6.1.08

Filiación divina y apostolado

En el salmo II recordamos cada semana el fundamento divino de nuestro apostolado: Filius meus es tu (...) Postula a me, et dabo tibi gentes hereditatem tuam. Nuestro Padre Dios está esperando que le pidamos –con audacia y magnanimidad de hijos pequeños– para darnos el mundo entero. Esa confianza filial nos impulsará a ser más generosos en la oración y mortificación por el apostolado, siguiendo el ejemplo de Cristo. El secreto de nuestra eficacia radica en nuestra filiación divina.

Para el apostolado, ninguna roca más segura que la filiación divina (cfr. Crónica, 1969, p. 301). Por eso nuestro Padre escribía: Al quererte apóstol, te ha recordado el Señor, para que nunca lo olvides, que eres “hijo de Dios” (Camino, n. 919). El sabernos hijos de Dios nos hace ser audaces en el momento de hablar a nuestros amigos de su vocación a la santidad.

El bien es difusivo de sí. Por eso, es natural que la conciencia de nuestra filiación divina nos impulse a ayudar a nuestros amigos, para que también ellos descubran ese mediterráneo. Padre –me decía aquel muchachote (¿qué habrá sido de él?), buen estudiante de la Central–, pensaba en lo que usted me dijo... ¡que soy hijo de Dios!, y me sorprendí por la calle, 'engallado' el cuerpo y soberbio por dentro... ¡hijo de Dios! (Camino, n. 274). Ayudar a nuestros amigos a reconocer su filiación divina no sólo con la palabra, sino con el ejemplo de nuestra alegría, de nuestra serenidad, de nuestra seguridad: En virtud del Bautismo, que nos configura con Cristo, todos los cristianos estamos llamados a hacer presente entre los hombres el rostro misericordioso de Dios Padre (Del Padre, carta, V-1999).

Cfr. Crónica XI-1986, pp. 1155-1158; D. Alvaro, Cartas de familia (1), n. 370; CEC, nn. 851, 858, 859, 864.