6.1.08

La ciencia de la cruz

El Señor, en ocasiones, bendice con la Cruz. Los frutos de la Cruz.

1. Es posible que desde niños aprendiéramos a hacer el signo de la Cruz en la frente, en los labios y en el corazón, como señal externa de nuestra profesión de fe. En la Liturgia, la Iglesia utiliza el signo de la Cruz en los altares, en el culto, en los edificios sagrados… Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos líbranos, Señor, pedimos todos los días al signarnos. La Cruz, enseña un Padre de la Iglesia, “es el escudo y el trofeo contra el demonio. Es el sello para que no nos alcance el ángel exterminador, como dice la Escritura (cfr. Ex 9, 12). Es el instrumento para levantar a los que yacen, el apoyo de los que se mantienen en pie, el bastón de los débiles, la guía de quienes se extravían, la meta de los que avanzan, la salud del alma y del cuerpo, la que ahuyenta todos los males, la que acoge todos los bienes, la muerte del pecado, la planta de la resurrección, el árbol de la vida eterna (San Juan Damasceno, De fide ortodoxa). El Señor ha puesto la salvación del género humano en el árbol de la Cruz, para que donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la Vida, y el que venció en un árbol, fuera en un árbol vencido (Prefacio de la Misa de la Exaltación de la Santa Cruz).

Escribe el Padre: “El 14 de septiembre de 1969, mientras nos mostraba -lleno de sumo respeto- un relicario de la Santa Cruz, nos habló largamente de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor. Recogeré unos párrafos de aquella conversación: nosotros amamos -debemos amar- sinceramente la Cruz, porque donde está la Cruz está Cristo con su Amor, con su presencia que lo llena todo... Por eso, hijos, con el espíritu de la Obra, jamás podemos huir de la Cruz, de esta Cruz Santa en la que se encuentra la paz, la alegría, la serenidad, la fortaleza... En este relicario que conservamos aquí, se venera un trozo del Lignum Crucis que se guarda en Santo Toribio de Liébana. Me lo regaló hace muchísimos años el Obispo de León. A mí me molesta que se hable de Cruz como sinónimo de contradicción, de mortificación. La Cruz es algo positivo, desde que Dios quiso entregarnos la verdadera vida por medio de la Cruz... Después de que nos den la bendición, vamos a besar la Cruz, pero diciendo sinceramente que la amamos, porque ya no vemos en la Cruz lo que nos cuesta o lo que nos pueda costar, sino la alegría de poder darnos, despojándonos de todo para encontrar todo el amor de Dios... Debajo de este relicario hice poner: iudaeis quidem scandalum, gentibus autem stultitiam! ["para los judíos, escándalo; para los gentiles, locura": 1 Corintios 1,23], porque para los incapacitados, la Cruz es escandalosa e incomprensible” (Memoria del Beato Josemaría, cap. III, 5).

2. La Cruz se presenta en nuestra vida de muy diferentes maneras: enfermedad, pobreza, cansancio, dolor, desprecio, soledad… Hoy podemos examinar en nuestra oración nuestra disposición habitual ante esa Cruz que se muestra a veces. ¿Nos quejamos con frecuencia ante las contrariedades? ¿Damos gracias a Dios también por el fracaso, el dolor y la contradicción? ¿Nos acercan a Dios estas realidades, o nos separan de Él?

El Padre: “En otros momentos, ante incomprensiones o dificultades para hacer el Opus Dei, describía lleno de paz: aquí estoy en la cruz, ¡contento, muy contento! Cansado y seguro, porque Dios me manda lo que conviene” (Memoria del Beato Josemaría, cap. III, 4).

