6.1.08

El sentido del sacrificio

“Dios es Amor”, afirma San Juan en su primera carta; y continúa: “En esto se demostró entre nosotros el Amor de Dios: en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que recibiéramos por Él la vida. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó, y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados”.

La gran manifestación del infinito amor de Dios por el hombre, por cada una y cada uno, es la pasión y muerte de Jesucristo en la Cruz.

Es propio de una persona enamorada y agradecida devolver amor por amor; y el amor se manifiesta con palabras y con obras. Cuanto mayor es el amor, más encendidas son las palabras y más generosas y sacrificadas las obras.

También es propio de personas enamoradas querer parecerse al máximo a la persona amada, seguir de cerca sus pasos, responder de la misma forma que el otro lo ha hecho, en la medida de lo posible.

Por eso, desde el inicio del cristianismo, lo enamorados de Cristo se decantaron por aquellos sacrificios que se acercaban más al mismo sacrificio de Cristo: al ayuno de Jesús respondieron con ayuno y abstinencia; a su no tener “donde reclinar la cabeza” con vigilias, dormir en el suelo o sobre lechos y cabezales duros; a su flagelación, con flagelación (disciplinas); a su coronación de espinas, con cinturones de pinchos o similares (cilicios); a su “via crucis”, cargando con una cruz (nazarenos), etc.

Los primeros discípulos de Jesús, al hilo de sus enseñanzas, entendieron que seguir a Cristo implicaba imitar sus actitudes. San Lucas es el evangelista que más subraya cómo el cristiano debe vivir como Cristo vivió y tomar su cruz cada día, como Jesús había pedido a sus discípulos: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga» (Lc 9,23).

El amor de Dios y a Dios es, pues, la razón más profunda y decisiva de cualquier tipo de sacrificio cristiano. Un amor que incluye la conciencia de los propios pecados y miserias, y que busca el perdón de Aquél que fue flagelado, coronado de espinas y crucificado, para perdonarnos de esos mismos pecados. Un amor que quiere acompañar, aunque sea modestamente, el dolor de la persona amada: el dolor purificador del que cargó con los pecados de todos los hombres.

A la luz del valor de la muerte de Cristo en la cruz, por la que los hombres son redimidos de sus pecados, los cristianos entendieron que las prácticas penitenciales, sobre todo el ayuno, la oración y la limosna, y cualquier sufrimiento no sólo se ordenaban a la conversión sino que podían asociarse a la muerte de Jesús como medio de participar en el sacrificio de Cristo y corredimir con él. Así se encuentra en los escritos de Pablo: «Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24) y así se sigue viviendo en la Iglesia.

¿Esto quiere decir que los cristianos tenemos que vivir ahora de un modo severo y riguroso? ¿Que no debemos disfrutar de las cosas buenas de la vida? ¡Todo lo contrario! Cristo ha muerto para que nosotros vivamos; ha sufrido para que nosotros seamos felices; ha roto nuestras cadenas para que anunciemos su reino de libertad. La obra de salvación debería reflejarse en el rostro, en la mirada, en la sonrisa y la risa, en la serenidad y la fortaleza, en la comprensión y la amistad, en el ánimo sincero, solidario y generoso de los “liberados”.

Conseguir el auto-dominio o señorío sobre mi cuerpo precisa de la mortificación, que puede describirse como negación voluntaria de una apetencia (me apetece fumar pero no fumo), o afirmación voluntaria de algo que no me apetece (no me apetece comer esto porque no me gusta, pero es lo que hay y me lo como; no me apetece ponerme a estudiar o trabajar, pero me pongo; no me apetece levantarme, pero me levanto). La mortificación del cuerpo es un acto libre forjado por una decisión de la voluntad, informada por la inteligencia (que proporciona el motivo de esa decisión), que contraría las apetencias o gustos del cuerpo en un acto determinado.

Para controlar y dirigir todas las fuerzas o tensiones que aparecen en mi vida, para que se integren en torno a mi identidad personal de manera armoniosa, es preciso educar la inteligencia y fortalecer la voluntad. Aquí la mortificación se demuestra necesaria.

La vida cristiana enseña que el ideal de amar a Dios sobre todas las cosas y a los demás como a uno mismo, no sale solo y necesita de la implicación personal, de la lucha y el esfuerzo. Ahí aparece la necesidad de la mortificación del cuerpo, para involucrarle por completo en la íntima unidad de la persona y así pueda dar lo mejor de sí mismo.