29 de junio
- San Pedro: un hombre con un gran corazón.
- San Pablo: un hombre que buscaba apasionadamente la verdad.
Hoy celebramos la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, dos apóstoles de los primeros tiempos de la Iglesia que son para nosotros muy conocidos. Haremos nuestra oración considerando algunos aspectos de la vida de estos mártires, para aprender de ellos.
San Pedro y San Pablo tenían una fuerte personalidad. Pedro era un pescador. No era una persona especialmente culta. Poseía la sabiduría y el sentido común de un trabajador que había pasado la mayor parte de la vida ganándose el sustento con un trabajo sacrificado. Las faenas de la pesca no son fáciles, y la vida de un pescador no es cómoda. Vivió pobremente, pero con dignidad. Jesús lo buscó, y lo eligió para ser apóstol mientras remendaba unas redes, junto al mar de Galilea, en un día cualquiera de su vida
San Pablo debía ser algo más culto. Trabajaba al servicio del Imperio Romano. Cuando se entera de que el cristianismo está expandiéndose por Jerusalén y toda Galilea, pide permiso para detener a los cristianos, porque pensaba que era una peligrosa secta que haría peligrar el poder de las autoridades políticas. Era un amante del orden y de la verdad. Con buenas intenciones –pero equivocadamente- se dedica a perseguir a los cristianos hasta que los encarcelaban y ejecutaban. Era una persona valiente y temida. Su encuentro con Jesús fue aparatoso: cayó de un caballo.
San Pablo buscaba apasionadamente la verdad. Quizás por eso, cuando descubre que persiguiendo a los cristianos se había equivocado de enemigo cambia radicalmente. Él mismo cuenta su encuentro con Jesús cuando tiene que declarar en un juicio:
“Agripa le dijo a Pablo:
—Se te permite hablar en tu defensa.
Entonces Pablo extendió la mano y comenzó su alegato:
—Me considero dichoso, rey Agripa, de poder defenderme hoy ante ti de todas las acusaciones de los judíos, sobre todo, porque tú conoces todas sus cuestiones y costumbres. Te ruego por tanto que me escuches pacientemente. Todos los judíos saben de mi vida desde la juventud, que transcurrió desde el principio en medio de mi pueblo en Jerusalén. Me conocen hace mucho tiempo y si quieren pueden atestiguar que he vivido como fariseo, según la secta más estricta de nuestra religión. Y ahora estoy sometido a juicio por la esperanza en la promesa hecha por Dios a nuestros padres, la cual esperan alcanzar nuestras doce tribus sirviendo a Dios con perseverancia día y noche. ¡A causa de esta esperanza, rey, soy acusado por los judíos! ¿Por qué os parece increíble que Dios resucite a los muertos?
»Yo me creí en el deber de actuar enérgicamente contra el nombre de Jesús Nazareno. Lo hice en Jerusalén y encarcelé a muchos santos con potestad recibida de los príncipes de los sacerdotes. Y cuando se les mataba yo aportaba mi voto. Les castigaba frecuentemente por todas las sinagogas, para obligarles a blasfemar y, enfurecido contra ellos, llegaba hasta perseguirles en ciudades extranjeras.
»Con este fin iba a Damasco, con la potestad y autorización de los príncipes de los sacerdotes, y al mediodía vi en el camino, rey, una luz del cielo, más brillante que el sol, que me envolvió a mí y a los que me acompañaban. Caímos todos a tierra y escuché una voz que me decía en hebreo: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa es para ti dar coces contra el aguijón». Yo contesté: «¿Quién eres, Señor?» Y el Señor me dijo: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate y ponte en pie, porque me he dejado ver por ti para hacerte ministro y testigo de lo que has visto y de lo que todavía te mostraré. Yo te libraré de tu pueblo y de los gentiles a los que te envío, para que abras sus ojos y así se conviertan de las tinieblas a la luz y del poder de Satanás a Dios, y reciban el perdón de los pecados y la herencia entre los santificados por la fe en mí».
»Así pues, rey Agripa, no fui desobediente a la visión celestial, sino que primero a los de Damasco y Jerusalén, y luego por toda la región de Judea y a los gentiles, comencé a predicar que se arrepintieran y se convirtieran a Dios con obras dignas de penitencia”.
Entre todas las cualidades que sobresalen en estos apóstoles, nos podemos fijar en dos. San Pedro tenía un gran corazón. Era una persona que sabía querer. El Evangelio de la Misa de hoy nos lo recuerda (cfr. Jn 21, 15-19). Jesús tuvo que corregirle con dureza en varias ocasiones; se encaró con el Señor en la Última Cena para que no le lavara los pies; huyó cuando prendieron a Jesús en el huerto de los olivos la noche del Viernes Santo; negó ser un discípulo de Cristo… Pero se arrepintió; lloró; rectificó; pidió perdón; recomenzó.
