En el salmo II recordamos cada semana el fundamento divino de nuestro apostolado: Filius meus es tu (...) Postula a me, et dabo tibi gentes hereditatem tuam. Nuestro Padre Dios está esperando que le pidamos –con audacia y magnanimidad de hijos pequeños– para darnos el mundo entero. Esa confianza filial nos impulsará a ser más generosos en la oración y mortificación por el apostolado, siguiendo el ejemplo de Cristo. El secreto de nuestra eficacia radica en nuestra filiación divina.
Para el apostolado, ninguna roca más segura que la filiación divina (cfr. Crónica, 1969, p. 301). Por eso nuestro Padre escribía: Al quererte apóstol, te ha recordado el Señor, para que nunca lo olvides, que eres “hijo de Dios” (Camino, n. 919). El sabernos hijos de Dios nos hace ser audaces en el momento de hablar a nuestros amigos de su vocación a la santidad.
El bien es difusivo de sí. Por eso, es natural que la conciencia de nuestra filiación divina nos impulse a ayudar a nuestros amigos, para que también ellos descubran ese mediterráneo. Padre –me decía aquel muchachote (¿qué habrá sido de él?), buen estudiante de
Cfr. Crónica XI-1986, pp. 1155-1158; D. Alvaro, Cartas de familia (1), n. 370; CEC, nn. 851, 858, 859, 864.