Vocación
La Encarnación de Jesús y su nacimiento en un establo son una muestra del amor de Dios por los hombres, por cada uno en particular.
Jesús vino a la Tierra con una misión: traernos la felicidad. Para eso fundó y nos dejó la Iglesia.
Los cristianos de hoy en día podemos ser –si queremos- colaboradores de Dios en esa gran tarea, porque su misión aún no ha concluido.
A lo largo de los siglos han existido personas que comprometieron su vida por entero al servicio de Dios y de la Iglesia, entregándose en alguna de sus instituciones. Muchos han sido canonizados y puestos como ejemplo, otros son santos anónimos.
Dios sigue necesitando colaboradores suyos en la tierra. La mies es mucha, y los obreros pocos.
Quizás nosotros somos una de esas personas a las que Jesús ha llamado como a los primeros apóstoles. Quizás si preguntas a Jesús con sinceridad “¿qué quieres de mi?”, escuchas en el fondo de tu corazón: “ven y sígueme”.
“Escuchar a Cristo y adorarlo lleva a hacer elecciones valerosas, a tomar decisiones a veces heroicas. Jesús es exigente porque quiere nuestra auténtica felicidad. Llama a algunos a dejar todo para que le sigan (…). Quien advierte esta invitación no tenga miedo de responderle «sí» y le siga generosamente.
Queridos jóvenes, la Iglesia necesita auténticos testigos para la nueva evangelización: hombres y mujeres cuya vida haya sido transformada por el encuentro con Jesús; hombres y mujeres capaces de comunicar esta experiencia a los demás. La Iglesia necesita santos” (Juan Pablo II, mensaje para la JMJ 2004, VIII-04).
Podemos pensar que sí, que Dios puede contar con nosotros, pero si nos lo pide de una manera espectacular. “Quizá sin confesarlo, seguimos pretendiendo que Dios nos dé una señal a la que sea imposible resistir. Estamos tratando de ver y de tocar, como Santo Tomás (Jn 20,24) en un terreno en el que hay que caminar a la luz de la fe. Pretendemos una zarza ardiendo a lo Moisés (Ex 3); o la aparición de un mensajero divino que nos hable, como sucedió a Isaías (Is 6); o un diálogo directo con Dios, sin intermediarios, y sensible, como lo tuvo Jeremías al ser llamado (Jer 1)”.
Aprender a escuchar a Dios
Y no, Dios utiliza medios naturales para decirnos lo que quiere de nosotros. “Dios podría hacer oír su voz montando un escenario majestuoso, un ambiente impresionante y unos truenos ensordecedores. Pero prefiere usar los cauces ordinarios. De un modo conmovedoramente bonito, Dios se esconde en un vientecillo tenue (I Reg 19, 12)”.
“En ocasiones, a fuerza de pretender ver la llamada de Dios sólo en lo que es extraordinario, no llegamos a descubrir la voz del Señor, cuando se esconde en apariencias sencillas. En la complicación y enmarañamiento no está Dios”.
“Viene como la tentación de pensar que quien nos aconseja puede estar empeñado en llevar el agua a su propio molino, hasta el punto de faltar de objetividad… Pero, a la hora de la verdad, corre mayor riesgo de equivocarse quien hace caso omiso de todas las señales que le rodean, y decide cerrar los oídos a cualquier cosa que no sea una ayuda para tranquilizar falsamente su conciencia”.
“¡Escucha! No te canses de entrenarte en la difícil disciplina de
Si abres tu corazón y tu mente con disponibilidad, descubrirás "tu vocación", es decir, el proyecto que Dios, en su amor, desde siempre tiene preparado para ti”[1].
Anécdota de Edu.
Vencer el miedo
“¿Acaso no tenemos todos de algún modo miedo –si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a él–, miedo de que él pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? ¿No corremos el riesgo de encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad? Y todavía el Papa quería decir: ¡no! quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de
Anécdota de la invitación de boda “eres un cobarde”.
“Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida” (Benedicto XVI, 24/04/05).