También la vida de San Pedro nos recuerda que nuestras miserias, nuestras debilidades, lo poco que cada uno de nosotros somos humanamente, no es un obstáculo para que Jesús se fije en nosotros y, si le dejamos actuar, haga con nuestras vidas cosas espectaculares. Un pobre pescador de Galilea acabó siendo el primer Papa, una columna de la Iglesia. Contemplando a San Pedro podemos recordar aquellas palabras de San Josemaría tan conocidas “de que tú y yo nos portemos como Dios quiere, no lo olvides, dependen muchas cosas grandes”.
Dios no se fija particularmente en las personas de grandes dotes humanas (inteligencia, posición social, fortuna…), sino que le importa infinitamente más él corazón de los hombres. Los soberbios y los egoístas jamás podrán entender el amor de Dios; en cambio las personas generosas y humildes, sí.
Pedro siguió a Jesús cuando se cruzó en su vida porque tenía un corazón grande; porque era generoso. Sólo una persona generosa es capaz de hacer la “locura” de Pedro: “dejándolo todo le siguió” y convertirse en pescador de hombres.
La vida de San Pablo no fue fácil ni cómoda. Después de su conversión sufrió persecución, azotes, naufragios, antiguos amigos que le dieron la espalda… pero estaba orgullosísimo de todos estos padecimientos por amor a Jesús. Él mismo nos lo cuenta en su carta a los Corintios (1 Cor, 11, 21-33):
“En cualquier cosa que alguien presuma –lo digo como un insensato– también presumo yo. ¿Son hebreos? También yo. ¿Son israelitas? También yo. ¿Son descendencia de Abrahán? También yo. ¿Son ministros de Cristo? Pues –delirando hablo– yo más: en fatigas, más; en cárceles, más; en azotes, mucho más. En peligros de muerte, muchas veces. Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno, tres veces me azotaron con varas, una vez fui lapidado, tres veces naufragué, un día y una noche pasé náufrago en alta mar. En mis repetidos viajes sufrí peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles, peligros en ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; trabajos y fatigas, frecuentes vigilias, con hambre y sed, con frecuentes ayunos, con frío y desnudez. Y además de otras cosas, mi responsabilidad diaria: el desvelo por todas las iglesias”.
Cuando cambia de vida, decide dedicarse con todas sus fuerzas a extender el Evangelio de Jesús por todos los rincones de la tierra. Renuncia a una vida cómoda para llevar la palabra de Dios por el mundo. Y hacer tanto bien le costó un montón de sacrificios. En los Hechos de los Apóstoles se recogen muchas anécdotas que le sucedieron. Aquí hay una seleccionada entre muchas:
“Mientras íbamos a la oración nos salió al encuentro una joven esclava que tenía un espíritu pitónico y proporcionaba como adivina abundantes ganancias a sus amos. Siguiéndonos a Pablo y a nosotros gritaba:
—¡Estos hombres son siervos del Dios Altísimo y os anuncian el camino de la salvación!
Repetía esto muchos días hasta que Pablo, enfadado, se volvió y le dijo al espíritu:
—¡En nombre de Jesucristo te mando que salgas de ella!
Y en ese mismo instante salió. Al ver sus amos que había desaparecido la esperanza de su ganancia se apoderaron de Pablo y de Silas y los arrastraron al foro ante los magistrados. Los presentaron a los pretores y dijeron:
—Estos hombres perturban nuestra ciudad. Son judíos y predican costumbres que a nosotros los romanos no nos es lícito aceptar ni practicar.
La multitud se alborotó contra ellos y los pretores les hicieron quitarse la ropa y mandaron azotarles. Después de haberles dado numerosos azotes, los arrojaron en la cárcel y ordenaron al carcelero custodiarlos con todo cuidado. Este, recibida la orden, los metió en el calabozo interior y les sujetó los pies al cepo” (Hch 16, 16-24).
San Pedro y San Pablo pusieron su vida entera (talentos, tiempo, ambiciones…) al servicio de la Iglesia; demostraron su amor a Dios con obras, cada día. No tuvieron miedo de dar la cara por Cristo. Prefirieron renunciar a su propia honra y a su propia gloria por el Reino de los Cielos. Dejaron casa, padre, madre, familia (San Pedro estaba casado) para difundir el Evangelio. No se amedrentaron ante las dificultades.
Y no eran “súper-hombres”. Tuvieron que luchar contra las pasiones, como nosotros. Así lo dejó escrito San Pablo:
“Por eso, para que no me engría, me fue clavado un aguijón en la carne, un ángel de Satanás, para que me abofetee, y no me envanezca. Por esto, rogué tres veces al Señor que lo apartase de mí; pero Él me dijo: «Te basta mi gracia, porque la fuerza se perfecciona en la flaqueza». Por eso, con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte”.
Dios, la Iglesia, el Papa, necesitan hoy en día hombres como San Pedro y San Pablo: con ideales, comprometidos con Jesucristo, con un corazón grande, que busquen con todas sus fuerzas la verdad y que ayuden a otros a descubrirla.
Vamos a pedirle a la Virgen Santísima, Reina de los Apóstoles, que tú y yo nos podamos contar entre esos hombres.