
Vamos a considerar los textos que la Iglesia nos ofrece en la misa de hoy.
En la primera lectura leemos el capítulo 3 del Génesis (Gn 3, 9-15) donde se nos cuenta la primera gran catástrofe de la humanidad (y fuente y origen de todas las que posteriormente han ocurrido en la Tierra): la Sagrada Escritura recoge el acontecimiento del primer pecado, o pecado original.
Por culpa de aquel incidente, todo el género humano fue desterrado del Paraíso.
Y por culpa de aquel primer pecado, nuestra naturaleza se debilitó, y por eso estamos inclinados al mal. La condición del hombre sobre la tierra es esta: somos pecadores.
Las cargas más pesadas que llevan los hombres sobre la tierra –y la mayor fuente de sufrimientos- es el pecado.
Hay ocho motivos por los que una persona puede perder la paz y la tranquilidad interior. Quizás haya más, pero se pueden agrupar en ocho causas.
Cuatro son de orden físico, o corporal:
a) el dolor
b) la enfermedad
c) la muerte
d) la soledad de corazón. (La soledad de corazón es la que sufren las personas que no saben querer ni se sienten queridas. Es un dolor sordo, que encoge el corazón, que le oprime y le aplasta, pero lentamente, sin sacudidas; algo así como la sensación de un desgraciado sobre quien pesa cada vez más la losa que cubre su propia tumba).
Las otras cuatro son de naturaleza espiritual. Son:
a) las tentaciones,
b) el pecado
c) los escrúpulos de conciencia
d) el misterio de la divina predestinación.
La forma de combatir el pecado es, en primer lugar, con la sinceridad, que lleva al arrepentimiento, a la contrición, y al sacramento de la Penitencia
“Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás” (De los sermones de San Agustín, Sermón 19, 2-3: CCL 41, 252-254).
Somos muy agradables a Dios cuando reconocemos con humildad y contrición que nos equivocamos. En cambio, Dios no tolera la hipocresía.
“El malvado escucha en su interior un oráculo del pecado: No tengo miedo a Dios, ni en su presencia. Porque se hace la ilusión de que su culpa no será descubierta ni aborrecida” (Salmo 35).
Dios no rechaza nunca a los pecadores. Dice San Ambrosio que “aquel a quien se le perdonan los pecados queda más blanco que la nieve. Por esto dice el Señor por boca de Isaías: Aunque vuestros pecados sean como púrpura, blanquearán como la nieve” (Del Tratado sobre los misterios, núm. 29-30, 34-35, 37-42).
El pecado es una realidad en el mundo y en nuestra vida.
“No nos queda más remedio –y la situación actual del mundo y de la cultura lo testifican- que volver a admitir la realidad del pecado y reconocer qué tremendas son sus secuelas. Destruyó la felicidad en la que se desenvolvía el hombre en el Paraíso. En la historia de la humanidad, el pecado deterioró lo más noble de la naturaleza de la criatura: debilitó la agudeza de la mente, la rectitud de la voluntad, el equilibrio psíquico, la estabilidad de ánimo, el ejercicio de la solidaridad; perturbó hasta la salud corporal” (Javier Echevarría, Getsemaní).
Puesto que nuestra naturaleza es frágil y está herida, “la libertad es también siempre frágil, nunca existirá en este mundo el reino del bien definitivamente consolidado” (Benedicto XVI, Spes Salvi, n.24).
Existe el pecado en el mundo, pero también existe el amor de Dios y su gracia sobrenatural. San Pablo, en la carta a los Efesios (1, 3-6. 11-12) nos dice que Dios nos ha bendecido con toda clase de bendiciones en la persona de Jesucristo, y nos ha elegido para que seamos santos.
La posibilidad de la redención, la posibilidad de ser santos, de alcanzar el Cielo, nos la ha dado Dios por la correspondencia generosa de la Virgen Santísima. Es lo que recoge el pasaje del Evangelio que hemos oído en la santa misa (Lc 1, 28).
María fue creada in-maculada para que pudiera responder con total entrega al designio de Dios sobre ella y sobre la humanidad.
María, Madre de Dios y Madre nuestra, puesto que iba a concebir virginalmente al Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo, fue librada desde siempre y por siempre de toda relación con satanás. Nunca hubo en Ella pecado, ni esa consecuencia del pecado que es la tendencia al mal, consecuencia del desorden originado en nosotros por el pecado original.
Ahora, podemos considerar que sólo una persona que está “llena de gracia” es capaz de cumplir la Voluntad de Dios.
También ocurre en nuestra vida, que cuando nos movemos en la órbita del pecado no podemos oír la voz de Dios. Pero cuando luchamos por vivir en gracia, nos es más fácil recorrer el camino cristiano. Para conocer y hacer la Voluntad de Dios, hay que estar en gracia.
Pidamos a Santa María ser también humildes, para reconocer los defectos personales y limitaciones, para acogernos al poder providente de Nuestro Padre Dios, que cuenta con cada uno, siendo como somos, y que proveerá en favor nuestro para que se cumpla su voluntad.