El Señor, en ocasiones, bendice con
1. Es posible que desde niños aprendiéramos a hacer el signo de la Cruz en la frente, en los labios y en el corazón, como señal externa de nuestra profesión de fe. En la Liturgia, la Iglesia utiliza el signo de la Cruz en los altares, en el culto, en los edificios sagrados… Por la señal de
Escribe el Padre: “El 14 de septiembre de 1969, mientras nos mostraba -lleno de sumo respeto- un relicario de
2. La Cruz se presenta en nuestra vida de muy diferentes maneras: enfermedad, pobreza, cansancio, dolor, desprecio, soledad… Hoy podemos examinar en nuestra oración nuestra disposición habitual ante esa Cruz que se muestra a veces. ¿Nos quejamos con frecuencia ante las contrariedades? ¿Damos gracias a Dios también por el fracaso, el dolor y la contradicción? ¿Nos acercan a Dios estas realidades, o nos separan de Él?
El Padre: “En otros momentos, ante incomprensiones o dificultades para hacer el Opus Dei, describía lleno de paz: aquí estoy en la cruz, ¡contento, muy contento! Cansado y seguro, porque Dios me manda lo que conviene” (Memoria del Beato Josemaría, cap. III, 4).
3. El Libro de los Números (21, 4-9) nos narra cómo el Señor castigó al Pueblo elegido por murmurar contra Moisés y contra Yahvé, al experimentar las dificultades del desierto, enviándole serpientes que causaron estragos entre los israelitas. Cuando se arrepintieron, el Señor dijo a Moisés: “Haz una serpiente de bronce y ponla por señal; el herido que la mirare, vivirá. Hizo, pues, Moisés una serpiente de bronce y la puso por señal, y los heridos que la miraban eran sanados”. La serpiente de bronce era signo de Cristo en la Cruz, en quien obtienen la salvación los que lo miran. Así lo expresa Jesús en su conversación con Nicodemo: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en Él” (Jn 3, 14-15). Desde entonces, el camino de la santidad pasa por la Cruz, y cobra sentido algo tan falto de él como es la enfermedad, el dolor, la pobreza, el fracaso…, la mortificación voluntaria. Es más, Dios bendice con la Cruz cuando quiere otorgar grandes bienes a un hijo suyo, al que trata entonces con particular predilección.
Muchas gentes huyen de la Cruz de Cristo, y se alejan de la alegría verdadera, de la eficacia sobrenatural que llena el corazón, de la misma santidad; huyen de Cristo. Llevémosla nosotros sin rebeldía, sin quejas, con amor.
[…] “Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. Amén. Amén”.
Yo te aseguro que alcanzarás la paz (Camino, 691).
4. El amor a la Cruz produce abundantes frutos en el alma. En primer lugar, nos lleva a descubrir enseguida a Jesús, que nos sale al encuentro y toma lo más pesado de la contradicción y lo carga sobre sus hombros. Nuestro dolor, asociado al del Maestro, deja de ser el mal que entristece y arruina, y se convierte en medio de unión con Dios.
La Cruz de cada día es una gran oportunidad de purificación, de desprendimiento y de aumento de gloria. San Pablo enseñaba con frecuencia a los cristianos que las tribulaciones son siempre breves y llevaderas, y el premio de esos sufrimientos llevados por Cristo es inmenso y eterno. Por eso el Apóstol se gozaba en sus tribulaciones, se gloriaba de ellas y se consideraba dichoso de poder unirlas a las de Cristo Jesús y completar así su Pasión para bien de la Iglesia y de las almas (cfr. Rom 7, 18).
5. El único dolor verdadero es alejarnos de Cristo. Los demás padecimientos son pasajeros y se tornan gozo y paz.
El trato y la amistad con el Maestro nos enseñan, por otra parte, a ver y a llevar con una disposición joven, decidida, alejada de la tristeza y de la queja, las dificultades que se presentan. Las veremos, igual que han hecho los santos, como un estímulo, un obstáculo que es preciso saltar en esta carrera que es
6. Amor al Crucifijo. “Desde que le conocí -cuenta D. Álvaro- observé que en su oración personal, o cuando predicaba una meditación o daba una clase, como también cuando trabajaba en la mesa, se ponía delante un crucifijo, bastante grande –de diez o doce centímetros–, que llevó siempre en el bolsillo, quizá hasta
Al terminar la guerra civil, entró en Madrid a la vez que las tropas que habían liberado