atestados de toda suerte de iniquidad, de malicia, de fornicación, de avaricia, de perversidad, llenos de envidia, homicidas, pendencieros, fraudulentos, malignos, chismosos, infamadores, enemigos de Dios, ultrajadores, soberbios, altaneros, inventores de vicios, desobedientes a sus padres, desgarrados, desamorados, desleales, despiadados” (Rom 1, 24-31). Y desde el seno de esta sociedad los cristianos la transformaron; allí cayó la semilla, y de ahí al mundo entero, y aunque era insignificante llevaba una fuerza divina, porque era de Cristo. Los primeros cristianos que llegaron a Roma no eran distintos de nosotros, y con la ayuda de la gracia ejercieron un apostolado eficaz, trabajando codo a codo, en las mismas profesiones que los demás, con los mismos problemas, acatando las mismas leyes, a no ser que fueran en contra de las de Dios.

Los obstáculos del ambiente no nos deben desanimar, aunque veamos en nuestra sociedad signos semejantes, o iguales, a los del tiempo de San Pablo. El Señor cuenta con nosotros para transformar el lugar donde se desenvuelve nuestro vivir cotidiano. No dejemos de llevar a cabo aquello que está en nuestra mano, aunque nos parezca poca cosa –tan poca cosa como unos insignificantes granos de mostaza–, porque el Señor mismo hará crecer nuestro empeño, y la oración y el sacrificio que hayamos puesto darán sus frutos.

3 El anuncio del Evangelio, realizado las más de las veces por compañeros de profesión, de oficio o de vecindad, significó para familias enteras un cambio radical de vida y la salvación eterna; para otros resultó escándalo y, para muchos, necedad (cfr. 1 Cor 1, 23). San Pablo declara a los cristianos de Roma que él no se avergüenza del Evangelio, “porque es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree” (cfr. Rom 1, 16).

De los primeros cristianos, debemos aprender nosotros a no tener falsos respetos humanos, a no temer el qué dirán, a mantener viva la preocupación de dar a conocer a Cristo en cualquier situación en la que nos encontremos, con la conciencia clara de que es el tesoro que hemos hallado, la perla preciosa (cfr. Mt 13, 44-46) que encontramos después de mucho buscar.

Somos pocos en relación con la tarea que nos espera, pero “al cielo le da lo mismo salvar con muchos que con pocos; que en la guerra no depende la victoria de la muchedumbre del ejército, sino de la fuerza de unos cuantos” (1 Mac 3, 18-19.). Siempre ha sido así en las cosas de Dios; desde los principios de la Iglesia hasta nuestros días. Dios se vale de lo poco para sus obras grandes. Tampoco a nosotros nos faltará su ayuda. Él hará que lo poco se vuelva una fuerza grande allí donde estemos. No dejemos de hacer lo que está a nuestro alcance, aunque nos parezca que es irrelevante ante lo que el mundo necesita. El ejemplo de nuestro Padre.

En medio del júbilo de la fiesta, en Caná, sólo María advierte la falta de vino... Hasta los detalles más pequeños de servicio llega el alma si, como Ella, se vive apasionadamente pendiente del prójimo, por Dios (Surco, 631).