
Visitas a los pobres
En el Evangelio de San Lucas se nos cuenta que Jesús fue invitado a comer por uno de los fariseos del lugar[1]. Una vez allí, el Señor utiliza la imagen del banquete para transmitirnos una enseñanza importante sobre lo que nosotros hemos de hacer por los demás.
Dirigiéndose al que le había invitado, dijo Jesús: “Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos, no sea que también ellos te devuelvan la invitación y te sirva de recompensa”. Y enseguida indica Jesús a quiénes se ha de invitar: a los pobres, a los tullidos y cojos, a los ciegos... Y da la razón de esta elección: “serás bienaventurado, porque no tienen para corresponderte; se te recompensará en la resurrección de los justos”[2].
En otra ocasión ya había advertido el Señor: “Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores aman a quienes los aman. Y si hacéis el bien a quienes os hacen el bien, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores hacen lo mismo”[3].
La caridad que hemos de vivir los cristianos consiste en dar por amor al Señor, y sin esperar nada a cambio. Los pobres, los enfermos, los menesterosos... nada pueden devolvernos, pues nada tienen.
Se cuenta que una vez un periodista le dijo a la Madre Teresa de Calcuta: “Lo que usted hace yo no sería capaz de hacerlo ni por un millón de dólares”. Y la Madre Teresa le contestó: “¿Por un millón de dólares? Yo tampoco. Yo lo hago por amor a Dios”.
Decía San Juan de la Cruz que “en la tarde de la vida te examinaran de amor”. Dios nos pedirá cuentas de lo que hemos hecho por los demás.
Jesús explicando cómo será el juicio a cada uno de nosotros[4] dice que el Hijo del Hombre se sentará entonces en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las gentes; y separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha, los cabritos en cambio a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo: porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme». Entonces le responderán los justos: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos peregrino y te acogimos, o desnudo y te vestimos?, o ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a verte?» Y el Rey, en respuesta, les dirá: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis». Entonces dirá a los que estén a la izquierda: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles: porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; era peregrino y no me acogisteis; estaba desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis». Entonces le replicarán también ellos: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, peregrino o desnudo, enfermo o en la cárcel y no te asistimos?» Entonces les responderá: «En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también dejasteis de hacerlo conmigo. Y éstos irán al suplicio eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna».
Es curioso que Jesús no reproche a los que condena las cosas malas que han hecho, los pecados que han cometido, sino que los condena precisamente por el bien que han dejado de hacer a los demás, por las omisiones en la caridad y en el servicio al prójimo.
Salir de nosotros mismos y pensar en los demás.
San Josemaría nos dice que hay más alegría en dar que en recibir: “cuanto más generoso seas, por Dios, serás más feliz”[5].
Y San Pablo nos recuerda que las personas que saben darse a los demás desinteresadamente y hacer cosas por ellas son predilectas de Dios: “Dios ama al que da con alegría”[6].
En nuestro cielo se encenderán tantas estrellas como sacrificios hayamos hecho en favor de los demás, como obras de misericordia. Esta virtud “es el lustre del alma, la enriquece y la hace aparecer buena y hermosa”[7].
