Hay una comedia de Benavente que se titula “Los santos para el cielo y los altares” y que defiende la idea de que a la gente le gustan los santos siempre que estén lejos, y que todos pensamos que están muy bien para el cielo y los altares, pero resultan molestos y son incomprendidos cuando conviven a nuestro lado.
Quizás por esta razón los santos a veces lo han pasado mal en esta tierra, mientras vivieron, porque eran incomprendidos, y nosotros nos imaginamos siempre a los santos como personajes medievales un poco raros, y no los vemos como personas normales y corrientes que pueden estar entre nosotros.
Los santos no son bichos raros como las sirenas o los centauros, que dicen que han existido, pero que nadie los ha visto. Los santos son propios de todos los tiempos.
Los santos no son sólo para venerarlos, sino para imitarlos. A lo largo de la historia de la Iglesia los ha habido de todas las clases: religiosos, laicos, casados, solteros…
El tesoro de la Iglesia, su grandeza, no es el saber de sus teólogos –el Papa actual es un gran teólogo-, ni la influencia social que pueda tener, o su peso en la vida política, sino los santos que a lo largo de los siglos hemos tenido en la tierra.
Si tantas personas han sido santas, y son santas aunque no nos demos cuenta, ¿porqué no vamos a poder serlo tú y yo?
San Josemaría se pasó la vida entera enseñando esta doctrina: todos estamos llamados a la santidad, y los santos no son personas extrañas, sino seres normales y corrientes, de carne y hueso –nosotros-, con virtudes y con errores.
Las personas santas son las que quieren vivir el primer mandamiento de la Ley de Dios de verdad, las personas que se plantean amarle sobre todas las cosas. San Agustín, un Padre de la Iglesia que vivió a caballo entre los siglos IV y V, dotado de unas grandes cualidades y una de las figuras más grandes del cristianismo, hizo famosa una frase: “ama a Dios y haz lo que quieras”. Si estudias, estudia por amor. Si estás con tus amigos, hazlo por amor, si corriges, corrige por amor, si perdonas, perdona por amor… Si en el fondo de nuestro corazón, lo que nos mueve es el amor a Dios, de esa raíz, de ese buen fondo, sólo podrán salir cosas buenas.
Los santos han sido personas muy felices en esta tierra y han hecho felices a los que tenían a su lado, porque no se puede amar a Dios a quien no vemos, si no amamos de verdad a los que están cerca de nosotros, a quienes sí vemos. Quizás nos podemos fijar en este aspecto de la santidad: los santos son personas felices que tratan de hacer felices a los demás. Y le podemos pedir a Jesús que nos enseñe el arte de hacer felices a los demás.
Para ser felices (que es sinónimo de ser santos), lo que hemos de procurar es que lo sean las personas que están a nuestro lado; la alegría que se procura a los demás recae sobre uno mismo. ¿No has experimentado nunca esa alegría que se siente cuando se ayuda a una persona? Cuando ayudamos a nuestros amigos a que estén contentos, a que vivan una virtud, a que se acerquen al sacramento de la confesión, a que vayan a misa, nosotros estamos contentos.
Para hacer felices a los demás hay que proponérselo. Cuentan que un riquísimo caballero, aburrido de la vida, salió un día por sus tierras con la intención de quitarse la vida. Mientras iba caminando sin rumbo y desconcertado, pasó delante de una masía que tenía escrito en la fachada esta inscripción: “Si la vida te es dura y difícil, busca la forma de hacer feliz a alguien. Con la práctica de las buenas obras se consigue la alegría de vivir”. Aquellas palabras le hicieron reflexionar, y pensó: “valdría la pena probarlo, porque, al fin y al cabo, si me quito la vida, mi fortuna será para mis herederos, que no han hecho nada para merecerla”, y regresó a su casa decidido a poner en práctica aquella leyenda en la primera ocasión que se le presentase.
A los pocos días falleció un amigo suyo de toda la vida, que había trabajado duramente, pero que no tenía un gran patrimonio y dejaba cinco niños pequeños casi en la pobreza. El rico caballero apadrinó a los cinco huérfanos, y desde entonces, cuando empezó a preocuparse de la educación, del mantenimiento de esas criaturas, su vida encontró un nuevo sentido.
Sólo se siente desgraciado el que vive para él mismo, y no piensa más que en su propio yo. Los santos han sido felicísimos y han hecho felices a muchas personas.
Todos queremos ser santos, ir al cielo, pero la lucha por la santidad hay que concretarla. Quizás le podemos pedir a Jesús que nos ayude a pensar en los demás y menos en nosotros mismos, como han hecho todos los santos.
Decía San Josemaría: “darse a los demás, es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría”.
Jesús vino a la Tierra para entregarse completamente por nosotros. Hacía milagros para alegrar la vida de la gente, como el primero, el de la conversión del agua en vino en las bodas de Caná de Galilea, que fue un milagro para que la gente lo pasara bien bebiendo vino (con moderación, claro, aunque en aquella época no existía en carnet de conducir por puntos…). También hacía milagros para evitar el sufrimiento de la gente, como la resurrección del hijo de la viuda de Naím, o la curación de la suegra de San Pedro, o tantas curaciones como aparecen contadas en el Evangelio.
Quizás en esto podemos imitar a Jesús. Nosotros no podemos hacer milagros -¡ya nos gustaría!- pero podemos esforzarnos en hacer felices a las personas que están a nuestro alrededor: nuestros padres, nuestros amigos, nuestros compañeros de clase. Una sonrisa, un comentario positivo, una queja o una crítica que nos callamos, el esfuerzo que ponemos para hacer bien nuestros deberes sabiendo la alegría que tienen nuestros padres al vernos trabajadores, el tiempo que sabemos “perder” ayudando a un compañero porque sabemos que algo le cuesta… son pequeños detalles, pero, con constancia, nos acercan a Jesús, nos hacen parecernos a Jesús, nos ayudan a ser santos.
Santa María es la Reina de todos los santos. A ella le pedimos que nos ayude a vivir pendientes de los demás, y preocupados por la felicidad de los demás, como todos los santos, como Jesús.