3. El Libro de los Números (21, 4-9) nos narra cómo el Señor castigó al Pueblo elegido por murmurar contra Moisés y contra Yahvé, al experimentar las dificultades del desierto, enviándole serpientes que causaron estragos entre los israelitas. Cuando se arrepintieron, el Señor dijo a Moisés: “Haz una serpiente de bronce y ponla por señal; el herido que la mirare, vivirá. Hizo, pues, Moisés una serpiente de bronce y la puso por señal, y los heridos que la miraban eran sanados”. La serpiente de bronce era signo de Cristo en la Cruz, en quien obtienen la salvación los que lo miran. Así lo expresa Jesús en su conversación con Nicodemo: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en Él” (Jn 3, 14-15). Desde entonces, el camino de la santidad pasa por la Cruz, y cobra sentido algo tan falto de él como es la enfermedad, el dolor, la pobreza, el fracaso…, la mortificación voluntaria. Es más, Dios bendice con la Cruz cuando quiere otorgar grandes bienes a un hijo suyo, al que trata entonces con particular predilección.

Muchas gentes huyen de la Cruz de Cristo, y se alejan de la alegría verdadera, de la eficacia sobrenatural que llena el corazón, de la misma santidad; huyen de Cristo. Llevémosla nosotros sin rebeldía, sin quejas, con amor.

[…] “Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. Amén. Amén”.

Yo te aseguro que alcanzarás la paz (Camino, 691).

4. El amor a la Cruz produce abundantes frutos en el alma. En primer lugar, nos lleva a descubrir enseguida a Jesús, que nos sale al encuentro y toma lo más pesado de la contradicción y lo carga sobre sus hombros. Nuestro dolor, asociado al del Maestro, deja de ser el mal que entristece y arruina, y se convierte en medio de unión con Dios.

La Cruz de cada día es una gran oportunidad de purificación, de desprendimiento y de aumento de gloria. San Pablo enseñaba con frecuencia a los cristianos que las tribulaciones son siempre breves y llevaderas, y el premio de esos sufrimientos llevados por Cristo es inmenso y eterno. Por eso el Apóstol se gozaba en sus tribulaciones, se gloriaba de ellas y se consideraba dichoso de poder unirlas a las de Cristo Jesús y completar así su Pasión para bien de la Iglesia y de las almas (cfr. Rom 7, 18).

5. El único dolor verdadero es alejarnos de Cristo. Los demás padecimientos son pasajeros y se tornan gozo y paz.

El trato y la amistad con el Maestro nos enseñan, por otra parte, a ver y a llevar con una disposición joven, decidida, alejada de la tristeza y de la queja, las dificultades que se presentan. Las veremos, igual que han hecho los santos, como un estímulo, un obstáculo que es preciso saltar en esta carrera que es la vida. Este espíritu alegre y optimista, incluso en los momentos difíciles, no es fruto del temperamento ni de la edad: nace de una profunda vida interior, de la conciencia siempre presente de nuestra filiación divina. Esta disposición serena, optimista, creará en toda circunstancia un buen ambiente a nuestro alrededor en la familia, en el estudio, con los amigos…, y será un gran medio para acercar a otros al Señor.

6. Amor al Crucifijo. “Desde que le conocí -cuenta D. Álvaro- observé que en su oración personal, o cuando predicaba una meditación o daba una clase, como también cuando trabajaba en la mesa, se ponía delante un crucifijo, bastante grande de diez o doce centímetros, que llevó siempre en el bolsillo, quizá hasta 1950. A su hermano Santiago le llamaban la atención esas dimensiones y decía que era un crucifijo de “ordenanza”, aludiendo a las pistolas de los militares. Y realmente se puede decir que el crucifijo era el arma de nuestro Fundador.

Al terminar la guerra civil, entró en Madrid a la vez que las tropas que habían liberado la ciudad. Se le acercaba mucha gente para besarle la mano, porque desde hacía tres años no veían a un sacerdote con traje talar: pero el Padre les daba a besar el crucifijo; esto le sucedió muchas veces durante aquellos años. También a nosotros nos aconsejaba que llevásemos siempre un crucifijo, y lo pusiéramos sobre la mesa antes de empezar a estudiar, leer o trabajar, para mantenernos en la presencia de Dios y transformar así nuestro trabajo en oración, uniéndolo al sacrificio de la cruz” (Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, pp. 154-155).

Terminamos nuestra oración junto a Nuestra Señora. […] Y pídele para cada alma que ese dolor suyo aumente en nosotros la aversión al pecado, y que sepamos amar, como expiación, las contrariedades físicas o morales de cada jornada (Surco, 258).