No es posible querer a Dios si no queremos a las personas que están a nuestro lado. El corazón que no sabe aportar un bien a los que le rodean, a la sociedad misma, se incapacita, envejece y algo muere en su alma. Cuando damos, se alegra el corazón, y estamos en condiciones de comprender mejor al Señor, que dio su vida en rescate por todos.[8]
Hace años, en Jaén, desde un Club Juvenil se puso en marcha una iniciativa para estar un rato los sábados por la mañana con gente pobre de un barrio marginal que se llama El Tomillo. El plan era muy sencillo. Alrededor de las 10.00 de la mañana un grupo de chicos, con su monitor, iban a un supermercado a comprar algunos alimentos más básicos (harina, leche, aceite…) y hacían un pequeño lote para llevarlo a alguna familia. Uno de estos días se apuntó al plan un muchacho de buena familia y buena posición que nunca había estado en contacto con gente que viviera miserablemente. Hicieron la visita, y regresaron cada uno a su casa. Por la tarde el padre de este muchacho llamó al Club preguntando por el monitor. Se puso al teléfono y quedaron para tomar café. El padre del chico le pidió explicaciones al monitor de lo que habían hecho en el barrio del Tomillo y de lo que había visto su hijo, porque llegó a su casa traspuesto. El monitor le contó que habían estado en casa de una familia gitana que está en ruinas por las últimas lluvias y el matrimonio, ancianos y enfermos, no tenían nada de nada: ni dinero para arreglar la casa, ni dinero para comer. Al oír lo que iba contando, el padre del muchacho salió de la habitación, y a los cinco minutos volvió con un sobre en el que había un millón de pesetas. Se lo entregó al monitor y le dijo: “muchas gracias por lo que habéis hecho por mi hijo, y aquí tienes este dinero para que sigáis ayudando a la gente”.
San Josemaría comenzó su labor sacerdotal entre gente pobre. En Madrid, desde junio de 1927 era capellán del Patronato de Enfermos y desarrolló una gran labor apostólica: preparó a miles de niños para la confesión y la comunión; atendió a enfermos y desvalidos, en sus casas o en hospitales; administró los sacramentos a muchos moribundos y desahuciados y realizó muchísimas obras de misericordia en las barriadas más pobres de Madrid.
Y cuando funda el Opus Dei, y pone en marcha una residencia de estudiantes en la calle Ferraz, las tardes de los sábados daba una meditación y la bendición con el Santísimo a los estudiantes. Luego se hacía una colecta para “las flores de la Virgen”. Con parte de ese dinero se compraban flores para adornar el altar y parte se empleaba en limosnas para los pobres desamparados de los suburbios de Madrid.
El actual Prelado del Opus Dei cuenta cómo San Josemaría dedicaba tiempo y trataba a los pobres: “He visto con qué naturalidad y cariño sabía ponerse a la altura de las personas más humildes, suscitando a su alrededor un interés efectivo por encontrar a Dios y buscar soluciones a los problemas humanos que les afectaban. No lo hacía como de manera forzada, sino porque se sabía hermano de todos y de cada uno, dispuesto a gastar su vida, con la gracia de Dios, por la última criatura humana que necesitase su ayuda.
No tenía inconveniente en estrecharles la mano o darles un abrazo paternal cuando, por las condiciones materiales en que se encontraban -sudorosos, con la ropa de trabajo manchada, o manchados ellos mismos-, se resistían a ese gesto.
Besaba con agradecimiento sacerdotal las manos de los obreros, porque con ellas estaban haciendo de su trabajo una oración, y muchos, al hilo del espíritu del Opus Dei, continuaban el Santo Sacrificio de la Misa durante la jornada ofreciendo al Señor el esfuerzo que realizaban.
Se mezclaba con espontaneidad entre los pobres con heridas o enfermedades contagiosas; atendía a enfermos indigentes que pedían su ayuda, precisamente porque sabían que su corazón no se cerraba a nadie”[9].
El distintivo del cristiano es la caridad ejercida a nuestro alrededor, en las circunstancias más diferentes. Ese es el mejor testimonio que atraerá a muchos a la fe de Cristo, pues Él mismo dijo: En esto conocerán que sois mis discípulos[10].
Si es auténtica nuestra vida interior -el trato con Dios en la oración y en los sacramentos- se traducirá necesariamente en realidades concretas: apostolado a través de la amistad, obras de misericordia espirituales, o materiales, según las circunstancias (enseñar al que no sabe- dar charlas de formación, colaborar en una catequesis, dar un consejo oportuno al que vacila o está desorientado...-, hacer compañía y dar consuelo a esos enfermos y ancianos que se encuentran prácticamente abandonados...
Siempre, en toda circunstancia, en formas muy variadas, la vida interior se debe expresar -de modo continuo- en obras de misericordia. La vida interior que no se manifiesta en obras concretas, se queda en mera apariencia, y necesariamente se deforma y muere.
El amor, para crecer, para sobrevivir, necesita expresarse en realidades.
“Las obras de misericordia, además del alivio que causan a los menesterosos, sirven para mejorar nuestras propias almas y las de quienes nos acompañan en esas actividades. Todos hemos experimentado que el contacto con los enfermos, con los pobres, con los niños y los adultos hambrientos de verdad, constituye siempre un encuentro con Cristo en sus miembros más débiles o desamparados y, por eso mismo, un enriquecimiento espiritual: el Señor se mete con más intensidad en el alma de quien se aproxima a sus hermanos pequeños, movido no por un simple deseo altruista -noble, pero ineficaz desde el punto de vista sobrenatural-, sino por los mismos sentimientos de Jesucristo, Buen Pastor y Médico de las almas”[11].
En ese hermoso oficio, en contacto con los sufrimientos, maduraba y se enriquecía San Josemaría.
“San Josemaría solía hacer visitas a los pobres muchos domingos y llevaba con él a algunos de los jóvenes a los que dirigía espiritualmente, como José Romeo y Adolfo Gómez Ruiz. A estos estudiantes se agregaron otros amigos y compañeros, como Pedro, el hermano de Adolfo, y un estudiante de Filosofía y Letras llamado José Manuel Doménech. Hacia las seis y media de la tarde solía acabar el recorrido de las salas y, junto con el sacerdote, se acercaban al centro de Madrid dando un paseo. Aquellos jóvenes no era gente habituada a faenas de hospital. Salían con el estómago revuelto, con olores fétidos persistentemente prendidos a la ropa y con la memoria de imágenes repulsivas de pus, llagas y miserias de toda clase. Apenas ponían los pies en la calle, más de uno vomitaba de asco. El soportar esa natural repugnancia tenía mucho de meritorio, pues en sus casas disfrutaban, por contraste, de mucha limpieza y bienestar. Tal era la condición de Luis Gordon, que iba al hospital en coche propio. Pues bien, un domingo le tocó a Luís acompañar a San Josemaría.
Mientras el sacerdote atendía a un tuberculoso, pidió a Luis que le limpiase la bacina. Al verla llena de esputos se le escapó a éste un gesto de repulsión; pero se contuvo y, sin decir palabra, se fue a un cuarto de servicio, al fondo de la sala. Salió inmediatamente detrás de él San Josemaría para ayudarle. Se lo encontró en plena faena. Había echado agua del grifo en el orinal y, con la camisa arremangada hasta el codo, lo estaba limpiando con la mano, mientras decía para sí con rostro de contento: «¡Jesús, que haga buena cara!»[12].
Las obras de misericordia nos dan la posibilidad de manifestar la caridad con obras, y de amar a los demás como los ama el Señor: compartir el pan y el techo, vestir al desnudo…
La Virgen Santísima también es modelo para nosotros en esto: en cuanto se entera de que su prima Isabel está necesitada de ayuda, se pone en camino y emprende un largo viaje para estar a su lado y aliviarla en las faenas de la casa, hacerle compañía… Que Ella nos ayude a tener esa generosidad.
[1] cfr. Lc 14, 1
[2] Lc 14, 12-14
[3] Lc 6, 32-33
[4] Mt 25, 31-46
[5] Surco, 18
[6] 2 Cor 9, 7
[7] San Agustín, en Catena aurea, vol. VI, p. 48.
[8] cfr. Mt 20, 28
[9] J. Echevarria, Memoria del Beato Josemaría
[10] Cfr. Jn 13, 35
[11] A. del Portillo, Carta 31-V-1987, n. 30.
[12] Vázquez de Prada